La Espinosa Senda del Honor

Circula todavía por ahí un viejo cuento titulado:
«La espinosa senda del honor, de un cazador
llamado Bryde, que llegó a obtener grandes
honores y dignidades, pero sólo a costa de
muchas contrariedades y vicisitudes en el curso
de su existencia». Es probable que algunos de
vosotros lo hayáis oído contar de niños, y tal
vez leído de mayores, y acaso os haya hecho
pensar en los abrojos de vuestro propio camino
y en sus muchas «adversidades». La leyenda y
la realidad tienen muchos puntos de semejanza,
pero la primera se resuelve armónicamente acá
en la Tierra, mientras que la segunda las más de
las veces lo hace más allá de ella, en la
eternidad.
La Historia Universal es una linterna mágica
que nos ofrece en una serie de proyecciones, el
oscuro trasfondo de lo presente; en ellas vemos
cómo caminan por la espinosa senda del honor
los bienhechores de la Humanidad, los mártires
del genio.
Estas luminosas imágenes irradian de todos los
tiempos y de todos los países, cada una durante
un solo instante, y, sin embargo, llenando toda
una vida, con sus luchas y sus victorias.
Consideremos aquí algunos de los componentes
de esta hueste de mártires, que no terminará
mientras dure la Tierra.
Vemos un anfiteatro abarrotado. Las Nubes, de
Aristófanes, envían a la muchedumbre torrentes
de sátira y humor; en escena, el hombre más
notable de Atenas, el que fue para el pueblo un
escudo contra los treinta tiranos, es ridiculizado
espiritual y físicamente: Sócrates, el que en el
fragor de la batalla salvó a Alcibíades y a
Jenofonte, el hombre cuyo espíritu se elevó por
encima de los dioses de la Antigüedad, él
mismo se halla presente; se ha levantado de su
banco de espectador y se ha adelantado para que
los atenienses que se ríen puedan comprobar si
se parece a la caricatura que de él se presenta al
público. Allí está erguido, destacando muy por
encima de todos. Tú, amarga y ponzoñosa
cicuta, habías de ser aquí el emblema de Atenas,
no el olivo.
Siete ciudades se disputan el honor de haber
sido la cuna de Homero; después que hubo
muerto, se entiende. Fijaos en su vida: Va
errante por las ciudades, recitando sus versos
para ganarse el sustento, sus cabellos encanecen
a fuerza de pensar en el mañana. Él, el más
poderoso vidente con los oídos del espíritu, es
ciego y está solo; la acerada espina rasga y
destroza el manto del rey de los poetas. Sus
cantos siguen vivos, y sólo por él viven los
dioses y los héroes de la Antigüedad.
De Oriente y Occidente van surgiendo, imagen
tras imagen, remotas y apartadas entre sí por el
tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en
la senda espinosa del honor, donde el cardo no
florece hasta que ha llegado la hora de adornar
la tumba.
Bajo las palmeras avanzan los camellos,
ricamente cargados de índigo y de otros
valiosos tesoros. El Rey los envía a aquel cuyos
cantos constituyen la alegría del pueblo y la
gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero
de aquel a quien la envidia y la falacia enviaron
al destierro… La caravana se acerca a la
pequeña ciudad donde halló asilo; un pobre
cadáver conducido a la puerta la hace detener.
El muerto es precisamente el hombre a quien
busca: Firdusi… Ha recorrido toda la espinosa
senda del honor.
El africano de toscos rasgos, gruesos labios y
cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas
de mármol de palacio de la capital lusitana; es
el fiel esclavo de Camoens; sin él y sin las
limosnas que le arrojan, moriría de hambre su
señor, el poeta de Las Lusiadas.
Sobre la tumba de Camoens se levanta hoy un
magnífico monumento.
Una nueva proyección.
Detrás de una reja de hierro vemos a un
hombre, pálido como la muerte, con larga barba
hirsuta.
– ¡He realizado un descubrimiento, el mayor
desde hace siglos – grita -, y llevo más de veinte
años encerrado aquí!
– ¿Quién es?
– ¡Un loco! – dice el guardián -. ¡A lo que puede
llegar un hombre! ¡Está empeñado en que es
posible avanzar al impulso del vapor!
Salomón de Caus, descubridor de la fuerza del
vapor, cuyas imprecisas palabras de
presentimiento no fueron comprendidas por un
Richelieu, murió en el manicomio.
Ahí tenemos a Colón, burlado y perseguido un
día por los golfos callejeros porque se había
propuesto descubrir un nuevo mundo, ¡y lo
descubrió! Las campanas de júbilo doblan a su
regreso victorioso, pero las de la envidia no
tardarán en ahogar los sones de aquéllas. El
descubridor de mundos, que levantó del mar la
tierra americana y la ofreció a su rey, es
recompensado con cadenas de hierro, que
pedirá sean puestas en su ataúd, como
testimonios del mundo y de la estima de su
época.
Las imágenes se suceden; está muy concurrida
la senda espinosa del honor.
He aquí, en el seno de la noche y las tinieblas,
aquel que calculó la altitud de las montañas de
la Luna, que recorrió los espacios hasta las
estrellas y los planetas, el coloso que vio y oyó
el espíritu de la Naturaleza, y sintió que la
Tierra se movía bajo sus pies: Galileo. Ciego y
sordo está, un anciano, traspasado por la espina
del sufrimiento en los tormentos del mentís, con
fuerzas apenas para levantar el pie, que un día,
en el dolor de su alma, golpeó el suelo al ser
borradas las palabras de la verdad: «¡Y, sin
embargo, se mueve!».
Ahí está una mujer de alma infantil, llena de
entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejército
combatiente, empuñando la bandera y llevando
a su patria a la victoria y la salvación. Estalla el
júbilo… y se enciende la hoguera: Juana de
Arco, la bruja, es quemada viva.
Peor aún, los siglos venideros escupirán sobre el
blanco lirio: Voltaire, el sátiro de la razón,
cantará La pucelle.
En el Congreso de Viborg, la nobleza danesa
quema las leyes del Rey: brillan en las llamas,
iluminan la época y al legislador, proyectan una
aureola en la tenebrosa torre donde él está
aprisionado, envejecido, encorvado, arañando
trazos con los dedos en la mesa de piedra; él,
otrora señor de tres reinos, el monarca popular,
el amigo del burgués y del campesino: Cristián
II, de recio carácter en una dura época. Sus
enemigos escriben su historia. Pensemos en sus
veintisiete años de cautiverio, cuando nos venga
a la mente su crimen. Allí se hace a la vela una
nave de Dinamarca; en alto mástil hay un
hombre que contempla por última vez la Isla
Hveen: es Tycho Brahe, que levantará el
nombre de su patria hasta las estrellas y será
recompensado con la ofensa y el disgusto.
Emigra a una tierra extraña: «El cielo está en
todas partes, ¿qué más necesito?», son sus
palabras; parte el más ilustre de nuestros
hombres, para verse honrado y libre en un país
extranjero.
«¡Ah, libre, incluso de los insoportables dolores
del cuerpo!», oímos suspirar a través de los
tiempos. ¡Qué cuadro! Griffenfeld, un Prometeo
danés, encadenado a la rocosa Isla de
Munkholm.
Nos hallamos en América, al borde de un
caudaloso río; se ha congregado una
muchedumbre, un barco va a zarpar contra
viento y marea, desafiando los elementos.
Roberto Fulton se llama el hombre que se cree
capaz de esta hazaña. El barco inicia el viaje; de
pronto se queda parado, y la multitud ríe, silba y
grita; su propio padre silba también: – ¡Orgullo,
locura! ¡Has encontrado tu merecido! ¡Qué
encierren a esta cabeza loca! -. Entonces se
rompe un diminuto clavo que por unos
momentos había frenado la máquina, las ruedas
giran, las palas vencen la resistencia del agua, el
buque arranca… La lanzadera del vapor reduce
las horas a minutos entre las tierras del mundo.
Humanidad, ¿comprendes cuán sublime fue este
despertar de la conciencia, esta revelación al
alma de su misión, este instante en que todas las
heridas del espinoso sendero del honor – incluso
las causadas por propia culpa – se disuelven en
cicatrización, en salud, fuerza y claridad, la
disonancia se transforma en armonía, los
hombres ven la manifestación de la gracia de
Dios, concedida a un elegido y por él
transmitida a todos?
Así la espinosa senda del honor aparece como
una aureola que nimba la Tierra. ¡Feliz el que
aquí abajo ha sido designado para emprenderla,
incorporado graciosamente a los constructores
del puente que une a los hombres con Dios!
Sostenido por sus alas poderosas, vuela el
espíritu de la Historia a través de los tiempos
mostrando – para estímulo y consuelo, para
despertar una piedad que invita a la meditación
-, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos,
el sendero del honor, sembrado de abrojos, que
no termina, como en la leyenda, en esplendor y
gozo aquí en la Tierra, sino más allá de ella, en
el tiempo y en la eternidad.

Cada cosa en su sitio

Hace de esto más de cien años.
Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se
levantaba un viejo palacio, rodeado por un
profundo foso en el que crecían cañaverales,
juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta
principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se
inclinaban sobre las cañas.
Desde el valle llegaban sones de cuernos y
trotes de caballos; por eso la zagala se daba
prisa en sacar los gansos del puente antes de
que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a
todo galope, y la muchacha hubo de subirse de
un brinco a una de las altas piedras que
sobresalían junto al puente, para no ser
atropellada. Era casi una niña, delgada y
flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos
maravillosamente límpidos. Mas el noble
caballero no reparó en ellos; a pleno galope,
blandiendo el látigo, por puro capricho dio con
él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza
que la derribó.
– ¡Cada cosa en su sitio! -exclamó-. ¡El tuyo es
el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el
chiste le pareció gracioso, y los demás le
hicieron coro. Todo el grupo de cazadores
prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se
sumaron los ladridos de los perros. Era lo que
dice la canción:
«¡Borrachas llegan las ricas aves!».
Dios sabe lo rico que era.
La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de
las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella
pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En
cuanto los señores y la jauría hubieron
desaparecido por la puerta, ella trató de salir de
su atolladero, pero la rama se quebró, y la
muchachita cayó en medio del cañaveral,
sintiendo en el mismo momento que la sujetaba
una mano robusta. Era un buhonero, que,
habiendo presenciado toda la escena desde
alguna distancia, corrió en su auxilio.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al
noble en tono de burla y poniendo a la
muchacha en un lugar seco. Luego intentó
volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero
eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene
aplicación, y así la clavó en la tierra
reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta
convertirte en una buena flauta para la gente del
castillo -. Con ello quería augurar al noble y los
suyos un bien merecido castigo. Subió después
al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas;
no era bastante distinguido para ello. Sólo le
permitieron entrar en la habitación de la
servidumbre, donde fueron examinadas sus
mercancías y discutidos los precios. Pero del
salón donde se celebraba el banquete llegaba el
griterío y alboroto de lo que querían ser
canciones; no sabían hacerlo mejor. Resonaban
las carcajadas y los ladridos de los perros. Se
comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino
y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los
canes favoritos participaban en el festín; los
señoritos los besaban después de secarles el
hocico con las largas orejas colgantes. El
buhonero fue al fin introducido en el salón, con
sus mercancías; sólo querían divertirse con él.
El vino se les había subido a la cabeza,
expulsando de ella a la razón. Le sirvieron
cerveza en un calcetín para que bebiese con
ellos, ¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás
graciosa, como se ve. Rebaños enteros de
ganado, cortijos con sus campesinos fueron
jugados y perdidos a una sola carta.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero
cuando hubo podido escapar sano y salvo de
aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-.
Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allá
arriba -. Y desde el vallado se despidió de la
zagala con un gesto de la mano.
Pasaron días y semanas, y aquella rama
quebrada de sauce que el buhonero plantara
junto al foso, seguía verde y lozana; incluso
salían de ella nuevos vástagos. La doncella vio
que había echado raíces, lo cual le produjo gran
contento, pues le parecía que era su propio
árbol.
Y así fue prosperando el joven sauce, mientras
en la propiedad todo decaía y marchaba del
revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos
ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar
el carro.
No habían transcurrido aún seis años, cuando el
noble hubo de abandonar su propiedad
convertido en pordiosero, sin más haber que un
saco y un bastón. La compró un rico buhonero,
el mismo que un día fuera objeto de las burlas
de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron
cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la
laboriosidad llaman a los vientos favorables, y
ahora el comerciante era dueño de la noble
mansión. Desde aquel momento quedaron
desterrados de ella los naipes. – ¡Mala cosa! –
decía el nuevo dueño-. Viene de que el diablo,
después que hubo leído la Biblia, quiso fabricar
una caricatura de ella e ideo el juego de cartas.
El nuevo señor contrajo matrimonio – ¿con
quién dirías? – Pues con la zagala, que se había
conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus
nuevos vestidos aparecía tan pulcra y
distinguida como si hubiese nacido en noble
cuna. ¿Cómo ocurrió la cosa? Bueno, para
nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una
historia demasiado larga, pero el caso es que
sucedió; y ahora viene lo más importante.
En la antigua propiedad todo marchaba a las mil
maravillas; la madre cuidaba del gobierno
doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas.
Llovían sobre ellos las bendiciones; la
prosperidad llama a la prosperidad. La vieja
casa señorial fue reparada y embellecida; se
limpiaron los fosos y se plantaron en ellos
árboles frutales; la casa era cómoda, acogedora,
y el suelo, brillante y limpísimo. En las veladas
de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y
lino en el gran salón, y los domingos se leía la
Biblia en alta voz, encargándose de ello el
Consejero comercial, pues a esta dignidad había
sido elevado el ex-buhonero en los últimos años
de su vida. Crecían los hijos – pues habían
venido hijos -, y todos recibían buena
instrucción, aunque no todos eran inteligentes
en el mismo grado, como suele suceder en las
familias.
La rama de sauce se había convertido en un
árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin
ser podado. – ¡Es nuestro árbol familiar! -decía
el anciano matrimonio, y no se cansaban de
recomendar a sus hijos, incluso a los más
ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen
siempre.
Y ahora dejamos transcurrir cien años.
Estamos en los tiempos presentes. El lago se
había transformado en un cenagal, y de la
antigua mansión nobiliaria apenas quedaba
vestigio: una larga charca, con unas ruinas de
piedra en uno de sus bordes, era cuanto
subsistía del profundo foso, en el que se
levantaba un espléndido árbol centenario de
ramas colgantes: era el árbol familiar. Allí
seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un
sauce cuando se lo deja crecer en libertad.
Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz
hasta la copa, y que la tempestad lo había
torcido un poco; pero vivía, y de todas sus
grietas y desgarraduras, en las que el viento y la
intemperie habían depositado tierra fecunda,
brotaban flores y hierbas; principalmente en lo
alto, allí donde se separaban las grandes ramas,
se había formado una especie de jardincito
colgante de frambuesas y otras plantas, que
suministran alimento a los pajarillos; hasta un
gracioso acerolo había echado allí raíces y se
levantaba, esbelto y distinguido, en medio del
viejo sauce, que se miraba en las aguas negras
cada vez que el viento barría las lentejas
acuáticas y las arrinconaba en un ángulo de la
charca. Un estrecho sendero pasaba a través de
los campos señoriales, como un trazo hecho en
una superficie sólida.
En la cima de la colina lindante con el bosque,
desde la cual se dominaba un soberbio
panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso
y suntuoso, con cristales tan transparentes, que
habríase dicho que no los había. La gran
escalinata frente a la puerta principal parecía
una galería de follaje, un tejido de rosas y
plantas de amplias hojas. El césped era tan
limpio y verde como si cada mañana y cada
tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la
más ínfima brizna de hierba seca. En el interior
del palacio, valiosos cuadros colgaban de las
paredes, y había sillas y divanes tapizados de
terciopelo y seda, que parecían capaces de
moverse por sus propios pies; mesas con tablero
de blanco mármol y libros encuadernados en
tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica
la que allí residía, gente noble: eran barones.

Tía Dolor de Muelas

¿Qué de dónde hemos sacado esta historia?
¿Quieres saberlo?
Pues la hemos sacado del barril que contiene el
papel viejo.
Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la
mantequería y a la abacería, no precisamente
para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo
emplean para liar cucuruchos de almidón y café
o para envolver arenques, mantequilla y queso.
Las hojas escritas son también útiles.
Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo
que no debiera.
Conozco a un dependiente de una verdulería,
hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a
la planta baja; es hombre muy leído, con cultura
de bolsas de abacería, tanto impresas como
manuscritas. Posee una interesante colección,
de la que forman parte notables documentos
extraídos de la papelera de tal o cual
funcionario demasiado ocupado y distraído;
cartas confidenciales de un amigo a la amiga;
comunicaciones escandalosas que no debieran
circular ni ser comentadas por nadie. Es una
especie de estación de salvamento para una
parte no despreciable de la literatura, y su
campo de acción es muy amplio, pues dispone
de la tienda de sus padres y de la del dueño,
donde ha salvado más de un libro, u hojas de él,
que bien merecían ser leídas y releídas.
Me enseñó su colección de cosas impresas y
manuscritas sacadas del cubo, la mayoría de
ellas de la mantequería. Había allí varias hojas
de un cuaderno relativamente abultado, del que
me llamó la atención el carácter de letra, muy
cuidado y claro.
– Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un
estudiante que vivía enfrente y que murió hace
un mes. Padecía mucho de dolor de muelas, por
lo que aquí se ve. ¡Es muy divertida su lectura!
Esto es sólo una pequeña parte de lo que
escribió, pues había todo un libro y aún algo
más. Por él, mis padres dieron a la patrona del
estudiante media libra de jabón verde. Esto es
todo lo que pude salvar.
Se lo pedí prestado, lo leí y ahora voy a
contarlo. El título era:
Tía Dolor de Muelas
De niño, mi tía me regalaba golosinas. Mis
dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy
mayor, soy ya estudiante, y ella sigue
regalándome con dulces; soy poeta, dice.
Cierto que hay algo de poeta en mí, pero no lo
bastante. A menudo, yendo por las calles de la
ciudad, me parece como si anduviese por el
interior de una gran biblioteca; las casas son las
estanterías de los libros, y cada piso es un
anaquel. Aquí hay una historia cotidiana, allá
una buena comedia u obras científicas de todas
las ramas, acullá literatura, buena o de pacotilla.
Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos
libros.
Hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante.
Muchas personas tienen de ello tanto como yo,
y, sin embargo, no ostentan ningún escudo ni
collar con el título de poeta.
Para ellos y para mí es un don de Dios, una
gracia concedida, bastante para uno mismo,
pero demasiado pequeña para que merezca ser
comunicada a los demás. Viene como un rayo
de sol, llena el alma y el pensamiento; viene
como aroma de flores, como una melodía que
uno conoce sin acertar a recordar de dónde
procede.
Una noche, hace poco, en mi habitación, sentía
ganas de leer, pero no tenía ningún libro; y he
aquí que de pronto cayó del tilo una hoja verde
y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi
cuarto.
Contemplé sus numerosas y ramificadas
nervaduras; por su superficie se movía un
gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a
conciencia. Aquello me hizo pensar en la
ciencia humana. También nosotros nos
arrastramos sobre la superficie de una hoja, no
conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos
con ánimos para pronunciar una conferencia
acerca del árbol entero, con su raíz, tronco y
copa, el gran árbol: Dios, el mundo y la
inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no
conocemos sino una hoja.
Mientras estaba así ocupado, recibí la visita de
tía Mille. Le enseñé la hoja con el gusano, le
comuniqué mis pensamientos y vi que sus ojos
brillaban.
– ¡Eres un poeta! -exclamó-. ¡Quizás el más
grande que tenemos! ¡Qué contenta bajaría a la
tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del
cervecero Rasmussen, me has estado
asombrando con tu poderosa imaginación.
Así dijo tía Mille, y me besó.
¿Quién era tía Mille y quién el cervecero
Rasmussen?
Cuando éramos niños, llamábamos tía a la que
lo era de nuestra madre; no la conocíamos por
otro nombre.
Nos regalaba confituras y azúcar, a pesar del
peligro que suponían para nuestros dientes;
pero, como ella decía, los pequeños eran su
debilidad. Habría sido cruel privarlos de aquel
poquitín de golosinas que tanto les gustaban.
Por eso queríamos tanto a nuestra tía.
Era una vieja solterona. Siempre la conocí vieja.
Se había plantado en una misma edad.
Había sufrido mucho de dolor de muelas, y
hablaba constantemente de ello; por eso su
amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy
chistoso, la llamaba Tía Dolor de Muelas.
Éste hacia varios años que había dejado el
negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la
casa de la tía y era más viejo que ella. No le
quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros
raigones.
De joven había comido mucho azúcar, nos
decía; por eso se veía de aquel modo.
Por lo visto, tía nunca debió de haber comido
azúcar de pequeña, pues tenía unos dientes
magníficos y blanquísimos.
Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a
dormir con ellos, decía el cervecero Rasmussen.
Los niños sabían que aquello era pura malicia,
pero tía afirmaba que lo decía sin mala
intención.
Una mañana, a la hora del desayuno, contó un
sueño desagradable que había tenido por la
noche: que se le había caído un diente.
– Esto significa -dijo- que perderé un buen
amigo o una buena amiga.
– Si el diente era postizo -observó el cervecero
con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso
amigo.
– ¡Es usted un viejo grosero! -replicó tía,
enfadada como nunca la he visto.
Posteriormente dijo que había sido una broma
de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el
hombre más noble de la Tierra, y que cuando
muriese sería un angelito de Dios en el cielo.
Aquella presunta transformación me dio mucho
que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva
figura?
De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo
pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y
se quedó soltera, pero siempre fue para él una
fiel amiga.
Luego murió el cervecero Rasmussen.
Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre más
caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso
personajes condecorados y en uniforme.
Tía presenció la comitiva desde la ventana,
vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin
que faltase mi hermanito menor, traído por la
cigüeña una semana antes.
Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y
el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso
marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al
ángel, el cervecero Rasmussen. Estaría
convertido en un angelillo alado y no podía
dejar de aparecérsenos.
– ¡Tía! -dije-, ¿no crees que va a venir? ¿O que
cuando la cigüeña nos traiga otro hermanito
será el cervecero Rasmussen?
Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y
exclamó: «¡Este niño será un gran poeta!». Y lo
estuvo repitiendo durante todos mis años
escolares aun después de mi confirmación y
cuando era ya estudiante.
Fue y sigue siendo para mí la amiga que más
simpatiza con el dolor poético y el dolor de
muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.
– Anota todos tus pensamientos -decía- y
guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía
Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual
recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es
bastante interesante. Tú debes ser interesante.
¡Y lo serás!
La noche que siguió a aquella conversación me
la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el
afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía
veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor
peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me
atormentaba; me convirtió en un gusano que me
retorcía entre vejigatorios y cataplasmas.
– ¡Yo sé lo que es eso! -decía la tía; y su boca
dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus
dientes!
Pero debo empezar un nuevo capítulo de la
historia de mi tía.
Llevaba un mes en una nueva casa. Un día
hablaba de ello con mi tía.
– Es una familia muy tranquila. No se
preocupan de mí ni cuando llamo tres veces.
Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos
del viento y de la gente. Vivo exactamente
encima del portal; cada coche que entra o sale
hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla
toda la casa, como en un terremoto. Desde la
cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero
supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez
que hay tormenta – ¡y cuidado que aquí son
frecuentes!, – los ganchos de las ventanas
oscilan y golpean contra las paredes. A cada
ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio
vecino.
Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya
anochecido o muy avanzada la noche. El que
reside encima de mi cuarto, que durante el día
da lecciones de trombón, es el que vuelve más
tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la
habitación, con paso recio y botas claveteadas.
No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal
roto, sobre el cual la patrona ha pegado un
papel. El viento sopla por la raja, con notas
comparables a las del zumbido del tábano. Es
mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no
tarda en despertarme el canto del gallo. Los
pollos y gallinas del gallinero del tendero del
sótano me anuncian que pronto será día. Los
caballitos que, a falta de establo, están atados en
el cuartucho de debajo la escalera, no paran de
cocear contra la puerta y el panel para
desentumecerse.
En cuanto alborea, el portero, que duerme con
su familia en la buhardilla, baja las escaleras
con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus
portazos hacen temblar la casa, y una vez
pasado el temporal el inquilino de arriba
empieza con su gimnasia, levantando con cada
mano una bola de hierro que no puede sostener,
por lo que se le cae una vez y otra, mientras la
chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela,
se precipita por las escaleras saltando y
gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para
que entre aire puro, y me doy por satisfecho
cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede
cuando la solterona del piso trasero no está
lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su
oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la
familia es muy tranquila.
Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi
pensión. Claro que le di algo más de vivacidad,
pues la exposición oral tiene siempre acentos
más vivos y amenos que la escrita.
– ¡Eres un poeta! -exclamó mi tía-. Pon esta
descripción por escrito, eres tan bueno como
Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas,
cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que
me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te
quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas
que conmuevan, de preferencia desgraciados.
Y, efectivamente, trasladé al papel la
descripción de la casa tal como era, ruidosa y
alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin
acción. Ésta vendrá después.

El Abecedario

Érase una vez un hombre que había compuesto
versos para el abecedario, siempre dos para
cada letra, exactamente como vemos en la
antigua cartilla. Decía que hacía falta algo
nuevo, pues los viejos pareados estaban muy
sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por
el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en
manuscrito, guardado en el gran armariolibrería,
junto a la vieja cartilla impresa; aquel
armario que contenía tantos libros eruditos y
entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería
por vecino al nuevo, y había saltado en el
anaquel pegando un empellón al intruso, el cual
cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las
hojas dispersas. El viejo abecedario había
vuelto hacia arriba la primera página, que era la
más importante, pues en ella estaban todas las
letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja
contenía todo lo que constituye la vida de los
demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase
o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más
terrible! Todo depende de cómo se las dispone:
pueden dar la vida, pueden condenar a muerte;
alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero
¡puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro
Señor las hace intérpretes de su pensamiento,
leemos más cosas de las que nuestra mente
puede contener y nos inclinamos
profundamente, pero las letras son capaces de
contenerlas.
Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A
mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y
verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues
sabía lo que significaban las letras, y era el
único viviente entre ellas.
Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo
batió de alas, subióse de una volada a un borde
del armario y, después de alisarse las plumas
con el pico, lanzó al aire un penetrante
quiquiriquí. Todos los libros del armario, que,
cuando no estaban de servicio, se pasaban el día
y la noche dormitando, oyeron la estridente
trompeta. Y entonces el gallo se puso a
discursear, en voz clara y perceptible, sobre la
injusticia que acababa de cometerse con el viejo
abecedario.
– Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo
diferente – dijo -. El progreso no puede
detenerse. Los niños son tan listos, que saben
leer antes de conocer las letras. «¡Hay que
darles algo nuevo!», dijo el autor de los nuevos
versos, que yacen esparcidos por el suelo. ¡Bien
los conozco! Más de diez veces se los oí leer en
alta voz. ¡Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo
defenderé los míos, los antiguos, que son tan
buenos, y las ilustraciones que los acompañan.
Por ellos lucharé y cantaré. Todos los libros del
armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de
nueva composición. Los leeré con toda pausa y
tranquilidad, y creo que estaremos todos de
acuerdo en lo malos que son.
A. Ama
Sale el ama endomingada
Por un niño ajeno honrada.
B. Barquero
Pasó penas y fatigas el barquero,
Mas ahora reposa placentero.
-Este pareado no puede ser más soso. – dijo el
gallo – Pero sigo leyendo.
C. Colón
Lanzóse Colón al mar ingente,
y ensanchóse la tierra enormemente.
D. Dinamarca
De Dinamarca hay más de una saga bella,
No cargue Dios la mano sobre ella.
– Muchos encontrarán hermosos estos versos –
observó el gallo – pero yo no. No les veo nada
de particular. Sigamos.
E. Elefante
Con ímpetu y arrojo avanza el elefante,
de joven corazón y buen talante.
F. Follaje
Despójase el bosque del follaje
En cuanto la tierra viste el blanco traje.
G. Gorila
Por más que traigáis gorilas a la arena,
se ven siempre tan torpes, que da pena.
H. Hurra
¡Cuántas veces, gritando en nuestra tierra,
puede un «hurra» ser causa de una guerra!
– ¡Cómo va un niño a comprender estas
alusiones! – protestó el gallo -. Y, sin embargo,
en la portada se lee: «Abecedario para grandes y
chicos». Pero los mayores tienen que hacer algo
más que estarse leyendo versos en el
abecedario, y los pequeños no lo entienden.
¡Esto es el colmo! Adelante.
J. Jilguero
Canta alegre en su rama el jilguero,
de vivos colores y cuerpo ligero.
L. León
En la selva, el león lanza su rugido;
vedlo luego en la jaula entristecido.
Mañana (sol de)
Por la mañana sale el sol muy puntual,
mas no porque cante el gallo en el corral.
Ahora las emprende conmigo – exclamó el gallo
-. Pero yo estoy en buena compañía, en
compañía del sol. Sigamos.
N. Negro
Negro es el hombre del sol ecuatorial;
por mucho que lo laven, siempre será igual.
O. Olivo
¿Cuál es la mejor hoja, lo sabéis? A fe,
la del olivo de la paloma de Noé.
P. Pensador
En su mente, el pensador mueve todo el mundo,
desde lo más alto hasta lo más profundo.
Q. Queso
El queso se utiliza en la cocina,
donde con otros manjares se combina.
R. Rosa
Entre las flores, es la rosa bella
lo que en el cielo la más brillante estrella.
S. Sabiduría
Muchos creen poseer sabiduría
cuando en verdad su mollera está vacía.
– ¡Permitidme que cante un poco! – dijo el gallo
-. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He
de tomar aliento -. Y se puso a cantar de tal
forma, que no parecía sino una corneta de latón.
Daba gusto oírlo – al gallo, entendámonos -.
Adelante.
T. Tetera
La tetera tiene rango en la cocina,
pero la voz del puchero es aún más fina.
U. Urbanidad
Virtud indispensable es la urbanidad,
si no se quiere ser un ogro en sociedad.
Ahí debe haber mucho fondo – observó el gallo
-, pero no doy con él, por mucho que trato de
profundizar.
V. Valle de lágrimas
Valle de lágrimas es nuestra madre tierra.
A ella iremos todos, en paz o en guerra.
– ¡Esto es muy crudo! – dijo el gallo.
X. Xantipa
– Aquí no ha sabido encontrar nada nuevo:
En el matrimonio hay un arrecife,
al que Sócrates da el nombre de Xantipe.
– Al final, ha tenido que contentarse con
Xantipe.
Y. Ygdrasil
En el árbol de Ygdrasil los dioses nórdicos
vivieron,
mas el árbol murió y ellos enmudecieron.
– Estamos casi al final – dijo el gallo -. ¡No es
poco consuelo! Va el último:
Z. Zephir
En danés, el céfiro es viento de Poniente,
te hiela a través del paño más caliente.
– ¡Por fin se acabó! Pero aún no estamos al cabo
de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego
leerlo. ¡Y lo ofrecerán en sustitución de los
venerables versos de mi viejo abecedario! ¿Qué
dice la asamblea de libros eruditos e indoctos,
monografías y manuales? ¿Qué dice la
biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los
demás.
Los libros y el armario permanecieron quietos,
mientras el gallo volvía a situarse bajo su A,
muy orondo.
– He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me
lo quitará el nuevo abecedario. De seguro que
fracasa. Ya ha fracasado. ¡No tiene gallo!.