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Cada cosa en su sitio

Hace de esto más de cien años.
Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se
levantaba un viejo palacio, rodeado por un
profundo foso en el que crecían cañaverales,
juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta
principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se
inclinaban sobre las cañas.
Desde el valle llegaban sones de cuernos y
trotes de caballos; por eso la zagala se daba
prisa en sacar los gansos del puente antes de
que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a
todo galope, y la muchacha hubo de subirse de
un brinco a una de las altas piedras que
sobresalían junto al puente, para no ser
atropellada. Era casi una niña, delgada y
flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos
maravillosamente límpidos. Mas el noble
caballero no reparó en ellos; a pleno galope,
blandiendo el látigo, por puro capricho dio con
él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza
que la derribó.
– ¡Cada cosa en su sitio! -exclamó-. ¡El tuyo es
el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el
chiste le pareció gracioso, y los demás le
hicieron coro. Todo el grupo de cazadores
prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se
sumaron los ladridos de los perros. Era lo que
dice la canción:
«¡Borrachas llegan las ricas aves!».
Dios sabe lo rico que era.
La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de
las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella
pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En
cuanto los señores y la jauría hubieron
desaparecido por la puerta, ella trató de salir de
su atolladero, pero la rama se quebró, y la
muchachita cayó en medio del cañaveral,
sintiendo en el mismo momento que la sujetaba
una mano robusta. Era un buhonero, que,
habiendo presenciado toda la escena desde
alguna distancia, corrió en su auxilio.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al
noble en tono de burla y poniendo a la
muchacha en un lugar seco. Luego intentó
volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero
eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene
aplicación, y así la clavó en la tierra
reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta
convertirte en una buena flauta para la gente del
castillo -. Con ello quería augurar al noble y los
suyos un bien merecido castigo. Subió después
al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas;
no era bastante distinguido para ello. Sólo le
permitieron entrar en la habitación de la
servidumbre, donde fueron examinadas sus
mercancías y discutidos los precios. Pero del
salón donde se celebraba el banquete llegaba el
griterío y alboroto de lo que querían ser
canciones; no sabían hacerlo mejor. Resonaban
las carcajadas y los ladridos de los perros. Se
comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino
y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los
canes favoritos participaban en el festín; los
señoritos los besaban después de secarles el
hocico con las largas orejas colgantes. El
buhonero fue al fin introducido en el salón, con
sus mercancías; sólo querían divertirse con él.
El vino se les había subido a la cabeza,
expulsando de ella a la razón. Le sirvieron
cerveza en un calcetín para que bebiese con
ellos, ¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás
graciosa, como se ve. Rebaños enteros de
ganado, cortijos con sus campesinos fueron
jugados y perdidos a una sola carta.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero
cuando hubo podido escapar sano y salvo de
aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-.
Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allá
arriba -. Y desde el vallado se despidió de la
zagala con un gesto de la mano.
Pasaron días y semanas, y aquella rama
quebrada de sauce que el buhonero plantara
junto al foso, seguía verde y lozana; incluso
salían de ella nuevos vástagos. La doncella vio
que había echado raíces, lo cual le produjo gran
contento, pues le parecía que era su propio
árbol.
Y así fue prosperando el joven sauce, mientras
en la propiedad todo decaía y marchaba del
revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos
ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar
el carro.
No habían transcurrido aún seis años, cuando el
noble hubo de abandonar su propiedad
convertido en pordiosero, sin más haber que un
saco y un bastón. La compró un rico buhonero,
el mismo que un día fuera objeto de las burlas
de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron
cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la
laboriosidad llaman a los vientos favorables, y
ahora el comerciante era dueño de la noble
mansión. Desde aquel momento quedaron
desterrados de ella los naipes. – ¡Mala cosa! –
decía el nuevo dueño-. Viene de que el diablo,
después que hubo leído la Biblia, quiso fabricar
una caricatura de ella e ideo el juego de cartas.
El nuevo señor contrajo matrimonio – ¿con
quién dirías? – Pues con la zagala, que se había
conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus
nuevos vestidos aparecía tan pulcra y
distinguida como si hubiese nacido en noble
cuna. ¿Cómo ocurrió la cosa? Bueno, para
nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una
historia demasiado larga, pero el caso es que
sucedió; y ahora viene lo más importante.
En la antigua propiedad todo marchaba a las mil
maravillas; la madre cuidaba del gobierno
doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas.
Llovían sobre ellos las bendiciones; la
prosperidad llama a la prosperidad. La vieja
casa señorial fue reparada y embellecida; se
limpiaron los fosos y se plantaron en ellos
árboles frutales; la casa era cómoda, acogedora,
y el suelo, brillante y limpísimo. En las veladas
de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y
lino en el gran salón, y los domingos se leía la
Biblia en alta voz, encargándose de ello el
Consejero comercial, pues a esta dignidad había
sido elevado el ex-buhonero en los últimos años
de su vida. Crecían los hijos – pues habían
venido hijos -, y todos recibían buena
instrucción, aunque no todos eran inteligentes
en el mismo grado, como suele suceder en las
familias.
La rama de sauce se había convertido en un
árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin
ser podado. – ¡Es nuestro árbol familiar! -decía
el anciano matrimonio, y no se cansaban de
recomendar a sus hijos, incluso a los más
ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen
siempre.
Y ahora dejamos transcurrir cien años.
Estamos en los tiempos presentes. El lago se
había transformado en un cenagal, y de la
antigua mansión nobiliaria apenas quedaba
vestigio: una larga charca, con unas ruinas de
piedra en uno de sus bordes, era cuanto
subsistía del profundo foso, en el que se
levantaba un espléndido árbol centenario de
ramas colgantes: era el árbol familiar. Allí
seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un
sauce cuando se lo deja crecer en libertad.
Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz
hasta la copa, y que la tempestad lo había
torcido un poco; pero vivía, y de todas sus
grietas y desgarraduras, en las que el viento y la
intemperie habían depositado tierra fecunda,
brotaban flores y hierbas; principalmente en lo
alto, allí donde se separaban las grandes ramas,
se había formado una especie de jardincito
colgante de frambuesas y otras plantas, que
suministran alimento a los pajarillos; hasta un
gracioso acerolo había echado allí raíces y se
levantaba, esbelto y distinguido, en medio del
viejo sauce, que se miraba en las aguas negras
cada vez que el viento barría las lentejas
acuáticas y las arrinconaba en un ángulo de la
charca. Un estrecho sendero pasaba a través de
los campos señoriales, como un trazo hecho en
una superficie sólida.
En la cima de la colina lindante con el bosque,
desde la cual se dominaba un soberbio
panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso
y suntuoso, con cristales tan transparentes, que
habríase dicho que no los había. La gran
escalinata frente a la puerta principal parecía
una galería de follaje, un tejido de rosas y
plantas de amplias hojas. El césped era tan
limpio y verde como si cada mañana y cada
tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la
más ínfima brizna de hierba seca. En el interior
del palacio, valiosos cuadros colgaban de las
paredes, y había sillas y divanes tapizados de
terciopelo y seda, que parecían capaces de
moverse por sus propios pies; mesas con tablero
de blanco mármol y libros encuadernados en
tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica
la que allí residía, gente noble: eran barones.

Prejaspes

Pensamos los occidentales haber inventado
la lealtad monárquica, y atribuimos el desarrollo
de este singular sentimiento a las
ideas cristianas, confundiendo los efectos que
debe inspirarnos Dios, suma Causa y Bien
sumo, con los que tienen por objeto a un
hombre nacido de mujer. Yo no sé si un sentimiento
se califica o descalifica por ser antiguo;
pero sé que la lealtad monárquica es tan
vieja como los más viejos cultos, y en apoyo
de esta opinión recordaré la aventura que le
sucedió al adictísimo Prejaspes.
Ciro había sido un soberano glorioso y
justo, pero su hijo y sucesor Cambises, a medida
que fue catando el vino del absoluto poder,
mostró los síntomas de la embriaguez
especial que ocasiona este terrible licor, destilado
con sudor humano, sangre y lágrimas.
Creyóse el centro de la vida y el ojo del mundo,
y contribuyó a engreírle más y a persuadirle
de que su voluntad no reconocía ley ni
freno, su incursión por el Egipto, reino que
había llegado a brillante esplendor de civilización
bajo el Faraón Amasis y que el persa rindió
y subyugó, entrando triunfante en las
magníficas ciudades de la ribera del Nilo, henchidas
de palacios, jardines en terrazas, obeliscos;
pirámides, esfinges y colosos de pórfido
y basalto. Dueño del Egipto Cambises, y
viendo su nombre grabado en caracteres jeroglíficos
en el pedestal de las estatuas naófaras
y en las columnas de los templos, se tuvo,
más que por mortal, por una divinidad como
Osiris, y los egipcios se postraron ante aquel
conquistador de tiara de oro, aquella luz pálida
venida del Oriente. Sólo hubo una clase
social que se resistió a tributar adoración a
Cambises, y fue la de los sacerdotes. La religión
era lo único que resistía en medio del
abatimiento de todos, y por lo mismo Cambises
tuvo empeño en humillarla y vencerla, en
satirizarla y, como hoy diríamos, ponerla en
solfa. No perdía ocasión de burlarse de aquel
culto tributado a dioses con cabezas de animales,
tan risibles para un adorador de la
Luz, el Fuego y el eterno Sol; y si casualmente
sorprendía alguna ceremonia de la religión
egipcia, ideaba bufonadas para escarnecerla.
Acertó a regresar impensadamente a Menfis
en ocasión en que se celebraba la fiesta del
sagrado buey Apis; y entrándose de rondón
por el templo, mandó que le sacasen allí inmediatamente
al bovino dios, y tirando de
cimitarra, le hirió de una cuchillada, que quiso
dar en el vientre y dio en el muslo. “Este dios
que sangra y muge es digno de vosotros”,
gritó a los egipcios, horrorizados de la profanación.
Entonces, el gran sacerdote, alzando
las manos a la bóveda celeste, profetizó que
el impío que hería al dios Apis recibiría herida
igual. Cambises mandó azotar mortalmente al
profeta, pero la profecía quedó grabada en la
mente de los egipcios como esperanza, como
vago terror en la del rey.
Tenía Cambises entre sus servidores al
mayordomo Prejaspes, hombre valeroso, capaz
de echarse al fuego por su monarca. Veía
Prejaspes en Cambises la forma de lo divino
sobre la Tierra, y entendía que un acto era
óptimo o pésimo, según a Cambises placía o
desplacía. Sin embargo, al mismo tiempo que
tan decidida abnegación, existía en el alma de
Prejaspes un instinto natural de veracidad y
de honradez, que le enseñaba a discernir el
valor moral de las acciones, y a darse cuenta
de su alcance, al menos en su propia conducta.
La única noción que Prejaspes no alcanzaba,
es que si hay regla moral para las acciones
humanas, esta regla obliga lo mismo o
más a los príncipes que a los vasallos, y
cuando las órdenes de los príncipes están con
la regla en contradicción, la obediencia sólo a
la regla es debida. No lo entendía así Prejaspes,
y hasta suponía, por exceso de nobleza
de ánimo, que su sangre y su vida entera y su
alma inmortal pertenecían a Cambises.
Sucedió, pues, que Cambises, conocedor
de la incondicional lealtad de su mayordomo,
preguntóle un día qué decían de su rey los
vasallos. Y como Prejaspes hubiese observado
que al monarca le enfurecía y exaltaba el beber,
contestóle lleno de buena intención y con
entereza y respeto: “Señor, opinan que eres
un soberano valeroso y grande; pero que te
gusta el vino en demasía.” No complació la
respuesta a Cambises, por lo mismo que exhalaba
el acre aroma de la verdad; frunció el
poblado entrecejo de azabache, y por sus ojos
cruzó un relámpago como el que despide el
puñal al salir de la vaina. Sin embargo, no
hizo la menor objeción (señal malísima), y
siguió hablando con agrado a su mayordomo.
Cosa de una semana después, al levantarse
de la mesa, hora en que solía Cambises
pasear por los jardines entreteniéndose en
tirar agudas flechas a los pajarillos, llamó a
Prejaspes y al hijo de Prejaspes, copero mayor
de palacio; y al verlos en su presencia,
dijo a Prejaspes en tono alegre: “¿Sabes que
he estado pensando en eso de que mis vasallos
comenten mi afición al vino? Porque capaces
serán de creer que soy algún insensato
y que el abuso de la bebida ha turbado mis
sentidos, nublado mis pupilas y debilitado
este brazo que puso al Egipto por alfombra de
mis pies. ¿Lo creerás? Yo mismo siento
aprensión y quiero hacer un ensayo. ¡Ea! Que
tu hijo se coloque ahí enfrente… Cuádrale
bien; échale atrás los brazos para que descubra
el pecho… Así… Voy a flechar el arco y
disparar… Si coloco la punta en mitad del
corazón, convendrás en que se engañan mis
súbditos y Cambises conserva íntegras sus
facultades.”
Prejaspes, silencioso, obedeció. Temblor
profundo sacudía sus miembros; gruesas gotas
de sudor helado asomaban en la raíz de
sus cabellos; un vértigo oscurecía sus ojos.
Pero aún le sostenía la esperanza quimérica
de que aquello fuese una chanza feroz, y no
más. Cambises tendió el arco, apuntó cuidadosa
y lentamente, pellizcó la cuerda; un silbido
desgarró el aire, y el hijo de Prejaspes
giró sobre sí mismo y cayó al suelo desplomado.
“¡Hola! -gritó Cambises-; aquí mis trinchantes…
Abrid el pecho de ese, a ver si el
hierro ha partido de medio a medio el corazón.”
Palpitaba éste débilmente aún cuando
se lo presentaron a Cambises, con la flecha
plantada en el centro, sin desviación de una
línea. Soltó el rey gozosa carcajada, y volvióse
hacia el anonadado Prejaspes, preguntándole
en tono de buen humor: “¿Qué tal? ¿Sé
yo disparar? ¿Sé acertar? ¿Conoces otro arquero
mejor que tu rey?” Tardó Prejaspes en
contestar a la regia chanza cosa de medio
minuto. Estaba inmóvil, y sus pupilas inmensamente
dilatadas, no sabían apartarse de
aquel corazón sangriento, tibio todavía -el
corazón de su dulce hijo-, cuyas débiles contracciones
expirantes a cada segundo parecían
decirle con misterio: “Padre, véngame.”
¡Arrancar aquella flecha misma, clavarla en la
tetilla de Cambises! ¡Oh ventura, oh goce!…
De pronto, Prejaspes volvió en sí: era el
rey, era su rey, su dueño, su árbitro, la imagen
del eterno Sol sobre la Tierra…; y devorándose
el labio en desesperada mordedura,
su lengua profirió esta respuesta cortesana:
“Señor, el dios Apolo no flecha mejor que
tú…” E inclinándose hasta el suelo, desapareció
para revolcarse a solas, para poder morderse
las manos y herirse el rostro y cubrirse
el cabello de ceniza.
Y en presencia de Cambises, Prejaspes
ocultó sus lágrimas. Fiel como el perro,
acompañóle siempre. Pasado el primer horrible
dolor, diríase que le amó más desde que
hubo entre los dos sangre y sacrificio. A su
lado estaba el día en que, montando Cambises
precipitadamente para sofocar una rebelión,
se hirió con su propia cimitarra en el
muslo, donde había herido al dios Apis; y a su
cabecera, cuando se gangrenó la herida y le
llevó a la sepultura, Prejaspes fue quien ungió
con aromas de nardo y cinamomo el cadáver,
y le colocó en las yertas sienes la tiara de oro.