La Foca Blanca

Duérmete, niño, que la tarde cae,
y ya es negra el agua que antes fue verde.
La Luna, curiosa, de las olas sale.
Silencio, mi amor, que la noche crece.
La ola que rompe es un suave manto.
Retoza, mi vida, en esa blancura.
Duerme tranquilo, y que no haya llanto,
ni sueños que llenen el mar de amargura.
(Canción de cuna de las focas)
TODO LO QUE OS VOY A CONTAR
SUCEDIÓ, hace muchos años, en Novastosna,
un lugar al que se llama también cabo del
Noreste, en la isla de San Pablo*, muy lejos,
en el mar de Bering. Me contó esta historia
Limmershin, el gracioso pajarillo de las cuevas,
una vez que el viento le arrojó contra la
arboladura* de un barco que navegaba hacia
Japón. Me lo llevé al camarote, donde se calentó,
le di de comer durante dos días y luego
le solté, cuando pensé que ya estaba suficientemente
repuesto como para volver a San
Pablo.
Nadie se acerca a Novastosna más que por
negocios, y normalmente, las únicas que los
tienen por allí son las focas. Llegan en los
meses de verano a cientos y cientos de miles,
abandonando el mar frío y gris. Las playas de
Novastosna les ofrecen unas condiciones inmejorables.
Garra del Mar lo sabía muy bien, y todas
las primaveras, estuviera donde estuviese,
nadaba como un barco torpedero, en perfecta
línea recta hasta Novastosria, y se pasaba un
mes entero en continua pelea con sus compañeros
para hacerse con un buen sitio en las
rocas, lo más cercano posible al agua. Garra
del Mar tenía quince años. Era una enorme
foca macho, de pelaje gris, con una gran melena
en el arranque de la espalda, y unos
dientes caninos largos, amenazadores. Cuando
se levantaba sobre sus extremidades delanteras,
conseguía elevarse a más de un
metro del suelo. Y eso que pesaba más de
trescientos kilos. Lo podía comprobar cualquiera,
de atreverse a pesarle en una báscula.
Tenía todo el cuerpo surcado por cicatrices,
las marcas de los salvajes combates que
había librado. Pero siempre estaba dispuesto
a una nueva pelea. Antes de empezar el
combate ladeaba la cabeza, como si le asustara
el enemigo y no se atreviera a mirarle
cara a cara. Luego, lanzaba su cabeza contra
él con la velocidad del rayo, y cuando sus
enormes caninos hacían presa en el cuello de
la otra foca macho, ésta se escapaba si tenía
ocasión, pero nunca con la ayuda de Garra
del Mar.
Lo que jamás hizo Garra del Mar es atacar
a focas previamente heridas por otras, porque
eso atentaba contra todas las reglas de
la bahía. Él sólo quería un criadero cerca del
mar. Pero como había cuarenta o cincuenta
mil focas más buscando lo mismo todas las
primaveras, los silbidos, bramidos, rugidos,
los tremendos resoplidos que se oían en la
playa eran espantosos.
Desde la colina Hutchinson se podía ver
una extensión de costa de tres millas y media,
totalmente cubierta de focas, enzarzadas
entre sí en unas luchas feroces. Y la zona
cercana a la playa estaba llena de cabezas de
focas que se apresuraban a ir a tierra para
unirse a los fieros combates. Luchaban sobre
las rompientes, en la arena y hasta en las
pulidas rocas de basalto* de los criaderos.
Eran tan estúpidas e intransigentes como los
hombres. Las hembras, sus parejas, nunca
llegaban a la isla hasta finales de mayo o
principios de junio, porque no querían pasar
por el duro trance, siempre posible, de que
les hicieran pedazos. Las crías de dos, tres o
cuatro años, que todavía no tenían la obligación
de fundar una familia, se limitaban a irse
hacia el interior de la isla, a una distancia de
una media milla, atravesando las apretadas
filas de guerreros en plena batalla. Jugaban
sobre las dunas, en grupos pequeños o a millares,
destrozando todas las plantas cercanas.
Se les conocía con el nombre de holluschickie,
los solteros, y solamente en Novastosna
podía haber hasta trescientos mil.
Un día de primavera, Garra del Mar había
terminado su combate número cuarenta y
cinco cuando Matka, su dulce y complaciente
esposa, de lánguida mirada, salió del mar.
Inmediatamente la cogió el por el pescuezo, y
casi en volandas, la acomodó en el terreno
que había escogido.
––Como siempre, llegas tarde ––fue su saludo
de gruñón malhumorado––. ¿Dónde has
estado?
Garra del Mar tenía la costumbre de no
comer nada durante los cuatro meses que
pasaba de vigilancia en la playa. Por eso,
normalmente, estaba de un humor pési mo.
Matka se guardó muy bien de responderle.
Miró a su alrededor y le dijo con dulzura:
––¡Qué previsor eres! ¿O sea, que has
conseguido volver a establecerte en nuestro
sitio de siempre? ––Parece que sí ––le respondió
Garra del Mar––. Mírame un poco.
Se le veían rasguños por todas partes.
Sangraba por veinte heridas diferentes. Estaba
medio ciego, y en los costados la piel le
colgaba a jirones.
––¡Vaya, hombres al fin y al cabo! ––gritó
Matka, mientras se abanicaba con una de las
aletas posteriores––. ¿No podéis entrar en
razón algún día y repartiros los sitios en paz?
Se diría, por tu aspecto, que has tenido que
luchar contra una orca.
––No he hecho otra cosa que combatir
desde mediados de mayo. La playa está terriblemente
superpoblada este año. Me he
encontrado con más de un centenar de focas
de la playa de Lukannon, que buscaban un
sitio donde acomodarse. ¿Por qué no se queda
cada uno en su sitio?
––He pensado muchas veces que estaríamos
mucho mejor si bajáramos hasta la isla
de Loutres, en vez de venir a este sitio, en el
que no se puede dar un paso ––comentó
Matka.
––¡Bah! Sólo los holluschickíe van a la isla
de Loutres. Si vamos allí, los demás dirán
que tenemos miedo. Querida, es preciso cuidar
las apariencias.
Garra del Mar hundió su orgullosa cabeza
entre los hombros, redondeados por una capa
de grasa, y pareció dormir durante unos minutos.
Pero siempre con un ojo avizor, y preparado,
por si tenía que volver a pelearse con
alguien. Ahora ya estaban en tierra las focas
machos con sus respectivas hembras. De
aquella masa de focas brotaba un clamor que
podía oírse a leguas mar adentro. Dominaban
el horrísono sonido de cualquier vendaval.
Había en las playas, contando muy por lo bajo,
al menos un millón de focas, algunas viejas,
otras madres, crías recientes, y holluschickíe,
que se peleaban, retozaban, bramaban,
se arrastraban, empezaban a jugar a la
vez, a zambullirse en el agua y a salir de ella,
por compañías y batallones, cubriendo hasta
la última pulgada* de terreno, divirtiéndose
entregadas a juegos de escaramuzas a través
de la niebla. En Novastosna, la niebla se hace
presente casi siempre, hasta que el sol logra
vencerla, y durante unos instantes da a todas
las cosas el reflejo del nácar y los colores del
arco iris.
Kotick, la cría de Matka, nació en medio de
esta barahúnda. No tenía más que cabeza y
hombros, y unos ojos claros, de un azul
aguamarina, como lo son siempre los de las
crías de focas recién nacidas. Pero había algo
en la piel de aquella cría que obligó a su madre
a fijarse atentamente.
––¡Garra del Mar! ––comentó al fin––.
¡Nuestro hijo va a ser blanco!
––¡Conchas vacías y algas secas! ––
exclamó Garra del Mar––. ¿Una foca blanca?
¡Algo nunca visto!
––De momento no puedo hacer nada. Veremos
más adelante ––respondió Matka.
Y se puso a cantar la dulce y grave canción
que cantan todas las madres focas a sus crías
recién nacidas.
Si para nadar no esperas seis semanas,
te hundirás porque tienes la nariz pesada.
La orca y los golpes de viento del verano
son enemigos de nuestro débil rebaño.
No lo olvides, mi ratita, son enemigos.
Cuídate de sus salvajes colmillos.
Hijo mío, báñate en los anchos mares,
y te harás fuerte y feliz como tu padre.
Evidentemente, el animalito era todavía
incapaz de comprender aquellas palabras.
Jugaba en el agua, chapoteando, o se arrastraba
junto a su madre. Aprendió a hacer sus
escapadas cuando su padre peleaba con otra
foca, y los dos enemigos, con tremendos rugidos,
rodaban sobre las resbaladizas rocas.
Mientras tanto, Matka salía a la mar para
buscar algo que echarse a la boca. La cría era
alimentada una vez cada dos días. Pero entonces
comía hasta hartarse, y eso, además
de serle más que suficiente, le sentaba muy
bien.
Entre las primeras cosas que hizo fue internarse
con movimientos torpes en la isla.
Allí se juntó con decenas de miles de crías de
su edad, que jugaban juntas como cachorrillos,
dormían sobre la arena limpia y volvían
de nuevo al juego. Los padres, en los criaderos,
no les hacían caso alguno y los holluschickie
permanecían impertérritos en su propio
territorio, lo que permitía a los pequeños
campar a sus anchas.
Cuando Matka volvía de la pesca en alta
mar, se dirigía inmediatamente al terreno de
juego, llamaba a su cría como una oveja reclama
la presencia de su cordero y esperaba
hasta que el balido de Kotick se dejaba oír.
Entonces se dirigía hacia el en una línea absolutamente
recta, soltando golpes con sus
aletas caudales, y apartando a las demás crías.
Siempre había madres a la búsqueda de
sus crías en los terrenos de juego, unas crías
que se divertían allí a sus anchas. Pero ya
Matka le había dicho a Kotick:
––Mientras no se te ocurra bañarte en el
agua fangosa y cojas así la sarna, o te arrastres
en la arena dura y te cortes la piel, y
mientras no te pongas a nadar cuando la mar
esté picada, aquí no corres peligro alguno.
Como los niños, las focas pequeñas no saben
nadar. Pero tampoco sienten una prisa
loca por aprender. La primera vez que Kotick
se echó al agua, una ola la arrastró a un lugar
profundo, se le hundió la cabezota, y sus
aletas caudales se elevaron en el aire, como
su madre había descrito en la canción. Y si la
ola siguiente no la hubiera lanzado a tierra,
se habría ahogado.
Después de eso aprendió a permanecer
tendida en un charco de la playa, donde el
agua apenas llegaba a cubrirla, y se dejaba
mecer por las olas, mientras chapoteaba. Pero
siempre estaba atenta a las olas grandes,
que podían hacerle daño. Necesitó dos semanas
para aprender a servirse de sus aletas
natatorias. Durante esas dos semanas, se
arrojaba al agua como loca, salía de ella, tosía,
gruñía, remontaba la pequeña pendiente
de la playa y luego se echaba una siesta sobre
la arena. Después volvía al agua, hasta
que un día se dio cuenta de que ella era su
auténtico elemento.
Podéis imaginaros los estupendos ratos
que pasó con sus compañeros, dándose chapuzones
para pasar por debajo de las olas, o
cabalgando sobre su cresta, para ate rrizar en
medio de un crepitar de agua y espuma. Resoplaba
para recuperar la respiración y no
ahogarse, mientras la ola remontaba la playa
como un torbellino. También se alzaba sobre
la cola y se rascaba la cabeza, como los mayores,
o jugaba al rey del castillo, subido en
todo lo alto de las resbaladizas rocas cubiertas
de musgo, que asomaban apenas de las
aguas. A veces veía una aleta delgada, parecida
a la de un gran tiburón, que nadaba lentamente
cerca de la costa. Sabía que se trataba
de la orca, la asesina, que se come a las
focas pequeñas cuando puede atraparlas. Entonces
Kotick se dirigía a la playa como una
flecha, y la aleta se alejaba lentamente
haciendo pases de baile, como si hubiera ido
por allí por pura casualidad.
A finales de octubre, las focas empezaron
a abandonar la isla de San Pablo, dirigiéndose
a alta mar por familias y tribus. Ya no se luchaba
por la posesión de los criaderos, y los
holluschickie jugaban donde querían.
––El año próximo ––le dijo Matka a Kotick––
seras un holluschickie. Pero este año
tienes que aprender a pescar.
Se lanzaron juntos a través del Pacífico y
Matka le enseñó cómo dormir de espaldas,
con las aletas replegadas en los costados,
asomando la nariz a ras del agua. No hay cuna
alguna tan cómoda como el continuo balanceo
de las olas del Pacífico. Cuando Kotick
notó por el cuerpo un hormigueo y algunos
pinchazos, su madre le explicó que empezaba
a sentir el agua, que esas sensaciones anunciaban
mal tiempo, y que debía nadar con
toda energía para escapar de la tormenta.
––Dentro de poco sabrás hacia dónde dirigirte.
Pero ahora nos limitaremos a seguir a
Cerdo Marino, la marsopa, que sobre la mar
lo sabe todo.
Justamente pasaba por allí un pequeño
banco de marsopas que se daba chapuzones
en el agua, cortándola a toda velocidad, y el
pequeño Kotick lo siguió, nadando tan deprisa
como podía.
––¿Cómo sabéis hacia dónde tenéis que ir?
––preguntó, respirando entrecortadamente.
El jefe de las marsopas miró hacia todas
partes con sus blancos ojos y se zambulló.
––Pequeño, siento en mi cola cierto hormigueo
––le respondió––. Eso significa que
tengo la tempestad a mis espaldas. ¡Ven
conmigo a toda prisa! Cuando se está al sur
del mar de Aguas Viscosas (quería decir el
Ecuador) y se sienten pinchazos en la cola,
eso significa que la tempestad está frente a ti
y que debes escapar hacia el norte. ¡Ven
conmigo enseguida! Estas aguas no son seguras.
Ésa fue sólo una de las muchas cosas que
aprendió Kotick, que captaba constantemente
realidades y sensaciones nuevas. Matka le
enseñó a perseguir al bacalao y al fletán en
los bancos submarinos; a arrancar a algunos
peces de sus agujeros disimulados entre las
algas; a bordear los barcos hundidos a cien
brazas de profundidad, entrando por un ojo
de buey y saliendo por otro, nadando con la
rapidez de una bala de cañón en persecución
de los peces. A bailar sobre las crestas de las
olas cuando los rayos se cruzan en la inmensa
bóveda del firmamento; a saludar al albatros,
de cola corta y ancha, moviendo graciosamente
las aletas, y al Hombre de la Guerra,
el Halcón, cuando vuela a vela, dejándose
llevar por el viento; y a saltar limpiamente
fuera del agua más de un metro, como los
delfines, con las aletas pegadas al cuerpo y la
cola curvada; a despreciar a los peces voladores,
porque no hay en ellos más que espinas;
a arrancar un trozo del lomo de un bacalao,
y eso nadando a toda velocidad y a diez
brazas* de profundidad; y a no detenerse
para mirar un barco, y menos todavía una
barca de remos. Al acabar los seis meses, lo
que Kotick no supiera sobre la pesca en
aguas profundas no tenía ninguna importancia.
Y durante todo ese tiempo nunca descansaron
sus aletas en tierra seca.
Pero un día, mientras se balanceaba en el
agua tibia de una zona de la isla de Juan Fernández,
se sintió mareado, y que una enorme
pereza se adueñaba de él, como les pasa a
las personas cuando llega la primavera. Se
acordó de la dulzura de las playas de Novastosna,
tan seguras siempre, lo que había jugado
en ellas con sus compañeros, los bramidos
de las focas y sus terribles luchas. Inmediatamente
empezó a nadar tranquilo y seguro,
rumbo al norte. Pronto se encontró con
otros compañeros que hacían el mismo viaje
que el.
––Hola, Kotick, este año todos somos
holluschickie, y podemos bailar la danza del
fuego en las rompientes de Lukannon, y hartarnos
de jugar sobre la hierba. Pero ¿cómo
has conseguido esa piel?
La piel de Kotick era ya casi completamente
blanca, y aunque se sentía muy orgulloso
de ella, se limitó a responder:
––¡Nadad a toda prisa! Me duelen los huesos
de tanto añorar la tierra firme.
Todos llegaron a las antiguas playas en las
que habían nacido, y oyeron a sus padres, las
focas viejas, en plena pelea entre la niebla.
Por la noche, Kotick bailó la danza del fuego
con las focas que tenían, como él, un año.
Las noches de verano, el mar se llena de fuego
entre Novastosna y Lukannon, y cada foca
deja tras sí una estela como de aceite quemándose,
y un fogonazo cuando salta del
agua. Las olas rompen contra la arena de la
playa, convirtiéndose en grandes franjas y
remolinos fosforescentes. Luego, Kotick y sus
compañeras llegaron hasta el territorio de los
holluschickie, en el interior de la isla. Se revolcaron
con una alegría loca en el trigo silvestre
que acababa de nacer, y contaron qué
habían hecho durante su estancia en la mar.
Hablaron del Pacífico como los niños que han
estado en el bosque recogiendo frutos silvestres.
Y si alguien les hubiera escuchado,
habría podido trazar un mapa tan perfecto de
ese océano como jamás nadie lo haya hecho.
Los holluschickie de tres o cuatro años descendieron
en frenética carrera desde la colina
de Hutchinson, gritando:
––¡Fuera de aquí, chiquillos! No habléis así
hasta que hayáis doblado el Cabo de Hornos*.
Pero ¡mira qué gracia! Oye tú, añojo,
¿dónde has encontrado esa piel?
––No la he encontrado ––les respondió Kotick––.
Ha venido ella sola.
Y cuando se preparaba para dar un revolcón
al que acababa de hablar, tras una duna
se dejaron ver dos hombres de pelo negro y
caras rojas y chatas. Kotick, que aún no
había divisado a ningún hombre, tosió y bajó
la cabeza. Los holluschickie se retiraron unos
cuantos metros y se quedaron inmóviles, limitándose
a mirar con ojos estúpidos a los
dos aparecidos. Se trataba nada menos que
de Kerick Booterin, jefe de los cazadores de
focas de la isla, y de Patalamon, su hijo. Venían
de la aldea, situada a una milla del criadero
de focas, y discutían sobre cuáles se llevarían
al matadero ––porque las focas se dejan
llevar como borregos––, para luego convertirlas
en abrigos de piel.
––¡Mira! ––exclamó Patalamon––. ¡Una foca
blanca! Kerick Booterin palideció bajo la
capa de aceite y tizne que le cubría la piel,
porque era aleutiano, y los aleutianos no son
demasiado limpios. Luego empezó a rezar
como en un murmullo.
––No la toques, Patalamon. Jamas se ha
visto una foca blanca desde que… desde que
yo nací. Quizá sea el fantasma del viejo Zaharrof.
Desapareció el año pasado en una
horrible tempestad.
––No me acercaré a ella ––le dijo Patalamon––.
Trae malos augurios. ¿De veras crees
que es el viejo Zaharrof reencarnado en ella?
Le debo dos huevos de gaviota.
––No la mires ––le ordenó Kerick––. Ahí
tienes ese rebaño de focas de cuatro años.
Llévatelo. Los hombres deberían desollar hoy
doscientas. Pero estamos al principio de la
estación y, ademas, son unos novatos. De
momento bastará con cien. ¡Rápido!
Patalamon golpeó dos omoplatos de foca
frente a la manada de holluschickies, y éstas
se quedaron inmóviles, como muertas, resoplando
fuertemente. Se adelantó unos pasos
y las focas empezaron a moverse, y Kerick
les hizo dirigirse hacia el interior de la isla. Ni
por un instante se le ocurrió a ninguna volverse
para reintegrarse al grupo de sus compañeras.
Cientos y cientos de miles de focas
vieron cómo las conducían, pero continuaron
jugando como si aquello no las afectara. Únicamente
Kotick hizo algunas preguntas, que
sus compañeras no pudieron responderen absoluto.
Bueno, sí, le dijeron que los hombres
se llevaban siempre a las focas de esta manera,
durante seis semanas o dos meses al
año.
––Quiero ir tras ellas ––dijo Kotick.
Empezó a seguir la pista del rebaño, mientras
los ojos casi se le salían de las órbitas.
––Nos sigue la foca blanca ––gritó asustado
Patalamon––. Es la primera vez que una
foca viene al matadero por sí misma.
––¡Calla! No mires atrás ––le ordenó Kerick––.
¡Seguro que es el fantasma de Zaharrofl
Tengo que hablar con el sacerdote.
El matadero estaba a una milla de distancia,
pero necesitaron una hora para recorrerla.
Kerick sabía que si las focas iban demasiado
deprisa, se sofocarían, y, al desollarlas,
su piel saldría a trozos.
Por eso fueron muy despacio, cruzando la
Garganta del León Marino, dejando atrás la
Casa de Webster, hasta llegar al almacén de
salazón, ya fuera de la vista de las focas de la
playa. Kotick seguía al rebaño respirando de
forma entrecortada, y admirado ante lo que
veía. Creía estar en el fin del mundo, pero le
llegaba, desde los criaderos de las focas, un
ruido tan tremendo como el de un tren que
atraviesa un túnel. Kerick se sentó en el
musgo, sacó un gran reloj de bolsillo, y esperó
una media hora para que los cuerpos de
las focas se enfriaran. Kotick podía oír hasta
las gotas de lluvia, condensadas por la niebla,
que le caían de las alas del gorro. Luego, llegaron
diez o doce hombres, armados cada
uno con una gruesa barra de hierro de alrededor
de un metro, y Kerick les señaló una o
dos focas, mordidas por sus compañeras, o
demasiado sofocadas. Los hombres, calzados
con pesadas botas de piel de morsa, las apartaron
del rebaño a puntapiés. Entonces Kerick
dijo:
––¡Ya!
Los hombres empezaron a dar golpes en la
cabeza a las focas, con una enorme rapidez.
Al cabo de diez minutos, el pequeño Kotick
fue incapaz de reconocer a sus amigas, porque
sus pieles, desolladas desde el hocico
hasta las aletas posteriores, y arrancadas
luego de un tirón seco, se amontonaban en el
suelo.
Kotick había visto ya bastante. Dio media
vuelta y se dirigió a todo correr ––una foca
puede hacerlo a galope tendido durante un
tiempo muy corto–– hacia el mar, erizado el
bigote por el horror que había contemplado.
En la Garganta del León Marino, donde los
animales descansan hasta donde llega la resaca,
se lanzó al agua fresca, protegiéndose
la cabeza con las aletas, y se abandonó al
suave balanceo de la mar, suspirando tristemente.
––¿Qué pasa, quién anda por ahí? ––gruñó
un león marino. En general sólo les gusta la
compañía de sus congéneres.
¡Scoochnie! ; Ochen scoochnie! (¡Estoy solo!
¡Muy solo!) ––respondió Kotick––. Están a
punto de matar a todos los holluschickie, a
todos sin excepción y en todas las playas.
El león marino volvió la cabeza hacia la tierra.
––¡Qué disparate! ––comentó––. Tus amigos
siguen alborotando como siempre. Seguro
que has visto al viejo Kerick despachando
a un rebaño. Lleva haciendo lo mismo desde
hace treinta años.
––Es horrible ––le respondió Kotick.
En ese momento, notando que una ola iba
a sumergirle, empezó a nadar hacia atrás y
se afianzó con un movimiento de aletas, que,
girando como una hélice, le hicieron ponerse
vertical a escasos centímetros de los afilados
bordes de una roca.
––¡No está nada mal! ¡Está muy bien para
tu edad! ––le dijo el león marino, que sabía
reconocer los méritos de un buen nadador––.
Me imagino que, efectivamente, desde tu
punto de vista, es bastante atroz. Pero ya
que vosotras, las focas, os empeñáis en venir
aquí año tras año, los hombres, naturalmente,
acaban por enterarse y, a menos que encontréis
una isla a la que ninguno de ellos
vaya, seguirán tratándoos de la misma manera.
––¿Existe una isla así? ––le replicó Kotick.
––Sigo al halibut desde hace veinte años y
tengo que confesarte que todavía no lo he
encontrado. Pero escuchame… Tengo la impresión
de que te gusta hablar con tus superiores.
¿Por qué no vas al islote de las Morsas
y hablas con Sea––Vitch? Quizá ella sepa algo.
No te embales. Es una travesía de nueve
kilómetros y, en tu lugar, yo iría primero a
tierra y dormiría un rato.
Kotick dio por bueno el consejo. Llegó hasta
la playa, cruzando una zona de mar, y luego
a tierra. Durmió una media hora, entre
convulsiones, como les sucede siempre a las
focas. Luego, se dirigió en linea recta al islote
de las Morsas, una plataforma rocosa, de
muy poca altura y extensión, casi exactamente
al noreste de Novastosna, llena de cornisas
y nidos de gaviotas, donde las morsas hacen
vida aparte.
Salió a tierra muy cerca de Sea––Vitch, la
morsa del Pacífico Norte, gorda, fea, de
enorme cuello, dotada de grandes colmillos.
Sólo tenía modales durmiendo, que era lo
que hacía, con las aletas posteriores medio
hundidas en el agua.
––¡Despierta! ––rugió Kotick, porque las
gaviotas graznaban con un ruido insoportable.
––¡Ah, oh, hummm! ¿Qué pasa? ––
exclamó SeaVitch, que con un golpe de sus
colmillos despertó al vecino, que hizo lo mismo
con el que tenía al lado, continuando así
el juego, hasta que se despertaron todas las
morsas. Empezaron a mirar en todas las direcciones,
salvo en la que debían.
––¡Eh, soy yo! ––les gritó Kotick, que se
balanceaba con la corriente y parecía una babosa
blanca.
––¡Pero, bueno, que me desuellen! ––
exclamó SeaVitch.
Y todas las morsas miraron a Kotick como
mirarían a un niño los soñolientos miembros
de un club. A Kotick no le hacía ninguna gracia
que le hablaran de ser desollado. Ya había
visto bastante. Por eso empezó a gritar:
––¿Hay algún sitio al que puedan ir las focas,
y al que los hombres les resulte imposible
el acceso?
––Descúbrelo tú ––le contestó Sea––Vitch
cerrando los ojos––. Vete. Aquí tenemos mucho
trabajo.
Kotick dio un salto de delfín, y siguió chillando:
––¡Zampaostras! ¡Zampaostras!
Aunque se las tenía por un personaje temible,
la foca sabía muy bien que Sea––Vitch
jamás había pescado un pez, pues se limitaba
a revolver los fondos marinos en busca de
ostras y algas. Evidentemente, los chickies,
los gooverooskies y los epatkas, las gaviotas
de todo tipo y los mergos*, siempre preparados
para cometer cualquier grosería, se hicieron
eco de su grito y, según me ha contado
Limmershin, durante casi cinco minutos no
habría podido escucharse ni siquiera un cañonazo
en el islote de las Morsas. Todos sus
habitantes gritaban a pleno pulmón: «¡Tragaostras!
¡Stareek! (viejo)», mientras Sea––
Vitch se movía alternativamente sobre sus
costados, bufando furioso.
––Y bien, ¿me lo vas a decir ahora? ––
preguntó Kotick, exhausto.
––Pregúntaselo a Vaca––Marina ––le respondió
SeaVitch––. Si todavía vive, podrá decírtelo.
––¿Y cómo la reconoceré? ––preguntó Kotick,
preparado ya para salir nadando.
––Es la única criatura del mar más fea que
Sea––Vitch ––gritó una gaviota, que volaba
justo por encima de la nariz de la morsa––.
¡El más feo y el mas grosero! ¡Stareek!
Kotick regresó a Novastosna, dejando a las
gaviotas entregadas a sus gritos. Y, una vez
allí, se dio cuenta de que todas las molestias
que se había tomado por encontrar un sitio
seguro para las focas no le servían para granjearse
simpatía alguna.
Le dijeron que los hombres siempre se
habían llevado a los holluschickie, que eso
formaba parte de la rutina diaria, y que si no
le gustaba ser testigo de un espectáculo tan
horrible, no debía haber ido adonde sacrifican
a las focas. Pero ninguna había asistido a
aquella carnicería, y eso marcaba una enorme
diferencia entre ella y sus amigas. Además,
Kotick era una foca blanca.
––Lo que necesitas ––le dijo Garra del Mar
cuando se enteró de las aventuras de su
hijo––, es crecer, hacerte una gran foca, lo
mismo que tu padre, y conseguir y defender
un criadero en la playa. Entonces te dejarán
tranquilo. Dentro de cinco años tendras que
pelear tú solito…
Hasta su madre, la dulce Matka, le dijo:
––Jamás podrás detener esa carnicería,
Kotick. Vete a jugar a la mar.
Así lo hizo. Se fue y bailó la danza del fuego,
pero con el corazón apesadumbrado.
Cuando llegó el otoño, abandonó la playa y
se fue solo, porque tenía una idea en la cabeza.
Estaba decidido a encontrar a Vaca––
Marina, si es que tal personaje habitaba los
mares, y descubrir una isla tranquila, con
buenas playas de arena dura, donde las focas
vivieran sin que los hombres las inquietasen.
Exploró el Pacífico de norte a sur, nadando
hasta trescientas millas* en un día y una noche.
Corrió más aventuras de las que se puedan
contar, escapó por los pelos de los dientes
de los tiburones y del pez martillo. Tropezó
con todos los malhechores que rondan los
mares, con grandes peces tranquilos, y con
las vieiras de manchas rojas, que se quedan
inmóviles, aferradas al mismo sitio durante
cientos de años, de lo que están muy orgullosas.
Pero nunca encontró a VacaMarina, ni
una isla que le gustase.
Si la playa era buena y dura, y se prolongaba
en un talud* donde las focas pudieran
jugar, siempre se veía en el horizonte el
humo de un ballenero, que fabricaba acei te
de ballena, y Kotick sabía muy bien qué significaba
eso. O bien constataba que las focas
habían frecuentado ya la isla, y que habían
sido exterminadas. Kotick sabía de sobra que
los hombres vuelven siempre a las zonas que
conocen.
Se topó también con un viejo albatros de
cola corta, que le dijo que las islas Kerguelen
eran el sitio ideal para quien buscara paz y
tranquilidad. Pero cuando Kotick llegó hasta
aquellos parajes tan apartados, estuvo a punto
de chocar contra los negruzcos y terribles
acantilados, debido a una furiosa tormenta de
aguanieve, relámpagos y truenos. Sin embargo,
al abandonar el lugar, cara a la tormenta,
observó que hasta en aquel sitio hubo
en otro tiempo un criadero de focas. Y sucedió
lo mismo en todas las islas que visitó.
Limmershin me dio una lista muy larga,
porque me dijo que Kotick había consagrado
cinco estaciones a sus exploraciones, descansando
cada año cuatro meses en Novastosna,
donde los holluschickie se burlaban de el y de
sus islas imaginarias. Se fue hasta las Galápagos*,
un sitio árido y pavoroso, bajo la línea
del ecuador, donde estuvo a punto de
morir, asado por el sol; a Georgia del Sur, a
las Orcadas del Sur, a la isla Esmeralda, a
Gough, al Pequeño Ruiseñor, a las islas Crozet,
y hasta abordó un islote al sur del Cabo
de Buena Esperanza*. Pero en todas partes
los habitantes de la mar le decían lo mismo.
Las focas habían llegado en otro tiempo a
esas islas, pero los hombres las habían aniquilado.
Incluso cuando recorrió miles de millas
fuera del Pacífico, y alcanzó Cabo Corrientes*
––de regreso de la isla de Gough––, encontró
algunos centenares de focas, con la piel sarnosa,
descansando en una roca. Le aseguraron
que los hombres también llegaban hasta
allí.
Aquello estuvo a punto de partirle el corazón,
y en ese estado de ánimo franqueó el
cabo de Hornos para volver a su hogar. De
camino hacia el norte, descubrió una isla cubierta
de árboles de un verdor maravilloso,
donde resistía una foca vieja y moribunda.
Kotick pescó algunos peces para ella y le confió
todas sus penas.
––Ahora ––dijo Kotick––, me vuelvo a Novastosna,
y si me llevan con los holluschickie
a los campos de la muerte, me trae sin cuidado.
––Inténtalo una vez más ––le dijo la vieja
foca––. Yo soy el único superviviente de la
colonia desaparecida de Masafuera y, en la
época en la que los hombres nos mataban
por cientos de miles, se contaba en la playa
que una foca blanca vendría para conducirnos
a un lugar tranquilo. Soy vieja y jamás llegaré
a ver ese día, pero otros lo verán. Inténtalo
otra vez.
Kotick se retorció el bigote ––lo tenía
magnífico.
––Soy la única foca blanca que ha visto la
luz del día ––dijo––, y la única foca, blanca o
negra, que ha soñado con nuevas islas.
Aquel encuentro le animó muchísimo.
Cuando volvió a Novastosna durante el verano,
su madre le pidió que se casara y que se
estableciera, porque ya no era un holluschickie,
sino un Garra del Mar adulto, de melena
blanca y ondulada, tan fuerte, tan grande y
tan imponente como su padre.
––Dame una temporada más ––le respondió––.
Recuerda, madre, que la séptima ola
es la que más lame la playa.
Curiosamente, una foca hembra pensaba
también posponer su boda para el año siguiente.
Kotick y ella bailaron la danza del
fuego a lo largo de la playa de Lu kannon, la
noche que precedió a su salida, rumbo al último
viaje de exploración.
Entonces se encaminó hacia el oeste, porque
acababa de descubrir un inmenso banco
de fletán, y necesitaba, al menos, cincuenta
kilos de pescado diariamente para estar en
plena forma. Siguió a los peces hasta que se
cansó y se hizo un ovillo en los hoyos que
deja la resaca cuando las olas se dirigen
hacia la isla del Cobre. Conocía la costa a la
perfección. Por eso, hacia las doce, cuando
notó que su cuerpo caía sobre un lecho de
plantas marinas, como sobre un blando colchón,
se dijo: «Vaya, la marea es muy fuerte
esta noche». Después, giró bajo el agua,
abrió los ojos perezosamente y se estiró.
Luego, dio un salto felino. Una enorme sombra
oliscaba sobre las aguas poco profundas y
tragaba gran cantidad de algas.
––¡Por las olas de Magallanes! ––se dijo––
. ¿De qué criaturas se trata?
Aquellos seres no se parecían a las morsas,
ni a los leones, y tampoco a los osos de
mar. Tampoco a las focas, a las ballenas o a
los tiburones, ni a los peces ni a las vieiras, a
ninguno de los animales con los que Kotick
estaba familiarizado. Eran largos, de hasta
seis a ocho metros, y no tenían aletas posteriores.
Le llamó la atención su cola en forma
de pala, que parecía un trozo de cuero mojado.
Su cabeza daba la impresión de pertenecer
a un ser absolutamente estúpido. Cuando
no se dedicaban a comer, balanceaban el
cuerpo en el agua, ayudándose del extremo
de la cola. Se saludaban unos a otros con
mucha solemnidad, agitando las aletas, como
hombres muy gordos que movieran los brazos.
––Hola ––intervino Kotick––, ¿qué tal la
pesca, señores?
Las enormes criaturas respondieron
haciendo una reverencia y sacudiendo las aletas
natatorias como FrogFootman*.
Cuando empezaron a comer de nuevo, Kotick
advirtió que tenían el labio superior partido
en dos lóbulos que podían separarse
bruscamente casi medio metro, y cerrarse
sobre toda una brazada de algas. Las metían
en la boca y las masticaban con cierta seriedad.
––¡Vaya forma grosera de comer! ––
murmuró Kotick. Aquellas criaturas hicieron
de nuevo una reverencia y Kotick empezó a
impacientarse––. Muy bien ––dijo––. Si, como
parece, tenéis en las aletas delanteras un
articulación más que los demás, no es necesario
que hagáis las exhibiciones a las que os
entregáis. Vuestras reverencias resultan graciosas,
pero me gustaría saber cómo os llamáis.
Los labios hendidos se separaron y los ojos
verde vidrioso se redondearon, pero no contestaron
a Kotick.
––¡Vaya, hombre! ––subió el tono––, es la
primera vez que tropiezo con gente más fea
que Sea––Vitch… y peor educada.
Le vino a la memoria, con la rapidez del
rayo, lo que le había dicho su amiga la gaviota
en la isla de las Morsas cuando, al cumplir
un año, se lanzó al agua de espaldas. Comprendió
que por fin había encontrado a Vaca-
Marina.
Las vacas marinas continuaron buscando y
masticando grandes brazadas de algas, y Kotick
les hizo montones de preguntas en todas
las lenguas que había aprendido en sus viajes.
Porque los animales marinos hablan tantas
lenguas como los hombres. Pero las vacas
marinas no respondían, porque no pueden
hablar. En lugar de siete, tienen seis huesos
en el cuello, y se dice en los mares que eso
les impide hablar, incluso con sus semejantes.
Pero como sabéis, tienen una articulación
suplementaria en la aleta natatoria anterior, y
moviéndola de arriba abajo y de derecha a
izquierda, se sirven de ella como de una señal
telegráfica elemental.
Al alba, la melena de Kotick estaba totalmente
erizada, y su paciencia había ido a parar
adonde lo hacen los cangrejos muertos.
Las vacas marinas se pusieron en camino
hacia el norte, deteniéndose de cuando en
cuando para celebrar absurdos conciliábulos.
Kotick las siguió, diciéndose: «Gente tan estúpida
como ésta habría muerto hace ya mucho
tiempo de no haber encontrado una isla
segura. Y lo que es bueno para Vaca––
Marina, lo es para Garra del Mar. Pero me
gustaría que se dieran prisa».
Kotick estaba medio desesperado. El rebaño
hacía sólo cuarenta o cincuenta millas diarias,
se paraba de noche para reponer fuerzas
comiendo, y siempre se movía muy cerca de
las playas. Kotick nadaba a su alrededor, por
encima, por debajo, pero no conseguía que
acelerase el ritmo ni siquiera media milla. A
medida que avanzaba hacia el norte, se reunía,
siempre con los mismos intervalos, para
celebrar sus extraños conciliábulos. Kotick
estaba a punto de arrancarse los bigotes a
mordiscos, tal era su impaciencia. Pero terminó
por darse cuenta de que seguían una
corriente cálida, y entonces empezó a tener
algo más de respeto por ellas.
Una noche, las vacas marinas se dejaron
caer hasta el fondo del agua brillante, como
si fueran piedras, y por primera vez desde
que las conocía, vio que comenzaban a nadar
a toda velocidad. Las siguió y se quedó
asombrado de su rapidez, porque jamás
había imaginado que Vaca––Marina tuviera el
menor talento para la natación. Se dirigieron
en línea recta hacia un acantilado cercano a
la costa, un farallón que se hundía en las
aguas profundas, y se metieron por un agujero,
oscuro en su base, a unas veinte brazas
de calado. Nadaron durante largo tiempo, y
Kotick echó mucho de menos el aire fresco
antes de salir de aquel túnel negro.
––¡Por todos los demonios! ––dijo, cuando
sofocado y resoplando, emergió a la superficie,
en el otro extremo––. El buceo ha sido
largo, pero ha valido la pena.
Las vacas marinas se habían separado y
comían perezosamente cerca de las playas
más hermosas que Kotick había visto jamás.
Había largas extensiones de rocas per fectamente
lisas, maravillosamente dispuestas para
la instalación de criaderos. Detrás había
terrenos, aptos para jugar, de arena dura,
que se remontaban suavemente hacia el interior.
Y rompientes magníficos para el baile.
Y una hierba blanda sobre la que podrían revolcarse.
Y dunas que subir y bajar. Y lo mejor
de todo, algo que Kotick supo en cuanto
tocó el agua, que jamás ha engañado a un
auténtico garra del mar: que el hombre jamás
había puesto el pie allí.
Lo primero que hizo fue asegurarse de que
las aguas eran abundantes en peces. Luego,
bordeó las playas y reconoció las islas, encantadoras,
bajas y de arena perfec ta, disimuladas
por la niebla, que desprendía infinitas
tonalidades. Hacia el norte, lejos, se veía
claramente una franja de arena, escollos y
rocas. Eso impediría que un barco se acercase
a la playa a menos de seis millas. Entre las
islas y la zona de tierra más extensa había un
canal profundo, que corría casi paralelo y
muy cercano a los acantilados de la costa.
Bajo éstos se abría el túnel de acceso.
«Es otro Novastosna, pero diez veces mejor
», se dijo Kotick. Vaca Marina debe ser
más inteligente de lo que yo pensaba. Los
hombres no podrían descender por estos
acantilados, eso en el caso de que hubiera
hombres por aquí. Y los bajíos costeros harían
pedazos cualquier barco. Si hay algún lugar
seguro en la superficie de los mares, sin
duda éste es el mejor.»
Empezó a pensar en la foca que había dejado
en su tierra natal, que le estaría esperando.
Pero, aunque tenía prisa por volver a
Novastosna, exploró a fondo el lugar para
poder responder a todas las preguntas que
estaba seguro iban a hacerle. Luego se zambulló
y, después de haber grabado bien en su
memoria la entrada del túnel, lo enfiló hacia
el sur. Nadie, salvo una vaca marina o una
foca, habría sospechado jamás su existencia,
y cuando miró hacia atrás, le costó hacerse a
la idea de que había pasado por debajo de
aquellos enormes acantilados. Tardó seis días
en volver a su casa, sin retrasarse lo más mínimo
en el camino. Y cuando tocó tierra, justo
encima de la garganta del León Marino, la
primera foca que encontró fue la que le esperaba,
que leyó en su mirada la buena noticia.
Pero los holluschickie, su padre y las demás
focas se burlaron de él cuando les contó su
descubrimiento. Y una foca joven, que tenía
más o menos su edad, le dijo:
––Todo eso es muy hermoso, Kotick, pero
no puedes llegar dando órdenes sin más, especialmente
cuando no has luchado por nuestros
criaderos.
Los demás estallaron en una risa incontenible
y empezaron a menear la cabeza. El joven
se había casado aquel mismo año y se
creía muy importante.
––Yo no tengo que defender un criadero –
–exclamó rabioso Kotick––. Sólo quiero enseñaros
un lugar donde podréis vivir absolutamente
seguros. ¿Para qué luchar entre nosotros
?
––Bueno, si te bates en retirada tan fácilmente
y, en el fondo, buscas una excusa, no
tengo nada que añadir ––terminó la foca con
una risa sarcástica.
––¿Te vendrás conmigo si te venzo? ––le
preguntó Kotick.
Sus ojos se iluminaron con destellos verdes
de rabia ante el posible combate.
––Muy bien ––respondió su contrincante
con un tono despreocupado––. Si me vences,
iré contigo.
No pudo cambiar de opinión, porque la cabeza
de Kotick salió disparada como una flecha,
y sus dientes se hundieron en el grueso
cuello de su adversario. Después Kotick se
apoyó en la parte trasera de su cuerpo,
arrastró a su enemigo por la playa, le sacudió
y terminó poniéndole de espaldas. Luego se
dirigió a las focas con palabras como rugidos:
––He hecho todo lo que he podido a lo largo
de cinco estaciones. He encontrado una
isla en la que estaréis totalmente seguros,
pero parece que no me creeréis hasta que no
os arranque esas estúpidas cabezas vuestras.
Pues bien, ahora voy a datos una lección. ¡En
guardia!
Limmershin me dijo que en toda su vida –
–y Limmershin ve batirse a diez mil focas todos
los años––, en toda su corta vida no
había visto nada semejante a Kotick, enfilando
como un rayo los criaderos. Se lanzó sobre
el garra del mar más corpulento, lo agarró
por la garganta y lo ahogó, cubriéndolo al
mismo tiempo de golpes, hasta que el otro
lanzó un gruñido para pedir clemencia. Luego
lo lanzó de costado y atacó al siguiente. Tened
en cuenta que Kotick no había ayunado
como las grandes focas. Sus viajes en alta
mar le mantenían en una forma perfecta y,
sobre todo, jamás se había batido hasta entonces.
La cólera erizaba su melena blanca,
llena de bucles, y sus grandes caninos brillaban:
era un espectáculo digno de admirar.
El viejo Garra del Mar, su padre, le vio pasar
como una tromba, arrastrar a los viejos
machos de pelo gris, como si fueran simples
fletanes, y derribar a los jóvenes por docenas.
Garra del Mar, lanzando un rugido, gritó:
––Quizá sea un idiota, pero nadie lucha
como él. Hijo, no pelees conmigo. Yo estoy
contigo.
Kotick se limitó a lanzar un rugido, y el
viejo Garra del Mar, moviéndose torpemente,
se acercó hasta unirse a su hijo, que resoplaba
como una locomotora, mientras Matka y la
futura esposa de Kotick parecían haberse
hecho muy pequeñas, llenas de admiración
por sus parejas. Fue un combate magnífico,
porque los dos se batieron mientras hubo una
sola cabeza levantada en son de desafío.
Luego los dos desfilaron por la playa, muy
juntos, emitiendo unos berridos tremendos.
Por la noche, cuando la aurora boreal* difundía
sus luminarias intermitentes a través
de la niebla, Kotick subió a una roca desnuda
y contempló el gran criadero, hecho un inmenso
revoltijo, y a las focas heridas y sangrantes.
––Bien, os he dado una buena lección.
––¡Por todos los diablos! ––dijo el viejo
Garra del Mar, en un esfuerzo penoso por enderezar
su cuerpo magullado––, ni la orca
misma les habría dado semejante lección.
Hijo, me siento orgulloso de ti. Y lo que es
más, yo mismo te acompañaré a tu isla, si es
que existe.
––¡Y bien, gordos cerdos marinos! ¿Quién
me acompaña al túnel de la Vaca-Marina?
Respondedme, y si no os daré otra lección ––
rugió Kotick.
Se oyó un murmullo, semejante a una
suave sacudida de la marea, sobre las playas.
––Sí, iremos contigo ––dijeron miles de
voces exhaustas––. Sí, seguiremos a Kotick,
la foca blanca.
Entonces Kotick hundió la cabeza, y cerró
los ojos lleno de orgullo. Ya no era la foca
blanca, sino una foca roja de la cabeza a la
cola. Y, sin embargo, le habría parecido un
gesto vergonzante echar siquiera una mirada
o tocar una sola de sus heridas.
Pasados ocho días, el y su ejército ––casi
diez mil focas entre los holluschickie y las ya
maduras–– se echaron al agua y empezaron
a nadar en dirección norte, hacia el túnel de
Vaca––Marina, al mando de Kotick. Las que
se quedaron en Novastosna los trataron de
locos. Pero en la primavera siguiente, cuando
se reencontraron junto a los bancos de peces
del Pacífico, las seguidoras de Kotick hicieron
tales descripciones de las nuevas playas, que
un número creciente de focas abandonó Novastosna.
Naturalmente, eso no sucedió en un breve
espacio de tiempo, porque las focas son un
poco cabezotas. Pero al cabo de un año, muchas
más abandonaron Novastosna, Lukannon
y los otros criaderos, emigrando a esas
playas tranquilas y bien abrigadas, en las que
Kotick pasa ahora el verano. Crece, engorda
y se pone más fuerte cada día, mientras los
holluschickie juegan a su alrededor en aquel
mar que no visita ni un solo hombre.
LUKANNON
HE AQUÍ LA CANCIÓN SOLEMNE QUE
ENTONAN EN ALTA MAR TODAS LAS FOCAS
DE SAN PABLO, CUANDO, LLEGADO EL
VERANO, VUELVEN A SUS PLAYAS. ES UNA
ESPECIE DE HIMNO NACIONAL EMPAPADO
DE TRISTEZA
Al alba vi amigas cargadas de años,
nací a la mañana de olas y espacios.
Quedo es el rumor del mar en resaca.
Playas de Lukannon, la vida que canta.
Feliz es la estancia, se fue la amargura de
mares,
peligros de mil singladuras.
La noche se llena de bailes y luces.
Playas de Lukannon, de recuerdos dulces.
Eran mis hermanos. No volveré a verlos.
Vivían la vida como un puro juego.
El grito de guerra era algo olvidado.
Ya todo eran risas, carreras y cantos.
Playas de Lukannon, cubiertas de hierba,
líquenes
profundos, escarchas y niebla.
Espacios abiertos, terrazas pulidas.
Playas de Lukannon, mi tierra querida.
¿Por qué hoy mis hermanos están abatidos
?
El hombre, la bala, el brazo asesino.
Nos lleva a la muerte en triste rebaño.
Felices sin hombres, playas de Lukannon.
Cuenta tu historia al rey de los mares.
Si no lo hace él, ya no hay quien te ampare.
Tu raza estará para siempre perdida,
Lukannon, serás sólo un recuerdo de vida.