Category Archives: Joseph Rudyard Kipling

Los servidores de Su Majestad

Resolvedlo por fracciones,
o bien por regla de tres.
Pero el estilo de Tweedle-dum
no es el de Tweedle-dee.
Dale al problema mil vueltas,
hasta morir de cansancio.
El estilo Laridon
no es estilo Larida.
HABÍA LLOVIDO TORRENCIALMENTE
DURANTE un mes entero. Llovía sobre un
campamento de treinta mil hombres, y de
miles de camellos y elefantes, caballos, bueyes
y mulos, casi amontonados todos en un
lugar llamado Rawalpindi, para que los pasara
en revista el virrey de la India. El virrey
recibía la visita del emir de Afganistán, un
rey, pero un rey salvaje de un país más salvaje
todavía. El emir iba acompañado por una
guardia de corps de ochocientos hombres con
sus caballos, que jamás habían visto un campamento,
ni locomotoras: hombres salvajes y
caballos salvajes, nacidos en algún rincón del
Asia central. Todas las noches, sin fallar una
sola, una manada de estos animales soltaba
sus trabas y se precipitaba dando saltos por
todo el campamento, en medio del barro y de
la oscuridad. O bien los camellos rompían sus
ataduras, corrían por todas partes, y tropezaban
con las cuerdas de las tiendas. Podéis
imaginaros lo encantados que estaban quienes
intentaban dormir. Mi tienda estaba lejos
del lugar reservado a los camellos y yo la creía
libre de todo problema. Pero una noche, un
hombre asomó de repente la cabeza y gritó:
––¡Salid inmediatamente! ¡Que vienen! ¡Mi
tienda está ya por tierra!
Yo sabía muy bien a quién se refería. Me
puse las botas y el impermeable, me precipité
fuera de la tienda, y salí corriendo por uno de
los lados. La pequeña Vixen, mi fox––terrier,
salió por el otro. Luego oí gruñidos, bramidos,
sonidos guturales, como si se tratara de
una olla burbujeante, y vi cómo desaparecía
mi tienda, roto limpiamente su mástil, y cómo
se ponía a bailar cual fantasma loco. Un
camello se había empotrado en ella, y aunque
me sentía furioso porque me estaba calando,
no pude evitar la risa. Luego eché a correr,
porque ignoraba cuántos camellos se habían
escapado, y me vi enseguida lejos del campamento,
avanzando penosamente por el barro.
Acabé por tropezar con la cureña* de un
cañón y me di cuenta de que estaba en el
acantonamiento de la artillería, donde se
guardaban los cañones durante la noche. No
quise continuar andando sin ton ni son en
medio de la oscuridad y bajo la lluvia, puse
mi impermeable sobre la boca de uno de los
cañones, me hice una especie de vivac improvisado
con la ayuda de dos o tres atacadores
que había encontrado por allí, y me
eché cuan largo era en la cureña de otro cañón,
preguntándome dónde estaba yo y qué
le habría ocurrido a Vixen.
Me disponía a dormir cuando oí el sonido
inconfundible de un arnés*, algo parecido a
un gruñido de disgusto, y un mulo pasó delante
de mí sacudiéndoselas orejas mojadas.
Estaba asignado a una batería de cañones
desmontables. Me lo certificaba el ruido de
correas, anillos, cadenas y otros objetos que
llevaba sobre el lomo. Los cañones desmontables
son piezas muy bonitas, formadas por
dos cuerpos que se unen cuando hay que
servirse de ellas. Se transportan a la montaña
hasta el último rincón adonde sea capaz
de llegar un mulo, y prestan grandes servicios
en terrenos rocosos.
Detrás del mulo llegaba un camello ––
cuyas patas blancas, al hundirse, hacían en el
barro un ruido de ventosa–– que balanceaba
el cuello hacia adelante y hacia atrás, como
una gallina perdida. Felizmente, yo conocía
bastante bien el lenguaje de los animales, no
el de los salvajes, sino el de los acostumbrados
a vivir en campamentos. Me lo habían
enseñado los indígenas, para poder enterarme
así de lo que contaban.
Debía de tratarse del mismo que se había
estrellado contra mi tienda, porque le decía al
mulo:
––¿Qué voy a hacer? ¿Adónde ir? Acabo de
pelear con una cosa blanca que se agitaba; y
ha cogido un palo y me ha golpeado en el
cuello ––se trataba del mástil de mi tienda,
partido, y me gustó saberlo––. Me voy lo mas
lejos posible.
––¡Ah!, ¿eres tú? ––respondió el mulo––,
¿tú y tus amigos los que habéis sembrado el
desorden en el campamento? Muy bien. Eso
te va a costar unos buenos golpes mañana
por la mañana. Pero yo te voy a adelantar
unos cuantos.
Por el ruido de su arnés, noté que el mulo
retrocedía. Estampó en el costado del camello
una lluvia de coces, que resonaron como sobre
un tambor.
––La próxima vez no te arrojes sobre una
batería por la noche, gritando: «¡Al ladrón! ¡A
las armas!». Agáchate y no muevas tu estúpido
cuello.
El camello se dobló como lo hacen ellos, en
escuadra, y se sentó lanzando un suspiro. Se
oyó en la oscuridad el rítmico golpear de los
cascos de un gran caballo, que galopaba muy
tranquilo, como en los desfiles. Saltó por encima
de la cureña de un cañón y se acercó al
mulo.
––Es una vergüenza ––dijo con unos resoplidos
con los que descargaba toda su furia––
. De nuevo esos despreciables camellos han
armado lío en nuestra zona. Y es la tercera
vez en una semana. ¿Cómo puede un caballo
estar en plena forma si no le dejan dormir?
¿Quién está ahí?
––Soy un mulo que se dedica a transportar
cureñas, y me han asignado la del número 2,
primera batería desmontable ––respondió el
mulo––, y el otro es uno de vuestros amigos.
¿Y tú quién eres?
––El número 15, 5.° escuadrón, 9.° de
lanceros. El caballo de Dick Cunliffe. Por favor,
hazme un poco de sitio.
––Perdóname ––dijo el mulo––. Es una
noche tan oscura que no se ve absolutamente
nada. He salido de mi campamento para buscar
un poco de paz y calma aquí.
––Señores ––dijo humildemente el camello––,
hemos tenido pesadillas esta noche y
nos ha entrado miedo. Yo no soy más que un
camello de carga del 39.° regimiento de la
infantería indígena, y no tengo vuestro valor,
señores.
––Entonces, por las barbas de Satanás,
¿por qué no te has quedado para llevar el bagaje
de la infantería indígena, en vez de correr
por todo el campamento? ––preguntó el
mulo.
––Eran unas pesadillas espantosas ––
respondió el camello––. Os pido perdón. ¡Escuchad!
¿Qué es eso? ¿Hay que echar a correr
de nuevo?
––Siéntate ––le ordenó el mulo––, o te
romperás esas largas patas con los cañones –
–puso las orejas tiesas, prestando la mayor
atención––. Los bueyes ––dijo––, los bueyes
empleados en la batería. ¡Por todos los demonios!
Tú y tus amigos habéis despertado al
campamento al completo. Se necesita molestar
de veras a un buey de batería para que se
ponga de pie.
Me pareció oír una cadena que se arrastraba
por el suelo. Llegó una pareja de esos
bueyes blancos que acercan los cañones a los
sitios a los que no se atreven a llegar los elefantes,
al notar cerca el fuego del enemigo.
Iban lentos, apoyándose, empujándose con
los hombros, casi pisando la cadena. Venia
detrás de ellos un mulo de los de batería, que
llamó a gritos como loco:
––¡Billy!
––Uno de nuestros reclutas ––le presentó
el mulo veterano al caballo de las fuerzas de
caballería––. Me llama. Vamos, jovenzuelo,
¿por qué gritas de esa manera? La oscuridad
jamás ha hecho mal a nadie.
Los bueyes de batería se pusieron costado
contra costado y empezaron a rumiar. Pero el
mulo novato se precipitó hacia Billy.
––¡Qué cosas! ––exclamó––. Billy, cosas
espantosas y horribles. Llegaron hasta nuestras
filas mientras dormíamos. ¿Crees que
nos matarán?
––Tengo ganas de propinarte unas coces
que me dejen a gusto ––le respondió Billy––.
¡Que un mulo enorme como tú, formado como
estás, deshonre a la batería delante de
este señor!
––Tranquilo, tranquilo ––suplicó el caballo––.
Recuerda que son todos igual al principio.
La primera vez que vi a un hombre (fue
en Australia y tenía yo entonces tres años),
eché a correr y no paré en medio día, y si
hubiera visto a un camello, todavía seguiría
corriendo. Casi todos los caballos de nuestra
fuerza de caballería, en la India, son importados
de Australia, y los doman los mismos jinetes.
––Es cierto lo que dices ––cedió Billy––.
Deja de temblar, jovencito. La primera vez
que me pusieron el arnés completo, con todas
sus cadenas, sobre la espalda, me levanté
sobre las patas delanteras, empecé a dar
coces y tiré todo por tierra. No sabía prácticamente
nada sobre el arte de cocear, pero
los de la batería dijeron que jamás habían
visto algo parecido.
––Pero no era un arnés, ni cosa que haga
ruido. Sabes, Billy, que eso me trae ya sin
cuidado. Eran cosas como árboles, y caían
por todo el campamento, burbu jeando. Se
me rompió la cabezada y no pude encontrar a
mi encargado, Billy. Entonces huí con… estos
señores.
––¡Hummm! ––rezongó Billy––, en cuanto
vi que los camellos se habían escapado, me
fui por propia iniciativa, pero con mucha
tranquilidad. Para que un mulo de batería…
o, más bien, de cañón desmontable llame señores
a los bueyes, tiene que estar seriamente
tocado de la cabeza. ¿Quiénes sois vosotros,
vosotros, los que estáis tumbados?
Los bueyes dieron la vuelta al bolo alimenticio
en la boca, y respondieron a la vez:
––7.a pareja, 1.a pieza de artillería de
grueso calibre. Estábamos durmiendo cuando
llegaron los camellos. Cuando nos dimos
cuenta de que no respetaban nada y a nadie
y estaban a punto de pisotearnos, nos levantamos
y nos fuimos. Es mejor descansar
tranquilos en el barro, que mal sobre una
buena cama de paja. Le hemos dicho a vuestro
amigo aquí presente que no tenía nada
que temer, pero es tan sabio que le ha parecido
mejor seguir su propia opinión. ¡Qué le
vamos a hacer!
Y siguieron rumiando.
––Fíjate lo que pasa cuando se tiene miedo
––dijo Billy––. Uno se convierte en objeto
de mofa hasta para bueyes de batería. Espero
que eso te guste, pequeño.
El mulo joven apretó los dientes, y le oí
decir algo así como que el no tenía miedo de
ningún viejo y asqueroso buey de batería.
Pero los bueyes se limitaron a entrechocar
sus cuernos y continuaron rumiando.
––Bueno, no te enfades. Esa sí que es la
peor de las cobardías ––trató de apaciguar
los ánimos el caballo––. A cualquiera se le
puede perdonar por tener miedo ante lo que
no se comprende. Nosotros nos hemos escapado
en muchas ocasiones, y una vez nada
menos que cuatrocientos de entre nosotros,
porque un recluta empezó a contarnos historias
de serpientes––látigo, que hay en nuestra
tierra, Australia, y que son muy peligrosas.
Nos moríamos de miedo con sólo ver el
cabo suelto de nuestras cabezadas.
––Todo eso está muy bien en el campamento
––dijo Billy––. No me resisto al inmenso
placer que produce una desbandada
después de haber estado uno o dos días sin
salir. Pero ¿qué hacéis cuando estáis en servicio
activo?
––Bueno, eso es otro asunto. Cuando me
encuentro en esa circunstancia, mi jinete es
Dick Cunliffe, que me hunde las rodillas en
los costados. Sólo tengo que vigilar dónde
pongo los cascos, mantener las patas traseras
debajo del cuerpo y obedecer la brida.
––¿Qué quiere decir obedecer la brida? ––
preguntó el mulo joven.
––¡Esto sí que es bueno, por lo más sagrado
que haya en el mundo! ––le contestó el
caballo con aire desdeñoso––. ¿Quieres decir
que no os enseñan a obedecer la brida? ¿Cómo
podéis ser buenos en nada si no sabéis
dar la vuelta en redondo, cuando sentís que
una de las riendas os aprieta en una parte del
cuello? Es una cuestión de vida o muerte para
vuestro hombre y, naturalmente, también
para vosotros. Cuando sientas la rienda en tu
cuello tienes que girar en redondo con las patas
traseras bajo la horizontal del cuerpo. Si
no tienes sitio suficiente, levántate sobre las
patas traseras, y entonces da la vuelta apoyándote
en ellas. Eso es saber obedecer la
brida.
––Eso no es lo que nos enseñan ––le replicó
Billy con mucha frialdad––. Se nos enseña
a obedecer a nuestro guía. A pararnos a una
orden suya, y a avanzar cuando nos lo mande.
Supongo que en el fondo es lo mismo.
Pero ¿a qué vienen esas bellas maniobras y
figuras de carrusel, que deben ser malísimas
para vuestros jarretes*? De verdad, ¿para
qué os sirven?
––Eso depende ––respondió el caballo––.
A menudo tengo que hacer cargas contra
multitudes furiosas, vociferantes, masas de
hombres hirsutos, armados con cuchillos largos,
brillantes, peores que las herramientas
del herrador, y tengo que estar atento para
que la bota de Dick llegue a tocar la del hombre
que va a su lado, pero sin apretarla. Veo
la lanza de Dick a la derecha de mi ojo derecho,
y me siento seguro. No me gustaría ser
el hombre o el caballo que quiera detenernos,
a Dick y a mí, cuando nos encontremos en
aprietos.
––Pero los cuchillos deben haceros mucho
mal ––dijo el mulo joven.
––Bueno, en una ocasión me rajaron el
pecho, pero Dick no tuvo la culpa…
––Yo habría dejado de preocuparme de
quién era la falta, en cuanto hubiera sentido
la herida ––dijo el joven mulo.
––Un grave error ––contestó el caballo––.
Si no tienes confianza en tu hombre, es mejor
que te retires inmediatamente, y a toda
velocidad. Así se comportan algunos de mis
colegas, y no se lo reprocho. Como he dicho,
no era culpa de Dick. Nos topamos con un
hombre tendido en el suelo, y me estiré
cuanto pude para no pisotearlo. Pero me hizo
un tajo con su cuchillo. La próxima vez que
vea un hombre en tierra le pondré los cascos
encima, y bien fuerte.
––¡Hummm! ––gruñó Billy––, eso me parece
totalmente absurdo. Los cuchillos son
unos instrumentos asquerosos, míreselos por
donde se los mire. Lo más interesante es subir
montañas, llevando la silla perfectamente
sujeta y equilibrada, aferrarse al suelo con las
cuatro patas, y hasta con las orejas, avanzar
paso a paso haciéndose bien pequeño, para
llegar al fin, dominando todo el mundo desde
centenares de metros de altura, a una cornisa
donde existe el sitio justo para apoyar los
cascos. Entonces te quedas totalmente quieto
y en silencio ––ni siquiera sueñes que un
hombre te sujete la cabeza, chico––, en silencio
mientras montan los cañones, después
de lo cual se ve cómo los diminutos obuses
caen por encima de las copas de los árboles
haciendo «buuum», lejos, muy lejos, muy
abajo.
––¿Y nunca habéis dado un paso en falso?
––le preguntó el caballo.
––Se dice que cuando una mula de batería
resbale y se despeñe, hay que celebrarlo partiendo
la oreja de una gallina ––contestó Billy––.
De cuando en cuando quizá una albarda
mal cargada haga perder el equilibrio a un
mulo, pero es muy raro. Me gustaría enseñarte
lo que hacemos. Es magnífico. He tardado
tres años en comprender lo que querían los
hombres. La sabiduría del oficio consiste en
no ponerse nunca de perfil a cielo abierto,
porque entonces puedes muy bien convertirte
en blanco de los fusiles enemigos. Permanece
a cubierto siempre que sea posible, incluso si
eso significa desviarte una milla. A mí me toca
guiar la batería cuando se escala así.
––¡Servir de blanco sin poder lanzarte sobre
los que te están tiroteando! ––dijo el caballo,
reflexionando profundamente––. Yo no
lo soportaría. Me volverla loco por atacar con
Dick como jinete.
––Las cosas no son así. En cuanto están
en posición, las piezas de cañón se ocupan de
cargar. Es científico y limpio. Pero los cuchillos,
¡qué porquería!
El camello balanceaba la cabeza impaciente,
intentando intervenir en la conversación.
Luego, le oí, después de haberse aclarado la
garganta, y con un tono en el que se adivinaba
la timidez, inseguro:
Yo he… yo he… hecho un poco la guerra,
pero no escalando y corriendo como vosotros.
––Eso es evidente y lo sabemos todos. Y,
puesto que te has decidido a hablar, te digo
que no tienes aire ni de escalador ni de corredor.
Eres poca cosa. ¿Qué pasó, viejo fardo
de heno?
––Pues que hicimos las cosas como hay
que hacerlas ––respondió el camello––. Nos
echamos todos…
––¡Vaya, por mi grupera* y mi pretal*! ––
rezongó el caballo en voz baja––. ¡Echarse al
suelo!
––Nos echamos cien en el suelo, formando
un gran cuadrado ––continuó el camello––.
Los hombres apilaron los fardos y las sillas
que llevábamos en los lados del cuadrado, y
disparaban por encima de nuestros lomos. Y
lo hacían desde los cuatro lados del cuadrado.
––¿Y quiénes eran esos hombres? ¿Los
primeros que se presentaron como reclutas?
––preguntó el caballo––. También a nosotros,
en la escuela de equitación, nos enseñan a
echarnos, y a permitir que nuestros jinetes
disparen por encima de nosotros. Pero yo sólo
me fío de Dick Cunliffe. Me hace cosquillas
junto a la cincha para que me tumbe y, además,
con la cabeza en tierra no puedo ver.
––Pero ¿qué importa quién dispare por encima
de tu cuerpo? ––dijo el camello––. Hay
montones de hombres y de camellos cerca de
uno, y enormes nubes de humo. Entonces no
me asusto. Me limito a sentarme y esperar.
––Y, sin embargo ––dijo Billy––, tienes pesadillas
por la noche y conviertes el campamento
en un pandemonium. ¡Bien! ¡Bien! Antes
de echarme al suelo, tanto más de sentarme,
y de permitir que un hombre dispare
por encima de mí, mis patas y su cabeza tendrían
algo que decirse. ¿Habéis oído en vuestra
vida algo tan espantoso, tan ridículo y tan
sin sentido como esto?
Se hizo un gran silencio, y luego uno de
los bueyes levantó su impresionante cabeza.
––Lo que decís no tiene ni pies ni cabeza –
–dijo––. Hay una sola manera de combatir.
––Vaya, adelante ––comentó Billy––. Que
no te preocupe mi presencia. Supongo que
vosotros, amigos, combatís de pie, y apoyados
sobre vuestra cola.
––Sí, sólo hay una forma ––dijeron los dos
a la vez. Deberían haber sido gemelos––. Y
es ésta: uncirnos las veinte yuntas* que somos
al cañón grande en cuanto Dos Colas
barrita.
Dos Colas es el mote que se emplea en el
campamento para referirse al elefante.
––¿Y por qué barrita?
––Para decirnos que no dará un paso más
hacia la humareda que tiene enfrente. Dos
Colas es un cobarde total. Nosotros somos los
que, todos a una, empujamos el gran cañón.
¡Heeya, ¡Hullah!, ¡Heeya! , ¡Hullah! Ni escalamos
como gatos, ni corremos como terneros.
Las veinte yuntas de mi grupo avanzamos
por la llanura, tan plana como la palma
de la mano, hasta que nos desuncen de nuevo,
y pastamos cuando el gran cañón le habla
a través de la llanura a alguna ciudad de paredes
de adobe, y los muros saltan por los
aires, y sube una enorme polvareda como si
muchas vacadas volvieran al establo.
––¿Y entonces es cuando más os gusta
pastar? ––preguntó el mulo joven.
––Entonces o luego. Comer siempre está
bien. Comemos hasta que nos uncen de nuevo
al yugo y desplazamos el cañón hasta
donde lo espera Dos Colas. A veces, en las
ciudades hay grandes cañones que responden
al fuego del nuestro y matan a algunos de
nosotros. Se trata del destino, únicamente de
eso. Pero, de todas formas, Dos Colas es un
grandísimo cobarde. La nuestra es la manera
más adecuada de pelear. Nosotros somos
hermanos, hijos de Hapur. Nuestro padre fue
un buey sagrado de Siva. Hemos dicho lo que
teníamos que decir.
––Bien, ciertamente he aprendido algo esta
noche ––dijo el caballo––. Vosotros, los
señores de la batería de los cañones desmontables,
¿tenéis el humor suficiente como para
comer cuando estáis bajo el fuego, mientras
os espera Dos Colas, que se ha quedado
atrás?
––Casi la misma alegría que sentimos
cuando tenemos que echarnos por tierra, y
dejar que los hombres se tumben sobre nosotros,
o cuando nos lanzamos contra multitudes
armadas de cuchillos. Nunca había oído
tonterías semejantes a las que he escuchado
esta noche. Una cornisa junto a un precipicio
en la montaña, una carga bien equilibrada,
un mulero que me deje seguir mi camino, y
seré yo el primero que se ofrezca para todo.
Pero del resto de lo dicho, ¡ni hablar! ––casi
gritó Billy golpeando la tierra con uno de sus
cascos.
––Naturalmente ––quiso aclarar el caballo––,
no estamos todos hechos de la misma
madera, y veo que a los de vuestra familia,
por línea paterna, les costaría entender muchas
cosas.
––No admito que os metáis con la línea
paterna de nuestra familia ––respondió Billy
encolerizado––, porque a ningún mulo le gusta
que le recuerden que su padre fue un asno.
Mi padre era un caballero del sur, capaz
de derribar, de morder y dejar para el arrastre
a cualquier caballo que se le cruzara en el
camino. No lo olvides nunca, tú, gran brumby
marrón.
La palabra brumby se emplea para calificar
a un caballo salvaje, sin modales. Y os podéis
imaginar lo que el insulto significó para el caballo
de Australia. Vi cómo brillaba en la oscuridad
el blanco de sus ojos.
––Dime, hijo de un garañón importado de
Málaga ––la frase le salió de entre unos dientes
apretados de rabia––. Quiero que sepas
que estoy emparentado, por línea materna,
con Carbine, ganadora de la copa de Melbourne.
Y en mi tierra no solemos dejarnos
pisotear por un mulo que habla como los loros;
pero sus palabras salen de su cabeza de
cerdo, y no les queda más remedio que pertenecer
a una batería de cerbatanas*, esos
juguetes que entretienen a los niños. ¿Estás
preparado?
––¡De pie, sobre las patas traseras! ––
gritó Billy con voz estridente.
Los dos adoptaron la misma postura, estaban
cara a cara, y yo esperaba un combate a
muerte, cuando en la oscuridad, hacia la parte
derecha, se oyó una voz gutural y profunda.
––Chicos ––dijo––, ¿por qué os peleáis?
Tranquilos.
Los dos animales bajaron las patas a la
vez, bufando de disgusto, porque ni el caballo
ni el mulo pueden soportar la voz de un elefante.
––¡Es Dos Colas! ––dijo el caballo––. No
puedo aguantarlo. Tener una cola a cada extremo
del cuerpo no es justo.
––Lo mismo pienso yo ––dijo Billy, apretándose
contra el caballo para no sentirse solo––.
Nosotros nos parecemos mucho en ciertos
rasgos.
––Supongo que los habremos heredado de
nuestras madres ––respondió él caballo––.
¿Por qué vamos a pelearnos? Oye, Dos Colas,
¿estás atado?
––Sí ––respondió el riéndose con toda la
trompa––. Me han atado a los postes para
pasar la noche. He escuchado lo que decíais.
No tengáis miedo. Me quedo donde estoy.
Los bueyes y los camellos exclamaron casi
en voz alta:
––¿Miedo de Dos Colas? ¡Qué absurdo!
––Sentimos que nos hayas oído ––añadió
el buey––, pero es verdad. Dos Colas, ¿por
qué tenéis miedo de los cañones cuando disparan
?
––Bueno ––dijo Dos Colas frotándose las
patas traseras, como el niño que recita una
poesía––. No sé si llegaréis a comprender lo
que os voy a contar.
––Nosotros no comprendemos, pero debemos
arrastrar los cañones ––respondieron
los bueyes.
––Lo se. Y sé que sois más valientes de lo
que pensáis. Pero es que yo soy muy diferente.
El otro día, el capitán de mi batería me
llamó paquidermo anacrónico.
––Supongo que se refería a la manera tan
particular que tienes de combatir ––dijo Billy,
que había recuperado su–– valor.
––Naturalmente, tú no tienes ni idea de lo
que eso significa, pero yo sí. Eso significa,
más o menos, que ni una cosa ni otra, y eso
es exactamente lo que yo soy. Puedo ver con
toda claridad lo que sucederá si estalla un
obús. En cambio, vosotros, los bueyes, no
poseéis esa capacidad.
––Yo sí ––dijo el caballo––. Al menos, algo.
Y procuro no pensar en ello.
––Yo soy capaz de ver más que tú, y no
puedo evitar pensarlo. Sé, que en mi caso,
tengo que vigilar una masa de un volumen
enorme, y que nadie me cuidará si caigo enfermo.
No pagarían a mi cornac hasta mi recuperación,
pero no puedo fiarme de el.
––Pues yo sí ––le respondió el caballo––.
Ahora está todo claro. Yo puedo fiarme completamente
de Dick. ––Podéis ponerme encima
del lomo un regimiento de Dicks sin que
por eso consiguiera sentirme mejor. Sé más
que de sobra para sentirme incómodo, y no lo
suficiente como para seguir adelante como si
no lo supiera.
––No comprendemos ––dijeron los bueyes.
––Lo sé. No os hablo a vosotros. No tenéis
ni idea de lo que es la sangre.
––Te equivocas ––respondieron ellos––. Sí
que lo sabemos. Es una cosa roja que empapa
el suelo y que huele.
El caballo resopló, dio un brinco, y finalmente
hizo un corcovo*.
––No habléis de la sangre. Sólo con oír esa
palabra puedo olerla. Y ese olor me produce
un deseo incontenible de salir huyendo cuando
Dick no me monta.
––Pero aquí no hay sangre por ninguna
parte ––dijeron el camello y los bueyes––.
¡Qué tonto eres!
––Es algo sucio ––dijo Billy––. Yo no siento
la necesidad de echar a correr, pero tampoco
quiero hablar de ello.
––¡Eso es, aquí está! ––dijo Dos Colas
meneando el rabo a manera de explicación.
––Pues claro que estamos aquí ––dijeron
al unísono los bueyes––. Llevamos toda la
noche.
Dos Colas golpeó la tierra con una fuerza
tal que la anilla de hierro que llevaba empezó
a tintinear.
––¡Pareja de necios! No hablaba de vosotros.
Sois incapaces de ver lo que hay dentro
de vuestras cabezas.
––Es verdad. Vemos con nuestros cuatro
ojos lo que hay fuera de nosotros ––dijeron
los bueyes––. Vemos lo que hay frente a nosotros.
––Si yo pudiera hacer lo mismo, únicamente
eso, no os necesitarían para arrastrar
los cañones. Si yo fuera como mi capitán… el
ve las cosas en su cabeza antes de disparar.
Tiembla de los pies a la cabeza, pero es demasiado
inteligente para huir. Si yo fuera
como él, sería capaz de arrastrar los cañones.
Pero si yo supiera tanto, jamás me habría
metido en este embrollo. Sería un rey en el
bosque, como lo era antes. Pasaría la mitad
del día durmiendo y me bañaría cuando me
apeteciera. Hace ya un mes que no me he
dado un buen baño.
––Todo eso es muy bonito ––dijo Billy––,
pero poner a una cosa un nombre interminable,
como paquidermo anacrónico, no la remedia.
––Calla ––le contestó con aspereza el caballo––.
Me parece que empiezo a entender
lo que dice Dos Colas.
––Lo comprenderás mejor dentro de un
minuto ––contestó el hecho una furia––. Vamos,
¿quieres explicarme por qué no te gusta
esto?
Se puso a barritar furiosamente, con la
máxima potencia de que era capaz.
––¡Para! ––dijeron a la vez Billy y el caballo.
Sentí que golpeaban el suelo y que se estremecían.
El barrito del elefante es siempre
desagradable, sobre todo en una noche oscura.
––¿No? ––respondió Dos Colas––. ¿No me
lo vais a explicar? ¡Hhhrrmph! ¡Rrrt! ¡Rrrmph!
¡Rrrhha!
Luego se paró de repente. Oí un pequeño
vagido en la oscuridad y me di cuenta inmediatamente
de que Vixen me había encontrado.
Ella sabía tan bien como yo que si hay
algo en el mundo que asuste más al elefante,
es el ladrido de un perro pequeño. Vixen se
detuvo para molestar a Dos Colas y se puso a
corretear alrededor de sus enormes patas. Él
las movía, mientras lanzaba unos gritos agudos.
––¡Vete de aquí, perro asqueroso! ––le
chilló Dos Colas––. Si sigues oliéndome los
tobillos, te soltaré una patada. Perrito valiente…
perrito simpático. ¡Venga, venga! Túmbate,
pequeña bestia sucia. ¿Por qué no la
retiráis de aquí? ¡Fijaos, me va a morder!
––Me parece ––dijo Billy al caballo–– que
nuestro amigo Dos Colas tiene miedo de casi
todo. Si me hubieran dado una buena comida
por cada perro que, de una coz, he hecho
atravesar, dando volteretas, el campo de
maniobras, a estas horas estaría tan gordo
como Dos Colas.
Silbé, y Vixen se me acercó, totalmente
embarrada, me lamió la nariz, y me contó
cómo había recorrido todo el campamento
buscándome. Nunca le había revelado que yo
comprendía el lenguaje de los animales, pues
se habría tomado todas las libertades del
mundo. La levanté con mis brazos y la apreté
contra mi pecho, abotonándome el abrigo por
encima de ella, mientras Dos Colas se agitaba,
golpeaba el suelo y gruñía para sus adentros.
––¡Es extraordinario! ¡Sencillamente extraordinario!
Es algo genético, de familia. Pero
¿dónde está ahora esa bestia pequeña y
maligna? ––oí que palpaba la oscuridad con la
trompa.
––Se diría que todos tenemos nuestras
debilidades, cada uno la suya ––continuó,
mientras se sonaba la trompa––. Vosotros,
caballeros, os alarmasteis cuando me puse a
barritar.
––No nos hemos alarmado exactamente –
–respondió el caballo––, pero pensé que tenía
en el lomo un avispero en vez de una silla. No
empieces otra vez.
––Yo tengo miedo de un perro faldero, y al
camello le asustan las pesadillas.
––Tenemos la suerte de no vernos obligados
a luchar todos de la misma manera ––
dijo el caballo.
––Lo que a mí me gustaría saber ––señaló
el joven mulo, que estaba callado desde hacía
mucho tiempo–– es, sencillamente, por qué
tenemos que luchar.
––Porque nos lo mandan ––explicó el caballo,
indignado.
––Las órdenes ––añadió Billy el mulo, rechinando
los dientes.
¡Hukm ha¡! (es una orden) ––dijo el camello,
con un gargarismo.
¡Hukm hai! ––repitieron Dos Colas y los
bueyes.
––Sí, pero ¿quién da las órdenes? ––
preguntó el mulo joven, que era un recluta
reciente.
––El hombre que se encarga de ti. O el
que llevas sobre tu lomo. O el que te guía. O
el que puede retorcerte la cola ––le explicaron
Billy, el caballo, el camello y los bueyes,
cada uno por turno.
––Pero ¿quién les da a ellos las órdenes?
––Bueno, quieres saber demasiado, jovenzuelo
––le contestó Billy––, una excelente
forma de que te tundan a patadas. Sólo debes
obedecer al hombre que te tiene a su
cargo, sin hacer preguntas.
––Perfecto ––aseveró Dos Colas––, yo no
puedo obedecer porque no veo claro nada,
pero Billy tiene razón. Desobedece las órdenes
y detendrás toda la batería, con lo que te
ganarás una buena tunda.
Los bueyes se levantaron para salir.
––Está a punto de amanecer ––dijeron––.
Vamos a llegarnos a nuestro campamento. Es
cierto que nosotros solamente vemos con
nuestros ojos, y que no somos demasiado
inteligentes, pero eso no importa, porque
somos los únicos que esta noche no hemos
tenido miedo. Buenas noches, valientes.
Nadie respondió, y el caballo preguntó para
cambiar de conversación:
––¿Dónde está el perrillo? Donde hay un
perro, siempre hay un hombre cerca.
––Estoy aquí ––ladró Vixen, bajo la cureña––,
y con mi amo. Oye, camello estúpido y
patudo, tú nos echaste abajo la tienda, y mi
amo está furioso.
––¡Uau! ––exclamaron los bueyes––. Debe
ser un blanco.
––Por supuesto ––replicó Vixen––. ¿Pensabais
que me cuidaba un boyero negro?
¡Huah! ¡Ouack! ¡Ugh! ––exclamaron de
nuevo los bueyes––. Vámonos inmediatamente.
Empezaron a andar a toda prisa sobre el
barro, y no sé cómo se las arreglaron para
que su yugo se quedara enganchado en la
vara de una carreta de municiones.
––Lo habéis conseguido ––Billy no pudo
contener su sorna––. Es inútil que lo intentéis.
Os vais a quedar así, bloqueados, hasta
al amanecer. ¡Santo Cielo! ¿Quién la ha tomado
con vosotros?
Los bueyes empezaron a lanzar esos bufidos
prolongados, sibilantes, característicos
del ganado vacuno de la India. Empujaban,
se apretaban el uno contra el otro, golpeaban
el suelo, se resbalaban, casi se cayeron al
suelo, embarrado, gruñendo con furia.
––Os vais a romper el cuello en cualquier
momento ––aseguró muy serio el caballo––.
¿Pues qué tienen los blancos? Yo vivo bien
con ellos.
––Comen… ¡Nos comen! ¡Tira! ––exclamó
el buey de la izquierda. El yugo se rompió con
un ruido seco, y se alejaron los dos con una
marcha pesada.
Hasta entonces, nunca había comprendido
por qué el ganado vacuno en la India tiene
tanto miedo a los ingleses. Nosotros comemos
carne de buey, cosa que no hace ningún
boyero, y, naturalmente, eso no les sienta
bien a las bestias.
––¡Que me azoten con las cadenas de mi
arzón! ¿Quién se habría imaginado que dos
gordinflones como ellos perderían la cabeza?
––le salió a Billy.
––¿Y eso qué importa? Yo voy a echar un
vistazo a ese hombre blanco. La mayoría lleva
cosas en los bolsillos ––se oyó al caballo.
––Después de lo que has dicho, te dejo solo.
Tampoco yo puedo decir que les quiera
demasiado. Además, los blancos que no tienen
un lugar donde dormir son casi siempre
ladrones, y llevo cantidad de cosas sobre el
lomo que son propiedad del Estado. Vente
conmigo, jovenzuelo, que vamos a llegarnos
juntos hasta nuestro rincón. ¡Buenas noches,
Australia! Supongo que volveremos a vernos
mañana durante la revista. ¡Buenas noches,
viejo fardo de paja! A ver si intentas controlar
tus miedos, ¿eh? Buenas noches, Dos Colas.
Si pasas junto a nosotros mañana, durante la
revista, no te pongas a barritar. Eso desordenaría
nuestras líneas.
Billy, el mulo, se fue con los andares característicos
de los veteranos, entre derrengado
y desenfadado. Mientras tanto, el caballo
apoyó su morro contra mi pecho. Le di
unas cuantas galletas, y Vixen, que es la perrilla
más vanidosa del mundo, aprovechó la
ocasión para contarle mentirijillas sobre las
docenas y docenas de caballos que ella y yo
teníamos a nuestro cargo.
––Mañana iré a la revista en mi coche de
dos ruedas ––quiso impresionarle––. ¿Dónde
estarás tú?
––En el flanco izquierdo del 2.° escuadrón.
Yo marco la cadencia a todo mi pelotón, señorita
––respondió él muy cortésmente––.
Ahora me voy, porque debo encontrar a Dick.
Tengo la cola llena de barro y necesitará dos
horas de duro trabajo para prepararme para
la revista.
La gran revista de treinta mil hombres,
con todo su equipamiento, se celebró por la
tarde. Vixen y yo ocupamos un buen sitio,
muy cerca del virrey y del emir de Afganistán,
cubierta su cabeza con un alto y fuerte
gorro de astracán, y en medio de él, la gran
estrella de diamantes. La primera parte de la
revista transcurrió a pleno sol. Desfilaron los
regimientos, oleadas sucesivas de piernas, en
perfecto acompasamiento y con los fusiles
alineados sin un solo fallo. Una visión que casi
producía vértigo. Luego llegó la caballería a
medio galope, acompañada por una bella tonada,
Bonnie Dundee. Vixen, orgullosa en su
carruaje, levantó las orejas para oírla mejor.
El 2.° escuadrón de lanceros pasó a toda velocidad,
y entre ellos, el caballo de la noche
anterior, con su cabeza casi apoyada en el
pecho, con una oreja hacia delante y la otra
hacia atrás, marcando el paso al resto del escuadrón,
moviendo las patas a ritmo de vals.
Vinieron a continuación los cañones, y vi a
Dos Colas, y a otros elefantes, arrastrando un
cañón de asedio, de los que disparan obuses
de veinte kilos, seguidos por veinte parejas
de bueyes. La séptima llevaba un yugo nuevo
y parecía avanzar con más pereza de la normal,
fatigada. Al final desfilaron los cañones
desmontables. Billy el mulo tenía un aire orgulloso,
como si fuera el comandante en jefe.
Su arnés estaba perfectamente engrasado y
cepillado. Brillaba. Yo lancé un ¡hurra!, que
nadie coreó, por Billy el mulo, pero no miró ni
una sola vez ni a derecha ni a izquierda.
Empezó a caer la lluvia, y durante un rato
una cortina de niebla impidió ver los movimientos
de las tropas. Habían descrito un
gran semicírculo en la llanura y se des plegaban
en un solo frente. La línea fue creciendo,
creciendo, creciendo, hasta cubrir un kilómetro
de un extremo a otro, una muralla compacta
de hombres, caballos y cañones. Entonces,
la muralla empezó a avanzar directamente
hacia donde se encontraban el virrey
y el emir y, a medida que se aproximaba, el
suelo echó a temblar, como el puente de un
barco con los motores a toda potencia.
Si no se ha asistido a una revista parecida,
uno no puede imaginarse la impresión aterradora
que este avance de las tropas causa
a los espectadores. Yo miraba al emir. Hasta
entonces no había cruzado su rostro la más
mínima sombra de sorpresa, ni de ningún
otro sentimiento. Pero, de repente, sus ojos
empezaron a abrirse, cogió con fuerza las
riendas de su caballo, y miró a su espalda.
Por un instante se pudo hasta pensar que iba
a desenvainar su espada y abrirse paso entre
la multitud inglesa, hombres y mujeres que
se encontraban en sus carruajes, detrás de
él. Luego, la muralla se paró de golpe, el suelo
dejó de temblar, el frente entero de las
tropas saludó, y treinta bandas de música
empezaron a tocar a la vez. La revista había
terminado, y los regimientos volvieron a sus
campamentos bajo la lluvia, mientras una
banda de infantería atacaba el himno siguiente:
Avanzaban los animales de dos en dos.
¡Hurra!
Avanzaban los animales de dos en dos.
El elefante y el mulo de batería,
y entraron todos en el Arca,
buscando protección del agua fría.
Después oí a uno de los jefes asiáticos, de
cabellos grises, que había venido con el emir
desde el norte del país, preguntar a un oficial
indígena:
––Dime, ¿cómo se ha conseguido este
prodigio?
––Se ha dado una orden y luego se ha
acatado.
––¿Pero es que los animales son tan inteligentes
como los hombres? ––preguntó de
nuevo el jefe.
––Obedecen, como los hombres. El mulo,
el caballo, el elefante, el buey, todos obedecen
a sus encargados, éste a su sargento,
éste a su teniente, éste a su capitán, éste a
su comandante, éste a su coronel, éste a su
brigadier con sus tres regimientos, el brigadier
a su general, que obedece al virrey, que
está al servicio de la emperatriz. Las cosas
hay que hacerlas así.
––¡Si hubiera algo parecido en Afganistán!
––exclamó el jefe––. Allí nadie obedece más
que su propia voluntad.
––Y por eso ––comentó el oficial indígena
retorciéndose el bigote––, vuestro emir, a
quien no obedecéis, debe presentarse aquí
para obedecer las órdenes de nuestro virrey.
CANCIÓN DE LOS ANIMALES DEL
CAMPAMENTO DURANTE LA REVISTA
LOS ELEFANTES DE LOS CAÑONES
Prestamos a Alejandro nuestra fuerza,
la ciencia en nuestros cuerpos y cabeza.
Nuestros cuellos, dispuestos siempre al
servicio,
jamás gozaron de libertad o beneficio.
Paso a los altos elefantes y a sus inmensos
arreos,
arrastrando cañones, sembradores de
muerte y de miedo.
LOS BUEYES DE LA ARTILLERIA
Héroes de arneses que esquivan las balas,
la pólvora se os cuela en las entrañas.
Entramos en acción y nos siguen los cañones.
Apartaos, que llegan veinte parejas.
Arrastran atalajes, ya no viven de emociones.
CABALLOS DE LA FUERZA DE CABALLERÍA
Nos marcó el hierro para ser mejores,
y gozan de nosotros, húsares, lanceros.
Mejor que establos o abrevaderos,
la canción de Bonnie Dundee, nuestro supremo
consuelo.
Dadnos luego de comer, mucha doma y
mil cuidados,
inteligentes jinetes, tierra abierta a los espacios.
Formemos escuadrones en columna bien
perfecta,
¡y veréis galopes locos con las notas de
Bonnie Dundee!
LOS MULOS DE LA ARTILLERÍA DE
MONTAÑA
Trepábamos monte arriba mis compañeros
y yo.
No había sendero ante nosotros, pero seguimos,
corazón y cascos y a hacer nuestro cualquier
sitio.
Y en la cima, las grandes ilusiones del
honor.
Nos encantan las alturas y dicen que nos
sobran patas.
Buena suerte al sargento que nos deja libertad
para encontrar el camino, mala a los malos
cargadores.
Sabemos manejarnos en lugares y terrenos
imposibles,
Nos encantan las alturas y dicen que nos
sobran patas.
LOS CAMELLOS DE INTENDENCIA
No hay un himno que a los camellos
nos ayude a avanzar.
Nuestros cuellos, auténticos trombones,
tralala, tralala, sonoridad de trombones.
Y nuestra canción de marcha
es ¡ni puedo, ni quiero, ni haré, no!
Que lo oiga la línea entera.
¿Quién ha perdido la carga?
¿Por qué no ha sido la mía?
Cayó la carga al camino.
Viva el alto y la algarada.
¡Urr! ¡Yarth! ¡Grr! ¡Arch!
A palos le parten a uno el alma.
TODOS LOS ANIMALES A CORO
Nacimos, vivimos en campamentos,
y hay para todos un rango.
Hijos del yugo, aguijada,
arneses, miles de petos y cargas.
Destensada está la cuerda;
nuestras filas, una marea ondulante,
con prisas de ir a la guerra.
Siempre los hombres a nuestro lado,
polvorientos, ojos de sueño y vigilias,
ignoran como nosotros, por qué
seguir con frío y con sed, es una ley.
Nacimos, vivimos en campamentos,
y hay para todos un rango.
Hijos del yugo, aguijada,
arneses, miles de petos y carga.

La Foca Blanca

Duérmete, niño, que la tarde cae,
y ya es negra el agua que antes fue verde.
La Luna, curiosa, de las olas sale.
Silencio, mi amor, que la noche crece.
La ola que rompe es un suave manto.
Retoza, mi vida, en esa blancura.
Duerme tranquilo, y que no haya llanto,
ni sueños que llenen el mar de amargura.
(Canción de cuna de las focas)
TODO LO QUE OS VOY A CONTAR
SUCEDIÓ, hace muchos años, en Novastosna,
un lugar al que se llama también cabo del
Noreste, en la isla de San Pablo*, muy lejos,
en el mar de Bering. Me contó esta historia
Limmershin, el gracioso pajarillo de las cuevas,
una vez que el viento le arrojó contra la
arboladura* de un barco que navegaba hacia
Japón. Me lo llevé al camarote, donde se calentó,
le di de comer durante dos días y luego
le solté, cuando pensé que ya estaba suficientemente
repuesto como para volver a San
Pablo.
Nadie se acerca a Novastosna más que por
negocios, y normalmente, las únicas que los
tienen por allí son las focas. Llegan en los
meses de verano a cientos y cientos de miles,
abandonando el mar frío y gris. Las playas de
Novastosna les ofrecen unas condiciones inmejorables.
Garra del Mar lo sabía muy bien, y todas
las primaveras, estuviera donde estuviese,
nadaba como un barco torpedero, en perfecta
línea recta hasta Novastosria, y se pasaba un
mes entero en continua pelea con sus compañeros
para hacerse con un buen sitio en las
rocas, lo más cercano posible al agua. Garra
del Mar tenía quince años. Era una enorme
foca macho, de pelaje gris, con una gran melena
en el arranque de la espalda, y unos
dientes caninos largos, amenazadores. Cuando
se levantaba sobre sus extremidades delanteras,
conseguía elevarse a más de un
metro del suelo. Y eso que pesaba más de
trescientos kilos. Lo podía comprobar cualquiera,
de atreverse a pesarle en una báscula.
Tenía todo el cuerpo surcado por cicatrices,
las marcas de los salvajes combates que
había librado. Pero siempre estaba dispuesto
a una nueva pelea. Antes de empezar el
combate ladeaba la cabeza, como si le asustara
el enemigo y no se atreviera a mirarle
cara a cara. Luego, lanzaba su cabeza contra
él con la velocidad del rayo, y cuando sus
enormes caninos hacían presa en el cuello de
la otra foca macho, ésta se escapaba si tenía
ocasión, pero nunca con la ayuda de Garra
del Mar.
Lo que jamás hizo Garra del Mar es atacar
a focas previamente heridas por otras, porque
eso atentaba contra todas las reglas de
la bahía. Él sólo quería un criadero cerca del
mar. Pero como había cuarenta o cincuenta
mil focas más buscando lo mismo todas las
primaveras, los silbidos, bramidos, rugidos,
los tremendos resoplidos que se oían en la
playa eran espantosos.
Desde la colina Hutchinson se podía ver
una extensión de costa de tres millas y media,
totalmente cubierta de focas, enzarzadas
entre sí en unas luchas feroces. Y la zona
cercana a la playa estaba llena de cabezas de
focas que se apresuraban a ir a tierra para
unirse a los fieros combates. Luchaban sobre
las rompientes, en la arena y hasta en las
pulidas rocas de basalto* de los criaderos.
Eran tan estúpidas e intransigentes como los
hombres. Las hembras, sus parejas, nunca
llegaban a la isla hasta finales de mayo o
principios de junio, porque no querían pasar
por el duro trance, siempre posible, de que
les hicieran pedazos. Las crías de dos, tres o
cuatro años, que todavía no tenían la obligación
de fundar una familia, se limitaban a irse
hacia el interior de la isla, a una distancia de
una media milla, atravesando las apretadas
filas de guerreros en plena batalla. Jugaban
sobre las dunas, en grupos pequeños o a millares,
destrozando todas las plantas cercanas.
Se les conocía con el nombre de holluschickie,
los solteros, y solamente en Novastosna
podía haber hasta trescientos mil.
Un día de primavera, Garra del Mar había
terminado su combate número cuarenta y
cinco cuando Matka, su dulce y complaciente
esposa, de lánguida mirada, salió del mar.
Inmediatamente la cogió el por el pescuezo, y
casi en volandas, la acomodó en el terreno
que había escogido.
––Como siempre, llegas tarde ––fue su saludo
de gruñón malhumorado––. ¿Dónde has
estado?
Garra del Mar tenía la costumbre de no
comer nada durante los cuatro meses que
pasaba de vigilancia en la playa. Por eso,
normalmente, estaba de un humor pési mo.
Matka se guardó muy bien de responderle.
Miró a su alrededor y le dijo con dulzura:
––¡Qué previsor eres! ¿O sea, que has
conseguido volver a establecerte en nuestro
sitio de siempre? ––Parece que sí ––le respondió
Garra del Mar––. Mírame un poco.
Se le veían rasguños por todas partes.
Sangraba por veinte heridas diferentes. Estaba
medio ciego, y en los costados la piel le
colgaba a jirones.
––¡Vaya, hombres al fin y al cabo! ––gritó
Matka, mientras se abanicaba con una de las
aletas posteriores––. ¿No podéis entrar en
razón algún día y repartiros los sitios en paz?
Se diría, por tu aspecto, que has tenido que
luchar contra una orca.
––No he hecho otra cosa que combatir
desde mediados de mayo. La playa está terriblemente
superpoblada este año. Me he
encontrado con más de un centenar de focas
de la playa de Lukannon, que buscaban un
sitio donde acomodarse. ¿Por qué no se queda
cada uno en su sitio?
––He pensado muchas veces que estaríamos
mucho mejor si bajáramos hasta la isla
de Loutres, en vez de venir a este sitio, en el
que no se puede dar un paso ––comentó
Matka.
––¡Bah! Sólo los holluschickíe van a la isla
de Loutres. Si vamos allí, los demás dirán
que tenemos miedo. Querida, es preciso cuidar
las apariencias.
Garra del Mar hundió su orgullosa cabeza
entre los hombros, redondeados por una capa
de grasa, y pareció dormir durante unos minutos.
Pero siempre con un ojo avizor, y preparado,
por si tenía que volver a pelearse con
alguien. Ahora ya estaban en tierra las focas
machos con sus respectivas hembras. De
aquella masa de focas brotaba un clamor que
podía oírse a leguas mar adentro. Dominaban
el horrísono sonido de cualquier vendaval.
Había en las playas, contando muy por lo bajo,
al menos un millón de focas, algunas viejas,
otras madres, crías recientes, y holluschickíe,
que se peleaban, retozaban, bramaban,
se arrastraban, empezaban a jugar a la
vez, a zambullirse en el agua y a salir de ella,
por compañías y batallones, cubriendo hasta
la última pulgada* de terreno, divirtiéndose
entregadas a juegos de escaramuzas a través
de la niebla. En Novastosna, la niebla se hace
presente casi siempre, hasta que el sol logra
vencerla, y durante unos instantes da a todas
las cosas el reflejo del nácar y los colores del
arco iris.
Kotick, la cría de Matka, nació en medio de
esta barahúnda. No tenía más que cabeza y
hombros, y unos ojos claros, de un azul
aguamarina, como lo son siempre los de las
crías de focas recién nacidas. Pero había algo
en la piel de aquella cría que obligó a su madre
a fijarse atentamente.
––¡Garra del Mar! ––comentó al fin––.
¡Nuestro hijo va a ser blanco!
––¡Conchas vacías y algas secas! ––
exclamó Garra del Mar––. ¿Una foca blanca?
¡Algo nunca visto!
––De momento no puedo hacer nada. Veremos
más adelante ––respondió Matka.
Y se puso a cantar la dulce y grave canción
que cantan todas las madres focas a sus crías
recién nacidas.
Si para nadar no esperas seis semanas,
te hundirás porque tienes la nariz pesada.
La orca y los golpes de viento del verano
son enemigos de nuestro débil rebaño.
No lo olvides, mi ratita, son enemigos.
Cuídate de sus salvajes colmillos.
Hijo mío, báñate en los anchos mares,
y te harás fuerte y feliz como tu padre.
Evidentemente, el animalito era todavía
incapaz de comprender aquellas palabras.
Jugaba en el agua, chapoteando, o se arrastraba
junto a su madre. Aprendió a hacer sus
escapadas cuando su padre peleaba con otra
foca, y los dos enemigos, con tremendos rugidos,
rodaban sobre las resbaladizas rocas.
Mientras tanto, Matka salía a la mar para
buscar algo que echarse a la boca. La cría era
alimentada una vez cada dos días. Pero entonces
comía hasta hartarse, y eso, además
de serle más que suficiente, le sentaba muy
bien.
Entre las primeras cosas que hizo fue internarse
con movimientos torpes en la isla.
Allí se juntó con decenas de miles de crías de
su edad, que jugaban juntas como cachorrillos,
dormían sobre la arena limpia y volvían
de nuevo al juego. Los padres, en los criaderos,
no les hacían caso alguno y los holluschickie
permanecían impertérritos en su propio
territorio, lo que permitía a los pequeños
campar a sus anchas.
Cuando Matka volvía de la pesca en alta
mar, se dirigía inmediatamente al terreno de
juego, llamaba a su cría como una oveja reclama
la presencia de su cordero y esperaba
hasta que el balido de Kotick se dejaba oír.
Entonces se dirigía hacia el en una línea absolutamente
recta, soltando golpes con sus
aletas caudales, y apartando a las demás crías.
Siempre había madres a la búsqueda de
sus crías en los terrenos de juego, unas crías
que se divertían allí a sus anchas. Pero ya
Matka le había dicho a Kotick:
––Mientras no se te ocurra bañarte en el
agua fangosa y cojas así la sarna, o te arrastres
en la arena dura y te cortes la piel, y
mientras no te pongas a nadar cuando la mar
esté picada, aquí no corres peligro alguno.
Como los niños, las focas pequeñas no saben
nadar. Pero tampoco sienten una prisa
loca por aprender. La primera vez que Kotick
se echó al agua, una ola la arrastró a un lugar
profundo, se le hundió la cabezota, y sus
aletas caudales se elevaron en el aire, como
su madre había descrito en la canción. Y si la
ola siguiente no la hubiera lanzado a tierra,
se habría ahogado.
Después de eso aprendió a permanecer
tendida en un charco de la playa, donde el
agua apenas llegaba a cubrirla, y se dejaba
mecer por las olas, mientras chapoteaba. Pero
siempre estaba atenta a las olas grandes,
que podían hacerle daño. Necesitó dos semanas
para aprender a servirse de sus aletas
natatorias. Durante esas dos semanas, se
arrojaba al agua como loca, salía de ella, tosía,
gruñía, remontaba la pequeña pendiente
de la playa y luego se echaba una siesta sobre
la arena. Después volvía al agua, hasta
que un día se dio cuenta de que ella era su
auténtico elemento.
Podéis imaginaros los estupendos ratos
que pasó con sus compañeros, dándose chapuzones
para pasar por debajo de las olas, o
cabalgando sobre su cresta, para ate rrizar en
medio de un crepitar de agua y espuma. Resoplaba
para recuperar la respiración y no
ahogarse, mientras la ola remontaba la playa
como un torbellino. También se alzaba sobre
la cola y se rascaba la cabeza, como los mayores,
o jugaba al rey del castillo, subido en
todo lo alto de las resbaladizas rocas cubiertas
de musgo, que asomaban apenas de las
aguas. A veces veía una aleta delgada, parecida
a la de un gran tiburón, que nadaba lentamente
cerca de la costa. Sabía que se trataba
de la orca, la asesina, que se come a las
focas pequeñas cuando puede atraparlas. Entonces
Kotick se dirigía a la playa como una
flecha, y la aleta se alejaba lentamente
haciendo pases de baile, como si hubiera ido
por allí por pura casualidad.
A finales de octubre, las focas empezaron
a abandonar la isla de San Pablo, dirigiéndose
a alta mar por familias y tribus. Ya no se luchaba
por la posesión de los criaderos, y los
holluschickie jugaban donde querían.
––El año próximo ––le dijo Matka a Kotick––
seras un holluschickie. Pero este año
tienes que aprender a pescar.
Se lanzaron juntos a través del Pacífico y
Matka le enseñó cómo dormir de espaldas,
con las aletas replegadas en los costados,
asomando la nariz a ras del agua. No hay cuna
alguna tan cómoda como el continuo balanceo
de las olas del Pacífico. Cuando Kotick
notó por el cuerpo un hormigueo y algunos
pinchazos, su madre le explicó que empezaba
a sentir el agua, que esas sensaciones anunciaban
mal tiempo, y que debía nadar con
toda energía para escapar de la tormenta.
––Dentro de poco sabrás hacia dónde dirigirte.
Pero ahora nos limitaremos a seguir a
Cerdo Marino, la marsopa, que sobre la mar
lo sabe todo.
Justamente pasaba por allí un pequeño
banco de marsopas que se daba chapuzones
en el agua, cortándola a toda velocidad, y el
pequeño Kotick lo siguió, nadando tan deprisa
como podía.
––¿Cómo sabéis hacia dónde tenéis que ir?
––preguntó, respirando entrecortadamente.
El jefe de las marsopas miró hacia todas
partes con sus blancos ojos y se zambulló.
––Pequeño, siento en mi cola cierto hormigueo
––le respondió––. Eso significa que
tengo la tempestad a mis espaldas. ¡Ven
conmigo a toda prisa! Cuando se está al sur
del mar de Aguas Viscosas (quería decir el
Ecuador) y se sienten pinchazos en la cola,
eso significa que la tempestad está frente a ti
y que debes escapar hacia el norte. ¡Ven
conmigo enseguida! Estas aguas no son seguras.
Ésa fue sólo una de las muchas cosas que
aprendió Kotick, que captaba constantemente
realidades y sensaciones nuevas. Matka le
enseñó a perseguir al bacalao y al fletán en
los bancos submarinos; a arrancar a algunos
peces de sus agujeros disimulados entre las
algas; a bordear los barcos hundidos a cien
brazas de profundidad, entrando por un ojo
de buey y saliendo por otro, nadando con la
rapidez de una bala de cañón en persecución
de los peces. A bailar sobre las crestas de las
olas cuando los rayos se cruzan en la inmensa
bóveda del firmamento; a saludar al albatros,
de cola corta y ancha, moviendo graciosamente
las aletas, y al Hombre de la Guerra,
el Halcón, cuando vuela a vela, dejándose
llevar por el viento; y a saltar limpiamente
fuera del agua más de un metro, como los
delfines, con las aletas pegadas al cuerpo y la
cola curvada; a despreciar a los peces voladores,
porque no hay en ellos más que espinas;
a arrancar un trozo del lomo de un bacalao,
y eso nadando a toda velocidad y a diez
brazas* de profundidad; y a no detenerse
para mirar un barco, y menos todavía una
barca de remos. Al acabar los seis meses, lo
que Kotick no supiera sobre la pesca en
aguas profundas no tenía ninguna importancia.
Y durante todo ese tiempo nunca descansaron
sus aletas en tierra seca.
Pero un día, mientras se balanceaba en el
agua tibia de una zona de la isla de Juan Fernández,
se sintió mareado, y que una enorme
pereza se adueñaba de él, como les pasa a
las personas cuando llega la primavera. Se
acordó de la dulzura de las playas de Novastosna,
tan seguras siempre, lo que había jugado
en ellas con sus compañeros, los bramidos
de las focas y sus terribles luchas. Inmediatamente
empezó a nadar tranquilo y seguro,
rumbo al norte. Pronto se encontró con
otros compañeros que hacían el mismo viaje
que el.
––Hola, Kotick, este año todos somos
holluschickie, y podemos bailar la danza del
fuego en las rompientes de Lukannon, y hartarnos
de jugar sobre la hierba. Pero ¿cómo
has conseguido esa piel?
La piel de Kotick era ya casi completamente
blanca, y aunque se sentía muy orgulloso
de ella, se limitó a responder:
––¡Nadad a toda prisa! Me duelen los huesos
de tanto añorar la tierra firme.
Todos llegaron a las antiguas playas en las
que habían nacido, y oyeron a sus padres, las
focas viejas, en plena pelea entre la niebla.
Por la noche, Kotick bailó la danza del fuego
con las focas que tenían, como él, un año.
Las noches de verano, el mar se llena de fuego
entre Novastosna y Lukannon, y cada foca
deja tras sí una estela como de aceite quemándose,
y un fogonazo cuando salta del
agua. Las olas rompen contra la arena de la
playa, convirtiéndose en grandes franjas y
remolinos fosforescentes. Luego, Kotick y sus
compañeras llegaron hasta el territorio de los
holluschickie, en el interior de la isla. Se revolcaron
con una alegría loca en el trigo silvestre
que acababa de nacer, y contaron qué
habían hecho durante su estancia en la mar.
Hablaron del Pacífico como los niños que han
estado en el bosque recogiendo frutos silvestres.
Y si alguien les hubiera escuchado,
habría podido trazar un mapa tan perfecto de
ese océano como jamás nadie lo haya hecho.
Los holluschickie de tres o cuatro años descendieron
en frenética carrera desde la colina
de Hutchinson, gritando:
––¡Fuera de aquí, chiquillos! No habléis así
hasta que hayáis doblado el Cabo de Hornos*.
Pero ¡mira qué gracia! Oye tú, añojo,
¿dónde has encontrado esa piel?
––No la he encontrado ––les respondió Kotick––.
Ha venido ella sola.
Y cuando se preparaba para dar un revolcón
al que acababa de hablar, tras una duna
se dejaron ver dos hombres de pelo negro y
caras rojas y chatas. Kotick, que aún no
había divisado a ningún hombre, tosió y bajó
la cabeza. Los holluschickie se retiraron unos
cuantos metros y se quedaron inmóviles, limitándose
a mirar con ojos estúpidos a los
dos aparecidos. Se trataba nada menos que
de Kerick Booterin, jefe de los cazadores de
focas de la isla, y de Patalamon, su hijo. Venían
de la aldea, situada a una milla del criadero
de focas, y discutían sobre cuáles se llevarían
al matadero ––porque las focas se dejan
llevar como borregos––, para luego convertirlas
en abrigos de piel.
––¡Mira! ––exclamó Patalamon––. ¡Una foca
blanca! Kerick Booterin palideció bajo la
capa de aceite y tizne que le cubría la piel,
porque era aleutiano, y los aleutianos no son
demasiado limpios. Luego empezó a rezar
como en un murmullo.
––No la toques, Patalamon. Jamas se ha
visto una foca blanca desde que… desde que
yo nací. Quizá sea el fantasma del viejo Zaharrof.
Desapareció el año pasado en una
horrible tempestad.
––No me acercaré a ella ––le dijo Patalamon––.
Trae malos augurios. ¿De veras crees
que es el viejo Zaharrof reencarnado en ella?
Le debo dos huevos de gaviota.
––No la mires ––le ordenó Kerick––. Ahí
tienes ese rebaño de focas de cuatro años.
Llévatelo. Los hombres deberían desollar hoy
doscientas. Pero estamos al principio de la
estación y, ademas, son unos novatos. De
momento bastará con cien. ¡Rápido!
Patalamon golpeó dos omoplatos de foca
frente a la manada de holluschickies, y éstas
se quedaron inmóviles, como muertas, resoplando
fuertemente. Se adelantó unos pasos
y las focas empezaron a moverse, y Kerick
les hizo dirigirse hacia el interior de la isla. Ni
por un instante se le ocurrió a ninguna volverse
para reintegrarse al grupo de sus compañeras.
Cientos y cientos de miles de focas
vieron cómo las conducían, pero continuaron
jugando como si aquello no las afectara. Únicamente
Kotick hizo algunas preguntas, que
sus compañeras no pudieron responderen absoluto.
Bueno, sí, le dijeron que los hombres
se llevaban siempre a las focas de esta manera,
durante seis semanas o dos meses al
año.
––Quiero ir tras ellas ––dijo Kotick.
Empezó a seguir la pista del rebaño, mientras
los ojos casi se le salían de las órbitas.
––Nos sigue la foca blanca ––gritó asustado
Patalamon––. Es la primera vez que una
foca viene al matadero por sí misma.
––¡Calla! No mires atrás ––le ordenó Kerick––.
¡Seguro que es el fantasma de Zaharrofl
Tengo que hablar con el sacerdote.
El matadero estaba a una milla de distancia,
pero necesitaron una hora para recorrerla.
Kerick sabía que si las focas iban demasiado
deprisa, se sofocarían, y, al desollarlas,
su piel saldría a trozos.
Por eso fueron muy despacio, cruzando la
Garganta del León Marino, dejando atrás la
Casa de Webster, hasta llegar al almacén de
salazón, ya fuera de la vista de las focas de la
playa. Kotick seguía al rebaño respirando de
forma entrecortada, y admirado ante lo que
veía. Creía estar en el fin del mundo, pero le
llegaba, desde los criaderos de las focas, un
ruido tan tremendo como el de un tren que
atraviesa un túnel. Kerick se sentó en el
musgo, sacó un gran reloj de bolsillo, y esperó
una media hora para que los cuerpos de
las focas se enfriaran. Kotick podía oír hasta
las gotas de lluvia, condensadas por la niebla,
que le caían de las alas del gorro. Luego, llegaron
diez o doce hombres, armados cada
uno con una gruesa barra de hierro de alrededor
de un metro, y Kerick les señaló una o
dos focas, mordidas por sus compañeras, o
demasiado sofocadas. Los hombres, calzados
con pesadas botas de piel de morsa, las apartaron
del rebaño a puntapiés. Entonces Kerick
dijo:
––¡Ya!
Los hombres empezaron a dar golpes en la
cabeza a las focas, con una enorme rapidez.
Al cabo de diez minutos, el pequeño Kotick
fue incapaz de reconocer a sus amigas, porque
sus pieles, desolladas desde el hocico
hasta las aletas posteriores, y arrancadas
luego de un tirón seco, se amontonaban en el
suelo.
Kotick había visto ya bastante. Dio media
vuelta y se dirigió a todo correr ––una foca
puede hacerlo a galope tendido durante un
tiempo muy corto–– hacia el mar, erizado el
bigote por el horror que había contemplado.
En la Garganta del León Marino, donde los
animales descansan hasta donde llega la resaca,
se lanzó al agua fresca, protegiéndose
la cabeza con las aletas, y se abandonó al
suave balanceo de la mar, suspirando tristemente.
––¿Qué pasa, quién anda por ahí? ––gruñó
un león marino. En general sólo les gusta la
compañía de sus congéneres.
¡Scoochnie! ; Ochen scoochnie! (¡Estoy solo!
¡Muy solo!) ––respondió Kotick––. Están a
punto de matar a todos los holluschickie, a
todos sin excepción y en todas las playas.
El león marino volvió la cabeza hacia la tierra.
––¡Qué disparate! ––comentó––. Tus amigos
siguen alborotando como siempre. Seguro
que has visto al viejo Kerick despachando
a un rebaño. Lleva haciendo lo mismo desde
hace treinta años.
––Es horrible ––le respondió Kotick.
En ese momento, notando que una ola iba
a sumergirle, empezó a nadar hacia atrás y
se afianzó con un movimiento de aletas, que,
girando como una hélice, le hicieron ponerse
vertical a escasos centímetros de los afilados
bordes de una roca.
––¡No está nada mal! ¡Está muy bien para
tu edad! ––le dijo el león marino, que sabía
reconocer los méritos de un buen nadador––.
Me imagino que, efectivamente, desde tu
punto de vista, es bastante atroz. Pero ya
que vosotras, las focas, os empeñáis en venir
aquí año tras año, los hombres, naturalmente,
acaban por enterarse y, a menos que encontréis
una isla a la que ninguno de ellos
vaya, seguirán tratándoos de la misma manera.
––¿Existe una isla así? ––le replicó Kotick.
––Sigo al halibut desde hace veinte años y
tengo que confesarte que todavía no lo he
encontrado. Pero escuchame… Tengo la impresión
de que te gusta hablar con tus superiores.
¿Por qué no vas al islote de las Morsas
y hablas con Sea––Vitch? Quizá ella sepa algo.
No te embales. Es una travesía de nueve
kilómetros y, en tu lugar, yo iría primero a
tierra y dormiría un rato.
Kotick dio por bueno el consejo. Llegó hasta
la playa, cruzando una zona de mar, y luego
a tierra. Durmió una media hora, entre
convulsiones, como les sucede siempre a las
focas. Luego, se dirigió en linea recta al islote
de las Morsas, una plataforma rocosa, de
muy poca altura y extensión, casi exactamente
al noreste de Novastosna, llena de cornisas
y nidos de gaviotas, donde las morsas hacen
vida aparte.
Salió a tierra muy cerca de Sea––Vitch, la
morsa del Pacífico Norte, gorda, fea, de
enorme cuello, dotada de grandes colmillos.
Sólo tenía modales durmiendo, que era lo
que hacía, con las aletas posteriores medio
hundidas en el agua.
––¡Despierta! ––rugió Kotick, porque las
gaviotas graznaban con un ruido insoportable.
––¡Ah, oh, hummm! ¿Qué pasa? ––
exclamó SeaVitch, que con un golpe de sus
colmillos despertó al vecino, que hizo lo mismo
con el que tenía al lado, continuando así
el juego, hasta que se despertaron todas las
morsas. Empezaron a mirar en todas las direcciones,
salvo en la que debían.
––¡Eh, soy yo! ––les gritó Kotick, que se
balanceaba con la corriente y parecía una babosa
blanca.
––¡Pero, bueno, que me desuellen! ––
exclamó SeaVitch.
Y todas las morsas miraron a Kotick como
mirarían a un niño los soñolientos miembros
de un club. A Kotick no le hacía ninguna gracia
que le hablaran de ser desollado. Ya había
visto bastante. Por eso empezó a gritar:
––¿Hay algún sitio al que puedan ir las focas,
y al que los hombres les resulte imposible
el acceso?
––Descúbrelo tú ––le contestó Sea––Vitch
cerrando los ojos––. Vete. Aquí tenemos mucho
trabajo.
Kotick dio un salto de delfín, y siguió chillando:
––¡Zampaostras! ¡Zampaostras!
Aunque se las tenía por un personaje temible,
la foca sabía muy bien que Sea––Vitch
jamás había pescado un pez, pues se limitaba
a revolver los fondos marinos en busca de
ostras y algas. Evidentemente, los chickies,
los gooverooskies y los epatkas, las gaviotas
de todo tipo y los mergos*, siempre preparados
para cometer cualquier grosería, se hicieron
eco de su grito y, según me ha contado
Limmershin, durante casi cinco minutos no
habría podido escucharse ni siquiera un cañonazo
en el islote de las Morsas. Todos sus
habitantes gritaban a pleno pulmón: «¡Tragaostras!
¡Stareek! (viejo)», mientras Sea––
Vitch se movía alternativamente sobre sus
costados, bufando furioso.
––Y bien, ¿me lo vas a decir ahora? ––
preguntó Kotick, exhausto.
––Pregúntaselo a Vaca––Marina ––le respondió
SeaVitch––. Si todavía vive, podrá decírtelo.
––¿Y cómo la reconoceré? ––preguntó Kotick,
preparado ya para salir nadando.
––Es la única criatura del mar más fea que
Sea––Vitch ––gritó una gaviota, que volaba
justo por encima de la nariz de la morsa––.
¡El más feo y el mas grosero! ¡Stareek!
Kotick regresó a Novastosna, dejando a las
gaviotas entregadas a sus gritos. Y, una vez
allí, se dio cuenta de que todas las molestias
que se había tomado por encontrar un sitio
seguro para las focas no le servían para granjearse
simpatía alguna.
Le dijeron que los hombres siempre se
habían llevado a los holluschickie, que eso
formaba parte de la rutina diaria, y que si no
le gustaba ser testigo de un espectáculo tan
horrible, no debía haber ido adonde sacrifican
a las focas. Pero ninguna había asistido a
aquella carnicería, y eso marcaba una enorme
diferencia entre ella y sus amigas. Además,
Kotick era una foca blanca.
––Lo que necesitas ––le dijo Garra del Mar
cuando se enteró de las aventuras de su
hijo––, es crecer, hacerte una gran foca, lo
mismo que tu padre, y conseguir y defender
un criadero en la playa. Entonces te dejarán
tranquilo. Dentro de cinco años tendras que
pelear tú solito…
Hasta su madre, la dulce Matka, le dijo:
––Jamás podrás detener esa carnicería,
Kotick. Vete a jugar a la mar.
Así lo hizo. Se fue y bailó la danza del fuego,
pero con el corazón apesadumbrado.
Cuando llegó el otoño, abandonó la playa y
se fue solo, porque tenía una idea en la cabeza.
Estaba decidido a encontrar a Vaca––
Marina, si es que tal personaje habitaba los
mares, y descubrir una isla tranquila, con
buenas playas de arena dura, donde las focas
vivieran sin que los hombres las inquietasen.
Exploró el Pacífico de norte a sur, nadando
hasta trescientas millas* en un día y una noche.
Corrió más aventuras de las que se puedan
contar, escapó por los pelos de los dientes
de los tiburones y del pez martillo. Tropezó
con todos los malhechores que rondan los
mares, con grandes peces tranquilos, y con
las vieiras de manchas rojas, que se quedan
inmóviles, aferradas al mismo sitio durante
cientos de años, de lo que están muy orgullosas.
Pero nunca encontró a VacaMarina, ni
una isla que le gustase.
Si la playa era buena y dura, y se prolongaba
en un talud* donde las focas pudieran
jugar, siempre se veía en el horizonte el
humo de un ballenero, que fabricaba acei te
de ballena, y Kotick sabía muy bien qué significaba
eso. O bien constataba que las focas
habían frecuentado ya la isla, y que habían
sido exterminadas. Kotick sabía de sobra que
los hombres vuelven siempre a las zonas que
conocen.
Se topó también con un viejo albatros de
cola corta, que le dijo que las islas Kerguelen
eran el sitio ideal para quien buscara paz y
tranquilidad. Pero cuando Kotick llegó hasta
aquellos parajes tan apartados, estuvo a punto
de chocar contra los negruzcos y terribles
acantilados, debido a una furiosa tormenta de
aguanieve, relámpagos y truenos. Sin embargo,
al abandonar el lugar, cara a la tormenta,
observó que hasta en aquel sitio hubo
en otro tiempo un criadero de focas. Y sucedió
lo mismo en todas las islas que visitó.
Limmershin me dio una lista muy larga,
porque me dijo que Kotick había consagrado
cinco estaciones a sus exploraciones, descansando
cada año cuatro meses en Novastosna,
donde los holluschickie se burlaban de el y de
sus islas imaginarias. Se fue hasta las Galápagos*,
un sitio árido y pavoroso, bajo la línea
del ecuador, donde estuvo a punto de
morir, asado por el sol; a Georgia del Sur, a
las Orcadas del Sur, a la isla Esmeralda, a
Gough, al Pequeño Ruiseñor, a las islas Crozet,
y hasta abordó un islote al sur del Cabo
de Buena Esperanza*. Pero en todas partes
los habitantes de la mar le decían lo mismo.
Las focas habían llegado en otro tiempo a
esas islas, pero los hombres las habían aniquilado.
Incluso cuando recorrió miles de millas
fuera del Pacífico, y alcanzó Cabo Corrientes*
––de regreso de la isla de Gough––, encontró
algunos centenares de focas, con la piel sarnosa,
descansando en una roca. Le aseguraron
que los hombres también llegaban hasta
allí.
Aquello estuvo a punto de partirle el corazón,
y en ese estado de ánimo franqueó el
cabo de Hornos para volver a su hogar. De
camino hacia el norte, descubrió una isla cubierta
de árboles de un verdor maravilloso,
donde resistía una foca vieja y moribunda.
Kotick pescó algunos peces para ella y le confió
todas sus penas.
––Ahora ––dijo Kotick––, me vuelvo a Novastosna,
y si me llevan con los holluschickie
a los campos de la muerte, me trae sin cuidado.
––Inténtalo una vez más ––le dijo la vieja
foca––. Yo soy el único superviviente de la
colonia desaparecida de Masafuera y, en la
época en la que los hombres nos mataban
por cientos de miles, se contaba en la playa
que una foca blanca vendría para conducirnos
a un lugar tranquilo. Soy vieja y jamás llegaré
a ver ese día, pero otros lo verán. Inténtalo
otra vez.
Kotick se retorció el bigote ––lo tenía
magnífico.
––Soy la única foca blanca que ha visto la
luz del día ––dijo––, y la única foca, blanca o
negra, que ha soñado con nuevas islas.
Aquel encuentro le animó muchísimo.
Cuando volvió a Novastosna durante el verano,
su madre le pidió que se casara y que se
estableciera, porque ya no era un holluschickie,
sino un Garra del Mar adulto, de melena
blanca y ondulada, tan fuerte, tan grande y
tan imponente como su padre.
––Dame una temporada más ––le respondió––.
Recuerda, madre, que la séptima ola
es la que más lame la playa.
Curiosamente, una foca hembra pensaba
también posponer su boda para el año siguiente.
Kotick y ella bailaron la danza del
fuego a lo largo de la playa de Lu kannon, la
noche que precedió a su salida, rumbo al último
viaje de exploración.
Entonces se encaminó hacia el oeste, porque
acababa de descubrir un inmenso banco
de fletán, y necesitaba, al menos, cincuenta
kilos de pescado diariamente para estar en
plena forma. Siguió a los peces hasta que se
cansó y se hizo un ovillo en los hoyos que
deja la resaca cuando las olas se dirigen
hacia la isla del Cobre. Conocía la costa a la
perfección. Por eso, hacia las doce, cuando
notó que su cuerpo caía sobre un lecho de
plantas marinas, como sobre un blando colchón,
se dijo: «Vaya, la marea es muy fuerte
esta noche». Después, giró bajo el agua,
abrió los ojos perezosamente y se estiró.
Luego, dio un salto felino. Una enorme sombra
oliscaba sobre las aguas poco profundas y
tragaba gran cantidad de algas.
––¡Por las olas de Magallanes! ––se dijo––
. ¿De qué criaturas se trata?
Aquellos seres no se parecían a las morsas,
ni a los leones, y tampoco a los osos de
mar. Tampoco a las focas, a las ballenas o a
los tiburones, ni a los peces ni a las vieiras, a
ninguno de los animales con los que Kotick
estaba familiarizado. Eran largos, de hasta
seis a ocho metros, y no tenían aletas posteriores.
Le llamó la atención su cola en forma
de pala, que parecía un trozo de cuero mojado.
Su cabeza daba la impresión de pertenecer
a un ser absolutamente estúpido. Cuando
no se dedicaban a comer, balanceaban el
cuerpo en el agua, ayudándose del extremo
de la cola. Se saludaban unos a otros con
mucha solemnidad, agitando las aletas, como
hombres muy gordos que movieran los brazos.
––Hola ––intervino Kotick––, ¿qué tal la
pesca, señores?
Las enormes criaturas respondieron
haciendo una reverencia y sacudiendo las aletas
natatorias como FrogFootman*.
Cuando empezaron a comer de nuevo, Kotick
advirtió que tenían el labio superior partido
en dos lóbulos que podían separarse
bruscamente casi medio metro, y cerrarse
sobre toda una brazada de algas. Las metían
en la boca y las masticaban con cierta seriedad.
––¡Vaya forma grosera de comer! ––
murmuró Kotick. Aquellas criaturas hicieron
de nuevo una reverencia y Kotick empezó a
impacientarse––. Muy bien ––dijo––. Si, como
parece, tenéis en las aletas delanteras un
articulación más que los demás, no es necesario
que hagáis las exhibiciones a las que os
entregáis. Vuestras reverencias resultan graciosas,
pero me gustaría saber cómo os llamáis.
Los labios hendidos se separaron y los ojos
verde vidrioso se redondearon, pero no contestaron
a Kotick.
––¡Vaya, hombre! ––subió el tono––, es la
primera vez que tropiezo con gente más fea
que Sea––Vitch… y peor educada.
Le vino a la memoria, con la rapidez del
rayo, lo que le había dicho su amiga la gaviota
en la isla de las Morsas cuando, al cumplir
un año, se lanzó al agua de espaldas. Comprendió
que por fin había encontrado a Vaca-
Marina.
Las vacas marinas continuaron buscando y
masticando grandes brazadas de algas, y Kotick
les hizo montones de preguntas en todas
las lenguas que había aprendido en sus viajes.
Porque los animales marinos hablan tantas
lenguas como los hombres. Pero las vacas
marinas no respondían, porque no pueden
hablar. En lugar de siete, tienen seis huesos
en el cuello, y se dice en los mares que eso
les impide hablar, incluso con sus semejantes.
Pero como sabéis, tienen una articulación
suplementaria en la aleta natatoria anterior, y
moviéndola de arriba abajo y de derecha a
izquierda, se sirven de ella como de una señal
telegráfica elemental.
Al alba, la melena de Kotick estaba totalmente
erizada, y su paciencia había ido a parar
adonde lo hacen los cangrejos muertos.
Las vacas marinas se pusieron en camino
hacia el norte, deteniéndose de cuando en
cuando para celebrar absurdos conciliábulos.
Kotick las siguió, diciéndose: «Gente tan estúpida
como ésta habría muerto hace ya mucho
tiempo de no haber encontrado una isla
segura. Y lo que es bueno para Vaca––
Marina, lo es para Garra del Mar. Pero me
gustaría que se dieran prisa».
Kotick estaba medio desesperado. El rebaño
hacía sólo cuarenta o cincuenta millas diarias,
se paraba de noche para reponer fuerzas
comiendo, y siempre se movía muy cerca de
las playas. Kotick nadaba a su alrededor, por
encima, por debajo, pero no conseguía que
acelerase el ritmo ni siquiera media milla. A
medida que avanzaba hacia el norte, se reunía,
siempre con los mismos intervalos, para
celebrar sus extraños conciliábulos. Kotick
estaba a punto de arrancarse los bigotes a
mordiscos, tal era su impaciencia. Pero terminó
por darse cuenta de que seguían una
corriente cálida, y entonces empezó a tener
algo más de respeto por ellas.
Una noche, las vacas marinas se dejaron
caer hasta el fondo del agua brillante, como
si fueran piedras, y por primera vez desde
que las conocía, vio que comenzaban a nadar
a toda velocidad. Las siguió y se quedó
asombrado de su rapidez, porque jamás
había imaginado que Vaca––Marina tuviera el
menor talento para la natación. Se dirigieron
en línea recta hacia un acantilado cercano a
la costa, un farallón que se hundía en las
aguas profundas, y se metieron por un agujero,
oscuro en su base, a unas veinte brazas
de calado. Nadaron durante largo tiempo, y
Kotick echó mucho de menos el aire fresco
antes de salir de aquel túnel negro.
––¡Por todos los demonios! ––dijo, cuando
sofocado y resoplando, emergió a la superficie,
en el otro extremo––. El buceo ha sido
largo, pero ha valido la pena.
Las vacas marinas se habían separado y
comían perezosamente cerca de las playas
más hermosas que Kotick había visto jamás.
Había largas extensiones de rocas per fectamente
lisas, maravillosamente dispuestas para
la instalación de criaderos. Detrás había
terrenos, aptos para jugar, de arena dura,
que se remontaban suavemente hacia el interior.
Y rompientes magníficos para el baile.
Y una hierba blanda sobre la que podrían revolcarse.
Y dunas que subir y bajar. Y lo mejor
de todo, algo que Kotick supo en cuanto
tocó el agua, que jamás ha engañado a un
auténtico garra del mar: que el hombre jamás
había puesto el pie allí.
Lo primero que hizo fue asegurarse de que
las aguas eran abundantes en peces. Luego,
bordeó las playas y reconoció las islas, encantadoras,
bajas y de arena perfec ta, disimuladas
por la niebla, que desprendía infinitas
tonalidades. Hacia el norte, lejos, se veía
claramente una franja de arena, escollos y
rocas. Eso impediría que un barco se acercase
a la playa a menos de seis millas. Entre las
islas y la zona de tierra más extensa había un
canal profundo, que corría casi paralelo y
muy cercano a los acantilados de la costa.
Bajo éstos se abría el túnel de acceso.
«Es otro Novastosna, pero diez veces mejor
», se dijo Kotick. Vaca Marina debe ser
más inteligente de lo que yo pensaba. Los
hombres no podrían descender por estos
acantilados, eso en el caso de que hubiera
hombres por aquí. Y los bajíos costeros harían
pedazos cualquier barco. Si hay algún lugar
seguro en la superficie de los mares, sin
duda éste es el mejor.»
Empezó a pensar en la foca que había dejado
en su tierra natal, que le estaría esperando.
Pero, aunque tenía prisa por volver a
Novastosna, exploró a fondo el lugar para
poder responder a todas las preguntas que
estaba seguro iban a hacerle. Luego se zambulló
y, después de haber grabado bien en su
memoria la entrada del túnel, lo enfiló hacia
el sur. Nadie, salvo una vaca marina o una
foca, habría sospechado jamás su existencia,
y cuando miró hacia atrás, le costó hacerse a
la idea de que había pasado por debajo de
aquellos enormes acantilados. Tardó seis días
en volver a su casa, sin retrasarse lo más mínimo
en el camino. Y cuando tocó tierra, justo
encima de la garganta del León Marino, la
primera foca que encontró fue la que le esperaba,
que leyó en su mirada la buena noticia.
Pero los holluschickie, su padre y las demás
focas se burlaron de él cuando les contó su
descubrimiento. Y una foca joven, que tenía
más o menos su edad, le dijo:
––Todo eso es muy hermoso, Kotick, pero
no puedes llegar dando órdenes sin más, especialmente
cuando no has luchado por nuestros
criaderos.
Los demás estallaron en una risa incontenible
y empezaron a menear la cabeza. El joven
se había casado aquel mismo año y se
creía muy importante.
––Yo no tengo que defender un criadero –
–exclamó rabioso Kotick––. Sólo quiero enseñaros
un lugar donde podréis vivir absolutamente
seguros. ¿Para qué luchar entre nosotros
?
––Bueno, si te bates en retirada tan fácilmente
y, en el fondo, buscas una excusa, no
tengo nada que añadir ––terminó la foca con
una risa sarcástica.
––¿Te vendrás conmigo si te venzo? ––le
preguntó Kotick.
Sus ojos se iluminaron con destellos verdes
de rabia ante el posible combate.
––Muy bien ––respondió su contrincante
con un tono despreocupado––. Si me vences,
iré contigo.
No pudo cambiar de opinión, porque la cabeza
de Kotick salió disparada como una flecha,
y sus dientes se hundieron en el grueso
cuello de su adversario. Después Kotick se
apoyó en la parte trasera de su cuerpo,
arrastró a su enemigo por la playa, le sacudió
y terminó poniéndole de espaldas. Luego se
dirigió a las focas con palabras como rugidos:
––He hecho todo lo que he podido a lo largo
de cinco estaciones. He encontrado una
isla en la que estaréis totalmente seguros,
pero parece que no me creeréis hasta que no
os arranque esas estúpidas cabezas vuestras.
Pues bien, ahora voy a datos una lección. ¡En
guardia!
Limmershin me dijo que en toda su vida –
–y Limmershin ve batirse a diez mil focas todos
los años––, en toda su corta vida no
había visto nada semejante a Kotick, enfilando
como un rayo los criaderos. Se lanzó sobre
el garra del mar más corpulento, lo agarró
por la garganta y lo ahogó, cubriéndolo al
mismo tiempo de golpes, hasta que el otro
lanzó un gruñido para pedir clemencia. Luego
lo lanzó de costado y atacó al siguiente. Tened
en cuenta que Kotick no había ayunado
como las grandes focas. Sus viajes en alta
mar le mantenían en una forma perfecta y,
sobre todo, jamás se había batido hasta entonces.
La cólera erizaba su melena blanca,
llena de bucles, y sus grandes caninos brillaban:
era un espectáculo digno de admirar.
El viejo Garra del Mar, su padre, le vio pasar
como una tromba, arrastrar a los viejos
machos de pelo gris, como si fueran simples
fletanes, y derribar a los jóvenes por docenas.
Garra del Mar, lanzando un rugido, gritó:
––Quizá sea un idiota, pero nadie lucha
como él. Hijo, no pelees conmigo. Yo estoy
contigo.
Kotick se limitó a lanzar un rugido, y el
viejo Garra del Mar, moviéndose torpemente,
se acercó hasta unirse a su hijo, que resoplaba
como una locomotora, mientras Matka y la
futura esposa de Kotick parecían haberse
hecho muy pequeñas, llenas de admiración
por sus parejas. Fue un combate magnífico,
porque los dos se batieron mientras hubo una
sola cabeza levantada en son de desafío.
Luego los dos desfilaron por la playa, muy
juntos, emitiendo unos berridos tremendos.
Por la noche, cuando la aurora boreal* difundía
sus luminarias intermitentes a través
de la niebla, Kotick subió a una roca desnuda
y contempló el gran criadero, hecho un inmenso
revoltijo, y a las focas heridas y sangrantes.
––Bien, os he dado una buena lección.
––¡Por todos los diablos! ––dijo el viejo
Garra del Mar, en un esfuerzo penoso por enderezar
su cuerpo magullado––, ni la orca
misma les habría dado semejante lección.
Hijo, me siento orgulloso de ti. Y lo que es
más, yo mismo te acompañaré a tu isla, si es
que existe.
––¡Y bien, gordos cerdos marinos! ¿Quién
me acompaña al túnel de la Vaca-Marina?
Respondedme, y si no os daré otra lección ––
rugió Kotick.
Se oyó un murmullo, semejante a una
suave sacudida de la marea, sobre las playas.
––Sí, iremos contigo ––dijeron miles de
voces exhaustas––. Sí, seguiremos a Kotick,
la foca blanca.
Entonces Kotick hundió la cabeza, y cerró
los ojos lleno de orgullo. Ya no era la foca
blanca, sino una foca roja de la cabeza a la
cola. Y, sin embargo, le habría parecido un
gesto vergonzante echar siquiera una mirada
o tocar una sola de sus heridas.
Pasados ocho días, el y su ejército ––casi
diez mil focas entre los holluschickie y las ya
maduras–– se echaron al agua y empezaron
a nadar en dirección norte, hacia el túnel de
Vaca––Marina, al mando de Kotick. Las que
se quedaron en Novastosna los trataron de
locos. Pero en la primavera siguiente, cuando
se reencontraron junto a los bancos de peces
del Pacífico, las seguidoras de Kotick hicieron
tales descripciones de las nuevas playas, que
un número creciente de focas abandonó Novastosna.
Naturalmente, eso no sucedió en un breve
espacio de tiempo, porque las focas son un
poco cabezotas. Pero al cabo de un año, muchas
más abandonaron Novastosna, Lukannon
y los otros criaderos, emigrando a esas
playas tranquilas y bien abrigadas, en las que
Kotick pasa ahora el verano. Crece, engorda
y se pone más fuerte cada día, mientras los
holluschickie juegan a su alrededor en aquel
mar que no visita ni un solo hombre.
LUKANNON
HE AQUÍ LA CANCIÓN SOLEMNE QUE
ENTONAN EN ALTA MAR TODAS LAS FOCAS
DE SAN PABLO, CUANDO, LLEGADO EL
VERANO, VUELVEN A SUS PLAYAS. ES UNA
ESPECIE DE HIMNO NACIONAL EMPAPADO
DE TRISTEZA
Al alba vi amigas cargadas de años,
nací a la mañana de olas y espacios.
Quedo es el rumor del mar en resaca.
Playas de Lukannon, la vida que canta.
Feliz es la estancia, se fue la amargura de
mares,
peligros de mil singladuras.
La noche se llena de bailes y luces.
Playas de Lukannon, de recuerdos dulces.
Eran mis hermanos. No volveré a verlos.
Vivían la vida como un puro juego.
El grito de guerra era algo olvidado.
Ya todo eran risas, carreras y cantos.
Playas de Lukannon, cubiertas de hierba,
líquenes
profundos, escarchas y niebla.
Espacios abiertos, terrazas pulidas.
Playas de Lukannon, mi tierra querida.
¿Por qué hoy mis hermanos están abatidos
?
El hombre, la bala, el brazo asesino.
Nos lleva a la muerte en triste rebaño.
Felices sin hombres, playas de Lukannon.
Cuenta tu historia al rey de los mares.
Si no lo hace él, ya no hay quien te ampare.
Tu raza estará para siempre perdida,
Lukannon, serás sólo un recuerdo de vida.

Rikki-Tikki-Tavi

Ojo-Rojo, desde el hueco redondo,
a Piel Arrugada le lanzó el cohombro.
Escuchad el gran reto de animal sin miedo:
Nag, ven, la muerte va a ser el fin de tus
sueños.
Ojo a ojo, dos cabezas, odio puro.
Nag, guarda la distancia, el mejor conjuro.
No olvides, Nag, cobra, la lucha es a muerte,
y el triunfo, regalo de astucia y de suerte.
Dieron mil vueltas en el duro suelo.
Nag, corre a esconder tu piel sucia muy lejos.
Quisiste mi muerte y fue toda tuya.
Te dejó sin vida la diosa Fortuna.
HE AQUÍ LA HISTORIA DE LA GRAN
BATALLA que Rikki-Tikki-Tavi libró, totalmente
solo, en un cuarto de aseo del gran bungaló,
en el cuartel de Segowlee. Contó con la
ayuda de Darzee, el pájaro-sastre, y de Chuchundra,
la rata almizclera, que jamás anda
por el centro de las habitaciones, pues se
desliza bien pegado a las paredes, que le dio
buenos consejos. Pero Rikki-Tikki-Tavi sostuvo
la auténtica lucha. Era una mangosta*, y
se parecía a un gato por la piel y la cola. Sus
ojos y la punta del hocico, siempre nervioso,
eran de color rosa. Podía rascarse cualquier
parte del cuerpo con cualquiera de sus patas
delanteras o traseras, la que escogiera. Su
cola podía hincharse hasta imitar una brocha.
Y su grito de guerra, mientras, deslizándose,
parecía reptar sobre la hierba, era: «¡Rikktikk-
tikki-tikki-tchk!».
Un día, una de esas impresionantes inundaciones
de verano la arrancó de la madriguera
en la que vivía con sus padres. Pateando,
asustada, cloqueando como una gallina,
llegó al fin a una zanja que estaba al borde
de un camino. Tuvo la suerte de encontrar allí
un menudo haz de hierbas, y se aferró a él.
No se enteró de lo que pasó después, porque
perdió el conocimiento. Cuando lo recobró,
estaba tumbada a pleno sol en medio de un
sendero de un jardín, por cierto, muy descuidado,
y un niño, a su lado, decía:
––Mira, una mangosta muerta. Vamos a
celebrar un funeral por ella.
––No ––le contestó su madre––, vamos a
cogerla y a secarla. Quizá no esté realmente
muerta.
La cogieron y la llevaron a casa. Allí, un
hombre grueso la mantuvo un momento en el
aire y aseguró que no estaba muerta, sino
medio ahogada. La envolvieron entre algodones,
la calentaron, y el pequeño animal abrió
los ojos y estornudó.
Ahora ––dijo el hombre, un inglés que
acababa de trasladarse al bungaló––, no la
asustéis, y veremos qué hace.
Es casi imposible asustar a una mangosta,
porque está devorada por la curiosidad de la
punta de la nariz a la cola. La consigna de la
familia de las mangostas es: «Corre y entérate
». Y Rikki-Tikki era una auténtica mangosta.
Se fijó en el algodón y se dio cuenta de
que no era comestible. Correteó con curiosidad
a lo largo y ancho de la mesa, se sentó,
se alisó la piel, se rascó y, dando un salto, se
subió al hombro del niño.
––No te asustes, Teddy ––le dijo su padre––.
Es su manera de hacer amigos.
––Me hace cosquillas en la barbilla ––se
sonrió Teddy.
Rikki-Tikki miró hacia abajo, al hueco que
se abría entre la camisa del niño y su cuello,
curioseó, jugueteando, en su oído, y saltó al
suelo, donde se rascó la nariz.
––¡Vaya! ––exclamó la madre de Teddy––,
ty eso es un animal salvaje? Supongo que se
ha familiarizado con nosotros porque hemos
sido buenos con ella.
––Todas las mangostas se comportan así –
–le aclaró su marido––. Si Teddy no la tira de
la cola o intenta meterla en una jaula, saldrá
y entrará en la casa sin parar. Vamos a darle
algo de comer.
Le dieron un pequeño pedazo de carne
cruda. A Rikki-Tikki le gustó muchísimo, y
cuando lo terminó, salió a la galería, se sentó
al sol y esponjó su piel para que se le secara
por completo. Luego empezó a sentirse mejor.
––Todavía hay muchas cosas que ver en
esta casa ––se dijo––. Más que las que toda
mi familia junta podría encontrar en toda su
vida. Yo me quedaré aquí y las encontraré.
Pasó todo el día dando vueltas por la casa.
Casi se ahogó en el cuarto de baño, metió su
nariz en el tintero que había en el escritorio,
y se la quemó oliscando el extremo del puro
del hombre grande, porque se subió a su regazo
para enterarse de cómo escribía. Cuando
cayó la tarde, se fue a la habitación de
Teddy para ver cómo se encendían las lámparas
de queroseno*, y cuando el niño subió a
la cama, Rikki-Tikki hizo lo mismo. El matrimonio
entró ––como siempre–– para ver a su
hijo, y Rikki-Tikki estaba despierta, sentada
sobre la almohada.
––No me gusta eso ––dijo la madre de
Teddy––. Puede morder al niño.
––No lo hará ––le contestó el padre––.
Teddy está más seguro con este pequeño
animal que con un perro de presa. Si ahora
entrara una serpiente…
Pero la madre de Teddy no quería ni pensar
en algo tan horrible.
Por la mañana, Rikki-Tikki se fue a desayunar
a la galería, sentada en un hombro de
Teddy, y le dieron un plátano y huevo duro.
Se sentó por turno en el regazo de los tres,
porque toda mangosta bien educada aspira a
convertirse algún día en un animal doméstico,
y disponer de habitaciones por las que
corretear. La madre de RikkiTikki, que había
vivido en la casa del general en Segowlee, le
había enseñado cómo actuar si algún día se
encontraba con hombres blancos.
Luego, Rikki-Tikki salió al jardín para inspeccionarlo.
Era un jardín enorme, cuidado a
medias, con rosales tan grandes como cenadores,
de los llamados Marshal Niel. También
había naranjos y limas, bambúes y una gran
extensión de hierba alta. Rikki-Tikki se relamió:
«Esto es un magnífico cazadero», pensó, y
su cola se esponjó.
Luego, corriendo locamente de un lado para
otro, lo exploró todo. De repente oyó unas
voces lastimeras que salían de un espino.
Eran Darzee, el pájaro-sastre, y su esposa.
Su nido era precioso. Habían cosido dos
grandes hojas y habían llenado el hueco de
algodón y pelusa. El nido se balanceaba,
mientras ellos, sentados en los bordes, lloraban.
––¿Qué pasa? ––les preguntó Rikki-Tikki.
––Nos ha golpeado la desgracia ––le respondió
Darzee––. Una de nuestras crías se
cayó del nido ayer, y Nag se la comió.
––Hummm, sí, eso es muy triste ––dijo
Rikki-Tikki––. Pero yo soy aquí un extraño.
¿Quién es Nag? Darzee y su mujer, en vez de
contestar, se refugiaron en el nido. De la espesa
hierba que crecía al pie del arbusto, salió
un sonido sordo… un horrible sonido frío,
que hizo que Rikki-Tikki retrocediera. Luego,
lentamente, fueron emergiendo de la hierba
la cabeza y el capuchón de Nag, la gran cobra
negra, que medía un metro y medio, desde la
lengua hasta la cola. Cuando ya estaba casi
completamente visible, empezó a balancearse,
como los dientes de león agitados por el
aire, y miró a RikkiTikki con sus malignos
ojos de serpiente, que nunca cambian de expresión,
piensen lo que piensen.
––¿Quién es Nag? ––exclamó en tono
triunfal––. Yo soy Nag. El gran dios Brahma
nos puso el signo distintivo cuando la primera
cobra extendió su capucha para que el sol no
le molestara mientras dormía. Y ahora, ¡mírame
y échate a temblar!
Ensanchó su cuello más que nunca, y Rikki-
Tikki vio una marca como de gafas en la
parte de atrás. Parecía un cierre en forma de
corchete. Durante un instante, el miedo hizo
presa en él. Pero a una mangosta el miedo no
le dura más que un instante, y aunque Rikki-
Tikki no se había encontrado aún con una cobra
viva, su madre lo había alimentado con
cobras muertas, y sabía muy bien que una
mangosta adulta tiene como misión en la vida
combatir y matar a las serpientes. Nag lo sabía
también, y en el fondo de su corazón de
hielo sintió miedo.
––¡Vaya! ––dijo Rikki-Tikki, cuya cola
había adquirido el máximo volumen––, con
marca o sin ella, ¿te parece bien comer, pajarillos
caídos del nido?
Nag disimulaba sus pensamientos y observaba
los movimientos de la hierba tras RikkiTikki.
Sabía bien que la presencia de mangostas
en el jardín significaba, tarde o temprano,
su muerte y la de su familia, pero quiso burlar
la vigilancia de Rikki-Tikki. Bajó un poco la
cabeza y la ladeó.
––Dialoguemos un momento ––le dijo––.
Tú comes huevos tan a gusto. ¿Por qué no
puedo yo comer pájaros?
––¡Detrás! ¡Mira detrás de ti! ––le cantó
Darzee. Rikki-Tikki no perdió ni un segundo.
Dio en el aire el mayor salto que pudo, y justo
debajo de él, la cabeza de Nagaina, la pérfida
esposa de Nag, pasó como una flecha. Se
le había acercado por detrás mientras hablaba,
para ajustarle las cuentas. Falló por los
pelos. Se oyó un feroz silbido de contrariedad.
Rikki-Tikki cayó casi encima del lomo de
Nagaina. Una vieja mangosta habría sabido
que ése era el momento justo de romper la
columna vertebral de su enemiga de un solo
bocado. Pero Rikki-Tikki tuvo miedo del terrible
latigazo que la cobra le lanzó con la cola.
Le dio un mordisco, pero no con demasiada
fuerza, y de un salto se vio libre de la
amenaza que representaba aquella cola sangrante,
dejando a Nagaina herida y rabiosa.
––¡Darzee, eres malvado! ––dijo Nag, azotando
el aire en torno al nido, que se asentaba
firmemente en el espino. Darzee lo había
construido fuera del alcance de las serpientes,
y el nido se limitó a oscilar de izquierda a
derecha.
Rikki-Tikki sintió que sus ojos se habían
vuelto rojos y brillantes, y cuando los ojos de
una mangosta adquieren esa coloración, es
que está rabiosa. Se sentó sobre la cola y las
patas traseras, como si fuera un pequeño
canguro. Miraba a su alrededor y los dientes
le rechinaban de rabia. Pero Nag y Nagaina
habían desaparecido en la hierba. Cuando
una serpiente falla un golpe, se calla y no deja
traslucir lo que hará luego. Rikki-Tikki ni
siquiera intentó seguirlas. No estaba preparada
para luchar contra dos serpientes a la
vez. Se fue trotando hasta el camino enarenado,
cerca de la casa, y se sentó para pensar
tranquilamente. Se encontraba ante un
problema muy serio. Si leéis libros antiguos
de historia natural, descubriréis que cuando
una mangosta entra en fiero combate con
una serpiente y es mordida por ella, se va a
comer una hierba que la cura. Pero ésa no es
una verdad científica. La victoria sólo es
cuestión de rapidez de mirada y agilidad de
patas. A cada intento de la serpiente, un salto
de la mangosta. Y como ninguna mirada es
capaz de seguir el movimiento de la cabeza
de una serpiente cuando ataca, la realidad de
los hechos es todavía mas extraordinaria que
la hierba mas mágica. Rikki-Tikki sabía que él
era una joven mangosta macho, y estaba
mas que satisfecho de haber podido esquivar
un ataque por la espalda. Eso le dio una gran
confianza en sí mismo, y cuando Teddy llegó
corriendo por el caminillo, Rikki-Tikki estaba
preparado para dejarse acariciar.
Pero en el momento en que Teddy se inclinaba,
el polvo se removió y se oyó una voz
tenue:
––¡Cuidado! ¡Soy la muerte!
Se trataba de Karait, la minúscula serpiente
color tierra, a la que le encanta dormir entre
el polvo. Su mordedura es tan peligrosa
como la de una cobra, pero es tan pequeña
que nadie piensa en ella, y por eso hace estragos
entre las personas.
Los ojos de Rikki-Tikki se inyectaron de
nuevo en sangre, y se acercó a Karait con ese
paso único, entre el balanceo y la ondulación,
heredado de su familia. Parece extraño y hasta
cómico, pero está tan perfectamente equilibrado
que el animal puede salir disparado en
cualquier dirección. Y cuando se trata de serpientes,
ese movimiento representa una gran
ventaja. Lo que no sabía Rikki-Tikki es que
haría algo mucho mas peligroso que luchar
contra Nag. Porque Karait era tan pequeña y
podía darse la vuelta a tal velocidad, que si
no le mordía exactamente detrás de la cabeza,
recibiría la picadura de Karait en un ojo o
en el labio. Pero Rikki no lo sabia. Tenia los
ojos completamente rojos, y se balanceaba
hacia atrás y hacia delante, buscando un objetivo.
Karait atacó. Rikki dio un salto de costado
e intentó llegar al cuerpo a cuerpo, pero
la perversa serpiente del polvo dio un latigazo
en el aire, a la distancia de un cabello de su
espalda. Rikki-Tikki se vio obligada a saltar
por encima del cuerpo de la serpiente, mientras
la cabeza de ésta estuvo a punto de
apresar sus patas.
Teddy gritó a las personas que había en la
casa:
––¡Venid a ver esto! Nuestra mangosta está
a punto de matar una serpiente.
Rikki-Tikki oyó chillar a la madre de Teddy.
Su padre salió a toda prisa, con un palo en la
mano. Pero antes de que llegaran, Karait
había lanzado un ataque alocado que le permitió
a Rikki-Tikki, de un salto, caer sobre la
espalda de la serpiente. Recogió cuanto pudo
la cabeza entre las patas delanteras y mordió
la columna vertebral de la serpiente. La mordedura
paralizó a Karait, y Rikki-Tikki se preparaba
para comérsela entera, empezando
por la cola, según la costumbre de su familia,
cuando pensó que, si quería conservar su
fuerza y su viveza, no debería engordar.
Se fue a tomar un baño de polvo bajo los
ricinos*, mientras el padre de Teddy golpeaba
el cadáver de Karait. «¿Para qué, reflexionó
Rikki-Tikki, si yo he hecho todo lo que
había que hacer?» Entonces la madre de
Teddy la cogió, la abrazó estrechamente y le
dijo con voz cariñosa pero fuerte que había
salvado de la muerte a su hijo. Y el padre declaró
en tono solemne que la había enviado la
Providencia, mientras Teddy miraba todo con
ojos llenos de espanto. A Rikki-Tikki le divertía
mucho el alboroto que se traían, aunque,
evidentemente, no entendía nada. La madre
de Teddy podría haber acariciado al niño
exactamente igual por haber jugado en el
polvo. Rikki se divirtió muchísimo.
Por la tarde, a la hora de la cena, moviéndose
tranquilamente entre los vasos de vino,
podría haberse atiborrado, pero se acordó de
Nag y de Nagaina y, aunque le gustaba dejarse
alabar y acariciar por la madre de Teddy,
y auparse al hombro de éste, sus ojos se
inyectaban en sangre de cuando en cuando y
lanzaba su prolongado grito de guerra:
«¡Rikk––tikk––tikki––tikki––tchk!».
Teddy se la llevó a la cama, y se empeñó
en que durmiera pegado a su barbilla. Rikki-
Tikki estaba demasiado bien educado como
para morder o arañar, pero en cuanto Teddy
se durmió, se fue a hacer la ronda nocturna
alrededor de la casa, y en la oscuridad cayó
sobre Chuchundra, la rata almizclera, que se
arrastraba junto a una pared. Chuchundra es
un animal pequeño que vive siempre lleno de
miedo. Se lamenta en voz alta toda la noche,
pero no se atreve a correr por el centro de las
habitaciones.
––No me mates ––le suplicó Chuchundra,
a punto de llorar––. Rikki-Tikki, no me mates.
––¿Piensas que quien mata serpientes se
va a rebajar a matar ratas como tú? ––le
contestó Rikki-Tikki con desdén.
––Los que matan serpientes al final mueren
en sus fauces ––dijo Chuchundra, más
quejumbrosa que nunca––. ¿Y cómo sabré yo
con seguridad que Nag no me atacará, confundiéndome
contigo, una noche bien oscura?
––No hay el menor peligro ––respondió
Rikki-Tikki––. Además, sé que Nag está en el
jardín y tú no te dejas ver en el.
––Mi primo Chua, la rata, me ha dicho… –
–empezó Chuchundra, y luego se calló.
––¿Qué te ha dicho?
––¡Chitón! Nag está en todas partes, Rikki-
Tikki. Tendrías que haber hablado con
Chua en el jardín.
––No lo he hecho. Así que tienes que decírmelo.
Rápido, Chuchundra, o te muerdo.
Chuchundra se sentó y se puso a llorar con
tanta fuerza que las lágrimas resbalaban por
sus bigotes. ––Soy un pobre infeliz ––dijo
entre sollozos––. Jamás he tenido el valor de
lanzarme hasta el centro de una habitación.
¡Chitón! No debo decir nada. ¿No te das
cuenta, Rikki-Tikki?
La mangosta se puso a la escucha. La casa
estaba envuelta en un silencio total, pero se
oía un débil crisscriss, un ruido tan leve como
el que produce una avispa acariciando el cristal
de una ventana. Era el roce tenue y seco
de las escamas de una serpiente sobre los
ladrillos.
––Se trata de Nag o Nagaina ––murmuró
como para sí mismo–– a punto de entrar por
el conducto de salida del cuarto de baño. Tienes
razón, Chuchundra, debería haber hablado
con Chua.
Se llegó sigilosamente hasta el cuarto de
baño de Teddy. No encontró nada allí. Luego,
al de la madre de Teddy. En la parte baja del
muro encalado habían retirado un ladrillo para
desaguar el cuarto de baño y, en el momento
en que Rikki-Tikki se deslizaba dentro
de la habitación, cuando se acercaba a la bañera,
escuchó a Nag y a Nagaina cuchicheando
fuera, al claro de luna. ––Cuando no haya
ni un solo ser humano en la casa ––le decía
Nagaina a su marido––, ella tendrá que irse.
Y entonces el jardín volverá a ser nuestro.
Entra sin ruido, que el hombre que ha matado
a Karait es el primero al que hay que
morder. Después vienes y me lo cuentas. Y
luego nos iremos las dos juntas al encuentro
de Rikki-Tikki.
––Pero ¿estás segura de que saldremos
ganando matando a los humanos? ––
preguntó Nag.
––Del todo. Cuando nadie habitaba el
bungaló, ¿teníamos una mangosta en el jardín
? En cuanto se quede vacío, seremos los
reyes. Y acuérdate de que en cuanto los huevos
que hemos puesto en el melonar se
abran ––y eso puede ocurrir mañana mismo–
–, nuestros hijos necesitarán mucho espacio
y mucha tranquilidad.
––No había pensado en eso ––dijo Nag––.
Voy ahora mismo. Pero será inútil que nos
pongamos a buscar inmediatamente a Rikki-
Tikki. Yo mataré al hombre y a su mujer, y
luego al niño si me da tiempo, y dejaré la casa
sin hacer ruido alguno. Entonces el bungaló
se quedará vacío y Rikki-Tikki tendrá que
irse.
Un estremecimiento de rabia y odio recorrió
a la mangosta. A continuación, la cabeza
de Nag apareció por el conducto, seguida por
el metro y medio de su cuerpo frío. Aunque
Rikki-Tikki estaba totalmente dominado por la
cólera, se asustó mucho al comprobar su longitud.
Nag se hizo un ovillo, levantó la cabeza,
e inspeccionó el cuarto de baño, que estaba
en la más absoluta oscuridad. Rikki-Tikki
advertía el brillo de sus ojos.
––Veamos, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá.
Y si la ataco en tierra, en campo abierto,
todas las ventajas serán para ella. ¿Qué
hacer? ––se dijo Rikki-Tikki.
Nag se balanceaba en todas direcciones.
Luego, Rikki-Tikki escuchó cómo bebía en el
jarro que se empleaba para llenar la bañera.
––Está bien ––dijo la serpiente––. Cuando
Karait murió, el hombre gordo llevaba un
bastón. Quizá lo tenga todavía. Pero cuando
mañana por la mañana venga a bañarse, seguro
que no lo tendrá. Le voy a esperàr aquí.
Nagaina… ¿me oyes? Voy a esperar aquí,
bien fresquito, hasta que se haga de día.
No se oyó respuesta alguna fuera. Rikki-
Tikki comprendió que Nagaina se había ido.
Nag se ovilló en torno al fondo del jarro, y
Rikki-Tikki se quedó como muerto, totalmente
quieto donde se encontraba. Al cabo de
una hora se puso en movimiento, músculo
tras músculo, y avanzó hacia el jarro. Nag
estaba dormido, y Rikki-Tikki tuvo tiempo de
mirar su espalda poderosa, y de buscar el
mejor sitio para hacer presa en el. «Si no le
rompo los riñones con el primer ataque ––
pensó Rikki––, mantendrá la capacidad de
lucha. Y si lucha… adiós, Rikki.» Consideró el
grosor del cuello bajo la capucha. Era demasiado
para el. Y una mordedura cerca de la
cola no conseguiría mas que enfurecer a Nag
hasta el paroxismo. «Es preciso atacarle en la
cabeza», se dijo al fin. «La cabeza, por encima
del capuchón. Y una vez que haya hecho
presa ahí, no soltarla por nada del mundo.»
Entonces atacó. La cabeza de Nag estaba a
unos dedos del jarro, bajo su curva. Cuando
sus dientes se clavaron, Rikki se arqueó contra
la arcilla roja, para atenazar contra el
suelo la cabeza de la serpiente. No pudo
guardar este punto de apoyo más que un segundo,
aunque sacó de su posición toda la
ventaja posible. Después se vio zarandeado
de un lado a otro, en todas las direcciones,
en el suelo, de arriba abajo y en grandes círculos.
Pero tenía los ojos rojos y aprisionaba
con firmeza a su presa, mientras ésta pegaba
latigazos en el suelo. Tiró un bote de hojalata,
la jabonera y un cepillo. Y golpeó terriblemente
a Rikki-Tikki contra el metal esmaltado
de la bañera. Manteniendo siempre la
presa, cerraba sus mandíbulas cada vez mas,
pues estaba seguro de morir a fuerza de golpes,
y por el honor de su familia, prefería que
le encontraran así, con los dientes apretados,
hundidos en el cuerpo de la cobra. Le daba
vueltas la cabeza, y tenía la impresión de que
estaba hecho añicos, cuando, de repente, se
oyó tras el como un enorme trueno. Un aire
abrasador le hizo perder el conocimiento, y
sintió que una llama roja le quemaba la piel.
El hombre, despertado por el ruido, había
hecho fuego con una escopeta de caza, alcanzando
a Nag justo detrás de la capucha.
Rikki seguía manteniendo su presa. Tenía
los ojos cerrados, porque ahora estaba completamente
seguro de que la cabeza ya no se
movía. El hombre lo cogió diciendo:
Alicia, de nuevo la mangosta. Esta vez es
ella la que nos ha salvado la vida.
Entonces, la madre de Teddy entró en la
habitación, pálida, vio lo que quedaba de
Nag, y Rikki-Tikki se fue sigilosamente a la
habitación de Teddy, donde pasó la mitad de
la noche sacudiéndose suavemente para
comprobar si estaba o no hecha trocitos.
Cuando llegó la mañana, tenía agujetas en
todo el cuerpo, pero estaba satisfecho del
trabajo realizado. «Y ahora le ha llegado el
turno a Nagaina, que será peor que cinco Nag
juntos. Y no se puede saber cuándo nacerán
sus crías. ¡Santo cielo! Tengo que ir a hablar
con Darzee», se dijo.
Sin esperar al desayuno, corrió hacia el
espino en el que Darzee, triunfal, cantaba a
voz en grito. La noticia de la muerte de Nag
había recorrido todo el jardín, porque el barrendero
había arrojado su cuerpo a la basura.
––¡Oye, estúpido montón de plumas! ––
gritó Rikki-Tikki encolerizado––. ¿Es el mejor
momento para cantar?
––¡Nag está muerto… muerto… y bien
muerto! ––cantaba Darzee––. El valiente Rikki-
Tikki lo ha cogido por la cabeza y ha tenido
el valor de no soltar la presa. Ha llegado el
hombre con el bastón que hace «buuum» ¡y
Nag ha caído, partido en dos! Jamás volverá
a comerse a mis crías.
––Muy bien, pero ¿dónde está Nagaina ––
preguntó.
––Nagaina ha llegado hasta el conducto de
la sala de baño, y ha llamado a Nag ––
respondió Darzee––. Pero Nag ha salido en el
extremo de un palo. El barrendero ha enroscado
ahí su cuerpo y lo ha tirado al basurero.
Cantemos en honor del gran Rikki-Tikki, Rikki-
Tikki, el de los ojos rojos ––y después,
Darzee hinchó el cuello y siguió cantando.
––Si pudiera alcanzar tu nido, lo destruiría
y lanzaría al suelo a tus crías. Darzee, no
haces las cosas cuando y como debes. Tú estás
ahí arriba, seguro en tu nido. Pero yo,
aquí abajo, vivo en plena guerra. Deja de
cantar un momento, Darzee.
––Por amor al grande, al hermoso Rikki-
Tikki, me paro ––dijo Darzee––. ¿Qué te pasa
?
––Por tercera vez, ¿dónde se encuentra
Nagaina? ––Sobre el montón de basura, cerca
de las caballerizas. Llora la muerte de Nag.
¡Qué grande es Rikki-Tikki, el de los dientes
blancos!
––¡Olvídate de mis dientes! ¿Sabes dónde
guarda sus huevos?
––En el melonar, junto al muro, donde el
sol da con fuerza casi todo el día. Hace semanas
que los oculta allí.
––¿Y no se te ha ocurrido decírmelo? ¿En
el lado más próximo al muro?
––Rikki-Tikki, no te comerás esos huevos,
¿verdad? ––¿Comérmelos? No exactamente.
Darzee, si no has perdido el juicio por completo,
vete enseguida hacia los establos, simula
que se te ha roto un ala, y haz que Nagaina
te persiga hasta este espino. Tengo que
ir al melonar, y si fuera ahora, ella me vería.
Darzee era un poco tonto, incapaz de retener
más de una idea en la cabeza. Y porque
sabía que las crías de Nagaina nacían de huevos
semejantes a los suyos, opinaba que no
había que destruirlos. Pero su mujer razonaba
muy bien, y sabía que los huevos de cobra
acaban por producir cobras jóvenes. Echó a
volar desde el nido, y dejó a Darzee la misión
de mantener calientes a las crías y continuar
cantando la muerte de Nag. Darzee se parecía
mucho a los hombres en ciertos aspectos.
Voló hasta donde estaba Nagaina, cerca
del montón de basura, y empezó a lamentarse:
––¡Ay, se me ha roto un ala! El niño de la
casa me ha lanzado una piedra y me la ha
partido.
Luego empezó a aletear, absolutamente
desesperada.
Nagaina levantó la cabeza y silbó:
––Tú avisaste a Rikki-Tikki cuando yo estaba
a punto de matarle. No has escogido el
mejor sitio para cojear ––y se fue acercando
a ella, arrastrándose por el polvo.
––¡El niño me la ha roto con una piedra! –
–gritó de nuevo la esposa de Darzee.
––Bien, quizá te consuele, después de tu
muerte, pensar que yo le ajustaré las cuentas
al niño. Mi marido yace esta mañana sobre
un montón de basura, pero antes de la noche,
el pequeño de la casa reposará en una
inmovilidad absoluta. ¿Por qué tratas de huir?
No te escaparás de mí. Pequeña idiota, mírame.
La esposa de Darzee se guardó muy bien
de hacerlo, porque un pájaro que mira a una
serpiente a los ojos se asusta de tal manera
que ya es incapaz de hacer un solo movimiento.
La esposa de Darzee continuó aleteando,
sin levantar nunca el vuelo, y Nagaina
empezó a arrastrarse más aprisa hacia
ella.
Rikki-Tikki las oyó alejarse de las caballerizas
y subir por el camino. Entonces echó a
correr a toda velocidad hacia el melonar que
se encontraba cerca del muro. Allí, en la paja
tibia extendida alrededor de los melones,
muy hábilmente ocultos, descubrió veinticinco
huevos, del mismo grosor más o menos que
los de la gallina Bantam, pero recubiertos de
una piel blanquecina en vez de cáscara.
––No me he adelantado ni un solo día ––
dijo, porque se había dado cuenta de que las
crías estaban ovilladas en el interior, y sabía
que, en cuanto naciesen, cada una de ellas
podría matar a un hombre o a una mangosta.
Con un mordisco arrancó la piel de los huevos
y, poniendo toda su alma en la tarea, aplastó
a las jóvenes cobras. Luego revolvió la paja
varias veces para asegurarse de que no había
olvidado ninguno. Al final no quedaban más
que tres huevos. Se echó a reír, pero entonces
oyó la aguda voz de la esposa de Darzee:
––Rikki-Tikki, he llevado a Nagaina hacia
la casa y ha alcanzado la galería y, ¡ven inmediatamente…
quiere matar!
Rikki-Tikki aplastó dos huevos, se llevó el
tercero en la boca, se retiró del melonar dando
un salto hacia atrás, y se precipitó hacia la
galería con la mayor rapidez que le permitieron
sus patas. Teddy, su padre y su madre se
encontraban allí, ante su desayuno, pero Rikki-
Tikki vio que no comían. Estaban petrificados
en sus asientos, con la cara lívida. Nagaina
se había enroscado sobre la estera, muy
cerca de la silla de Teddy; tenía a su alcance
la pierna del niño y se balanceaba de derecha
a izquierda, cantando triunfalmente:
––Hijo del hombre que ha matado a Nag –
–silbaba––, no te muevas. Todavía no estoy
preparada. Esperad un poco. Quedaos absolutamente
inmóviles los tres. Si os movéis, os
atacaré, y si no, también. ¡Insensatos, os
habéis atrevido a matar a mi Nag!
Los ojos de Teddy estaban clavados en los
de su padre, que sólo murmuraba:
––Tranquilo, Teddy. No hay que moverse.
Teddy, tranquilo.
Entonces llegó Rikki-Tikki y gritó:
––¡Date la vuelta, Nagaina, date la vuelta!
Ven a luchar.
––Cada cosa a su tiempo ––dijo ella, sin
volver los ojos––. A ti te ajustaré las cuentas
más tarde. Mira a tus amigos, Rikki-Tikki. Están
pálidos e inmóviles, tienen miedo. No se
atreven a moverse, y si das un solo paso
hacia delante, los atacaré.
––Vete a ver tus huevos ––exclamó Rikki-
Tikki––, en el melonar, cerca del muro. Vete
a verlos, Nagaina.
La gran serpiente dio media vuelta y vio el
huevo en el suelo de la galería.
––¡Ay! ¡Dámelo! ––gritó.
Rikki-Tikki puso el huevo entre sus patas.
Tenía los ojos inyectados en sangre.
––¿Qué precio estás dispuesta a pagar por
un huevo de serpiente? ¿Por una joven cobra
? ¿Por una joven cobra real? ¿Por el último,
el último de la nidada? Las hormigas están
a punto de comerse los restantes allí,
cerca del melonar.
Nagaina giró en redondo, olvidando todo
por aquel único huevo. Y Rikki-Tikki vio que
el padre de Teddy tendía bruscamente una
mano, atrapaba a Teddy por un hombro y lo
retiraba al lado opuesto de la mesita, donde
se encontraban las tazas de té, sano y salvo,
fuera del alcance de Nagaina.
––¡Engañada! ¡Engañada! ¡Engañada!
¡Rikk––tikki––tck-tck! ––se burló Rikki-Tikki–
–. El niño está sano y salvo y fui yo quien cogió
a Nag por el capuchón ayer por la noche,
en el cuarto de baño ––luego se puso a saltar
como loco, con las cuatro patas a la vez, y
con la cabeza casi a ras del suelo––. Me sacudió
en todos los sentidos, pero no consiguió
que lo soltara. Estaba muerto antes de que el
hombre lo partiera en dos trozos. Soy yo el
que lo hizo. ¡Rikki-Tikki––tck––tck! Ven,
pues, Nagaina, ven a luchar conmigo. Tu viudedad
se va a terminar enseguida.
Nagaina comprobó que había perdido la
ocasión de matar a Teddy, y el huevo continuaba
entre las garras de Rikki-Tikki.
––Dame al último de mis huevos y me iré
para no volver jamás ––dijo ella, mientras se
desinflaba su capuchón.
––Sí, te irás para no volver. Porque te vas
con Nag al basurero. ¡Lucha, pobre viuda! ¡El
hombre ha ido a buscar su escopeta! ¡Lucha!
Rikki-Tikki saltaba alrededor de Nagaina,
cerca, pero siempre fuera de su alcance. Sus
ojillos brillaban como dos carbones encendidos.
Nagaina se replegó sobre sí misma y se
lanzó contra el. Rikki-Tikki saltó hacia atrás.
La cobra atacó unas cuantas veces más. Cada
vez que lo hacía, su cabeza golpeaba contra
la estera del suelo de la galería. Luego se replegaba
como si fuese la cuerda de un reloj.
Entonces, Rikki-Tikki empezó a dar vueltas
alrededor de Nagaina, que lo seguía con la
vista, girando la cabeza. Su cola hacía un ruido
parecido al de las hojas secas arrastradas
por el viento.
Rikki-Tikki se había olvidado del huevo que
permanecia en el suelo. Nagaina se fue acercando
a él, mientras Rikki-Tikki descansaba
un poco, y acabó por cogerlo con la boca. Entonces
se dirigió a las escaleras y escapó como
una flecha hacia el camino, perseguida
por Rikki-Tikki. Cuando una cobra huye de la
muerte, adquiere la rapidez de una tralla*
sobre el cuello de un caballo.
Rikki-Tikki debía atrapar a Nagaina o sus
problemas comenzarían de nuevo. Ella escapaba
en línea recta hacia el arbusto espinoso,
y Rikki-Tikki, al correr, oía que Dar zee seguía
cantando su estúpido himno triunfal. Pero
su esposa era más inteligente. Voló desde
su nido al encuentro de Nagaina, y empezó a
batir sus alas sobre la cabeza de la cobra.
Ésta se contentó con desinflar su capuchón y
continuó su camino. Pero esos segundos perdidos
permitieron que Rikki-Tikki la alcanzase,
y cuando Nagaina se lanzó de cabeza al
agujero, parecido al de las ratas, en el que
había vivido con Nag, los pequeños dientes
blancos de la mangosta hicieron presa en su
cola, y se lanzó al interior de la madriguera
detrás de ella. Muy pocas mangostas, aunque
sean muy viejas y muy listas, se atreven a
seguir a una cobra cuando se mete en un
agujero. En ése, la oscuridad era total. Y Rikki-
Tikki no sabía si aquel túnel podría ensancharse,
y ofrecer a Nagaina el espacio suficiente
para revolverse y atacar. Siguió ferozmente
enganchada, con las patas separadas
para que le sirvieran de freno en la pendiente
de tierra caliente y húmeda.
Entonces, la hierba que crecía a la entrada
del agujero dejó de moverse y Darzee gritó:
––Rikki-Tikki ha muerto. Cantemos un
himno a su muerte. Ha muerto el valiente
Rikki-Tikki, porque seguramente Nagaina lo
matará bajo tierra.
Improvisó una lúgubre canción, pero
cuando cantaba la parte más sombría y dolorida,
la hierba empezó a moverse y Rikki-
Tikki, completamente sucio, salió tranquilamente
del agujero, como si nada hubiera pasado,
limpiándose los bigotes. Darzee se paró,
lanzando un grito. Rikki-Tikki, de una sacudida,
se quitó de encima parte del polvo y
estornudó.
––Se acabó ––dijo––, la viuda no volverá a
salir.
Rikki-Tikki se ovilló sobre la hierba y se
durmió al instante. Durmió y durmió hasta
bien entrada la tarde, porque el día había resultado
muy fatigoso.
Ahora ––dijo cuando se despertó––, me
vuelvo a la casa. Cuenta todo al barbudo de
frente roja, Darzee, y él hará saber a todos
los habitantes de jardín que Nagaina ha
muerto.
El barbudo de frente roja es un pájaro que
hace un ruido muy parecido al de un martillo
sobre un recipiente de cobre. Y si hace siempre
ese ruido, se debe a que, en la India, es
el pregonero en todos los jardines, y lanza las
noticias a los cuatro vientos a quien quiera
escucharle. Al avanzar sobre el camino, Rikki-
Tikki le oyó decir:
––¡Atención! ¡Atención! ––y luego, como si
fuese un gong de mesa, en forma de notas
sostenidas––: ¡Dingdong––tock! ¡Nag ha
muerto… dong! ¡Nagaina ha muerto! ¡Ding––
dong––tock!
Cuando Rikki llegó a la casa, Teddy, su
madre, que seguía todavía muy pálida, porque
se había desmayado, y su padre salieron
y estuvieron a punto de llorar sobre él. Y
aquella tarde comió hasta hartarse, todo lo
que le ofrecieron. Luego, absolutamente lleno,
se fue a la cama sobre un hombro de
Teddy. Allí seguía cuando su madre, bastante
más tarde, entró para echar una ojeada.
––La mangosta nos ha salvado la vida, lo
mismo que a Teddy ––le dijo a su marido––.
¿Te das cuenta? ¡Nos ha salvado la vida a los
tres!
Rikki-Tikki se despertó sobresaltado. Todas
las mangostas tienen el sueño ligero.
Ah, bueno, sois vosotros. ¿Qué os preocupa
? Todas las cobras están muertas, y si no
lo estuviesen, aquí estoy yo.
Rikki-Tikki tenía derecho a sentirse orgulloso
de sí mismo. Pero no se vanaglorió demasiado,
y siguió protegiendo el jardín como
debe hacerlo una mangosta, con sus dientes,
con sus saltos, con sus mordiscos. Nunca una
cobra más se atrevió a asomar la cabeza por
el jardín.

MELOPEA DE DARZEE
(CANTADA EN HONOR DE RIKKI-TIKKI)
Yo, que soy sastre y cantor,
me siento feliz como nadie.
Lanzo mi orgullo al espacio,
satisfecho del nido que hago.
El compás de mi canto sube y baja,
como el suave balanceo de mi casa.
Arrullar puedo a tus pequeños,
madre. Sube tu canto hasta el cielo.
Ya no hay mal que nos azote.
La muerte y su capirote
se fueron de nuestro jardín.
El terror que se escondía en las rosas,
ya no es más que una cosa
muerta y arrojada al estiércol.
Pero, ¿quién nos libró de él?
Dime su nombre y su nido.
Rikki-Tikki, siempre presta,
Rikki, con sus ojos encendidos,
Rikki-Tikki, la de los blancos colmillos,
Rikki-Tikki, la de ojos encendidos.
Que los pájaros la agasajen,
con sus colas bien extendidas.
Las notas del ruiseñor
se harán homenaje y preces.
Rikki-Tikki, la de ojos encendidos
y cola siempre henchida.
(En este punto, Rikki-Tikki interrumpió a
Darzee
y se ha perdido el resto de la canción.)

Toomai el de los Elefantes

Quiero recordar lo que fui en otro tiempo.
Estoy enfermo de cadena y cuerda.
Recordaré mi antigua fuerza, y en el bosque
mis grandes peleas.
Jamás venderé al hombre mi espalda por
un puñado de azúcar de caña.
Huiré, y volveré con mis amigos, a las más
altas montañas.
Caminaré toda la noche, hasta las luces
del alba,
acariciado por el beso inmaculado del viento
y de las aguas.
Olvidaré cadenas y grilletes, romperé mis
crueles amarres,
volveré a visitar a mis amigos, ellos, libres
como gavilanes.
DESDE HACÍA CUARENTA Y SIETE ANOS,
Kala Nag, que quiere decir Serpiente Negra,
servía al gobierno de la India de todas las
formas en las que un elefante puede hacerlo.
Y como había cumplido los veinte cuando le
capturaron, tenía ya cerca de setenta años.
Una buena edad para un elefante. Se acordaba,
por ejemplo, de haber tirado, con un
grueso cojín de cuero que le protegía la frente,
de un cañón profundamente atascado. Y
eso antes de la guerra de Afganistán, en
1842, n, cuando todavía no había alcanzado la
plenitud de su fuerza. Su madre, Radha Pyari,
Radha la Bien Amada, que había sido capturada
con él, le había dicho, antes de que su
hijo perdiera sus defensas de leche, que los
elefantes miedosos siempre están expuestos
al daño. Kala Nag sabía que se trataba de un
buen consejo, porque la primera vez que vio
estallar un obús*, retrocedió con un enorme
bramido y cayó sobre unos fusiles, con la bayoneta*
calada, que formaban una especie de
cono. Le pincharon en lo más delicado del
cuerpo. Por eso, antes de cumplir los veinticinco
años, no tenía miedo a nada, de manera
que se había convertido en el preferido y
mejor cuidado de todos los elefantes al servicio
del gobierno de la India. Había transportado
tiendas de más de seiscientos kilos, en
una marcha emprendida por el norte de la
India. Le habían izado a un navío con una
grúa, y después de dos días de travesía, le
habían hecho llevar sobre lomos un mortero,
en un país extraño y rocoso, muy lejos del
suyo. Había visto al emperador Teodoro, tendido
sin vida en Magdala. Luego había vuelto,
siempre a bordo del navío, merecedor, como
dicen los soldados, de la medalla al mérito en
la guerra de Abisinia. Diez años más tarde vio
morir a sus hermanos de frío, de epilepsia, de
hambre y de insolación en un lugar llamado
Aki Musjid. Después, le enviaron a miles de
kilómetros al sur para transportar y almacenar
enormes vigas de madera de teca en los
inmensos almacenes de Moulmein. Estuvo a
punto de morir por el ataque de un joven elefante
que se insubordinó. Más tarde, le retiraron
de los almacenes para que ayudara, junto
con algunas docenas de congéneres, entrenados
para esa tarea, en la captura de elefantes
salvajes en los montes Gato. En la India,
los elefantes gozan de una protección del
gobierno, que ha dictado unas leyes muy severas
para conseguirlo. Hay todo un servicio
ministerial que se ocupa exclusivamente de
perseguirlos, capturarlos, domarlos y enviarlos
a los cuatro puntos cardinales del país, allí
donde se necesite su trabajo.
Kala Nag medía algo más de tres metros
de altura. Le habían cortado las colmillos, dejándoselos
de un metro y medio de largo. Y
habían rodeado el extremo de los mismos con
unos anillos de cobre, para evitar que se le
astillaran. Pero podía hacer lo mismo, con esa
especie de muñones, que cualquier otro elefante
salvaje con sus colmillos enteros y afilados
como puntas de acero.
Pasaba interminables semanas obligando a
subir montañas a elefantes dispersos, orientándolos
con grandes precauciones, hasta
que los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes
eran engañados, penetraban en la última
corraliza*, y la enorme puerta, formada
por gruesos troncos, caía con estrépito detrás
del último, impidiéndoles toda posibilidad de
huida. A una señal dada, Kala Nag entraba en
aquella especie de pandemonium* inquieto y
bramador, normalmente de noche, cuando la
luz vacilante de las antorchas dificulta el cálculo
de las distancias, escogía al adulto mayor
y más agresivo, y le reducía al silencio a
fuerza de golpes y topetazos, mientras los
hombres, montados en otros elefantes, inmovilizaban
con cuerdas a los más pequeños.
No había nada en el arte de combatir que
no supiera Kala Nag, el viejo y astuto Serpiente
Negra, pues en más de una ocasión
había hecho frente a tigres heridos. Enroscaba
cuidadosamente la trompa, para ponerla
al abrigo de todo peligro, y lanzaba al aire,
tirándolo de costado, al temible felino, con un
rápido movimiento de cabeza, un golpe como
de hoz que había inventado él mismo. Lo
arrojaba por tierra y se arrodillaba sobre él
con todo el peso de sus enormes rodillas,
hasta la muerte del peligroso animal, momento
que acompañaba con un suspiro y un
rugido. Allí quedaba sobre la tierra, abandonada,
una masa casi viscosa, peluda y rayada,
que Kala Nag se limitaba luego a arrastrar
por la cola.
––Sí ––decía Toomai padre, su cornac, hijo
de Toomai el Negro, que lo había llevado a
Abisinia, y nieto de Toomai el de los Elefantes,
que había asistido a su captura––, a nada
teme Serpiente Negra, salvo a mí. Tres de
nuestras generaciones lo han alimentado y
cuidado, y verá una cuarta.
––También me teme a mí ––dijo Toomai,
el pequeño, estirándose para mostrar su altura,
que sobrepasaría escasamente un metro
veinte; llevaba por toda ropa un trapo liado al
cuerpo.
Tenía diez años. Era el hijo mayor de
Toomai, y, según la costumbre, reemplazaría
a su padre sobre el cuello de Kala Nag cuando
se hiciera mayor y fuera capaz de manejar
el ankus, la pesada aguijada* para elefantes,
hierro que habían pulido, gracias al uso, su
padre, su abuelo y su bisabuelo. Sabía lo que
decía. Había nacido a la sombra de Kala Nag,
había jugado con su trompa antes de aprender
a andar, le había llevado al abrevadero en
cuanto unió dos pasos, y Kala Nag jamás
habría soñado en desobedecer las órdenes de
su débil voz aguda, como tampoco soñó en
matarlo cuando Toomai, el padre, acercó al
moreno recién nacido hasta sus defensas y le
ordenó saludar a su futuro dueño.
––Sí ––dijo el pequeño Toomai––, me teme
––luego se aproximó a Kala Nag a grandes
zancadas, le insultó llamándole cerdo
grasiento, y le hizo levantar las patas una
tras otra––. Bueno ––continuó––, tú eres un
gran elefante ––movió su cabeza greñuda, y
repitió lo que había escuchado de su padre:
Aunque el gobierno pague los elefantes, en
realidad son nuestros, de los cornacs. Cuando
seas viejo, Kala Nag, vendrá un rajá rico, te
comprará por tu talla y tus buenas maneras,
y entonces sólo tendrás que llevar aros de
oro en las orejas, una gran silla dorada sobre
el lomo, una gualdrapa* en los flancos, y
abrir la marcha en los desfiles reales. Yo iré
sentado sobre tu cuello, amigo Kala Nag, sujetando
un ankus de plata, y los hombres nos
precederán con bastones de oro gritando:
«¡Abrid paso al elefante del rey!». Será maravilloso,
Kala Nag, pero no tan agradable
como cazar en la jungla, como lo hacemos
ahora.
––¡Bueno! ––dijo Toomai, el padre––. Eres
todavía un niño, y tan salvaje como un búfalo
joven. Correr por parajes desolados no es el
mejor empleo al servicio del gobierno. Me
hago viejo y no me gustan los elefantes salvajes.
Que me construyan unas cuadras de
ladrillo, con un compartimento para cada elefante,
unas grandes estacas para amarrarlos
bien, y caminos anchos y largos para hacer
ejercicio en vez de ese perpetuo ir y venir de
un campamento a otro. Los cuarteles de
Cawnpore eran muy agradables. Muy cerca
de las cuadras había un bazar y sólo teníamos
que trabajar tres horas al día.
El pequeño Toomai recordó la zona de
Cawnpore, y calló. Prefería con mucho la vida
en el campamento, y detestaba esos caminos
anchos y largos, así como los grandes fardos
de forraje que había que recoger en los sitios
señalados, y las horas interminables en las
que no había nada que hacer excepto mirar a
Kala Nag, que se movía impaciente entre las
estacas que lo tenían casi inmovilizado.
Lo que le gustaba al pequeño Toomai era
subir por pistas que sólo un elefante se atreve
a ascender, y los descensos casi vertiginosos
hasta el fondo de los valles; la visión fugaz
de los elefantes salvajes al pastar; el sálvese
quien pueda del jabalí y del pavo real,
asustados por las pisadas de Kala Nag; las
lluvias tibias y cegadoras que hacían humear
las montañas y los valles; las mañanas de
niebla, cuando nadie sabía dónde montarían
el campamento por la noche; las batidas incansables,
llenas de precauciones, y la última
tarde, la carrera loca, el ruido salvaje y la barahúnda
desenfrenada, cuando los elefantes,
asustados, se precipitan a la empalizada*
como piedras desprendidas al azar por una
avalancha, y al descubrir que no pueden salir,
se lanzan enloquecidos contra los enormes
troncos, de los que se los aleja a fuerza de
gritos, de antorchas llameantes que se blanden
ante ellos, y de cartuchos de pólvora,
descargados sobre sus enormes cuerpos.
Allí, hasta un niño podía ser útil, y Toomai
valía por tres. Cogía su tea encendida, la agitaba
y chillaba con los más valientes. Pero el
mejor momento era cuando comenzaban a
salir los elefantes, y la keddah, es decir, el
corral formado por la empalizada, parecía el
retrato del fin del mundo. Los hombres tenían
que comunicarse por señas, porque era imposible
hacerse oír. Entonces, el pequeño
Toomai ––cubierta la espalda con el cabello
desteñido por el sol–– trepaba a lo alto de un
poste sacudido por las vibraciones, desde
donde, iluminado por las antorchas, parecía
un duende. Cuando el tumulto remitía por un
momento, se oían los agudos gritos de ánimo
que le lanzaba a Kala Nag, dominando el barritar,
el ruido, el chasquear de las cuerdas y
los bufidos de los elefantes atados.
––¡Mail, mail, Kala Nag! ¡Dant do!
¡Somalo! ¡Maro! ¡Mar! ¡Cuidado con el poste!
¡Arré! ¡Arré! ¡Hai! i Ya¡! ¡Hiaa––ah! ––
gritaba, mientras el combate, que parecía a
muerte, en el que estaban enzarzados Kala
Nag y el elefante salvaje, se desarrollaba por
toda la extensión de la gran corraliza; y los
cazadores veteranos se secaban el sudor que
les caía a los ojos con el tiempo justo para
hacer una señal con la cabeza al pequeño
Toomai, que bailaba de alegría en lo alto del
tronco.
Pero no se contentaba con bailar. Una noche
se deslizó desde su tronco, se coló en el
terreno de los elefantes, y arrojó a un cornac
el cabo de una cuerda, que había recogido.
Kala Nag lo vio, lo rescató con su trompa y se
lo entregó a Toomai, el padre, que le dio un
pescozón y lo devolvió a su sitio.
A la mañana siguiente le riñó.
––¿No te bastan unos establos estupendos,
construidos con ladrillos, o transportar
tiendas, que pareces necesitar ir a robar los
elefantes de tu propio jefe, como si fueras un
furtivo? Y para que te vayas enterando, los
imbéciles de los cazadores, que cobran menos
que yo, han ido con el cuento a Petersen
Sahib.
Al pequeño Toomai le entró miedo. No sabía
demasiado sobre los blancos, pero Petersen
Sahib, a sus ojos, era el blanco más importante
del mundo entero. Era el jefe de todas
las operaciones de la keddah: el hombre
que capturaba a todos los elefantes para el
gobierno de la India, y que sabía, sobre sus
costumbres, más que nadie en este mundo.
––¿Qué… qué va a suceder? ––preguntó el
pequeño Toomai.
––Lo peor que puedas imaginarte. Petersen
Sahib es un insensato. Y si no, ¿por qué
se iba a dedicar a la caza de esos demonios
furiosos? Quizá exija que empieces a cazar
elefantes, que duermas en cualquier sitio, en
junglas infestadas de fiebres, para terminar
pisoteado hasta morir en la keddah. Ha sido
una suerte que esta historia absurda haya
terminado sin incidente alguno. La semana
próxima finalizarán las capturas y nosotros
seremos enviados a nuestros respectivos
hogares. Pero, hijo, estoy muy enfadado al
comprobar que te inmiscuyes en el trabajo de
los Assamais, esa gentuza de la jungla. Kala
Nag me obedece a mí solamente. Por eso entro
yo con él en la keddah. Pero sus labores
se reducen al combate, no ayuda a inmovilizar
a los otros. Así, yo me siento a gusto,
sentado, como corresponde a un cornac. No
como un simple cazador, sino, lo has oído
bien, como un cornac, un hombre al que se le
da una pensión cuando termina sus servicios.
¿Va a resultar que la familia de Toomai el de
los Elefantes sólo sirve para ser pisoteada en
el fango de la keddah? ¡Fuera de aquí, perdido,
desastrado, degenerado! Anda y asea a
Kala Nag, mírale bien las orejas, y cuida de
que no tenga espinas en los pies. De lo contrario,
Petersen te prenderá, y hará de ti un
cazador, un mero ojeador de elefantes, de
esos que siguen sus huellas, un oso de la jungla.
¡Puafffl ¡Vete de aquí ahora mismo!
El pequeño Toomai se fue sin decir palabra,
pero le contó todas sus penas a Kala Nag
mientras examinaba sus plantas.
––¿Qué me importa? ––dijo el pequeño
Toomai, levantando el borde de la enorme
oreja derecha de Kala Nag––. Me han acusado
ante Petersen Sahib y quizá… quizá… quizá…
¿quién sabe? Oye, mira qué espina acabo
de arrancarte.
Siguieron a éste unos cuantos días empleados
en reunir a los elefantes; en obligarlos
a caminar para que no se comportaran
locamente en la bajada hacia los llanos, y en
hacer inventario de las mantas, cuerdas y
otros objetos estropeados o perdidos en el
bosque.
Petersen Sahib llegó sobre su montura,
Pudmini, una elefanta de gran inteligencia.
Había pagado a los empleados de otros dos
campamentos, situados en las montañas,
porque la estación tocaba a su fin, y, ahora,
un encargado indígena, sentado a una mesa
colocada bajo un árbol, entregaba el salario a
los cazadores. Cada hombre, una vez conforme,
regresaba junto a su elefante, y se
colocaba en la fila que estaba a punto de emprender
la marcha. Los ojeadores y domadores,
los hombres que tenían un puesto fijo en
la keddah, que pasaban todo el año en la
jungla, estaban montados en los elefantes
que formaban parte de los efectivos regulares
de Petersen Sahib. O se apoyaban contra los
árboles, descansando el fusil al brazo, se burlaban
de los cornacs que se iban, y se reían
cuando los animales recién capturados rompían
las filas y echaban a correr.
Toomai, el padre, se acercó al contable,
seguido del pequeño Toomai, y Machua Appa,
el jefe de los ojeadores, dijo en voz baja a
uno de sus amigos:
Ahí va uno que está hecho de la pasta de
los buenos cazadores. Es una pena que a ese
gallito de la jungla lo releguen ahora a mudar
el plumaje en los llanos.
Petersen Sahib estaba muy atento a todo
lo que pasaba y se decía, como debe ser
cuando se acecha al animal más silencioso
que existe, el elefante salvaje. Se vol vió sobre
el lomo de Pudmini, donde estaba echado
cuan largo era.
––¿Qué? No sabía que entre los cornacs de
los llanos hubiera alguien capaz de enlazar a
un elefante, ni siquiera después de muerto.
––No se trata de un hombre, sino de un
chico. Entró en la keddah, en la última cacería,
y le lanzó la cuerda a Barmao, que intentaba
separar de su madre al joven macho que
tiene una mancha en la paletilla.
Machua Appa señaló con el dedo al pequeño
Toomai, Petersen Sahib lo miró y Toomai
hizo una profunda reverencia, a modo de saludo,
tocando casi el suelo con la cabeza.
––¿Él? ¿Lanzar una cuerda? ¡Pero si es
más pequeño que una estaca! Niño, ¿cómo te
llamas? ––le preguntó Petersen Sahib.
Toomai estaba demasiado asustado para
hablar, pero Kala Nag se hallaba detrás de él.
Toomai le hizo una señal con la mano, el elefante
lo levantó con la trompa y lo mantuvo a
la altura de la frente de Pudmini, de cara al
gran Petersen Sahib. Entonces Toomai se cubrió
el rostro con las manos, porque no era
más que un niño, y salvo en lo tocante a los
elefantes, era tan tímido como un muchacho.
––¡Oh! ––dijo Petersen Sahib, sonriendo
bajo su bigote––. ¿Y cómo le has enseñado a
un elefante a hacer eso? ¿Para robar el trigo
verde, que se seca sobre el tejado de las casas
?
––Trigo verde no, protector del pobre…,
pero sí melones ––contestó Toomai.
Cuando lo oyeron, todos los hombres que
estaban sentados por allí cerca rompieron a
reír. La mayor parte de ellos, cuando tenía su
edad, había enseñado el mismo truco a los
elefantes. Toomai estaba suspendido a más
de dos metros del suelo, pero en aquel momento
le habría gustado estar a dos metros
bajo tierra.
––Sahib, es Toomai, mi hijo ––dijo Toomai,
el padre, frunciendo el ceño––. Este chico
es una cosa mala, y acabará en prisión,
Sahib.
––Permíteme dudarlo ––respondió Petersen
Sahib––. Un niño capaz de enfrentarse a
toda una keddah a su edad, no acaba en la
cárcel. Mira, muchacho, aquí tienes cuatro
annas para que te compres dulces, porque
tienes un cerebro pequeño, pero excelente,
bajo esa melena. Llegado el momento, es posible
que te conviertas en un gran cazador.
Toomai, el padre, frunció el entrecejo más
que nunca.
––Sin embargo ––prosiguió Petersen
Sahib––, no quiero que olvides nunca que las
keddah no se hacen para jugar.
––¿No podré entrar nunca, Sahib? ––
preguntó Toomai, lanzando un suspiro.
––Ven a buscarme cuando hayas visto bailar
a los elefantes ––Petersen Sahib sonrió de
nuevo––, y te dejaré entrar en todas las keddah.
Estalló la risa, porque lo de «ver bailar a
los elefantes» es un dicho cómico muy antiguo
que significa nunca. En lo más profundo
de los bosques hay grandes claros lla mados
salas de baile de los elefantes, pero eso es lo
único que se sabe sobre sus danzas. Y aún
más, esos lugares se han descubierto por pura
casualidad, y todavía nadie ha visto bailar
a los elefantes. Cuando un cornac se vanagloria
de su habilidad y de su valor, los otros le
preguntan: «¿Cuándo has visto tú bailar a los
elefantes?».
Kala Nag depositó en tierra a Toomai,
quien de nuevo saludó hasta rozar el suelo
con la frente, salió con su padre, y entregó a
su madre la moneda de cuatro annas. Su
madre amamantaba al hermano pequeño de
Toomai. Todos se acomodaron sobre el lomo
de Kala Nag, y la columna ondulante de elefantes
descendió, entre bramidos y gritos
agudos, por el sendero que conduce a los llanos.
Fue un viaje muy movido gracias a los
nuevos, que, en cada vado, causaban problemas,
y a quienes continuamente había que
animar o golpear.
Toomai, el padre, aguijoneaba duramente
a Kala Nag porque estaba consumido por la
rabia. Pero el pequeño Toomai se sentía demasiado
feliz para hablar. Había llamado la
atención de Petersen Sahib, éste le había dado
dinero, y se imaginaba como un soldado
raso, entresacado de las filas para recibir los
elogios de su comandante en jefe.
––¿Qué quería decir Petersen Sahib cuando
se refirió al baile de los elefantes? ––
terminó por preguntar a su madre con un tono
lleno de dulzura.
Toomai, el mayor, le oyó y lanzó un gruñido.
––Que tú jamás debes convertirte en uno
de esos bufalos de montaña que son los rastreadores.
Eso quería decir. ¡Vamos! ¡Adelante!
¿Por qué nos detenemos?
Un cornac se volvió furioso, dos o tres elefantes
por delante, gritando:
––Trae aquí a Kala Nag, y que de unos
cuantos golpes a este joven que llevo, para
enseñarle a comportarse como es debido.
¿Por qué ha tenido que escogerme a mí Petersen
Sahib, a mí, para bajar con vosotros,
burros de los arrozales? Pon en línea tu elefante
con el mío, Toomai, y que le meta sus
colmillos en la piel. Por todos los dioses de las
montañas, estos nuevos elefantes están poseídos
por el maligno, o bien es que olfatean
a sus compañeros que siguen en la selva.
Kala Nag golpeó en las costillas a aquel
elefante salvaje, y le dejó sin respiración,
mientras decía Toomai, el padre:
––Con la última captura hemos barrido de
estas montañas a los elefantes. La culpa la
tienes tú, que no sabes guiarlo. ¿Es que tengo
yo la obligación de mantener el orden en
toda la columna?
––Escuchad ––dijo el otro cornac––.
¡Hemos barrido las montañas! ¡Vaya! ¡Vaya!
¡Sabéis mucho vosotros, hombres de la llanura!
Todo el mundo, salvo un negado que jamás
ha visto la jungla, sabría que los elefantes
han intuido que se han acabado las batidas
de esta estación. En consecuencia, esta
noche, todos los elefantes salvajes… Pero
¿para qué malgastar mi sabiduría con una
tortuga de agua dulce?
––¿Qué van a hacer? ––gritó el joven
Toomai.
––¡Pequeño! ¿Estás ahí? Te lo voy a decir
porque tienes la cabeza fría. Van a bailar, y
tu padre, que ha barrido la montaña de elefantes,
hará muy bien en poner una cadena
doble a las patas de los animales esta noche.
––¿Qué cuento es ése? Hace cuarenta
años que, de padres a hijos, nos ocupamos
de los elefantes, y jamás hemos escuchado
historias sobre esos bailes.
––Sí, pero es que un hombre de las llanuras
que vive en una cabaña, no conoce más
que sus cuatro muros. Bien, destraba a tus
elefantes esta noche, y verás lo que pasa. En
cuanto a su danza, he visto el sitio en el
que… ¡Bapree-Bap! Pero ¿cuántos meandros
hace este endiablado Di-hang? He aquí otro
vado, que los elefantillos deberán cruzar a
nado. Alto, vosotros, atrás.
Y así, charlando, discutiendo y chapoteando
en los ríos que tenían que vadear, cubrieron
la primera etapa, que desembocaba en
una especie de campamento de acogida para
los elefantes nuevos, que habían perdido la
paciencia mucho antes de llegar. Allí los encadenaron
a todos por las patas traseras a
unos postes gruesos y cortos (a los nuevos,
con unas cuerdas suplementarias), y les pusieron
el forraje a su alcance. A las doce del
día siguiente, los cornacs de montaña se volvieron
adonde estaba Petersen Sahib, después
de haber recomendado a los cornacs de
las llanuras que redoblasen su atención esa
noche, y se echaran a reír cuando les preguntaron
por qué.
El joven Toomai se encargó de dar de comer
a Kala Nag y, a la caída de la tarde, recorrió
el campamento. Con una felicidad que
no le cabía en el cuerpo se fue en busca de
un tamtan. Cuando un niño indio tiene el corazón
henchido, no se pone a correr como un
loco, ni a armar alboroto. Se sienta y se regala
algo parecido a una fiesta para él solo.
¡Al pequeño Toomai le había dirigido la palabra
Petersen Sahib! Si no hubiera encontrado
lo que buscaba, habría estallado. Pero el comerciante
que vendía dulces en el campamento
le prestó un tamtan ––esos tamborcillos
que se golpean con la palma de la mano–
–, se sentó con las piernas cruzadas delante
de Kala Nag, cuando las estrellas salieron a
saludar brilantes a la noche, con el tamtan
sobre las rodillas, y empezó a tocar sin descanso.
Y cuanto más pensaba en el gran
honor que se le había hecho, más tocaba, él
solo, sentado en uno de los montones de forraje
destinados a los elefantes. Todo era silencio
a su alrededor, y tocar le hacía feliz.
Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas,
lanzaban de cuando en cuando fuertes
barritos, que parecían más bien lamentos, y
escuchó que su madre, en la barraca central
del campamento, intentaba dormir a su hermano
pequeño entonando una canción muy
antigua, muy antigua, sobre el gran dios Siva,
que en otro tiempo prescribió a los animales
lo que tienen que comer. Es una canción
de cuna relajante, y he aquí su primera
estrofa:
Siva, sembrador de cosechas y dueño de
los vientos,
sentado al iniciarse un nuevo día, hará
mucho tiempo,
dio a cada uno su parte, comida, trabajo y
destino,
desde el rey omnipotente hasta el más pobre
mendigo.
Todo nos lo ha dado el más alto dios, Siva.
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! Lo hizo todo.
Al camello, la joroba, para los bueyes la
hierba,
y para ti, mi niño, mi pecho de madre tierna.
Toomai la acompañaba con un alegre tonctonc
al final de cada verso, hasta que, sin poder
aguantar el sueño, se acostó sobre la
hierba junto a Kala Nag. Finalmente, los elefantes
se acostaron, uno tras otro, según su
costumbre, dejando a Kala Nag, el último de
su fila por la derecha, de pie, balanceándose
con suavidad con las orejas hacia delante,
atentas al viento nocturno que soplaba dulcemente
desde las montañas. El aire mecía
los sonidos de la noche, que, juntos, creaban
un gran silencio: el entrechocar de las cañas
de bambú, el fru-fru que produce el correr de
algo entre los matorrales, el arañar y el grito
ronco de un pájaro medio dormido ––los pájaros
velan durante la noche más a menudo
de lo que nos imaginamos––, una caída de
agua prodigiosamente lejana… El pequeño
Toomai durmió un rato, y cuando se despertó,
la luz de luna resplandecía y Kala Nag seguía
de pie, con sus orejas alerta. El muchacho
se dio la vuelta, haciendo crujir la hierba,
y contempló la enorme curva del espinazo del
elefante, que le ocultaba la mitad de las estrellas.
Entonces oyó algo, como si el espesor
del silencio fuera atravesado por un alfiler.
Era como el sonido de un cuerno de caza, pero
emitido por un elefante salvaje.
Todos los elefantes, bien alineados, se levantaron
de un salto, como alcanzados por
un tiro. Sus barritos acabaron por despertar a
los cornacs, que salieron, hundieron las piquetas
con la ayuda de grandes martillos,
tendieron aquí una cuerda y anudaron allá
otra. Todo recobró la tranquilidad. Uno de los
elefantes nuevos casi había arrancado su
poste. Toomai, el padre, liberó a Kala Nag,
para trabar a otro animal, contentándose con
deslizar una simple cuerda de fibra alrededor
de la pata de su elefante y recordándole después
que continuaba atado. Su padre y su
abuelo habían hecho lo mismo cientos de veces
antes que el. Kala Nag no respondió la
orden con su gargarismo habitual. Se quedó
inmóvil, mirando a lo lejos, a un lugar iluminado
por la Luna, con la cabeza ligeramente
levantada y las orejas desplegadas como gigantes
abanicos hacia las enormes ondulaciones
de los montes Gato.
––Ocúpate de el si se agita durante la noche
––dijo Toomai, el padre, a Toomai, su
hijo.
Después volvió al cobertizo y se durmió. El
pequeño Toomai también iba a dormirse,
cuando oyó que la cuerda de coco se rompía
con un ruido seco. Y Kala Nag se separó lenta,
silenciosamente de su poste, como se
desliza una nube hacia la desembocadura de
un valle. El pequeño Toomai se puso a correr
detrás de él, a la luz de la Luna, llamándole
en voz baja:
––¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame, Kala
Nag!
El elefante se volvió sin hacer ruido alguno,
dio tres pasos hacia atrás para encontrarse
con el niño, bajó su trompa, lo levantó rápidamente,
lo depositó sobre su lomo, y sin
apenas darle tiempo de aferrarse a sus costados
con las rodillas, se internó en el bosque.
Se produjo entonces, en las filas de los
elefantes, un barritar furioso. Luego, el silencio
se cerró y Kala Nag se puso en marcha. A
veces, un haz de hierba alta le barría los flancos
como una ola azota los costados de un
barco; otras notaba que una rama colgante
de pimienta silvestre le arañaba el lomo, o
bien una caña de bambú se rompía por donde
él había metido antes sus hombros. Pero se
desplazaba sigilosamente, avanzando por el
espeso bosque de Gato como a través de una
humareda. Subía, pero aunque el pequeño
Toomai se había fijado en las estrellas, que
se veían entre los claros, no podía adivinar en
qué dirección iban.
Después, Kala Nag llegó a la cima de una
ladera y se paró un momento. Toomai distinguía
las puntas de los árboles, una enorme
piel extendida a lo largo de kilómetros y kilómetros
a la claridad de la Luna, y la bruma
de un blanco azulado sobre el río, al fondo,
muy lejos. Se inclinó hacia delante y miró. Y
se dio cuenta de que el bosque se había despertado
y bullía de vida y ruidos. Un gran
murciélago marrón, de los que comen fruta,
pasó rozándole una oreja. Un puerco espín
entrechocó sus púas, que resonaron en la espesura.
Y en la oscuridad, entre los árboles,
escuchó cómo un jabalí hocicaba y resoplaba
con tremenda impaciencia entre la tierra
húmeda y caliente.
Después las ramas se cerraron por encima
de el. Kala Nag partió lentamente. Luego
descendió al valle, ya no con un paso tranquilo,
sino como un cañón loco sobre un talud
abrupto. Sus enormes miembros se movían
con la regularidad de los pistones de un motor,
cubriendo más de dos metros de una sola
zancada, y la piel de su espalda crujía al formar
enormes arrugas en las articulaciones.
La maleza se abría violentamente ante el
avance del elefante, con un ruido de tela rasgada.
Los árboles jóvenes, que apartaba con
sus hombros, a derecha e izquierda, se enderezaban
de golpe y le azotaban los costados.
Como lanzaba la cabeza a un lado y a otro
para abrirse paso, larguísimas guirnaldas de
lianas se enredaban en sus defensas. Entonces,
el pequeño Toomai se aplastó sobre la
enorme nuca, por miedo de que una rama, en
su balanceo, lo arrojara al suelo. En ese momento
le habría gustado mucho encontrarse
en el campamento.
La hierba se hacía esponjosa por el agua.
Los pies de Kala Nag, al afirmarse en el suelo,
hacían un ruido, primero de chapoteo, y
luego de ventosa. La bruma noc turna, en el
fondo del valle, casi entumecía de frío al pequeño
Toomai. Se notó un chapuzón y un pisoteo,
y una corriente de agua. Kala Nag entró
en el río a grandes zancadas, tanteando
con mucho cuidado el camino que tenía que
seguir.
Por encima del rumor del agua, que hacía
remolinos en las patas del elefante, Toomai
escuchó más chapuzones y barritos, que le
llegaban de los dos extremos del río. La neblina,
a su alrededor, parecía llena de sombras
ondulantes y sinuosas.
––¡Ah! ––se le escapó a media voz, castañeteando
los dientes––. El pueblo elefante
está en vela esta noche. Seguro que habrá
baile.
Kala Nag salió del agua haciendo mucho
ruido, vació la trompa y continuó la ascensión.
Pero ahora ya no estaba solo, ni tenía
que abrirse camino. Ya estaba hecho. En una
extensión bastante grande, justo delante de
él, la hierba de la jungla, tumbada, parecía
intentar recobrar su fuerza y levantarse de
nuevo. Muchos elefantes debían haber pasado
por allí hacía escasos minutos. El pequeño
Toomai se volvió: detrás de él un enorme
adulto salvaje, con unos ojos de cerdo que
brillaban como carbones encendidos, salía de
las aguas del río cubiertas por la niebla. Después
los árboles se cerraron a su alrededor y
continuaron la ascensión, en medio de barritos
y ruidos de ramas rotas.
Al final, Kala Nag se paró entre dos troncos
en lo más alto de la montaña. Formaban
parte de un círculo de árboles que delimitaba
un espacio irregular de alre dedor de dos hectáreas,
y, en toda aquella explanada, como
constató el pequeño Toomai, el suelo, de tan
apisonado, estaba tan duro como un ladrillo.
Algunos árboles habían crecido en el centro
del claro, pero su corteza había desaparecido,
y la madera blanca de debajo aparecía completamente
pulida y brillante bajo las manchas
de la luz de la luna. Algunas lianas se
descolgaban desde las ramas más altas, y sus
flores blancas, enceradas, y semejantes a
clemátides, descendían como embebidas en
un profundo sueño. Pero en el claro no había
la más mínima brizna de hierba, sólo tierra
apisonada.
La luz de la luna daba a todo un tono gris
acerado, salvo a los sitios donde había elefantes,
cuyas sombras eran oscuras como
tinta. El pequeño Toomai miraba, conteniendo
el aliento, con los ojos saliéndosele de las
órbitas. Y mientras miraba, los elefantes, cada
vez más numerosos, avanzaban con paso
rítmico hacia el claro, emergiendo de entre
los troncos de los árboles. El pequeño Toomai
no sabía contar más que hasta diez. Contó y
recontó con los dedos, pero acabó por perder
la cuenta de las decenas, y se hizo un lío.
Desde el otro lado le llegaba el ruido de los
elefantes, que aplastaban la maleza, subiendo
con dificultad la pendiente. Pero en cuanto
llegaban al interior del círculo se movían como
fantasmas.
Había machos salvajes con blancas defensas,
con frutos, ramas y hojas entre los pliegues
de la piel del cuello y en las orejas.
Había gruesas hembras, solemnes en su caminar,
acompañadas por elefantillos, unas
crías vocingleras con la piel de un negro rosado
y una altura de algo más de un metro,
que corrían bajo sus vientres. Y jóvenes cuyos
colmillos, de los que se sentían muy orgullosos,
empezaban a apuntar. También
había viejas damas descarnadas, con caras
angulosas e inquietas trompas rugosas, como
de corcho. Viejos machos orgullosos y fieros,
con unas cicatrices que cubrían sus paletillas
y costados, con ronchas de heridas mal curadas,
rastro de viejas peleas, que afeaban sus
cuerpos, y les caían de las espaldas grandes
plastones de lodo, recuerdo de los solitarios
baños de barro. Uno de ellos, con una defensa
rota, tenía en el costado la señal de un
gran golpe: el hueco terrible que dejan, al
retirarse, las garras de un tigre.
Allí estaban de pie, cabeza con cabeza, o
paseando arriba y abajo por el campo en parejas,
o haciendo extraños y suaves movimientos
o meciéndose en soledad, y había
docenas.
Toomai sabía que mientras se quedara inmóvil
sobre el lomo de Kala Nag, no le pasaría
nada. Porque ni siquiera en la barahúnda
tremenda de una keddah, jamás un elefante
salvaje levanta la trompa para descabalgar a
un hombre del cuello de un elefante domesticado.
Y esos elefantes pensaban entonces en
cualquier cosa, menos en los hombres. Durante
un momento se pusieron tensos, con
las orejas dirigidas hacia delante, al oír unos
ruidos metálicos en el bosque. Pero se trataba
de Pudmini, la elefanta favorita de Petersen
Sahib, que había partido limpiamente la
cadena, y subía la cuesta gruñendo y resoplando.
Debía de haber roto los postes y llegado
directamente de su campamento. El pequeño
Toomai vio a otro elefante, al que no
conocía, cuyo lomo y pecho tenían profundas
desolladuras, producidas por las cuerdas. Él
también parecía haberse escapado de alguno
de los campamentos de los alrededores. Finalmente
no se escuchó a elefante alguno
avanzar por el bosque. Entonces, con su paso
ondulante, Kala Nag abandonó el lugar en el
que se encontraba, entre los árboles, para
mezclarse con la multitud, entre cloqueos y
ásperos susurros guturales. A continuación,
todos los elefantes empezaron a moverse y a
charlar en su lengua.
Siempre recostado, el pequeño Toomai
descubrió, al bajar la mirada, docenas y docenas
de lomos enormes, de orejas que se
batían nerviosas, de trompas en movimiento,
y de ojillos inquietos. Escuchó el ruido del entrechocar
de los colmillos, el susurro de sus
trompas al entrelazarse, el roce de los costados
y de los hombros enormes de aquella
multitud, mientras las colas golpeaban y cortaban
el aire, produciendo un silbido seco.
Luego, una nube cubrió la luna y se hizo noche
cerrada. Pero los elefantes no dejaron
por eso de empujarse, de apretarse los unos
contra los otros, de emitir aquellos ruidos guturales,
con el mismo ritmo tranquilo y regular.
Kala Nag estaba totalmente rodeado y
Toomai no tenía posibilidad alguna de salir de
aquella reunión descolgándose del cuello del
elefante. Cerró los dientes y sintió un escalofrío.
En una keddah tenía, al menos, las luces
de las antorchas, y los gritos. Pero aquí estaba
solo en medio de las tinieblas y, además,
una trompa le había tocado la rodilla.
Un elefante lanzó un barrito que todos los
demás secundaron durante cinco o diez segundos
terribles. El rocío caía desde los árboles
sobre los lomos invisibles, en forma de
gruesas gotas de lluvia, y se elevó un ruido
sordo, suave al principio, que el pequeño
Toomai no pudo reconocer. Pero el ruido creció,
y Kala Nag levantó una de sus patas delanteras,
luego la otra, y después las afirmó
en el suelo, uno, dos, uno, dos, con la regularidad
de un martillo pilón. Ahora, los elefantes
golpeaban el suelo todos a la vez, y aquello
sonaba como un conjunto de tambores
guerreros a la entrada de una caverna. El rocío
cayó de los árboles hasta la última gota, y
el ruido continuó. La tierra parecía retemblar
hasta sus entrañas. Toomai se tapó los oídos,
pero entonces una trepidación única y gigantesca
le atravesó de parte a parte. Era el
martilleo de centenares de pies sobre la tierra
desnuda. Una o dos veces notó que Kala Nag
y los demás se adelantaban unos cuantos pasos.
Los golpes sordos se convertían en un
rumor de vegetación llena de savia, pisoteada.
Al cabo de un par de minutos, el estruendo
se reanudaba. Un árbol pareció rajarse o
lamentarse cerca del niño. Extendió los brazos
y tocó la corteza, pero Kala Nag avanzó,
siempre golpeando con las patas. Ya no sabía
en qué claro del bosque se encontraba. Ya no
le llegaba ningún sonido. Sólo una vez uno o
dos elefantillos lanzaron un vagido. Entonces
escuchó un ruido sordo, un frotar de pies y el
clamor continuó. Duró dos horas enteras, y al
pequeño Toomai le dolía todo el cuerpo. Pero
por el olor del aire sabía que la aurora estaba
cerca.
Nació el día, un manto rojo pálido detrás
de las montañas, y el ruido cesó con el primer
rayo, como si la luz hubiera sido una orden.
El estruendo seguía aún reso nando en
su cabeza, y el pequeño Toomai todavía no
había cambiado de posición, cuando ya no se
veía a elefante alguno, salvo a Kala Nag,
Pudmini y al que llevaba las señales de las
cuerdas. Ninguna marca, ni roce, ni murmullo
sobre las pendientes, indicaba dónde estaban
los demás.
El pequeño Toomai siguió mirando fijamente,
con unos ojos desorbitados. El claro
del bosque se había agrandado. Los árboles
eran más numerosos en el centro, pero, a los
lados, toda la maleza, y hasta la hierba,
había desaparecido. El pequeño Toomai miró
una vez más. Ahora comprendía el porqué del
golpeteo con los pies. Los elefantes habían
ensanchado el espacio pateado. Habían convertido
los juncos y las cañas de yute en una
masa, ésta en pequeños fragmentos, estos
fragmentos en fibras menudas, y éstas en
tierra compacta.
––¡Auch! ––exclamó el pequeño Toomai,
cuando sintió que se le cerraban los ojos––.
Mi señor Kala Nag, sigamos a Pudmini y vayamos
al campamento de Petersen Sahib. Si
no, me caeré de tu cuello.
El tercer elefante miró cómo se iban los
otros dos, lanzó un resoplido, dio media vuelta
y se fue por su propio camino. Quizá formara
parte de la casa de algún reyezuelo indígena,
a cincuenta, sesenta o cien millas de
allí.
Dos horas más tarde, mientras Petersen
Sahib desayunaba, los elefantes, cuyas cadenas
habían sido duplicadas aquella noche,
empezaron a barritar. Pudmini, embarrada
hasta lo alto del lomo, y Kala Nag, con las
patas doloridas, entraron, medio arrastrándose,
en el campamento. El pequeño Toomai
apareció con una cara de color gris y el cabello
lleno de hojas y empapado de rocío, pero
intentó saludar a Petersen Sahib y exclamó
con una voz desfallecida:
––El baile… ¡El baile de los elefantes! ¡Lo
he visto…! ¡Me muero!
Cuando Kala Nag se echó, resbaló desde
su cuello, desmayado. Pero como parece que
los niños indígenas no tienen nervios, al cabo
de dos horas se despertó muy contento, en la
hamaca de Petersen Sahib, con el traje de
caza del mismo capataz como almohada, y
con un vaso de leche con brandy y un poco
de quinina* en el estómago. Mientras los veteranos
e hirsutos cazadores de la jungla, con
barba de muchos días, le miraban como si
fuera un aparecido, sentados en tres filas delante
de él, contó su aventura en términos
concisos, como lo haría un niño, y concluyó
diciendo:
––Y ahora, si una sola de mis palabras es
mentira, que me muera aquí mismo. Enviad
unos hombres allí. Verán que los elefantes,
pateando el terreno, han agran dado su salón
de baile. Verán las huellas que conducen hasta
allí por decenas y decenas. Han aumentado
su espacio con los pies. Lo he visto todo.
Kala Nag me ha llevado y lo he visto. Además,
a Kala Nag casi no le sostienen las piernas.
El pequeño Toomai se acostó y durmió toda
la tarde, hasta casi el comienzo del crepúsculo.
Y mientras él dormía, Petersen Sahib
y Machua Appa siguieron la huella de los dos
elefantes en las montañas, hasta una distancia
de quince millas. Petersen Sahib había
pasado dieciocho años de su vida como cazador,
pero, hasta el momento, no había descubierto
un salón de baile de elefantes. Machua
Appa no tuvo que mirar dos veces el
claro del bosque para comprender lo que
había ocurrido allí la noche anterior, y sólo
necesitó arañar con un dedo del pie la tierra
apisonada, laminada por los elefantes.
––¡Ese chico dice la verdad! ––exclamó––.
Todo esto es de la noche pasada y he descubierto
hasta setenta pistas que franqueaban
el río. Mira, Sahib, dónde los hierros de las
trabas de Pudmini han arrancado la corteza
de este árbol. Sí, también ella ha venido hasta
aquí.
Se miraron, y luego miraron el suelo y el
cielo con ojos asombrados, porque las costumbres
de los elefantes sobrepasan lo que el
espíritu de los hombres, negros o blancos,
pueden penetrar.
––Señor, durante cuarenta años he seguido
a los elefantes, pero, si la memoria no me
falla, jamás un niño ha visto lo que éste. Por
todos los dioses de las montañas, es… No sé
qué pensar.
Cuando volvieron al campamento, se había
hecho la hora de la cena. Petersen Sahib cenó
solo en su tienda. Pero mandó distribuir
entre sus hombres dos corderos y algunas
aves, y ración doble de harina, de arroz y de
sal, porque estaba seguro de que se celebraría
una fiesta.
Toomai, el padre, había llegado rápidamente
desde el campamento de los llanos, en
busca de su hijo y de su elefante. Pero ahora
que ya los había encontrado, los miraba como
si los dos le atemorizasen. Hubo fiesta alrededor
del fuego, que lanzaba al aire sus alegres
llamas ante los elefantes, atados a sus
postes correspondientes. El pequeño Toomai
fue el héroe de aquella celebración. Los cazadores
de elefantes, grandes, con la piel tostada
por el sol, los rastreadores, los cornacs y
los laceros, y los que conocían todos los secretos
del arte de domar a los elefantes más
peligrosos, se lo pasaron de uno a otro y le
hicieron una señal en la frente con la sangre
de un gallo salvaje muerto recientemente,
para asegurar a todos que era un hombre de
los bosques, un iniciado, con derecho de ciudadanía
en todas las junglas. Al fin, cuando
las llamas se extinguieron, y la luz roja de las
ascuas teñía también de sangre a los elefantes,
Machua Appa, jefe de todas las keddah,
álter ego de Petersen Sahib, que en cuarenta
años no había visto un camino empedrado,
Machua Appa, tan grande que no se le conocía
más que por Machua Appa, dio un salto, y
alzando al pequeño Toomai por encima de su
cabeza, gritó:
––¡Escuchad, hermanos! ¡Escuchad también
vosotros, los que estáis en esas filas,
porque es Machua Appa el que habla! En adelante
este pequeño no se llamará el pequeño
Toomai, sino Toomai el de los Elefantes, como
su antepasado. Lo que ningún hombre ha
visto, él lo ha visto durante toda una noche.
Le acompañan el favor del pueblo de los elefantes
y de los dioses de la jungla. Se convertirá
en un gran rastreador de huellas. ¡Será
más grande que yo, Machua Appa! ¡Seguirá
la pista todavía fresca, la pista antigua y la
que hay entre las dos, con una vista absolutamente
segura! Jamás sufrirá daño alguno
en ninguna keddah cuando se deslice bajo el
vientre de los adultos salvajes para atarles
las patas, y si resbala delante de un macho a
punto de atacar, ese macho le reconocerá y
no le atacará. ¡Ahiai! ¡Señores que estáis
aherrojados ––pasó corriendo ante los postes––,
he aquí al pequeño que os ha visto
bailar, en vuestros lugares secretos, espectáculo
que jamás ha contemplado hombre alguno!
¡Señores, rendidle honores! ¡Saludad a
Toomai el de los Elefantes! ¡Salaam karo,
hijos míos! ¡Gunga Pershad, aha! ¡Hira Guj,
Bírchi Guj, Kuttar Guj, aha! ¡Pudmini, tú que
le has visto durante la danza, y tú también,
Kala Nag, perla de mis elefantes! ¡Aha! ¡Todos
a coro! ¡A Toomai el de los Elefantes, Barrao!
A ese grito salvaje, todos los elefantes de
la fila elevaron sus trompas hasta la frente, y
rompieron en un saludo, el sonido ensordecedor
de sus barritos, que sólo el virrey de las
Indias puede escuchar, el Salaam de la keddah.
¡Pero esa vez era en honor de Toomai, que
había visto lo que no había conseguido ver
hombre alguno, el baile de los elefantes, por
la noche, él solo, en los montes Garo!
SIVA Y EL SALTAMONTES
(CANCIÓN DE CUNA DE LA MADRE DE
TODMAI)
Siva, sembrador de cosechas y dueño de
los vientos,
sentado al iniciarse un nuevo día, hará
mucho tiempo,
dio a cada uno su parte, comida, trabajo y
destino,
desde el rey omnipotente hasta el mas pobre
mendigo.
Todo nos lo ha dado el más alto dios, Siva.
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! Lo hizo todo.
Al camello, la joroba, para los bueyes la
hierba,
y para ti, mi niño, mi pecho de madre tierna.
Al rico le dio su trigo, y al pobre, su pobre
mijo,
migajas al hombre santo, de puerta en
puerta mendigo.
Al tigre buenos rebaños, sucia carroña al
buitre,
huesos y trapos al lobo, noches de luna
rondando.
Nada muy noble a sus ojos, nada tan feo y
tan malo.
Parbati los vio venir y marchar, estando
siempre a su lado,
pensó a su marido engañar, hacerle objeto
de mofa.
Robó un saltamontes, y le hizo en su pecho
alcoba.
Logró engañar así a Siva, el providente,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! Mira despacio. ¿Qué
sientes?
Gigantesco es el camello, enorme el buey
en el prado.
Pero este animal es pequeño, oh mi hijo
bien amado.
Cuando se acabó el reparto, ella le dijo
riendo:
«Señor, alimentaste a millares, y tu olvido
entiendo».
Rió Siva y contestó: di a cada uno su parte,
también a eso pequeño, con que quisiste
engañarme.
Lo sacó de su pecho, Parbati, una engañada
ladrona,
y vio que el pequeño insecto se fue derecho
a una hoja.
Lo vio, se desmayó temblorosa, haciendo
oración a Siva,
que de nadie se olvidó, a todos dio su comida.
Siva lo ha dado todo, el providente,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo! como un regalo…
al camello, la joroba, para los bueyes la
hierba,
y para ti, mi niño, mi pecho de madre tierna.