Category Archives: Emilia Pardo Bazán

Los cabellos

Era en el doble reducto de la plaza fuerte
de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones,
sobre el reborde de piedra gris que
sostenía la casamata, David, extenuado, se
sentó a esperar noticias. Más de dos horas
hacía que daba vueltas impaciente porque no
acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba
su fiebre la imposibilidad de acudir en persona
al campo de batalla, lo cual rompería su
propósito firme de no mandar nunca tropas
en casos de guerra civil. Si se tratase de
combatir a los filisteos y de renovar los laureles
de Balparasim, derramando la heroica libación
del agua sagrada de Belén, por no
aplacar la sed cuando desfallecían los soldados,
o de organizar otra batalla de Refaim,
donde por primera vez en el mundo antiguo
hizo milagros la estrategia; si se encendiese
la lucha con los moabitas idólatras y libres, o
con los opulentos arameos, o con los insolentes
amonitas, que habían ultrajado a los embajadores
de Israel, allí estaría David el hondero,
el gibor, el aventurero para quien es
dulce música, más que el acorde de la cítara,
el choque de las armas. Pero oponerse a los
suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza
para que busque el costado de un amigo,
de un pariente, de un compañero, había repugnado
a David. Y ahora, en el trágico momento
presente, el rey bendecía aquella antigua
resolución, que le evitaba luchar con su
propia sangre, el preferido de su alma, la luz
de su ojo derecho, su hijo.
Hay en las situaciones violentas y en las
horas de extremada ansiedad un instante en
que los nervios se aflojan y el cuerpo se rinde
a la necesidad de descanso. La inquietud, la
calentura del viejo monarca se aplacaron desde
que se dejó caer sobre aquel reborde de
piedra en el solitario fortificado recinto. Por
las saeteras vio la luz roja del poniente, que
abrasaba el campo con reflejos de hoguera
enorme. Aquella claridad purpúrea, sangrienta,
devoradora, fue lo último que advirtió David
antes de cerrar los párpados y reclinar la
cabeza en el muro, olvidando lo presente, las
angustias de la incertidumbre y los terrores
del espíritu…
Y después siguió viendo la misma claridad
del ocaso; pero sus tonos se habían dulcificado,
fundiéndose en suaves medias tintas naranja,
oro y verde. Era el divino atardecer de
los países orientales, cien veces más hermoso
que la aurora. Irisaciones de perla abrillantaban
las imperceptibles nubecillas, desgarradas
como jirones del velo de una danzarina filistea;
y sobre el arrebolado horizonte, las ramas
de los sicomoros y de los cedros formaban
un pabellón de misterio y sombra sugestiva.
La frescura del aire atenuaba las emanaciones
fuertes de las resinas y las gomas; una
languidez voluptuosa se apoderaba del corazón.
David se levantaba, se apoyaba en el
balaustre de jaspe de la terraza, se inclinaba
para hundir la mirada en los macizos de verdura,
atraído por el rumor delicioso de los
chorros de agua que se deshilan en el ancho
pilón de mármol, surtiendo por diez bocas de
bronce. Y al punto mismo en que el rey se
inclina, sobre las gradas que conducen a la
pila aparece una viviente estatua, rosada por
el reflejo del cielo, vestida únicamente de la
negra cabellera caudalosa, que se reparte
como los hilos del agua, y ondea y brilla y
juega, y se esparce, recién ungida de aceite
de nardo que la mujer, alzando los brazos,
extiende por los rizos sombríos, enredándolos
entre los dedos…
Todo el incendio del firmamento ardió en
las venas de David. Él mismo, desde aquella
hora, se maravilló dentro de sí, no comprendiendo.
Estaba bien seguro de que su fiel copero
no le había vertido en el vino zumo de
hierbas, en las cuales el conjuro de alguna
nigromántica como la de Endor insinúa traidoramente
el filtro de la pasión repentina y mortal.
Pasados eran para David los días de la
juventud, cuando su mano certera clavaba el
guijarro afilado en la frente del descomunal
gigante. Innumerables mujeres habían impregnado
el olfato del rey con el perfume de
sus cabelleras, y al disiparse éste se borraba
la imagen, porque es indigno del sabio, del
profeta, del caudillo, del legislador, reblandecerse
en el harén, ser cautivo de una débil
hembra. Y sin embargo, en aquel instante, no
cabía duda, era el incendio del cielo el que
ardía en las venas de David, y el rey conocía
que ni toda el agua de la piscina, ni de los
torrentes que bajan impetuosos de Cedar y
Hebrón, sería bastante a extinguirlo. Betsabé
le había robado el seso, no con el crujir de sus
sandalias, porque descalzos tenía los finos
pies y hasta sin argolla de plata el sutil tobillo,
sino con el aroma peculiar de sus bucles negros
como la tentación.
Rápidamente sobrevenía la noche, y muchas
noches más, durante las cuales David se
abismaba en su pecado, esperando de un
modo confuso la hora del arrepentimiento.
Presentía la aparición de la conciencia, el descenso
del ángel severo y terrible. Era inútil:
su pecado yacía hondo en su corazón, arraigado
allí y fijo a manera de saeta en la herida.
Ni la ciencia arcana que había de recibir
andando el tiempo Suleimán, a quien llamamos
Salomón, acertará a explicar las causas
de la perseverancia en el amor, fenómeno
extraño que induce fatalmente a un ser hacia
otro ser. David no podía vivir sin la esposa de
Urías el Héteo, el mejor oficial, el valiente
compañero de armas. ¡Si aquella mujer
hubiese pertenecido a un enemigo! David,
estremeciéndose, pensaba en las sugestiones
del miedo de la favorita, en las súplicas tiernas
e insinuantes como silbo de culebra entre
las rosas del valle de Jericó: “No accederé”,
murmuraba; pero la idea del engaño y el crimen
iba ya deslizándose en su alma, impregnándola
de veneno. Urías estaba sentenciado…
El sentimiento más generoso y bello que
crea la vida militar; el leal compañerismo, el
cariño de los que a un mismo riesgo se exponen
y ganan la misma gloria, le gritaba a David:
“Vas a cometer la mayor de las infamias.”
Y a sabiendas, David, el de la conciencia despierta,
el gran arrepentido, el que sentía incesantemente
la tremenda presencia de Eloim-
Jehová, por el olor de unos cabellos de mujer,
envió al capitán Urías, uno de los treinta gibores
o valientes, bajo los muros de Rabat-
Amón, con mensaje cerrado para el general
Joab; y en cumplimiento de la real orden,
Urías fue puesto a la cabeza de un destacamento
que a toda costa debía entrar en la
ciudad. Y Urías obedeció, gozoso, ansioso de
victoria, y su cuerpo quedó tendido al pie de
la muralla, bañada en sangre.
En los oídos de David, llenos de la voz
acariciadora y ambiciosa de Betsabé, sonaba
entonces otra voz terrible, la del vidente Natán,
por cuya boca hablaba el Señor. Trémulo
en brazos de la favorita, de la que ya era su
esposa, se humillaba ante el airado anatema,
la maldición fatídica. “Porque hiciste lo malo
en mi presencia, no se apartará espada de tu
casa, y sobre tu casa levantaré el mal…”
Al evocar las palabras del vidente, David
exhalaba un gemido doloroso… y se despertaba,
empapadas las sienes en sudor frío.
Miraba alrededor con ojos extraviados y atónitos,
y reconocía el lugar, aquel doble recinto
fortificado de Mahanaim, tétrico y ceñudo,
donde sólo resonaban los pasos del centinela
y se escuchaba, a trechos, el alerta gutural
del vigía. A la roja brasa del poniente había
sucedido el azul negruzco de la noche, sobre
el cual parpadeaban las estrellas tristemente.
¿Sin noticias aún? ¿Qué podía haber sucedido
allá en la selva de Efraim, donde desde la
hora de la mañana luchaban las fuerzas del
rebelde Absalón con las de David, mandadas
por Joab? ¿Qué estragos hacía la espada
aquella, nunca apartada de su casa, según la
profecía? De súbito, un clamoreo a distancia,
una algazara inmensa. Confundíanse el trotar
de los corceles, el choque de las armas, el
estrépito de la infantería hiriendo la tierra con
el duro calzado militar, y empujando a los
cautivos entre alaridos de muerte y gritos de
cólera, el mugir de los bueyes que arrastraban
las carretas de botín, todo lo que al oído
experto del guerrero suena a triunfo. David se
incorporó, pálido y espantado: la guarnición
de la plaza acudía con teas ardiendo, y el
primer mensajero caía a los pies del rey, sin
aliento, ahogándose.
-Alabemos al Señor… -tartamudeaba-.
Deshecha la rebelión, pasados a cuchillo tus
enemigos… ¡Gloria al rey!
Arrojándose sobre el emisario, David exclamó
furiosamente:
-¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi hijo, mi heredero,
el príncipe real?
No hubo respuesta. Otro emisario llegaba
jadeante, loco de júbilo.
-El Señor ha confundido a los que te querían
dañar. Veinte mil quedan en el campo de
batalla, consumidos por la espada, sirviendo
de pasto a los buitres. Y Absalón, suspenso
entre el cielo y la tierra, colgado de las ramas
de un terebinto, ha recibido en el pecho muchos
dardos. Dicha tuya ha sido ¡oh rey! que
los hermosos cabellos del príncipe, todos impregnados
de esencia, se enredaran en las
ramas y le detuviesen en su precipitada fuga.
A no ser por los negros bucles, que caían como
maduros racimos de vid a lo largo de la
espalda… tu enemigo se hubiese salvado; tan
ligera iba su mula…
Y el emisario calló, porque el rey acababa
de desplomarse en tierra arañándose el rostro,
arrancándose el pelo y sollozando: “¡Hijo,
hijo mío!”

Zenana

Alejandro Magno es de esos caracteres
históricos que se prestan igualmente a severa
censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en
virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya
tinieblas, pero grande siempre. La complejidad
de su alma extraordinaria se explica por
antecedentes de familia y de educación. Era
hijo de Filipo (que reunía a un valor de león
una sensualidad de cerdo) y de Olimpias, reina
de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a
sus enemigos por su propia mano, y de mirar
con tan despreciativa majestad a doscientos
soldados encargados de asesinarla, que se
volvieron sin hacerlo, declarando no poder
resistir aquella mirada dominadora y terrible.
Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre
lo dice todo, y durante ocho años había bebido
de tal fuente la sabiduría, que sirve para
templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia
política, que señala rumbos gloriosos a la ambición.
Y en un espíritu donde la levadura de
todas las pasiones humanas fermentaba al
lado de las nociones de todos los ideales divinos,
tenían que surgir, entre impulsos atroces
y violentas concupiscencias, bellos rasgos de
continencia, piedad y magnanimidad, y hasta
poéticos romanticismos, semejantes al que da
asunto a este cuento.
La casualidad ha traído a mi poder algunas
monografías que dejó inéditas el doctísimo
alemán Julius Tiefenlehrer, y que forma
parte de las doscientas setenta y cinco que
este profesor de la Universidad de Gotinga
consagró a esclarecer la biografía de Alejandro;
las cuales consultan fructuosamente y
rebañan sin escrúpulos los más recientes historiadores.
Parece que la leyenda contenida
en la monografía que hoy saco a luz, es la
misma que representa una tapicería gótica
perteneciente al barón de Rothschild, y en la
cual, con donoso anacronismo, Alejandro luce
una armadura de punta en blanco, del siglo
XIV, y Zenana el luengo corpiño, el brial y el
ancho tocado de las damas contemporáneas
de la Santa Sede en Aviñón.
Ha de saberse que Alejandro, después de
aniquilar a Darío y hacerse dueño de Persia,
fue corrompido por la muelle y refinada vida
asiática y por el servilismo de aquellas razas
que, a diferencia de los griegos, se postraban
ante el rey tributándole honores divinos. Pero,
en los primeros tiempos, antes de que el vencedor
se dejase vencer por las delicias que
reblandecen el alma, luchó para sobreponerse
y conservar sus energías morales, y esta lucha,
sostenida por un hombre omnipotente,
debe serle contada más gloriosa que la victoria
de Arbelas.
Claro es que entre las tentaciones de que
se veía asaltado Alejandro a cada instante,
descollaba la tentación de la mujer, dulcísima
asechanza en que caen las almas grandes,
igual o acaso más hondo que las pequeñas.
No son más hermosas que las griegas las
hijas de la Susiana, y acaso sus formas no se
prestan tanto a que el pincel las reproduzca;
pero en cambio poseen un hechizo perturbador,
que enciende la fantasía y subyuga potencias
y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados
como la luna en su creciente (según
la comparación del poeta Firdusi), donde se
abren los labios sinuosos, color de cinabrio,
parecidos a una flor de sangre; los ojos luengos,
de negrísimas y pobladas pestañas, “lagos
a la sombra”, dice una canción persa; los
cuerpos flexibles, delgados de cintura y que
en lo alto se ensanchan a manera de jarrón
que contiene dos tersas magnolias; el cutis
impregnado de aromas sabeos, el pie diminuto
encerrado en la delicada babucha de piel
de serpiente bordada de perlas, el vestir artificioso,
las gasas que muestran y encubren
hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos
rizados con primor, los brazos lánguidos que
saben ceñirse a guisa de anillos de culebra,
otros tantos anzuelos y redes para Alejandro,
de los cuales no acertaba a desenvolverse. Y
como quiera que a cada instante venían a su
tienda o a su palacio damas persas a impetrar
clemencia o justicia, Alejandro, conociéndose
y no queriendo prevaricar en sus funciones de
árbitro del mundo, ideó un extraño preservativo:
al acercarse una mujer, cubríase el rostro
y los ojos con un paño de púrpura, y así
las recibía y escuchaba, creyendo ellas que
era misterio de la majestad real lo que sólo
era prevención contra la humana flaqueza.
Acaeció, pues, que estando prisionero de
un general de Alejandro el sátrapa Artasiro -y
habiéndose resuelto que si el sátrapa no entregaba
pingües tesoros que suponían ocultos
le matarían cortándole en pedazos-, la única
hija del sátrapa, Zenana, se dio arte para llegar
hasta el rey, con propósito de abrazar sus
rodillas y librar a su padre del suplicio. El
candor y la pureza de Zenana se revelaban en
la sencillez no estudiada de su atavío; vestida
ya de luto, sin adornos ni joyas, con el cabello
suelto, sólo por natural efecto de la gracia
juvenil podría agradar. Y es preciso que, a
fuer de verídica, añada que Zenana no era
tampoco lo que se llama una hermosura, ni
menos poseía el hechizo malvado de las grandes
cortesanas de Babilonia, que saben con
añagazas y tretas enredar un albedrío. Sin
embargo, Alejandro, al oír que una mujer moza
solicitaba audiencia, se echó el paño por
cara y hombros, y así la recibió.
El no ver la faz augusta prestó ánimo a la
tímida Zenana: arrojóse a los pies del macedón,
y bañándolos con muchas lágrimas, expuso
el objeto de su venida. Notando que
Alejandro la escuchaba atentísimo y al parecer
con extraña complacencia, explicó detenidamente
el caso. Y así que hubo oído la promesa
de que su padre tenía salva la vida,
Zenana, después de estrechar otra vez las
rodillas de Alejandro, desapareció, yendo a
ocultarse con su nodriza en una cueva cercana
a Babilonia, pues temía ser perseguida y
ultrajada por los mismos que intentaban matar
al sátrapa.
Pocos días después de este suceso,
habiendo notado Higinio, el mayor amigo y
confidente de Alejandro, que éste andaba
asaz pensativo, cabizbajo y melancólico, le
preguntó la causa, y Alejandro, exhalando un
suspiro, respondió:
-Es una cosa extraña, querido Higinio, lo
que me sucede. Ya sabes que, para precaverme,
recibo a las mujeres con el rostro cubierto,
porque las hermosas persas hacen
daño a los ojos. ¡Ay! ¿De qué me ha servido?
¡Ya veo que el enemigo más allá de los ojos
tiene su fortaleza! Recordarás que últimamente
me pidió audiencia una dama, hija del sátrapa
Artasiro; y yo, fiel a mi propósito, no
alcé el trozo de púrpura que me impedía verla.
Pero escuché su voz, y no hay arpa hebrea
ni lira eolia que a la cadencia de esa voz pueda
compararse. El corazón me salta al recordar
la música de esa voz. A solas repito palabras
que ella pronunció, por evocar mejor el
recuerdo del tono con que las dijo. No sé cómo
no atropellé por todo y no la detuve aquí
cautiva, para seguir oyéndola: creo que fue
efecto del mismo encanto que la voz me produjo.
Estaba que ni me atrevía a respirar. Y
ahora, de día, de noche, tengo aquella voz en
los oídos, sueño con ella, y sólo puede aliviar
mi mal oírla resonar otra vez. Ya lo sabes.
Búscame a Zenana, tráemela aquí, porque si
no, conozco que perderé el juicio.
Obedeció Higinio prontamente, y puso en
movimiento numerosa cohorte, a fin de descubrir
a la misteriosa beldad; por tal la tenía.
Bien escondida estaba Zenana, pero al fin se
averiguó su refugio, e Higinio, antes de llevarla
a la presencia de Alejandro, la enteró de
cómo el rey, prendado de su voz, se moría
por ella. La joven persa, al saber esto, murmuró
dulcemente, con su voz melodiosa, que
la emoción timbraba:
-Gloria es para mí haber causado tal impresión
en el gran rey; pero la placa de plata
bruñida en que contemplo mi rostro después
del baño y el tocado, me dice que no soy bella;
Alejandro, al verme, perderá las ilusiones.
Temo su indignación, y temo ante todo que
recaiga su cólera sobre mi padre. ¿Por qué no
le haces creer a Alejandro que estoy obligada
por un voto a los dioses a presentarme cubierta
la cara con un velo? Yo no he visto a
Alejandro; él no me verá… y así tal vez consiga
evitar su enojo.
Pareció a Higinio tan excelente el ardid de
la discreta Zenana, que estuvo conforme, y la
misma noche la condujo a los jardines del
gineceo de Alejandro. Embriagado éste con la
divina voz de la joven persa, se resignó a la
condición de velo, y hasta encontró en ella un
misterio picante y un singular hechizo.
Le parecía que aquel amor velado y despojado
del vulgar incentivo de unas facciones
más o menos lindas, era algo delicado y original,
que no había gustado nunca. El casto
imán de aquel velo triunfó de las desnudeces
y la licencia impúdica de las otras damas persas,
obstinadas en requerir al héroe.
-Habla y no te descubras, murmuraba
tiernamente Alejandro, sentado cerca de una
fuente donde la luna fingía en el agua de los
surtidores continuo desgrane de perlas; y las
rosas del Gulistán, que después se llamaron
de Alejandro, dejaban caer sobre las cabezas
de los amantes perfumados pétalos.
Fue el amor de Zenana el más largo e intenso
de cuantos disfrutó Alejandro en su corta
vida.

La gota de cera

Aunque los historiadores apenas le nombran,
Higinio fue de los más íntimos amigos
de Alejandro Magno. No se menciona a Higinio,
tal vez porque no tuvo la trágica muerte
de Filotas, de Parmeion, y de aquel Clitos a
quien Alejandro amaba entrañablemente, y a
quien así y todo, en una orgía atravesó de
parte a parte; y sin embargo (si no mienten
documentos descubiertos por el erudito Julios
Tiefenlehrer), Higinio gozó de tanta privanza
con el conquistador de Persia, como demostrarán
los hechos que voy a referir, apoyándome,
por supuesto, en la respetabilísima
autoridad del sabio alemán antes citado.
Compañero de infancia de Alejandro,
Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y
se bañaron en Pela, en los estanques del jardín
de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones
de Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría
la gustaron, así puede decirse, en un mismo
plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar
del amor, cuando deshojaron la primera
guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa
de la gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto
con sello más hondo el batirse juntos en la
memorable jornada de Queronea, en la cual
quedó toda Grecia por Filipo, padre de Alejandro.
Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve
años entonces, mandaron el ala izquierda
del ejército, y destruyeron por completo
la famosa “legión sagrada” de los tebanos.
La noche que siguió a tan magnífica victoria,
Higinio pudo haber conseguido el generalato;
Alejandro se lo brindaba, con hartos
elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún
de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente
a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:
-No acepto el generalato, porque habiéndome
portado bien hoy, tal recompensa y tan
alta dignidad me obligarían en conciencia a
portarme todavía mejor en otras ocasiones
que sobreviniesen, y no puedo comprometerme
a amanecer cada día con más valor y
más fortuna. Además, de las enseñanzas de
nuestro maestro Aristóteles saco yo en limpio
que el hombre, habitualmente, debe vivir en
paz y no en guerra. Queda demostrado que
no soy ningún medroso. El que ha combatido
a tu lado en Queronea ya tiene derecho a
plantar un laurel en el sagrado bosque de
Marte. Déjame de batallas y dame otro puesto
cerca de ti, Alejandro, porque te quiero bien y
te serviré fielmente.
Alejandro, cuya sangre hervía pidiendo
luchas y glorias, se conformó mal de su grado
a los deseos de Higinio, y le nombró su gran
copero. Era cargo en extremo descansado y
de alta confianza, pues sus funciones consistían
en custodiar y servir la copa de oro reservada
al príncipe, a fin de que nadie pudiese
depositar en ella ponzoña. El oficio de Higinio
le permitía vivir en constante comunicación
con Alejandro, y cuando éste subió al trono,
sucediendo a su padre, asesinado por Pausanias,
los cortesanos auguraron a Higinio brillante
carrera. Poco tardaron en verse desmentidos
tales pronósticos: Higinio continuó
presentando, recogiendo y custodiando la ya
regia copa, sin mezclarse en intrigas ni aspirar
a otras grandezas.
Mientras tanto, Alejandro asombraba al
universo con sus campañas y triunfos, y ofrecía
a Grecia, en compensación de la perdida
libertad, páginas de luz para la Historia.
Conteniendo a los bárbaros y sojuzgando
el inmenso Imperio de Asia, bien pronto se
vio dueño del mundo Alejandro. Cuando, después
de dejar trazado el emplazamiento de
Alejandría, y de entrar vencedor en Babilonia
y Ecbtana, el hijo de Filipo se declaró “hijo de
Júpiter” y decretó su propia apoteosis, Higinio
-que hacía mucho tiempo no departía con su
rey, limitándose a servirle la copa en silenciofue
despertado a las altas horas de la noche
de orden de Alejandro que le llamaba a su
cabecera. La recién hecha deidad no podía
dormir, y reclamaba cuidados y consuelos…
-Señor -dijo Higinio-, celebro poder
hablarte sin testigos, como antaño. Justamente
deseaba rogarte que me consientas dejar
tu servicio y retirarme a mi casita del Ática,
donde poseo olivos y colmenas.
-¡Bonita ocasión escoges para abandonarme!
-exclamó furioso Alejandro-. ¡Por el
intento merecías que te mandase crucificar!
¿Deseas riquezas? Pide cuanto se te antoje…
Pero ¿marcharte? Ni lo sueñes. ¿Y de dónde
nace esa manía?
-Ya que lo preguntas -contestó Higinio-,
lo vas a saber. Yo fui amigo y servidor de un
hombre; pero ahora parece que ese hombre
se ha vuelto dios. No tengo vocación al sacerdocio.
Desde que has ascendido a hijo de Júpiter
Hamnon, hermano de Apolo, me inspiras
temor y frialdad. El Alejandro que yo amaba
no existe. Has ascendido al Olimpo. Él es inmortal,
yo mortal. No nos entendemos. Por
otra parte, la idea que me he formado de un
dios, según la sublime doctrina de Aristóteles…
-¡Dale con Aristóteles! -interrumpió el
conquistador-. ¡Como le atrape, a ese sí que
le crucifico! ¡Y alto, para que todos lo vean!
-Crucifica, pero escucha. Prescindamos de
Aristóteles y supongamos que, en efecto, eres
dios. Pues si eres dios, yo no puedo cometer
sacrilegio; yo no puedo seguir envenenándote.
-¿Envenenarme tú? -gritó Alejandro incorporándose
convulso sobre su lecho de
marfil incrustado de oro-. ¡Ahora comprendo
por qué un fuego constante abrasa mis venas;
ahora comprendo por qué no descanso
sino en horrible modorra; ahora me explico
las visiones y las pesadillas que de noche me
asaltan y empapan mis sienes en sudor frío!
¡Envenenarme tú! -y con súbito acceso de
ternura suspiró-. ¿Y por qué quieres mi muerte,
tú, mi amigo de la niñez, mi hermano de
armas en Queronea?
Higinio, conmovido, se arrojó a los pies
de Alejandro, y éste abrió los brazos; los dos
amigos juntaron sus rostros y mezclaron sus
cabelleras, y el copero declaró, en tono muy
diverso del de antes:
-Señor, dulce amado mío, si te enveneno,
es contra mi voluntad y por orden tuya… Esas
visiones, esas torturas de que te quejas proceden
de la doble embriaguez en que vives:
estás ebrio de poder y de vino añejo… Antes
sólo me pedías la copa dos o tres veces en
cada comida; desde que el Asia te ha inoculado
su molicie y sus vicios, me duelen las manos
de tanto recoger la copa vacía y extendértela
colmada… Tu alma se ha turbado, la
demencia te ronda, te habitúas a la crueldad,
hieres a tus leales y morirás joven, sin que
nadie necesite pegarte una puñalada, como a
tu padre. No quiero ser cómplice, y me voy.
Alejandro, pensativo, seguía estrechando
el cuello y la cabeza de su amigo contra su
pecho.
-Tienes razón, amado -murmuró al fin
con sinceridad generosa-. Pero el hábito de
beber se ha arraigado en mí, y si no bebo, me
caigo a pedazos. ¿Qué haré? Aconséjame.
-No puedo -declaró Higinio- curarte la borrachera
del poder; pero trataré de salvarte
de la otra sin que te prives de tu gusto. Fíate
en mí y verás.
En efecto, los días que siguieron a esta
conversación, Alejandro continuó bebiendo
copas tan rebosantes y tantas en número como
siempre. No obstante, poco a poco notó
con placer gran mejoría. Gradualmente se
despejaba su cabeza, se tranquilizaban sus
nervios, volvía a sus miembros el vigor y la
alegría a su espíritu. Vastos planes maduraban
en su cerebro, sobrehumanas empresas
bullían en su imaginación heroica. Pasmado y
enajenado preguntó a Higinio el secreto, sin
que éste se prestase a revelarlo. Pero un cierto
Arsotas, juglar persa, adulador y afeminado,
que divertía mucho al rey, le dio la clave
del enigma.
-Tu gran copero, ¡oh divino Alejandro!,
echa cada día una gota de cera en el fondo de
tu copa. Así, insensiblemente, reduce su cabida
y acorta tus libaciones. Bebes cada día una
gota menos. ¡El osado Higinio se atreve a engañar
a su soberano y a cercenar sus deleites!
Quedó Alejandro sorprendido; después su
sorpresa se convirtió en enojo. ¡Tratarle como
a un chiquillo! ¡Embaucarle con un artificio
así! ¡Ah! No lo consentiría. ¿Qué se figuraba
Higinio? Y una mañana mandó registrar y limpiar
la copa, y a la tarde estableció sus famosos
certámenes de intemperancia, apostando
a beber con los más pellejos de su ejército.
Higinio entonces desapareció; probablemente
se retiraría al Ática. En cuanto a Alejandro,
nadie ignora la ocasión y modo de su muerte:
después de vaciar, con alarde jactancioso, no
su propia copa, sino la enorme llamada de
Hércules, cayó redondo, dando un grito. La
fiebre que allí mismo se apoderó de él le
arrebató del mundo a los treinta y dos años
de edad, en la plenitud de la vida y de la gloria.

Al buen callar…

No tenían más hijo que aquel los duques
de Toledo, pero era un niño como unas flores;
sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna,
de condición tan angelical y noble, que le
amaban sus servidores punto menos que sus
padres. Traíale su madre vestido de terciopelo
que guarnecían encajes de Holanda, luciendo
guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles
de pedrería en el cintillo del birrete; y al
mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual
un caballero en miniatura, las mujeres le
echaban besos con la punta de los dedos, las
vejezuelas reían guiñando el ojo para significar
“¡Quién te verá a los veinte!”, y los graves
beneficiados y los frailes austeros, sacando la
cabeza de la capucha y las manos de las
mangas, le enviaban al paso una bendición.
Sin embargo, el duque de Toledo, aunque
muy orgulloso de su vástago, observaba con
inquietud creciente una mala cualidad que
tenía, y que según avanzaba en edad el niño
don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto
en una especie de manía tenacísima de
cantar la verdad a troche y moche, viniese a
cuento o no viniese, en cualquier asunto y
delante de cualquier persona. Cortesano viejo
ya el duque de Toledo, ducho en saber que en
la corte todo es disfraz, adivinaba con terror
que su hijo, por más alentado, generoso, listo
y agudo que se mostrase, jamás obtendría el
alto puesto que le era debido en el mundo, si
no corregía tan funesta propensión.
-Reñida está la discreción con la verdad:
como que la verdad es a menudo la indiscreción
misma -advertía a su hijo el duque-. Por
la boca solemos morir como los simples peces,
y no es muerte propia de hombre avisado,
sino de animal bruto, frío y torpe -solía
añadir.
Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones
y advertencias, y persuadido de
que erraba al ser tan sincero, proponía en su
corazón enmendarse; pero su natural no lo
consentía: una fuerza extraña le traía la verdad
a los labios, no dándole punto de reposo
hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción
del duque, que se mataba en repetir:
-Hijo Sancho, mira que lo que haces… La
verdad es un veneno de los más activos; pero
en vez de tomarse por la boca, sale de ella.
Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan
atractiva te parece la fatal verdad, guárdala
en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a
nadie envenenarás.
Acaeció, pues, que frisando en los trece
años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y
gentil el hijo de los duques de Toledo, un día
que la reina salió a oír misa de parida a la
catedral, hubo de verle al paso, y prendada
de su apostura y de la buena gracia con que
le hizo una reverencia profundísima, quiso
informarse de quién era, y apenas lo supo,
llamó al duque y con grandes instancias le
pidió a don Sancho para paje de su real persona.
Más aterrado que lisonjeado, participó
el duque a su hijo el honor que les dispensaba
la reina.
-Aquí de mis recelos, aquí del peligro,
Sancho… Tu funesto achaque de veracidad
ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si
la reserva y el arte de bien callar son siempre
provechosas, en la cámara de los reyes son
indispensables, te lo juro.
-Antes pienso, padre -replicó el precoz
don Sancho-, que al lado de los reyes, por ser
ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad
misma. No cabrá en ellos mentira ni acción
que deba ser oculta o reservada.
Confuso y perplejo dejó la respuesta al
duque, pues le escarabajeaban en la memoria
ciertas murmuraciones cortesanas referentes
a liviandades y amoríos regios; pero tomando
aliento:
-No, hijo -exclamó por fin-, no es así como
tú supones… Cuando seas mayor y tu
razón madure, entenderás estos enigmas. Por
ahora solo te diré que si vas a la corte resuelto
a decir verdades, mejor será que tomes ya
mi cabeza y se la entregues al verdugo.
Cabizbajo y melancólico se quedó algún
tiempo don Sancho, hasta que, como el que
promete, extendió la mano con extraña gravedad,
impropia de su juventud.
-Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es
imposible, pero no así guardar silencio. Haced
vos, padre, correr la voz de que un accidente
me ha privado del habla, y yo os prometo, por
dispensaros favor, ser mudo hasta el último
día de mi vida si es preciso.
Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó
lo de la mudez; siendo lo notable del caso que
la reina, sabedora de que el bello rapaz era
mudo, mostró alegría suma y mayor empeño
en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto,
desde aquel día asistió don Sancho como paje
en la cámara de la reina, sellados los labios
por el candado de la voluntad, viendo y oyendo
todo cuanto ocurría, pero sin medios de
propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole
extremado cariño. Sancho se pasaba las
horas muertas echado en cojines de terciopelo
al pie del sillón de su ama y recostando la
cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina
mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente
los oscuros y sedosos bucles. Las
primeras veces que don Sancho fue encargado
de abrir la puerta secreta a cierto magnate,
y le vio penetrar furtivamente y a deshora
en el camarín, y a la reina echarle al cuello los
brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a
poder soltar la lengua, Dios sabe la tragediaque
en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho
era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los
dos enamorados le pusieron al corriente de
cosas harto graves, de secretos de Estado y
familia; entre otros, de que el rey, a su vez,
salía todas las noches con maravilloso recato
a visitar a cierta judía muy hermosa, por
quien olvidaba sus obligaciones de esposo y
de monarca, y merced a cuyo influjo protegía
desmedidamente a los hebreos, con perjuicio
de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta
en el misterio esta intriga, no la sabían
más que el magnate y la reina; y don Sancho,
trasladando su indignación del delito de la
mujer al del marido, celebró nuevamente no
haber tenido voz, porque así no se veía en
riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado
algún tiempo, la confianza con que se hablaban
delante del mudo pajecillo instruyó a éste
de varias maldades gordas que se tramaban
en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente,
hacía mangas y capirotes de la
hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba
para destronarle, con otras infinitas tunantadas
y bellaquerías que a cada momento
soliviantaban y encrespaban la cólera y la
virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo
a prueba su constancia, en el mutismo absoluto
a que se había comprometido.
Sucedía entretanto que le amaban todos
mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan
hidalgo y tan obediente, jamás había causado
daño alguno a nadie. No hay para qué decir si
le favorecían las damas, viéndole tan gentil y
estando ciertas de su discreción; y desde el
rey hasta el último criado, todos le deseaban
bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que
al cumplir los veinte años y tener que dejar su
oficio de paje por el noble empleo de las armas,
colmáronle de mercedes a porfía el rey,
la reina, el privado y el infante, acrecentando
los honores y preeminencias de su casa y
haciéndole donación de alcaldías, fortalezas,
villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas
de beso empapado de lágrimas con que le
despidió la reina, que le quería como a otro
hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena
de oro que acababa de ceñirle el rey,
salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el
fogoso andaluz de que el infante le había
hecho presente; al ver cuántos males había
evitado y cuántas prosperidades había traído
su extraña determinación, tentóse la lengua
con los dientes, y, meditabundo, dijo para
sí (pues para los demás estaba bien determinado
a no decir oxte ni moxte): “A la
primera palabra que sueltes al aire, lengua
mía, con estos dientes o con mi puñal te corto
y te hecho a los canes.”
Hay eruditos que sostienen la opinión de
que de esta historia procede la frase vulgar,
sin otra explicación plausible: “Al buen callar
llaman Sancho.”