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Al buen callar…

No tenían más hijo que aquel los duques
de Toledo, pero era un niño como unas flores;
sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna,
de condición tan angelical y noble, que le
amaban sus servidores punto menos que sus
padres. Traíale su madre vestido de terciopelo
que guarnecían encajes de Holanda, luciendo
guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles
de pedrería en el cintillo del birrete; y al
mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual
un caballero en miniatura, las mujeres le
echaban besos con la punta de los dedos, las
vejezuelas reían guiñando el ojo para significar
“¡Quién te verá a los veinte!”, y los graves
beneficiados y los frailes austeros, sacando la
cabeza de la capucha y las manos de las
mangas, le enviaban al paso una bendición.
Sin embargo, el duque de Toledo, aunque
muy orgulloso de su vástago, observaba con
inquietud creciente una mala cualidad que
tenía, y que según avanzaba en edad el niño
don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto
en una especie de manía tenacísima de
cantar la verdad a troche y moche, viniese a
cuento o no viniese, en cualquier asunto y
delante de cualquier persona. Cortesano viejo
ya el duque de Toledo, ducho en saber que en
la corte todo es disfraz, adivinaba con terror
que su hijo, por más alentado, generoso, listo
y agudo que se mostrase, jamás obtendría el
alto puesto que le era debido en el mundo, si
no corregía tan funesta propensión.
-Reñida está la discreción con la verdad:
como que la verdad es a menudo la indiscreción
misma -advertía a su hijo el duque-. Por
la boca solemos morir como los simples peces,
y no es muerte propia de hombre avisado,
sino de animal bruto, frío y torpe -solía
añadir.
Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones
y advertencias, y persuadido de
que erraba al ser tan sincero, proponía en su
corazón enmendarse; pero su natural no lo
consentía: una fuerza extraña le traía la verdad
a los labios, no dándole punto de reposo
hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción
del duque, que se mataba en repetir:
-Hijo Sancho, mira que lo que haces… La
verdad es un veneno de los más activos; pero
en vez de tomarse por la boca, sale de ella.
Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan
atractiva te parece la fatal verdad, guárdala
en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a
nadie envenenarás.
Acaeció, pues, que frisando en los trece
años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y
gentil el hijo de los duques de Toledo, un día
que la reina salió a oír misa de parida a la
catedral, hubo de verle al paso, y prendada
de su apostura y de la buena gracia con que
le hizo una reverencia profundísima, quiso
informarse de quién era, y apenas lo supo,
llamó al duque y con grandes instancias le
pidió a don Sancho para paje de su real persona.
Más aterrado que lisonjeado, participó
el duque a su hijo el honor que les dispensaba
la reina.
-Aquí de mis recelos, aquí del peligro,
Sancho… Tu funesto achaque de veracidad
ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si
la reserva y el arte de bien callar son siempre
provechosas, en la cámara de los reyes son
indispensables, te lo juro.
-Antes pienso, padre -replicó el precoz
don Sancho-, que al lado de los reyes, por ser
ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad
misma. No cabrá en ellos mentira ni acción
que deba ser oculta o reservada.
Confuso y perplejo dejó la respuesta al
duque, pues le escarabajeaban en la memoria
ciertas murmuraciones cortesanas referentes
a liviandades y amoríos regios; pero tomando
aliento:
-No, hijo -exclamó por fin-, no es así como
tú supones… Cuando seas mayor y tu
razón madure, entenderás estos enigmas. Por
ahora solo te diré que si vas a la corte resuelto
a decir verdades, mejor será que tomes ya
mi cabeza y se la entregues al verdugo.
Cabizbajo y melancólico se quedó algún
tiempo don Sancho, hasta que, como el que
promete, extendió la mano con extraña gravedad,
impropia de su juventud.
-Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es
imposible, pero no así guardar silencio. Haced
vos, padre, correr la voz de que un accidente
me ha privado del habla, y yo os prometo, por
dispensaros favor, ser mudo hasta el último
día de mi vida si es preciso.
Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó
lo de la mudez; siendo lo notable del caso que
la reina, sabedora de que el bello rapaz era
mudo, mostró alegría suma y mayor empeño
en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto,
desde aquel día asistió don Sancho como paje
en la cámara de la reina, sellados los labios
por el candado de la voluntad, viendo y oyendo
todo cuanto ocurría, pero sin medios de
propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole
extremado cariño. Sancho se pasaba las
horas muertas echado en cojines de terciopelo
al pie del sillón de su ama y recostando la
cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina
mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente
los oscuros y sedosos bucles. Las
primeras veces que don Sancho fue encargado
de abrir la puerta secreta a cierto magnate,
y le vio penetrar furtivamente y a deshora
en el camarín, y a la reina echarle al cuello los
brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a
poder soltar la lengua, Dios sabe la tragediaque
en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho
era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los
dos enamorados le pusieron al corriente de
cosas harto graves, de secretos de Estado y
familia; entre otros, de que el rey, a su vez,
salía todas las noches con maravilloso recato
a visitar a cierta judía muy hermosa, por
quien olvidaba sus obligaciones de esposo y
de monarca, y merced a cuyo influjo protegía
desmedidamente a los hebreos, con perjuicio
de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta
en el misterio esta intriga, no la sabían
más que el magnate y la reina; y don Sancho,
trasladando su indignación del delito de la
mujer al del marido, celebró nuevamente no
haber tenido voz, porque así no se veía en
riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado
algún tiempo, la confianza con que se hablaban
delante del mudo pajecillo instruyó a éste
de varias maldades gordas que se tramaban
en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente,
hacía mangas y capirotes de la
hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba
para destronarle, con otras infinitas tunantadas
y bellaquerías que a cada momento
soliviantaban y encrespaban la cólera y la
virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo
a prueba su constancia, en el mutismo absoluto
a que se había comprometido.
Sucedía entretanto que le amaban todos
mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan
hidalgo y tan obediente, jamás había causado
daño alguno a nadie. No hay para qué decir si
le favorecían las damas, viéndole tan gentil y
estando ciertas de su discreción; y desde el
rey hasta el último criado, todos le deseaban
bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que
al cumplir los veinte años y tener que dejar su
oficio de paje por el noble empleo de las armas,
colmáronle de mercedes a porfía el rey,
la reina, el privado y el infante, acrecentando
los honores y preeminencias de su casa y
haciéndole donación de alcaldías, fortalezas,
villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas
de beso empapado de lágrimas con que le
despidió la reina, que le quería como a otro
hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena
de oro que acababa de ceñirle el rey,
salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el
fogoso andaluz de que el infante le había
hecho presente; al ver cuántos males había
evitado y cuántas prosperidades había traído
su extraña determinación, tentóse la lengua
con los dientes, y, meditabundo, dijo para
sí (pues para los demás estaba bien determinado
a no decir oxte ni moxte): “A la
primera palabra que sueltes al aire, lengua
mía, con estos dientes o con mi puñal te corto
y te hecho a los canes.”
Hay eruditos que sostienen la opinión de
que de esta historia procede la frase vulgar,
sin otra explicación plausible: “Al buen callar
llaman Sancho.”