Tía Dolor de Muelas

¿Qué de dónde hemos sacado esta historia?
¿Quieres saberlo?
Pues la hemos sacado del barril que contiene el
papel viejo.
Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la
mantequería y a la abacería, no precisamente
para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo
emplean para liar cucuruchos de almidón y café
o para envolver arenques, mantequilla y queso.
Las hojas escritas son también útiles.
Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo
que no debiera.
Conozco a un dependiente de una verdulería,
hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a
la planta baja; es hombre muy leído, con cultura
de bolsas de abacería, tanto impresas como
manuscritas. Posee una interesante colección,
de la que forman parte notables documentos
extraídos de la papelera de tal o cual
funcionario demasiado ocupado y distraído;
cartas confidenciales de un amigo a la amiga;
comunicaciones escandalosas que no debieran
circular ni ser comentadas por nadie. Es una
especie de estación de salvamento para una
parte no despreciable de la literatura, y su
campo de acción es muy amplio, pues dispone
de la tienda de sus padres y de la del dueño,
donde ha salvado más de un libro, u hojas de él,
que bien merecían ser leídas y releídas.
Me enseñó su colección de cosas impresas y
manuscritas sacadas del cubo, la mayoría de
ellas de la mantequería. Había allí varias hojas
de un cuaderno relativamente abultado, del que
me llamó la atención el carácter de letra, muy
cuidado y claro.
– Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un
estudiante que vivía enfrente y que murió hace
un mes. Padecía mucho de dolor de muelas, por
lo que aquí se ve. ¡Es muy divertida su lectura!
Esto es sólo una pequeña parte de lo que
escribió, pues había todo un libro y aún algo
más. Por él, mis padres dieron a la patrona del
estudiante media libra de jabón verde. Esto es
todo lo que pude salvar.
Se lo pedí prestado, lo leí y ahora voy a
contarlo. El título era:
Tía Dolor de Muelas
De niño, mi tía me regalaba golosinas. Mis
dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy
mayor, soy ya estudiante, y ella sigue
regalándome con dulces; soy poeta, dice.
Cierto que hay algo de poeta en mí, pero no lo
bastante. A menudo, yendo por las calles de la
ciudad, me parece como si anduviese por el
interior de una gran biblioteca; las casas son las
estanterías de los libros, y cada piso es un
anaquel. Aquí hay una historia cotidiana, allá
una buena comedia u obras científicas de todas
las ramas, acullá literatura, buena o de pacotilla.
Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos
libros.
Hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante.
Muchas personas tienen de ello tanto como yo,
y, sin embargo, no ostentan ningún escudo ni
collar con el título de poeta.
Para ellos y para mí es un don de Dios, una
gracia concedida, bastante para uno mismo,
pero demasiado pequeña para que merezca ser
comunicada a los demás. Viene como un rayo
de sol, llena el alma y el pensamiento; viene
como aroma de flores, como una melodía que
uno conoce sin acertar a recordar de dónde
procede.
Una noche, hace poco, en mi habitación, sentía
ganas de leer, pero no tenía ningún libro; y he
aquí que de pronto cayó del tilo una hoja verde
y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi
cuarto.
Contemplé sus numerosas y ramificadas
nervaduras; por su superficie se movía un
gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a
conciencia. Aquello me hizo pensar en la
ciencia humana. También nosotros nos
arrastramos sobre la superficie de una hoja, no
conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos
con ánimos para pronunciar una conferencia
acerca del árbol entero, con su raíz, tronco y
copa, el gran árbol: Dios, el mundo y la
inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no
conocemos sino una hoja.
Mientras estaba así ocupado, recibí la visita de
tía Mille. Le enseñé la hoja con el gusano, le
comuniqué mis pensamientos y vi que sus ojos
brillaban.
– ¡Eres un poeta! -exclamó-. ¡Quizás el más
grande que tenemos! ¡Qué contenta bajaría a la
tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del
cervecero Rasmussen, me has estado
asombrando con tu poderosa imaginación.
Así dijo tía Mille, y me besó.
¿Quién era tía Mille y quién el cervecero
Rasmussen?
Cuando éramos niños, llamábamos tía a la que
lo era de nuestra madre; no la conocíamos por
otro nombre.
Nos regalaba confituras y azúcar, a pesar del
peligro que suponían para nuestros dientes;
pero, como ella decía, los pequeños eran su
debilidad. Habría sido cruel privarlos de aquel
poquitín de golosinas que tanto les gustaban.
Por eso queríamos tanto a nuestra tía.
Era una vieja solterona. Siempre la conocí vieja.
Se había plantado en una misma edad.
Había sufrido mucho de dolor de muelas, y
hablaba constantemente de ello; por eso su
amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy
chistoso, la llamaba Tía Dolor de Muelas.
Éste hacia varios años que había dejado el
negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la
casa de la tía y era más viejo que ella. No le
quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros
raigones.
De joven había comido mucho azúcar, nos
decía; por eso se veía de aquel modo.
Por lo visto, tía nunca debió de haber comido
azúcar de pequeña, pues tenía unos dientes
magníficos y blanquísimos.
Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a
dormir con ellos, decía el cervecero Rasmussen.
Los niños sabían que aquello era pura malicia,
pero tía afirmaba que lo decía sin mala
intención.
Una mañana, a la hora del desayuno, contó un
sueño desagradable que había tenido por la
noche: que se le había caído un diente.
– Esto significa -dijo- que perderé un buen
amigo o una buena amiga.
– Si el diente era postizo -observó el cervecero
con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso
amigo.
– ¡Es usted un viejo grosero! -replicó tía,
enfadada como nunca la he visto.
Posteriormente dijo que había sido una broma
de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el
hombre más noble de la Tierra, y que cuando
muriese sería un angelito de Dios en el cielo.
Aquella presunta transformación me dio mucho
que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva
figura?
De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo
pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y
se quedó soltera, pero siempre fue para él una
fiel amiga.
Luego murió el cervecero Rasmussen.
Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre más
caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso
personajes condecorados y en uniforme.
Tía presenció la comitiva desde la ventana,
vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin
que faltase mi hermanito menor, traído por la
cigüeña una semana antes.
Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y
el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso
marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al
ángel, el cervecero Rasmussen. Estaría
convertido en un angelillo alado y no podía
dejar de aparecérsenos.
– ¡Tía! -dije-, ¿no crees que va a venir? ¿O que
cuando la cigüeña nos traiga otro hermanito
será el cervecero Rasmussen?
Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y
exclamó: «¡Este niño será un gran poeta!». Y lo
estuvo repitiendo durante todos mis años
escolares aun después de mi confirmación y
cuando era ya estudiante.
Fue y sigue siendo para mí la amiga que más
simpatiza con el dolor poético y el dolor de
muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.
– Anota todos tus pensamientos -decía- y
guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía
Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual
recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es
bastante interesante. Tú debes ser interesante.
¡Y lo serás!
La noche que siguió a aquella conversación me
la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el
afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía
veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor
peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me
atormentaba; me convirtió en un gusano que me
retorcía entre vejigatorios y cataplasmas.
– ¡Yo sé lo que es eso! -decía la tía; y su boca
dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus
dientes!
Pero debo empezar un nuevo capítulo de la
historia de mi tía.
Llevaba un mes en una nueva casa. Un día
hablaba de ello con mi tía.
– Es una familia muy tranquila. No se
preocupan de mí ni cuando llamo tres veces.
Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos
del viento y de la gente. Vivo exactamente
encima del portal; cada coche que entra o sale
hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla
toda la casa, como en un terremoto. Desde la
cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero
supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez
que hay tormenta – ¡y cuidado que aquí son
frecuentes!, – los ganchos de las ventanas
oscilan y golpean contra las paredes. A cada
ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio
vecino.
Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya
anochecido o muy avanzada la noche. El que
reside encima de mi cuarto, que durante el día
da lecciones de trombón, es el que vuelve más
tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la
habitación, con paso recio y botas claveteadas.
No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal
roto, sobre el cual la patrona ha pegado un
papel. El viento sopla por la raja, con notas
comparables a las del zumbido del tábano. Es
mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no
tarda en despertarme el canto del gallo. Los
pollos y gallinas del gallinero del tendero del
sótano me anuncian que pronto será día. Los
caballitos que, a falta de establo, están atados en
el cuartucho de debajo la escalera, no paran de
cocear contra la puerta y el panel para
desentumecerse.
En cuanto alborea, el portero, que duerme con
su familia en la buhardilla, baja las escaleras
con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus
portazos hacen temblar la casa, y una vez
pasado el temporal el inquilino de arriba
empieza con su gimnasia, levantando con cada
mano una bola de hierro que no puede sostener,
por lo que se le cae una vez y otra, mientras la
chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela,
se precipita por las escaleras saltando y
gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para
que entre aire puro, y me doy por satisfecho
cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede
cuando la solterona del piso trasero no está
lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su
oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la
familia es muy tranquila.
Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi
pensión. Claro que le di algo más de vivacidad,
pues la exposición oral tiene siempre acentos
más vivos y amenos que la escrita.
– ¡Eres un poeta! -exclamó mi tía-. Pon esta
descripción por escrito, eres tan bueno como
Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas,
cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que
me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te
quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas
que conmuevan, de preferencia desgraciados.
Y, efectivamente, trasladé al papel la
descripción de la casa tal como era, ruidosa y
alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin
acción. Ésta vendrá después.