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Cada cosa en su sitio

Hace de esto más de cien años.
Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se
levantaba un viejo palacio, rodeado por un
profundo foso en el que crecían cañaverales,
juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta
principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se
inclinaban sobre las cañas.
Desde el valle llegaban sones de cuernos y
trotes de caballos; por eso la zagala se daba
prisa en sacar los gansos del puente antes de
que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a
todo galope, y la muchacha hubo de subirse de
un brinco a una de las altas piedras que
sobresalían junto al puente, para no ser
atropellada. Era casi una niña, delgada y
flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos
maravillosamente límpidos. Mas el noble
caballero no reparó en ellos; a pleno galope,
blandiendo el látigo, por puro capricho dio con
él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza
que la derribó.
– ¡Cada cosa en su sitio! -exclamó-. ¡El tuyo es
el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el
chiste le pareció gracioso, y los demás le
hicieron coro. Todo el grupo de cazadores
prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se
sumaron los ladridos de los perros. Era lo que
dice la canción:
«¡Borrachas llegan las ricas aves!».
Dios sabe lo rico que era.
La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de
las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella
pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En
cuanto los señores y la jauría hubieron
desaparecido por la puerta, ella trató de salir de
su atolladero, pero la rama se quebró, y la
muchachita cayó en medio del cañaveral,
sintiendo en el mismo momento que la sujetaba
una mano robusta. Era un buhonero, que,
habiendo presenciado toda la escena desde
alguna distancia, corrió en su auxilio.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al
noble en tono de burla y poniendo a la
muchacha en un lugar seco. Luego intentó
volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero
eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene
aplicación, y así la clavó en la tierra
reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta
convertirte en una buena flauta para la gente del
castillo -. Con ello quería augurar al noble y los
suyos un bien merecido castigo. Subió después
al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas;
no era bastante distinguido para ello. Sólo le
permitieron entrar en la habitación de la
servidumbre, donde fueron examinadas sus
mercancías y discutidos los precios. Pero del
salón donde se celebraba el banquete llegaba el
griterío y alboroto de lo que querían ser
canciones; no sabían hacerlo mejor. Resonaban
las carcajadas y los ladridos de los perros. Se
comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino
y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los
canes favoritos participaban en el festín; los
señoritos los besaban después de secarles el
hocico con las largas orejas colgantes. El
buhonero fue al fin introducido en el salón, con
sus mercancías; sólo querían divertirse con él.
El vino se les había subido a la cabeza,
expulsando de ella a la razón. Le sirvieron
cerveza en un calcetín para que bebiese con
ellos, ¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás
graciosa, como se ve. Rebaños enteros de
ganado, cortijos con sus campesinos fueron
jugados y perdidos a una sola carta.
– ¡Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero
cuando hubo podido escapar sano y salvo de
aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-.
Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allá
arriba -. Y desde el vallado se despidió de la
zagala con un gesto de la mano.
Pasaron días y semanas, y aquella rama
quebrada de sauce que el buhonero plantara
junto al foso, seguía verde y lozana; incluso
salían de ella nuevos vástagos. La doncella vio
que había echado raíces, lo cual le produjo gran
contento, pues le parecía que era su propio
árbol.
Y así fue prosperando el joven sauce, mientras
en la propiedad todo decaía y marchaba del
revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos
ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar
el carro.
No habían transcurrido aún seis años, cuando el
noble hubo de abandonar su propiedad
convertido en pordiosero, sin más haber que un
saco y un bastón. La compró un rico buhonero,
el mismo que un día fuera objeto de las burlas
de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron
cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la
laboriosidad llaman a los vientos favorables, y
ahora el comerciante era dueño de la noble
mansión. Desde aquel momento quedaron
desterrados de ella los naipes. – ¡Mala cosa! –
decía el nuevo dueño-. Viene de que el diablo,
después que hubo leído la Biblia, quiso fabricar
una caricatura de ella e ideo el juego de cartas.
El nuevo señor contrajo matrimonio – ¿con
quién dirías? – Pues con la zagala, que se había
conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus
nuevos vestidos aparecía tan pulcra y
distinguida como si hubiese nacido en noble
cuna. ¿Cómo ocurrió la cosa? Bueno, para
nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una
historia demasiado larga, pero el caso es que
sucedió; y ahora viene lo más importante.
En la antigua propiedad todo marchaba a las mil
maravillas; la madre cuidaba del gobierno
doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas.
Llovían sobre ellos las bendiciones; la
prosperidad llama a la prosperidad. La vieja
casa señorial fue reparada y embellecida; se
limpiaron los fosos y se plantaron en ellos
árboles frutales; la casa era cómoda, acogedora,
y el suelo, brillante y limpísimo. En las veladas
de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y
lino en el gran salón, y los domingos se leía la
Biblia en alta voz, encargándose de ello el
Consejero comercial, pues a esta dignidad había
sido elevado el ex-buhonero en los últimos años
de su vida. Crecían los hijos – pues habían
venido hijos -, y todos recibían buena
instrucción, aunque no todos eran inteligentes
en el mismo grado, como suele suceder en las
familias.
La rama de sauce se había convertido en un
árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin
ser podado. – ¡Es nuestro árbol familiar! -decía
el anciano matrimonio, y no se cansaban de
recomendar a sus hijos, incluso a los más
ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen
siempre.
Y ahora dejamos transcurrir cien años.
Estamos en los tiempos presentes. El lago se
había transformado en un cenagal, y de la
antigua mansión nobiliaria apenas quedaba
vestigio: una larga charca, con unas ruinas de
piedra en uno de sus bordes, era cuanto
subsistía del profundo foso, en el que se
levantaba un espléndido árbol centenario de
ramas colgantes: era el árbol familiar. Allí
seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un
sauce cuando se lo deja crecer en libertad.
Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz
hasta la copa, y que la tempestad lo había
torcido un poco; pero vivía, y de todas sus
grietas y desgarraduras, en las que el viento y la
intemperie habían depositado tierra fecunda,
brotaban flores y hierbas; principalmente en lo
alto, allí donde se separaban las grandes ramas,
se había formado una especie de jardincito
colgante de frambuesas y otras plantas, que
suministran alimento a los pajarillos; hasta un
gracioso acerolo había echado allí raíces y se
levantaba, esbelto y distinguido, en medio del
viejo sauce, que se miraba en las aguas negras
cada vez que el viento barría las lentejas
acuáticas y las arrinconaba en un ángulo de la
charca. Un estrecho sendero pasaba a través de
los campos señoriales, como un trazo hecho en
una superficie sólida.
En la cima de la colina lindante con el bosque,
desde la cual se dominaba un soberbio
panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso
y suntuoso, con cristales tan transparentes, que
habríase dicho que no los había. La gran
escalinata frente a la puerta principal parecía
una galería de follaje, un tejido de rosas y
plantas de amplias hojas. El césped era tan
limpio y verde como si cada mañana y cada
tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la
más ínfima brizna de hierba seca. En el interior
del palacio, valiosos cuadros colgaban de las
paredes, y había sillas y divanes tapizados de
terciopelo y seda, que parecían capaces de
moverse por sus propios pies; mesas con tablero
de blanco mármol y libros encuadernados en
tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica
la que allí residía, gente noble: eran barones.

Bajo el sauce

La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la
ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre
una ventaja, pero es innegable que podría ser
más hermosa de lo que es en realidad; todo
alrededor son campos lisos, y el bosque queda a
mucha distancia. Sin embargo, cuando nos
encontramos a gusto en un lugar, siempre
descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo
echaremos de menos, aunque nos hallemos en el
sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es
admitir que en verano tienen su belleza los
arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos
extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en
el mar; y así lo creían en particular Knud y
Juana, hijos de dos familias vecinas, que
jugaban juntos y se reunían atravesando a
rastras los groselleros. En uno de los jardines
crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y
debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los
niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que
el árbol estaba muy cerca del río, y los
chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el
ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos – de no
ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los
dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto
miedo al agua, que en verano no había modo de
llevarlo a la playa, donde tan a gusto
chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo
hacía objeto de la burla general, y él tenía que
aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que
navegaba en un bote de vela en la Bahía de
Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella
vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y
después lo cubrió por entero. Desde el momento
en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no
soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo
como prueba al sueño de Juana. Éste era su
orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y
Knud y Juana jugaban en los jardines y en el
camino plantado de sauces que discurría a lo
largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos
árboles, pues tenían las copas como podadas,
pero no los habían plantado para adorno, sino
para utilidad; más hermoso era el viejo sauce
del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho,
jugaban a menudo los dos amiguitos. En la
ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado,
en la que, durante la feria anual, se instalan
verdaderas calles de puestos que venden cintas
de seda, calzados y todas las cosas imaginables.
Había entonces un gran gentío, y generalmente
llovía; además, apestaba a sudor de las
chaquetas de los campesinos, aunque olía
también a exquisito alajú, del que había toda
una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era
que el hombre que lo vendía se alojaba, durante
la feria, en casa de los padres de Knud, y,
naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño
pan de especias, del que participaba también
Juana. Pero había algo que casi era más
hermoso todavía: el comerciante sabía contar
historias de casi todas las cosas, incluso de sus
turrones, y una velada explicó una que produjo
tal impresión en los niños, que jamás pudieron
olvidarla;
por eso será conveniente que la oigamos
también nosotros, tanto más, cuanto que es muy
breve.
– Sobre el mostrador – empezó el hombre –
había dos moldes de alajú, uno en figura de un
hombre con sombrero, y el otro en forma de
mujer sin sombrero, pero con una mancha de
oropel en la cabeza; tenían la cara de lado,
vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde
aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que
mirar así a una persona. El hombre llevaba en el
costado izquierdo una almendra amarga, que era
el corazón, mientras la mujer era dulce toda
ella. Estaban para muestra en el mostrador, y
llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se
enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin
embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha
de salir algo de tal situación.
«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el
primero en hablar», pensaba ella; no obstante,
se habría dado por satisfecha con saber que su
amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más
ambiciosos, como siempre son los hombres;
soñaba que era un golfo callejero y que tenía
cuatro chelines, con los cuales se compraba la
mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas
en el mostrador, y cada día estaban más secos; y
los pensamientos de ella eran cada vez más
tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con
haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se
rompió por la mitad.
«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que
habría resistido un poco más», pensó él.
– Y ésta es la historia y aquí están los dos – dijo
el turronero. – Son notables por su vida y por su
silencioso amor, que nunca conduce a nada.
¡Vedlos ahí! – y dio a Juana el hombre, sano y
entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños
les había emocionado tanto el cuento, que no
tuvieron ánimos para comerse la enamorada
pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos
figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al
muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano
como en invierno, de un rico tapiz de hiedra;
pusieron al sol los pasteles, entre los verdes
zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños
la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la
encontraron maravillosa; y cuando volvieron a
mirar a la pareja de alajú, un muchacho
grandote se había comido ya la mujer
despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños
se echaron a llorar, y luego – y es de suponer
que lo hicieron para que el pobre hombre no
quedase solo en el mundo – se lo comieron
también; pero en cuanto a la historia, no la
olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el
sauce o junto al saúco, y la niña cantaba
canciones bellísimas con su voz argentina. A
Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la
garganta, pero al menos se sabía la letra, y más
vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre
ella la señora de la quincallería, se detenían a
escuchar a Juana. – ¡Qué voz más dulce! –
decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían
durar siempre. Las dos familias vecinas se
separaron; la madre de la niña había muerto, el
padre deseaba ir a Copenhague, para volver a
casarse y buscar trabajo; quería establecerse de
mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los
vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre
todo lloraron los niños; los padres se
prometieron mutuamente escribirse por lo
menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya
mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más
tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en
Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita!
Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar
de que no distaba más de cinco millas de Kjöge.
Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo
despejado, Knud había visto sus torres, y el día
de la confirmación distinguió claramente la
brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra
Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se
acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para
los de Knud. Las cosas les iban muy bien en
Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz,
iba a tener una gran suerte; había ingresado en
el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y
enviaba un escudo a sus queridos vecinos de
Kjöge para que celebrasen unas alegres
Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la
niña había añadido de su puño y letra estas
palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las
noticias eran muy agradables; pero también se
llora de alegría. Día tras día Juana había
ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el
muchacho que también ella se acordaba de él, y
cuanto más se acercaba el tiempo en que
ascendería a oficial zapatero, más claramente se
daba cuenta de que estaba enamorado de Juana
y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que
le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus
labios y tiraba con mayor fuerza del hilo,
mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la
lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde
luego que no sería mudo, como los dos moldes
de alajú; la historia había sido una buena
lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al
hombro, y por primera vez en su vida se dispuso
a trasladarse a Copenhague; ya había
encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida
quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora
16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo
de oro, pero luego pensó que seguramente los
encontraría mucho más hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un
día lluvioso de otoño emprendió el camino de la
capital; las hojas caían de los árboles, y calado
hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a
la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre
de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el
nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que
tan bien le sentaba; antes había usado siempre
gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los
muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era
para dar vértigo la manera cómo la gente se
apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de
Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa
no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo
invitó a tomar café.
– Juana estará contenta de verte – dijo el padre -.
Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una
muchacha que me da muchas alegrías y, Dios
mediante, me dará más aún. Tiene su propia
habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre
llamó delicadamente a la puerta, como si fuese
un forastero, y entraron – ¡qué hermoso era allí!
-. Seguramente en todo Kjöge no había un
aposento semejante: ni la propia Reina lo
tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas,
cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de
terciopelo auténtico y en derredor flores y
cuadros, además de un espejo en el que uno casi
podía meterse, pues era grande como una
puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y,
sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya
crecida, muy distinta de como la imaginara,
sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no
se encontraría otra como ella; ¡qué fina y
delicada! La primera mirada que dirigió a Knud
fue la de una extraña, pero duró sólo un
instante; luego se precipitó hacia él como si
quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó.
Sí, estaba muy contenta de volver a ver al
amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en
sus ojos? Y después empezó a preguntar y a
contar, pasando desde los padres de Knud hasta
el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce,
como los llamaba, cual si fuesen personas; pero
bien podían pasar por tales, si lo habían sido los
pasteles de alajú. De éstos habló también y de
su mudo amor, cuando estaban en el mostrador
y se partieron… y la muchacha se reía con toda
el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas
de Knud, y su corazón palpitaba con violencia
desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y
ella fue también la causante – bien se fijó Knud
– de que sus padres lo invitasen a pasar la velada
con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia
mano una taza luego cogió un libro y se puso a
leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo
que leía trataba de su amor, hasta tal punto
concordaba con sus pensamientos. Luego cantó
una sencilla canción, pero cantada por ella se
convirtió en toda una historia; era como si su
corazón se desbordase en ella. Sí,
indudablemente quería a Knud. Las lágrimas
rodaron por las mejillas del muchacho sin poder
él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra
de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero
ella le estrechó la mano y le dijo:
– Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre
como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones
después de las cuales no es posible dormir, y
Knud se pasó la noche despierto.

Algo

– ¡Quiero ser algo! – decía el mayor de cinco
hermanos. – Quiero servir de algo en este
mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que
sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los
hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los
fabrico, haré algo real y positivo.
– Sí, pero eso es muy poca cosa – replicó el
segundo hermano. – Tu ambición es muy
humilde: es trabajo de peón, que una máquina
puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es
algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio.
Quien lo profesa es admitido en el gremio y se
convierte en ciudadano, con su bandera propia y
su casa gremial. Si todo marcha bien, podré
tener oficiales, me llamarán maestro, y mi
mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser
algo.
– ¡Tonterías! – intervino el tercero. – Ser albañil
no es nada. Quedarás excluido de los
estamentos superiores, y en una ciudad hay
muchos que están por encima del maestro
artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu
condición de maestro no te librará de ser lo que
llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré
arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del
pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el
reino de la inteligencia. Habré de empezar
desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré
de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy
acostumbrado a tocarme con sombrero de seda.
Iré a comprar aguardiente y cerveza para los
oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me
agrada, pero imaginaré que no es sino una
comedia, libertades propias del Carnaval.
Mañana, es decir, cuando sea oficial,
emprenderé mi propio camino, sin preocuparme
de los demás. Iré a la academia a aprender
dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y
mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia,
y me pongan, además, algún título delante y
detrás, y venga edificar, como otros hicieron
antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi
fortuna. ¡Ese algo vale la pena!
– Pues eso que tú dices que es algo, se me antoja
muy poca cosa, y hasta te diré que nada – dijo el
cuarto. – No quiero tomar caminos trillados. No
quiero ser un copista. Mi ambición es ser un
genio, mayor que todos vosotros juntos. Crearé
un estilo nuevo, levantaré el plano de los
edificios según el clima y los materiales del
país, haciendo que cuadren con su sentimiento
nacional y la evolución de la época, y les
añadiré un piso, que será un zócalo para el
pedestal de mi gloria.
– ¿Y si nada valen el clima y el material? –
preguntó el quinto. – Sería bien sensible, pues
no podrían hacer nada de provecho. El
sentimiento nacional puede engreírse y perder
su valor; la evolución de la época puede escapar
de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya
veo que en realidad ninguno de vosotros llegará
a ser nada, por mucho que lo esperéis. Pero
haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros;
me quedaré al margen, para juzgar y criticar
vuestras obras. En este mundo todo tiene sus
defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz.
Esto será algo.
Así lo hizo, y la gente decía de él: «
Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una
cabeza despejada. Pero no hace nada ». Y, sin
embargo, por esto precisamente era algo.
Como veis, esto no es más que un cuento, pero
un cuento que nunca se acaba, que empieza
siempre de nuevo, mientras el mundo sea
mundo.
Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco
hermanos? Escuchadme bien, que es toda una
historia.
El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que
por cada uno recibía una monedita, y aunque
sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas
se obtenía un brillante escudo. Ahora bien,
dondequiera que vayáis con un escudo, a la
panadería, a la carnicería o a la sastrería, se os
abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os
haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos.
Los hay que se rompen o desmenuzan, pero
incluso de éstos se puede sacar algo.
Una pobre mujer llamada Margarita deseaba
construirse una casita sobre el malecón. El
hermano mayor, que tenía un buen corazón,
aunque no llegó a ser más que un sencillo
ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos
pocos enteros por añadidura. La mujer se
construyó la casita con sus propias manos. Era
muy pequeña; una de las ventanas estaba
torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo
de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien
que mal, la casuca era un refugio, y desde ella
se gozaba de una buena vista sobre el mar,
aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban
contra el malecón, salpicando con sus gotas
salobres la pobre choza, y tal como era, ésta
seguía en pie mucho tiempo después de estar
muerto el que había cocido los ladrillos.
El segundo hermano conocía el oficio de
albañil, mucho mejor que la pobre Margarita,
pues lo había aprendido tal como se debe.
Aprobado su examen de oficial, se echó la
mochila al hombro y entonó la canción del
artesano:

Joven yo soy, y quiero correr mundo,
e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.

Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.

Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad
de maestro, y contruyó casas y más casas, una
junto a otra, hasta formar toda una calle.
Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba
el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para
él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden
construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no
te responden, lo hará la gente en su lugar,
diciendo: « Sí, es verdad, la calle le ha
construido una casa ». Era pequeña y de
pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con
su novia se volvió liso y brillante; y de
cada piedra de la pared brotó una flor, con lo
que las paredes parecían cubiertas de preciosos
tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz.
La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y
los oficiales y aprendices gritaban « ¡Hurra por
nuestro maestro! ». Sí, señor, aquél llegó a ser
algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los
hermanos, que había empezado de aprendiz,
llevando gorra y haciendo de mandadero, pero
más tarde había ascendido a arquitecto, tras los
estudios en la Academia, y fue honrado con los
títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas
de la calle habían edificado una para el hermano
albañil, a la calle le dieron el nombre del
arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya.
Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo
título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban
por ser de familia distinguida, y cuando murió,
su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es
algo. Y su nombre quedó en el extremo de la
calle y como nombre de calle siguió viviendo en
labios de todos. Esto también es algo, sí señor.
Siguió después el genio, el cuarto de los
hermanos, el que pretendía idear algo nuevo,
aparte del camino trillado, y realzar los edificios
con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero
se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso
sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las
banderas de los gremios, música, flores en la
calle y elogios en el periódico; en su honor se
pronunciaron tres panegíricos, cada uno más
largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho
en extremo, pues le gustaba mucho que
hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un
monumento, de un solo piso, es verdad, pero
esto es algo.
El tercero había muerto, pues, como sus tres
hermanos mayores. Pero el último, el
razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo
en su papel, pues así pudo decir la última
palabra, que es lo que a él le interesaba. Como
decía la gente, era la cabeza clara de la familia.
Pero le llegó también su hora, se murió y se
presentó a la puerta del cielo, por la cual se
entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él
iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a
su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la
de la casa del malecón.
– De seguro que será para realzar el contraste
por lo que me han puesto de pareja con esta
pobre alma – dijo el razonador -. ¿Quien sois,
abuelita? ¿Queréis entrar también? – le
preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando
que el que le hablaba era San Pedro en persona.
– Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la
vieja Margarita de la casita del malecón.
– Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
– Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda
valerme la entrada aquí. Será una gracia muy
grande de Nuestro Señor, si me admiten en el
Paraíso.
– ¿Y cómo fue que os marchasteis del mundo? –
siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues
al hombre le aburría la espera.
– La verdad es que no lo sé. El último año lo
pasé enferma y pobre. Un día no tuve más
remedio que levantarme y salir, y me encontré
de repente en medio del frío y la helada.
Seguramente no pude resistirlo. Le contaré
cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero
hasta entonces lo había aguantado. El viento se
calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel,
como Vuestra Señoría debe saber. La capa de
hielo entraba en el mar hasta perderse de vista.
Toda la gente de la ciudad había salido a pasear
sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a
bailar, y también creo que había música y
merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre
cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta
el anochecer. Había salido ya la luna, pero su
luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y
entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y
el mar subía una maravillosa nube blanca. Me
quedé mirándola y vi un punto negro en su
centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo
que aquello significaba – pues soy vieja y tengo
experiencia, – aunque no es frecuente ver el
signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi
vida lo había visto dos veces, y sabía que
anunciaba una espantosa tempestad, con una
gran marejada que sorprendería a todos aquellos
desgraciados que allí estaban, bebiendo,
saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había
salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía
prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba
cuenta de lo que yo observaba! Sentí una
angustia terrible, y me entró una fuerza y un
vigor como hacía mucho tiempo no habla
sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana;
no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos,
y vi a muchas personas que corrían y saltaban
por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los
hurras de los chicos y los cantos de los mozos y
mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras
tanto la blanca nube con el punto negro iba
creciendo por momentos. Grité con todas mis
fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban
demasiado lejos. La tempestad no tardaría en
estallar, el hielo se resquebrajaría y haría
pedazos, y todos aquéllos, hombres y mujeres,
niños y mayores, se hundirían en el mar, sin
salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo
no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que
viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me
inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.
Más valía que se incendiara mi casa, a que
todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el
fuego, vi la roja llama, salí a la puerta… pero
allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas.
Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo
por la ventana y por encima del tejado. Los
patinadores las vieron y acudieron corriendo en
mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada.
Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir,
pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire,
como el tronar de muchos cañones. La ola de
marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la
gente pudo llegar al malecón, donde las chispas
me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en
cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y
por esto he venido aquí, a la puerta del cielo.
Dicen que está abierta para los pobres como yo.
Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece,
me dejarán entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un ángel
hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna
de paja, una de las que había en su cama cuando
la incendió para salvar a los que estaban en
peligro. La paja se transformó en oro, pero en
un oro que crecía y echaba ramas, que se
trenzaban en hermosísimos arabescos.
– ¿Ves? – dijo el ángel al razonador – esto lo ha
traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada,
bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un
triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos,
traer uno. De seguro que estaría mal hecho,
siendo obra de tus manos, pero algo valdría la
buena voluntad. Por desgracia, no puedes
volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la
casita del malecón, intercedió por él:
– Su hermano me regaló todos los ladrillos y
trozos con los que pude levantar mi humilde
casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No
servirían todos aquellos trozos como un ladrillo
para él? Es una gracia que pido. La necesita
tanto, y puesto que estamos en el reino de la
gracia…
– Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos
alcances – dijo el ángel – aquél cuya honrada
labor te parecía la más baja, te da su óbolo
celestial. No serás expulsado. Se te permitirá
permanecer ahí fuera reflexionando y reparando
tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no
hayas hecho una buena acción.
– Yo lo habría sabido decir mejor – pensó el
pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es
algo.