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Rikki-Tikki-Tavi

Ojo-Rojo, desde el hueco redondo,
a Piel Arrugada le lanzó el cohombro.
Escuchad el gran reto de animal sin miedo:
Nag, ven, la muerte va a ser el fin de tus
sueños.
Ojo a ojo, dos cabezas, odio puro.
Nag, guarda la distancia, el mejor conjuro.
No olvides, Nag, cobra, la lucha es a muerte,
y el triunfo, regalo de astucia y de suerte.
Dieron mil vueltas en el duro suelo.
Nag, corre a esconder tu piel sucia muy lejos.
Quisiste mi muerte y fue toda tuya.
Te dejó sin vida la diosa Fortuna.
HE AQUÍ LA HISTORIA DE LA GRAN
BATALLA que Rikki-Tikki-Tavi libró, totalmente
solo, en un cuarto de aseo del gran bungaló,
en el cuartel de Segowlee. Contó con la
ayuda de Darzee, el pájaro-sastre, y de Chuchundra,
la rata almizclera, que jamás anda
por el centro de las habitaciones, pues se
desliza bien pegado a las paredes, que le dio
buenos consejos. Pero Rikki-Tikki-Tavi sostuvo
la auténtica lucha. Era una mangosta*, y
se parecía a un gato por la piel y la cola. Sus
ojos y la punta del hocico, siempre nervioso,
eran de color rosa. Podía rascarse cualquier
parte del cuerpo con cualquiera de sus patas
delanteras o traseras, la que escogiera. Su
cola podía hincharse hasta imitar una brocha.
Y su grito de guerra, mientras, deslizándose,
parecía reptar sobre la hierba, era: «¡Rikktikk-
tikki-tikki-tchk!».
Un día, una de esas impresionantes inundaciones
de verano la arrancó de la madriguera
en la que vivía con sus padres. Pateando,
asustada, cloqueando como una gallina,
llegó al fin a una zanja que estaba al borde
de un camino. Tuvo la suerte de encontrar allí
un menudo haz de hierbas, y se aferró a él.
No se enteró de lo que pasó después, porque
perdió el conocimiento. Cuando lo recobró,
estaba tumbada a pleno sol en medio de un
sendero de un jardín, por cierto, muy descuidado,
y un niño, a su lado, decía:
––Mira, una mangosta muerta. Vamos a
celebrar un funeral por ella.
––No ––le contestó su madre––, vamos a
cogerla y a secarla. Quizá no esté realmente
muerta.
La cogieron y la llevaron a casa. Allí, un
hombre grueso la mantuvo un momento en el
aire y aseguró que no estaba muerta, sino
medio ahogada. La envolvieron entre algodones,
la calentaron, y el pequeño animal abrió
los ojos y estornudó.
Ahora ––dijo el hombre, un inglés que
acababa de trasladarse al bungaló––, no la
asustéis, y veremos qué hace.
Es casi imposible asustar a una mangosta,
porque está devorada por la curiosidad de la
punta de la nariz a la cola. La consigna de la
familia de las mangostas es: «Corre y entérate
». Y Rikki-Tikki era una auténtica mangosta.
Se fijó en el algodón y se dio cuenta de
que no era comestible. Correteó con curiosidad
a lo largo y ancho de la mesa, se sentó,
se alisó la piel, se rascó y, dando un salto, se
subió al hombro del niño.
––No te asustes, Teddy ––le dijo su padre––.
Es su manera de hacer amigos.
––Me hace cosquillas en la barbilla ––se
sonrió Teddy.
Rikki-Tikki miró hacia abajo, al hueco que
se abría entre la camisa del niño y su cuello,
curioseó, jugueteando, en su oído, y saltó al
suelo, donde se rascó la nariz.
––¡Vaya! ––exclamó la madre de Teddy––,
ty eso es un animal salvaje? Supongo que se
ha familiarizado con nosotros porque hemos
sido buenos con ella.
––Todas las mangostas se comportan así –
–le aclaró su marido––. Si Teddy no la tira de
la cola o intenta meterla en una jaula, saldrá
y entrará en la casa sin parar. Vamos a darle
algo de comer.
Le dieron un pequeño pedazo de carne
cruda. A Rikki-Tikki le gustó muchísimo, y
cuando lo terminó, salió a la galería, se sentó
al sol y esponjó su piel para que se le secara
por completo. Luego empezó a sentirse mejor.
––Todavía hay muchas cosas que ver en
esta casa ––se dijo––. Más que las que toda
mi familia junta podría encontrar en toda su
vida. Yo me quedaré aquí y las encontraré.
Pasó todo el día dando vueltas por la casa.
Casi se ahogó en el cuarto de baño, metió su
nariz en el tintero que había en el escritorio,
y se la quemó oliscando el extremo del puro
del hombre grande, porque se subió a su regazo
para enterarse de cómo escribía. Cuando
cayó la tarde, se fue a la habitación de
Teddy para ver cómo se encendían las lámparas
de queroseno*, y cuando el niño subió a
la cama, Rikki-Tikki hizo lo mismo. El matrimonio
entró ––como siempre–– para ver a su
hijo, y Rikki-Tikki estaba despierta, sentada
sobre la almohada.
––No me gusta eso ––dijo la madre de
Teddy––. Puede morder al niño.
––No lo hará ––le contestó el padre––.
Teddy está más seguro con este pequeño
animal que con un perro de presa. Si ahora
entrara una serpiente…
Pero la madre de Teddy no quería ni pensar
en algo tan horrible.
Por la mañana, Rikki-Tikki se fue a desayunar
a la galería, sentada en un hombro de
Teddy, y le dieron un plátano y huevo duro.
Se sentó por turno en el regazo de los tres,
porque toda mangosta bien educada aspira a
convertirse algún día en un animal doméstico,
y disponer de habitaciones por las que
corretear. La madre de RikkiTikki, que había
vivido en la casa del general en Segowlee, le
había enseñado cómo actuar si algún día se
encontraba con hombres blancos.
Luego, Rikki-Tikki salió al jardín para inspeccionarlo.
Era un jardín enorme, cuidado a
medias, con rosales tan grandes como cenadores,
de los llamados Marshal Niel. También
había naranjos y limas, bambúes y una gran
extensión de hierba alta. Rikki-Tikki se relamió:
«Esto es un magnífico cazadero», pensó, y
su cola se esponjó.
Luego, corriendo locamente de un lado para
otro, lo exploró todo. De repente oyó unas
voces lastimeras que salían de un espino.
Eran Darzee, el pájaro-sastre, y su esposa.
Su nido era precioso. Habían cosido dos
grandes hojas y habían llenado el hueco de
algodón y pelusa. El nido se balanceaba,
mientras ellos, sentados en los bordes, lloraban.
––¿Qué pasa? ––les preguntó Rikki-Tikki.
––Nos ha golpeado la desgracia ––le respondió
Darzee––. Una de nuestras crías se
cayó del nido ayer, y Nag se la comió.
––Hummm, sí, eso es muy triste ––dijo
Rikki-Tikki––. Pero yo soy aquí un extraño.
¿Quién es Nag? Darzee y su mujer, en vez de
contestar, se refugiaron en el nido. De la espesa
hierba que crecía al pie del arbusto, salió
un sonido sordo… un horrible sonido frío,
que hizo que Rikki-Tikki retrocediera. Luego,
lentamente, fueron emergiendo de la hierba
la cabeza y el capuchón de Nag, la gran cobra
negra, que medía un metro y medio, desde la
lengua hasta la cola. Cuando ya estaba casi
completamente visible, empezó a balancearse,
como los dientes de león agitados por el
aire, y miró a RikkiTikki con sus malignos
ojos de serpiente, que nunca cambian de expresión,
piensen lo que piensen.
––¿Quién es Nag? ––exclamó en tono
triunfal––. Yo soy Nag. El gran dios Brahma
nos puso el signo distintivo cuando la primera
cobra extendió su capucha para que el sol no
le molestara mientras dormía. Y ahora, ¡mírame
y échate a temblar!
Ensanchó su cuello más que nunca, y Rikki-
Tikki vio una marca como de gafas en la
parte de atrás. Parecía un cierre en forma de
corchete. Durante un instante, el miedo hizo
presa en él. Pero a una mangosta el miedo no
le dura más que un instante, y aunque Rikki-
Tikki no se había encontrado aún con una cobra
viva, su madre lo había alimentado con
cobras muertas, y sabía muy bien que una
mangosta adulta tiene como misión en la vida
combatir y matar a las serpientes. Nag lo sabía
también, y en el fondo de su corazón de
hielo sintió miedo.
––¡Vaya! ––dijo Rikki-Tikki, cuya cola
había adquirido el máximo volumen––, con
marca o sin ella, ¿te parece bien comer, pajarillos
caídos del nido?
Nag disimulaba sus pensamientos y observaba
los movimientos de la hierba tras RikkiTikki.
Sabía bien que la presencia de mangostas
en el jardín significaba, tarde o temprano,
su muerte y la de su familia, pero quiso burlar
la vigilancia de Rikki-Tikki. Bajó un poco la
cabeza y la ladeó.
––Dialoguemos un momento ––le dijo––.
Tú comes huevos tan a gusto. ¿Por qué no
puedo yo comer pájaros?
––¡Detrás! ¡Mira detrás de ti! ––le cantó
Darzee. Rikki-Tikki no perdió ni un segundo.
Dio en el aire el mayor salto que pudo, y justo
debajo de él, la cabeza de Nagaina, la pérfida
esposa de Nag, pasó como una flecha. Se
le había acercado por detrás mientras hablaba,
para ajustarle las cuentas. Falló por los
pelos. Se oyó un feroz silbido de contrariedad.
Rikki-Tikki cayó casi encima del lomo de
Nagaina. Una vieja mangosta habría sabido
que ése era el momento justo de romper la
columna vertebral de su enemiga de un solo
bocado. Pero Rikki-Tikki tuvo miedo del terrible
latigazo que la cobra le lanzó con la cola.
Le dio un mordisco, pero no con demasiada
fuerza, y de un salto se vio libre de la
amenaza que representaba aquella cola sangrante,
dejando a Nagaina herida y rabiosa.
––¡Darzee, eres malvado! ––dijo Nag, azotando
el aire en torno al nido, que se asentaba
firmemente en el espino. Darzee lo había
construido fuera del alcance de las serpientes,
y el nido se limitó a oscilar de izquierda a
derecha.
Rikki-Tikki sintió que sus ojos se habían
vuelto rojos y brillantes, y cuando los ojos de
una mangosta adquieren esa coloración, es
que está rabiosa. Se sentó sobre la cola y las
patas traseras, como si fuera un pequeño
canguro. Miraba a su alrededor y los dientes
le rechinaban de rabia. Pero Nag y Nagaina
habían desaparecido en la hierba. Cuando
una serpiente falla un golpe, se calla y no deja
traslucir lo que hará luego. Rikki-Tikki ni
siquiera intentó seguirlas. No estaba preparada
para luchar contra dos serpientes a la
vez. Se fue trotando hasta el camino enarenado,
cerca de la casa, y se sentó para pensar
tranquilamente. Se encontraba ante un
problema muy serio. Si leéis libros antiguos
de historia natural, descubriréis que cuando
una mangosta entra en fiero combate con
una serpiente y es mordida por ella, se va a
comer una hierba que la cura. Pero ésa no es
una verdad científica. La victoria sólo es
cuestión de rapidez de mirada y agilidad de
patas. A cada intento de la serpiente, un salto
de la mangosta. Y como ninguna mirada es
capaz de seguir el movimiento de la cabeza
de una serpiente cuando ataca, la realidad de
los hechos es todavía mas extraordinaria que
la hierba mas mágica. Rikki-Tikki sabía que él
era una joven mangosta macho, y estaba
mas que satisfecho de haber podido esquivar
un ataque por la espalda. Eso le dio una gran
confianza en sí mismo, y cuando Teddy llegó
corriendo por el caminillo, Rikki-Tikki estaba
preparado para dejarse acariciar.
Pero en el momento en que Teddy se inclinaba,
el polvo se removió y se oyó una voz
tenue:
––¡Cuidado! ¡Soy la muerte!
Se trataba de Karait, la minúscula serpiente
color tierra, a la que le encanta dormir entre
el polvo. Su mordedura es tan peligrosa
como la de una cobra, pero es tan pequeña
que nadie piensa en ella, y por eso hace estragos
entre las personas.
Los ojos de Rikki-Tikki se inyectaron de
nuevo en sangre, y se acercó a Karait con ese
paso único, entre el balanceo y la ondulación,
heredado de su familia. Parece extraño y hasta
cómico, pero está tan perfectamente equilibrado
que el animal puede salir disparado en
cualquier dirección. Y cuando se trata de serpientes,
ese movimiento representa una gran
ventaja. Lo que no sabía Rikki-Tikki es que
haría algo mucho mas peligroso que luchar
contra Nag. Porque Karait era tan pequeña y
podía darse la vuelta a tal velocidad, que si
no le mordía exactamente detrás de la cabeza,
recibiría la picadura de Karait en un ojo o
en el labio. Pero Rikki no lo sabia. Tenia los
ojos completamente rojos, y se balanceaba
hacia atrás y hacia delante, buscando un objetivo.
Karait atacó. Rikki dio un salto de costado
e intentó llegar al cuerpo a cuerpo, pero
la perversa serpiente del polvo dio un latigazo
en el aire, a la distancia de un cabello de su
espalda. Rikki-Tikki se vio obligada a saltar
por encima del cuerpo de la serpiente, mientras
la cabeza de ésta estuvo a punto de
apresar sus patas.
Teddy gritó a las personas que había en la
casa:
––¡Venid a ver esto! Nuestra mangosta está
a punto de matar una serpiente.
Rikki-Tikki oyó chillar a la madre de Teddy.
Su padre salió a toda prisa, con un palo en la
mano. Pero antes de que llegaran, Karait
había lanzado un ataque alocado que le permitió
a Rikki-Tikki, de un salto, caer sobre la
espalda de la serpiente. Recogió cuanto pudo
la cabeza entre las patas delanteras y mordió
la columna vertebral de la serpiente. La mordedura
paralizó a Karait, y Rikki-Tikki se preparaba
para comérsela entera, empezando
por la cola, según la costumbre de su familia,
cuando pensó que, si quería conservar su
fuerza y su viveza, no debería engordar.
Se fue a tomar un baño de polvo bajo los
ricinos*, mientras el padre de Teddy golpeaba
el cadáver de Karait. «¿Para qué, reflexionó
Rikki-Tikki, si yo he hecho todo lo que
había que hacer?» Entonces la madre de
Teddy la cogió, la abrazó estrechamente y le
dijo con voz cariñosa pero fuerte que había
salvado de la muerte a su hijo. Y el padre declaró
en tono solemne que la había enviado la
Providencia, mientras Teddy miraba todo con
ojos llenos de espanto. A Rikki-Tikki le divertía
mucho el alboroto que se traían, aunque,
evidentemente, no entendía nada. La madre
de Teddy podría haber acariciado al niño
exactamente igual por haber jugado en el
polvo. Rikki se divirtió muchísimo.
Por la tarde, a la hora de la cena, moviéndose
tranquilamente entre los vasos de vino,
podría haberse atiborrado, pero se acordó de
Nag y de Nagaina y, aunque le gustaba dejarse
alabar y acariciar por la madre de Teddy,
y auparse al hombro de éste, sus ojos se
inyectaban en sangre de cuando en cuando y
lanzaba su prolongado grito de guerra:
«¡Rikk––tikk––tikki––tikki––tchk!».
Teddy se la llevó a la cama, y se empeñó
en que durmiera pegado a su barbilla. Rikki-
Tikki estaba demasiado bien educado como
para morder o arañar, pero en cuanto Teddy
se durmió, se fue a hacer la ronda nocturna
alrededor de la casa, y en la oscuridad cayó
sobre Chuchundra, la rata almizclera, que se
arrastraba junto a una pared. Chuchundra es
un animal pequeño que vive siempre lleno de
miedo. Se lamenta en voz alta toda la noche,
pero no se atreve a correr por el centro de las
habitaciones.
––No me mates ––le suplicó Chuchundra,
a punto de llorar––. Rikki-Tikki, no me mates.
––¿Piensas que quien mata serpientes se
va a rebajar a matar ratas como tú? ––le
contestó Rikki-Tikki con desdén.
––Los que matan serpientes al final mueren
en sus fauces ––dijo Chuchundra, más
quejumbrosa que nunca––. ¿Y cómo sabré yo
con seguridad que Nag no me atacará, confundiéndome
contigo, una noche bien oscura?
––No hay el menor peligro ––respondió
Rikki-Tikki––. Además, sé que Nag está en el
jardín y tú no te dejas ver en el.
––Mi primo Chua, la rata, me ha dicho… –
–empezó Chuchundra, y luego se calló.
––¿Qué te ha dicho?
––¡Chitón! Nag está en todas partes, Rikki-
Tikki. Tendrías que haber hablado con
Chua en el jardín.
––No lo he hecho. Así que tienes que decírmelo.
Rápido, Chuchundra, o te muerdo.
Chuchundra se sentó y se puso a llorar con
tanta fuerza que las lágrimas resbalaban por
sus bigotes. ––Soy un pobre infeliz ––dijo
entre sollozos––. Jamás he tenido el valor de
lanzarme hasta el centro de una habitación.
¡Chitón! No debo decir nada. ¿No te das
cuenta, Rikki-Tikki?
La mangosta se puso a la escucha. La casa
estaba envuelta en un silencio total, pero se
oía un débil crisscriss, un ruido tan leve como
el que produce una avispa acariciando el cristal
de una ventana. Era el roce tenue y seco
de las escamas de una serpiente sobre los
ladrillos.
––Se trata de Nag o Nagaina ––murmuró
como para sí mismo–– a punto de entrar por
el conducto de salida del cuarto de baño. Tienes
razón, Chuchundra, debería haber hablado
con Chua.
Se llegó sigilosamente hasta el cuarto de
baño de Teddy. No encontró nada allí. Luego,
al de la madre de Teddy. En la parte baja del
muro encalado habían retirado un ladrillo para
desaguar el cuarto de baño y, en el momento
en que Rikki-Tikki se deslizaba dentro
de la habitación, cuando se acercaba a la bañera,
escuchó a Nag y a Nagaina cuchicheando
fuera, al claro de luna. ––Cuando no haya
ni un solo ser humano en la casa ––le decía
Nagaina a su marido––, ella tendrá que irse.
Y entonces el jardín volverá a ser nuestro.
Entra sin ruido, que el hombre que ha matado
a Karait es el primero al que hay que
morder. Después vienes y me lo cuentas. Y
luego nos iremos las dos juntas al encuentro
de Rikki-Tikki.
––Pero ¿estás segura de que saldremos
ganando matando a los humanos? ––
preguntó Nag.
––Del todo. Cuando nadie habitaba el
bungaló, ¿teníamos una mangosta en el jardín
? En cuanto se quede vacío, seremos los
reyes. Y acuérdate de que en cuanto los huevos
que hemos puesto en el melonar se
abran ––y eso puede ocurrir mañana mismo–
–, nuestros hijos necesitarán mucho espacio
y mucha tranquilidad.
––No había pensado en eso ––dijo Nag––.
Voy ahora mismo. Pero será inútil que nos
pongamos a buscar inmediatamente a Rikki-
Tikki. Yo mataré al hombre y a su mujer, y
luego al niño si me da tiempo, y dejaré la casa
sin hacer ruido alguno. Entonces el bungaló
se quedará vacío y Rikki-Tikki tendrá que
irse.
Un estremecimiento de rabia y odio recorrió
a la mangosta. A continuación, la cabeza
de Nag apareció por el conducto, seguida por
el metro y medio de su cuerpo frío. Aunque
Rikki-Tikki estaba totalmente dominado por la
cólera, se asustó mucho al comprobar su longitud.
Nag se hizo un ovillo, levantó la cabeza,
e inspeccionó el cuarto de baño, que estaba
en la más absoluta oscuridad. Rikki-Tikki
advertía el brillo de sus ojos.
––Veamos, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá.
Y si la ataco en tierra, en campo abierto,
todas las ventajas serán para ella. ¿Qué
hacer? ––se dijo Rikki-Tikki.
Nag se balanceaba en todas direcciones.
Luego, Rikki-Tikki escuchó cómo bebía en el
jarro que se empleaba para llenar la bañera.
––Está bien ––dijo la serpiente––. Cuando
Karait murió, el hombre gordo llevaba un
bastón. Quizá lo tenga todavía. Pero cuando
mañana por la mañana venga a bañarse, seguro
que no lo tendrá. Le voy a esperàr aquí.
Nagaina… ¿me oyes? Voy a esperar aquí,
bien fresquito, hasta que se haga de día.
No se oyó respuesta alguna fuera. Rikki-
Tikki comprendió que Nagaina se había ido.
Nag se ovilló en torno al fondo del jarro, y
Rikki-Tikki se quedó como muerto, totalmente
quieto donde se encontraba. Al cabo de
una hora se puso en movimiento, músculo
tras músculo, y avanzó hacia el jarro. Nag
estaba dormido, y Rikki-Tikki tuvo tiempo de
mirar su espalda poderosa, y de buscar el
mejor sitio para hacer presa en el. «Si no le
rompo los riñones con el primer ataque ––
pensó Rikki––, mantendrá la capacidad de
lucha. Y si lucha… adiós, Rikki.» Consideró el
grosor del cuello bajo la capucha. Era demasiado
para el. Y una mordedura cerca de la
cola no conseguiría mas que enfurecer a Nag
hasta el paroxismo. «Es preciso atacarle en la
cabeza», se dijo al fin. «La cabeza, por encima
del capuchón. Y una vez que haya hecho
presa ahí, no soltarla por nada del mundo.»
Entonces atacó. La cabeza de Nag estaba a
unos dedos del jarro, bajo su curva. Cuando
sus dientes se clavaron, Rikki se arqueó contra
la arcilla roja, para atenazar contra el
suelo la cabeza de la serpiente. No pudo
guardar este punto de apoyo más que un segundo,
aunque sacó de su posición toda la
ventaja posible. Después se vio zarandeado
de un lado a otro, en todas las direcciones,
en el suelo, de arriba abajo y en grandes círculos.
Pero tenía los ojos rojos y aprisionaba
con firmeza a su presa, mientras ésta pegaba
latigazos en el suelo. Tiró un bote de hojalata,
la jabonera y un cepillo. Y golpeó terriblemente
a Rikki-Tikki contra el metal esmaltado
de la bañera. Manteniendo siempre la
presa, cerraba sus mandíbulas cada vez mas,
pues estaba seguro de morir a fuerza de golpes,
y por el honor de su familia, prefería que
le encontraran así, con los dientes apretados,
hundidos en el cuerpo de la cobra. Le daba
vueltas la cabeza, y tenía la impresión de que
estaba hecho añicos, cuando, de repente, se
oyó tras el como un enorme trueno. Un aire
abrasador le hizo perder el conocimiento, y
sintió que una llama roja le quemaba la piel.
El hombre, despertado por el ruido, había
hecho fuego con una escopeta de caza, alcanzando
a Nag justo detrás de la capucha.
Rikki seguía manteniendo su presa. Tenía
los ojos cerrados, porque ahora estaba completamente
seguro de que la cabeza ya no se
movía. El hombre lo cogió diciendo:
Alicia, de nuevo la mangosta. Esta vez es
ella la que nos ha salvado la vida.
Entonces, la madre de Teddy entró en la
habitación, pálida, vio lo que quedaba de
Nag, y Rikki-Tikki se fue sigilosamente a la
habitación de Teddy, donde pasó la mitad de
la noche sacudiéndose suavemente para
comprobar si estaba o no hecha trocitos.
Cuando llegó la mañana, tenía agujetas en
todo el cuerpo, pero estaba satisfecho del
trabajo realizado. «Y ahora le ha llegado el
turno a Nagaina, que será peor que cinco Nag
juntos. Y no se puede saber cuándo nacerán
sus crías. ¡Santo cielo! Tengo que ir a hablar
con Darzee», se dijo.
Sin esperar al desayuno, corrió hacia el
espino en el que Darzee, triunfal, cantaba a
voz en grito. La noticia de la muerte de Nag
había recorrido todo el jardín, porque el barrendero
había arrojado su cuerpo a la basura.
––¡Oye, estúpido montón de plumas! ––
gritó Rikki-Tikki encolerizado––. ¿Es el mejor
momento para cantar?
––¡Nag está muerto… muerto… y bien
muerto! ––cantaba Darzee––. El valiente Rikki-
Tikki lo ha cogido por la cabeza y ha tenido
el valor de no soltar la presa. Ha llegado el
hombre con el bastón que hace «buuum» ¡y
Nag ha caído, partido en dos! Jamás volverá
a comerse a mis crías.
––Muy bien, pero ¿dónde está Nagaina ––
preguntó.
––Nagaina ha llegado hasta el conducto de
la sala de baño, y ha llamado a Nag ––
respondió Darzee––. Pero Nag ha salido en el
extremo de un palo. El barrendero ha enroscado
ahí su cuerpo y lo ha tirado al basurero.
Cantemos en honor del gran Rikki-Tikki, Rikki-
Tikki, el de los ojos rojos ––y después,
Darzee hinchó el cuello y siguió cantando.
––Si pudiera alcanzar tu nido, lo destruiría
y lanzaría al suelo a tus crías. Darzee, no
haces las cosas cuando y como debes. Tú estás
ahí arriba, seguro en tu nido. Pero yo,
aquí abajo, vivo en plena guerra. Deja de
cantar un momento, Darzee.
––Por amor al grande, al hermoso Rikki-
Tikki, me paro ––dijo Darzee––. ¿Qué te pasa
?
––Por tercera vez, ¿dónde se encuentra
Nagaina? ––Sobre el montón de basura, cerca
de las caballerizas. Llora la muerte de Nag.
¡Qué grande es Rikki-Tikki, el de los dientes
blancos!
––¡Olvídate de mis dientes! ¿Sabes dónde
guarda sus huevos?
––En el melonar, junto al muro, donde el
sol da con fuerza casi todo el día. Hace semanas
que los oculta allí.
––¿Y no se te ha ocurrido decírmelo? ¿En
el lado más próximo al muro?
––Rikki-Tikki, no te comerás esos huevos,
¿verdad? ––¿Comérmelos? No exactamente.
Darzee, si no has perdido el juicio por completo,
vete enseguida hacia los establos, simula
que se te ha roto un ala, y haz que Nagaina
te persiga hasta este espino. Tengo que
ir al melonar, y si fuera ahora, ella me vería.
Darzee era un poco tonto, incapaz de retener
más de una idea en la cabeza. Y porque
sabía que las crías de Nagaina nacían de huevos
semejantes a los suyos, opinaba que no
había que destruirlos. Pero su mujer razonaba
muy bien, y sabía que los huevos de cobra
acaban por producir cobras jóvenes. Echó a
volar desde el nido, y dejó a Darzee la misión
de mantener calientes a las crías y continuar
cantando la muerte de Nag. Darzee se parecía
mucho a los hombres en ciertos aspectos.
Voló hasta donde estaba Nagaina, cerca
del montón de basura, y empezó a lamentarse:
––¡Ay, se me ha roto un ala! El niño de la
casa me ha lanzado una piedra y me la ha
partido.
Luego empezó a aletear, absolutamente
desesperada.
Nagaina levantó la cabeza y silbó:
––Tú avisaste a Rikki-Tikki cuando yo estaba
a punto de matarle. No has escogido el
mejor sitio para cojear ––y se fue acercando
a ella, arrastrándose por el polvo.
––¡El niño me la ha roto con una piedra! –
–gritó de nuevo la esposa de Darzee.
––Bien, quizá te consuele, después de tu
muerte, pensar que yo le ajustaré las cuentas
al niño. Mi marido yace esta mañana sobre
un montón de basura, pero antes de la noche,
el pequeño de la casa reposará en una
inmovilidad absoluta. ¿Por qué tratas de huir?
No te escaparás de mí. Pequeña idiota, mírame.
La esposa de Darzee se guardó muy bien
de hacerlo, porque un pájaro que mira a una
serpiente a los ojos se asusta de tal manera
que ya es incapaz de hacer un solo movimiento.
La esposa de Darzee continuó aleteando,
sin levantar nunca el vuelo, y Nagaina
empezó a arrastrarse más aprisa hacia
ella.
Rikki-Tikki las oyó alejarse de las caballerizas
y subir por el camino. Entonces echó a
correr a toda velocidad hacia el melonar que
se encontraba cerca del muro. Allí, en la paja
tibia extendida alrededor de los melones,
muy hábilmente ocultos, descubrió veinticinco
huevos, del mismo grosor más o menos que
los de la gallina Bantam, pero recubiertos de
una piel blanquecina en vez de cáscara.
––No me he adelantado ni un solo día ––
dijo, porque se había dado cuenta de que las
crías estaban ovilladas en el interior, y sabía
que, en cuanto naciesen, cada una de ellas
podría matar a un hombre o a una mangosta.
Con un mordisco arrancó la piel de los huevos
y, poniendo toda su alma en la tarea, aplastó
a las jóvenes cobras. Luego revolvió la paja
varias veces para asegurarse de que no había
olvidado ninguno. Al final no quedaban más
que tres huevos. Se echó a reír, pero entonces
oyó la aguda voz de la esposa de Darzee:
––Rikki-Tikki, he llevado a Nagaina hacia
la casa y ha alcanzado la galería y, ¡ven inmediatamente…
quiere matar!
Rikki-Tikki aplastó dos huevos, se llevó el
tercero en la boca, se retiró del melonar dando
un salto hacia atrás, y se precipitó hacia la
galería con la mayor rapidez que le permitieron
sus patas. Teddy, su padre y su madre se
encontraban allí, ante su desayuno, pero Rikki-
Tikki vio que no comían. Estaban petrificados
en sus asientos, con la cara lívida. Nagaina
se había enroscado sobre la estera, muy
cerca de la silla de Teddy; tenía a su alcance
la pierna del niño y se balanceaba de derecha
a izquierda, cantando triunfalmente:
––Hijo del hombre que ha matado a Nag –
–silbaba––, no te muevas. Todavía no estoy
preparada. Esperad un poco. Quedaos absolutamente
inmóviles los tres. Si os movéis, os
atacaré, y si no, también. ¡Insensatos, os
habéis atrevido a matar a mi Nag!
Los ojos de Teddy estaban clavados en los
de su padre, que sólo murmuraba:
––Tranquilo, Teddy. No hay que moverse.
Teddy, tranquilo.
Entonces llegó Rikki-Tikki y gritó:
––¡Date la vuelta, Nagaina, date la vuelta!
Ven a luchar.
––Cada cosa a su tiempo ––dijo ella, sin
volver los ojos––. A ti te ajustaré las cuentas
más tarde. Mira a tus amigos, Rikki-Tikki. Están
pálidos e inmóviles, tienen miedo. No se
atreven a moverse, y si das un solo paso
hacia delante, los atacaré.
––Vete a ver tus huevos ––exclamó Rikki-
Tikki––, en el melonar, cerca del muro. Vete
a verlos, Nagaina.
La gran serpiente dio media vuelta y vio el
huevo en el suelo de la galería.
––¡Ay! ¡Dámelo! ––gritó.
Rikki-Tikki puso el huevo entre sus patas.
Tenía los ojos inyectados en sangre.
––¿Qué precio estás dispuesta a pagar por
un huevo de serpiente? ¿Por una joven cobra
? ¿Por una joven cobra real? ¿Por el último,
el último de la nidada? Las hormigas están
a punto de comerse los restantes allí,
cerca del melonar.
Nagaina giró en redondo, olvidando todo
por aquel único huevo. Y Rikki-Tikki vio que
el padre de Teddy tendía bruscamente una
mano, atrapaba a Teddy por un hombro y lo
retiraba al lado opuesto de la mesita, donde
se encontraban las tazas de té, sano y salvo,
fuera del alcance de Nagaina.
––¡Engañada! ¡Engañada! ¡Engañada!
¡Rikk––tikki––tck-tck! ––se burló Rikki-Tikki–
–. El niño está sano y salvo y fui yo quien cogió
a Nag por el capuchón ayer por la noche,
en el cuarto de baño ––luego se puso a saltar
como loco, con las cuatro patas a la vez, y
con la cabeza casi a ras del suelo––. Me sacudió
en todos los sentidos, pero no consiguió
que lo soltara. Estaba muerto antes de que el
hombre lo partiera en dos trozos. Soy yo el
que lo hizo. ¡Rikki-Tikki––tck––tck! Ven,
pues, Nagaina, ven a luchar conmigo. Tu viudedad
se va a terminar enseguida.
Nagaina comprobó que había perdido la
ocasión de matar a Teddy, y el huevo continuaba
entre las garras de Rikki-Tikki.
––Dame al último de mis huevos y me iré
para no volver jamás ––dijo ella, mientras se
desinflaba su capuchón.
––Sí, te irás para no volver. Porque te vas
con Nag al basurero. ¡Lucha, pobre viuda! ¡El
hombre ha ido a buscar su escopeta! ¡Lucha!
Rikki-Tikki saltaba alrededor de Nagaina,
cerca, pero siempre fuera de su alcance. Sus
ojillos brillaban como dos carbones encendidos.
Nagaina se replegó sobre sí misma y se
lanzó contra el. Rikki-Tikki saltó hacia atrás.
La cobra atacó unas cuantas veces más. Cada
vez que lo hacía, su cabeza golpeaba contra
la estera del suelo de la galería. Luego se replegaba
como si fuese la cuerda de un reloj.
Entonces, Rikki-Tikki empezó a dar vueltas
alrededor de Nagaina, que lo seguía con la
vista, girando la cabeza. Su cola hacía un ruido
parecido al de las hojas secas arrastradas
por el viento.
Rikki-Tikki se había olvidado del huevo que
permanecia en el suelo. Nagaina se fue acercando
a él, mientras Rikki-Tikki descansaba
un poco, y acabó por cogerlo con la boca. Entonces
se dirigió a las escaleras y escapó como
una flecha hacia el camino, perseguida
por Rikki-Tikki. Cuando una cobra huye de la
muerte, adquiere la rapidez de una tralla*
sobre el cuello de un caballo.
Rikki-Tikki debía atrapar a Nagaina o sus
problemas comenzarían de nuevo. Ella escapaba
en línea recta hacia el arbusto espinoso,
y Rikki-Tikki, al correr, oía que Dar zee seguía
cantando su estúpido himno triunfal. Pero
su esposa era más inteligente. Voló desde
su nido al encuentro de Nagaina, y empezó a
batir sus alas sobre la cabeza de la cobra.
Ésta se contentó con desinflar su capuchón y
continuó su camino. Pero esos segundos perdidos
permitieron que Rikki-Tikki la alcanzase,
y cuando Nagaina se lanzó de cabeza al
agujero, parecido al de las ratas, en el que
había vivido con Nag, los pequeños dientes
blancos de la mangosta hicieron presa en su
cola, y se lanzó al interior de la madriguera
detrás de ella. Muy pocas mangostas, aunque
sean muy viejas y muy listas, se atreven a
seguir a una cobra cuando se mete en un
agujero. En ése, la oscuridad era total. Y Rikki-
Tikki no sabía si aquel túnel podría ensancharse,
y ofrecer a Nagaina el espacio suficiente
para revolverse y atacar. Siguió ferozmente
enganchada, con las patas separadas
para que le sirvieran de freno en la pendiente
de tierra caliente y húmeda.
Entonces, la hierba que crecía a la entrada
del agujero dejó de moverse y Darzee gritó:
––Rikki-Tikki ha muerto. Cantemos un
himno a su muerte. Ha muerto el valiente
Rikki-Tikki, porque seguramente Nagaina lo
matará bajo tierra.
Improvisó una lúgubre canción, pero
cuando cantaba la parte más sombría y dolorida,
la hierba empezó a moverse y Rikki-
Tikki, completamente sucio, salió tranquilamente
del agujero, como si nada hubiera pasado,
limpiándose los bigotes. Darzee se paró,
lanzando un grito. Rikki-Tikki, de una sacudida,
se quitó de encima parte del polvo y
estornudó.
––Se acabó ––dijo––, la viuda no volverá a
salir.
Rikki-Tikki se ovilló sobre la hierba y se
durmió al instante. Durmió y durmió hasta
bien entrada la tarde, porque el día había resultado
muy fatigoso.
Ahora ––dijo cuando se despertó––, me
vuelvo a la casa. Cuenta todo al barbudo de
frente roja, Darzee, y él hará saber a todos
los habitantes de jardín que Nagaina ha
muerto.
El barbudo de frente roja es un pájaro que
hace un ruido muy parecido al de un martillo
sobre un recipiente de cobre. Y si hace siempre
ese ruido, se debe a que, en la India, es
el pregonero en todos los jardines, y lanza las
noticias a los cuatro vientos a quien quiera
escucharle. Al avanzar sobre el camino, Rikki-
Tikki le oyó decir:
––¡Atención! ¡Atención! ––y luego, como si
fuese un gong de mesa, en forma de notas
sostenidas––: ¡Dingdong––tock! ¡Nag ha
muerto… dong! ¡Nagaina ha muerto! ¡Ding––
dong––tock!
Cuando Rikki llegó a la casa, Teddy, su
madre, que seguía todavía muy pálida, porque
se había desmayado, y su padre salieron
y estuvieron a punto de llorar sobre él. Y
aquella tarde comió hasta hartarse, todo lo
que le ofrecieron. Luego, absolutamente lleno,
se fue a la cama sobre un hombro de
Teddy. Allí seguía cuando su madre, bastante
más tarde, entró para echar una ojeada.
––La mangosta nos ha salvado la vida, lo
mismo que a Teddy ––le dijo a su marido––.
¿Te das cuenta? ¡Nos ha salvado la vida a los
tres!
Rikki-Tikki se despertó sobresaltado. Todas
las mangostas tienen el sueño ligero.
Ah, bueno, sois vosotros. ¿Qué os preocupa
? Todas las cobras están muertas, y si no
lo estuviesen, aquí estoy yo.
Rikki-Tikki tenía derecho a sentirse orgulloso
de sí mismo. Pero no se vanaglorió demasiado,
y siguió protegiendo el jardín como
debe hacerlo una mangosta, con sus dientes,
con sus saltos, con sus mordiscos. Nunca una
cobra más se atrevió a asomar la cabeza por
el jardín.

MELOPEA DE DARZEE
(CANTADA EN HONOR DE RIKKI-TIKKI)
Yo, que soy sastre y cantor,
me siento feliz como nadie.
Lanzo mi orgullo al espacio,
satisfecho del nido que hago.
El compás de mi canto sube y baja,
como el suave balanceo de mi casa.
Arrullar puedo a tus pequeños,
madre. Sube tu canto hasta el cielo.
Ya no hay mal que nos azote.
La muerte y su capirote
se fueron de nuestro jardín.
El terror que se escondía en las rosas,
ya no es más que una cosa
muerta y arrojada al estiércol.
Pero, ¿quién nos libró de él?
Dime su nombre y su nido.
Rikki-Tikki, siempre presta,
Rikki, con sus ojos encendidos,
Rikki-Tikki, la de los blancos colmillos,
Rikki-Tikki, la de ojos encendidos.
Que los pájaros la agasajen,
con sus colas bien extendidas.
Las notas del ruiseñor
se harán homenaje y preces.
Rikki-Tikki, la de ojos encendidos
y cola siempre henchida.
(En este punto, Rikki-Tikki interrumpió a
Darzee
y se ha perdido el resto de la canción.)