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Tía Dolor de Muelas

¿Qué de dónde hemos sacado esta historia?
¿Quieres saberlo?
Pues la hemos sacado del barril que contiene el
papel viejo.
Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la
mantequería y a la abacería, no precisamente
para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo
emplean para liar cucuruchos de almidón y café
o para envolver arenques, mantequilla y queso.
Las hojas escritas son también útiles.
Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo
que no debiera.
Conozco a un dependiente de una verdulería,
hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a
la planta baja; es hombre muy leído, con cultura
de bolsas de abacería, tanto impresas como
manuscritas. Posee una interesante colección,
de la que forman parte notables documentos
extraídos de la papelera de tal o cual
funcionario demasiado ocupado y distraído;
cartas confidenciales de un amigo a la amiga;
comunicaciones escandalosas que no debieran
circular ni ser comentadas por nadie. Es una
especie de estación de salvamento para una
parte no despreciable de la literatura, y su
campo de acción es muy amplio, pues dispone
de la tienda de sus padres y de la del dueño,
donde ha salvado más de un libro, u hojas de él,
que bien merecían ser leídas y releídas.
Me enseñó su colección de cosas impresas y
manuscritas sacadas del cubo, la mayoría de
ellas de la mantequería. Había allí varias hojas
de un cuaderno relativamente abultado, del que
me llamó la atención el carácter de letra, muy
cuidado y claro.
– Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un
estudiante que vivía enfrente y que murió hace
un mes. Padecía mucho de dolor de muelas, por
lo que aquí se ve. ¡Es muy divertida su lectura!
Esto es sólo una pequeña parte de lo que
escribió, pues había todo un libro y aún algo
más. Por él, mis padres dieron a la patrona del
estudiante media libra de jabón verde. Esto es
todo lo que pude salvar.
Se lo pedí prestado, lo leí y ahora voy a
contarlo. El título era:
Tía Dolor de Muelas
De niño, mi tía me regalaba golosinas. Mis
dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy
mayor, soy ya estudiante, y ella sigue
regalándome con dulces; soy poeta, dice.
Cierto que hay algo de poeta en mí, pero no lo
bastante. A menudo, yendo por las calles de la
ciudad, me parece como si anduviese por el
interior de una gran biblioteca; las casas son las
estanterías de los libros, y cada piso es un
anaquel. Aquí hay una historia cotidiana, allá
una buena comedia u obras científicas de todas
las ramas, acullá literatura, buena o de pacotilla.
Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos
libros.
Hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante.
Muchas personas tienen de ello tanto como yo,
y, sin embargo, no ostentan ningún escudo ni
collar con el título de poeta.
Para ellos y para mí es un don de Dios, una
gracia concedida, bastante para uno mismo,
pero demasiado pequeña para que merezca ser
comunicada a los demás. Viene como un rayo
de sol, llena el alma y el pensamiento; viene
como aroma de flores, como una melodía que
uno conoce sin acertar a recordar de dónde
procede.
Una noche, hace poco, en mi habitación, sentía
ganas de leer, pero no tenía ningún libro; y he
aquí que de pronto cayó del tilo una hoja verde
y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi
cuarto.
Contemplé sus numerosas y ramificadas
nervaduras; por su superficie se movía un
gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a
conciencia. Aquello me hizo pensar en la
ciencia humana. También nosotros nos
arrastramos sobre la superficie de una hoja, no
conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos
con ánimos para pronunciar una conferencia
acerca del árbol entero, con su raíz, tronco y
copa, el gran árbol: Dios, el mundo y la
inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no
conocemos sino una hoja.
Mientras estaba así ocupado, recibí la visita de
tía Mille. Le enseñé la hoja con el gusano, le
comuniqué mis pensamientos y vi que sus ojos
brillaban.
– ¡Eres un poeta! -exclamó-. ¡Quizás el más
grande que tenemos! ¡Qué contenta bajaría a la
tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del
cervecero Rasmussen, me has estado
asombrando con tu poderosa imaginación.
Así dijo tía Mille, y me besó.
¿Quién era tía Mille y quién el cervecero
Rasmussen?
Cuando éramos niños, llamábamos tía a la que
lo era de nuestra madre; no la conocíamos por
otro nombre.
Nos regalaba confituras y azúcar, a pesar del
peligro que suponían para nuestros dientes;
pero, como ella decía, los pequeños eran su
debilidad. Habría sido cruel privarlos de aquel
poquitín de golosinas que tanto les gustaban.
Por eso queríamos tanto a nuestra tía.
Era una vieja solterona. Siempre la conocí vieja.
Se había plantado en una misma edad.
Había sufrido mucho de dolor de muelas, y
hablaba constantemente de ello; por eso su
amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy
chistoso, la llamaba Tía Dolor de Muelas.
Éste hacia varios años que había dejado el
negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la
casa de la tía y era más viejo que ella. No le
quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros
raigones.
De joven había comido mucho azúcar, nos
decía; por eso se veía de aquel modo.
Por lo visto, tía nunca debió de haber comido
azúcar de pequeña, pues tenía unos dientes
magníficos y blanquísimos.
Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a
dormir con ellos, decía el cervecero Rasmussen.
Los niños sabían que aquello era pura malicia,
pero tía afirmaba que lo decía sin mala
intención.
Una mañana, a la hora del desayuno, contó un
sueño desagradable que había tenido por la
noche: que se le había caído un diente.
– Esto significa -dijo- que perderé un buen
amigo o una buena amiga.
– Si el diente era postizo -observó el cervecero
con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso
amigo.
– ¡Es usted un viejo grosero! -replicó tía,
enfadada como nunca la he visto.
Posteriormente dijo que había sido una broma
de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el
hombre más noble de la Tierra, y que cuando
muriese sería un angelito de Dios en el cielo.
Aquella presunta transformación me dio mucho
que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva
figura?
De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo
pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y
se quedó soltera, pero siempre fue para él una
fiel amiga.
Luego murió el cervecero Rasmussen.
Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre más
caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso
personajes condecorados y en uniforme.
Tía presenció la comitiva desde la ventana,
vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin
que faltase mi hermanito menor, traído por la
cigüeña una semana antes.
Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y
el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso
marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al
ángel, el cervecero Rasmussen. Estaría
convertido en un angelillo alado y no podía
dejar de aparecérsenos.
– ¡Tía! -dije-, ¿no crees que va a venir? ¿O que
cuando la cigüeña nos traiga otro hermanito
será el cervecero Rasmussen?
Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y
exclamó: «¡Este niño será un gran poeta!». Y lo
estuvo repitiendo durante todos mis años
escolares aun después de mi confirmación y
cuando era ya estudiante.
Fue y sigue siendo para mí la amiga que más
simpatiza con el dolor poético y el dolor de
muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.
– Anota todos tus pensamientos -decía- y
guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía
Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual
recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es
bastante interesante. Tú debes ser interesante.
¡Y lo serás!
La noche que siguió a aquella conversación me
la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el
afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía
veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor
peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me
atormentaba; me convirtió en un gusano que me
retorcía entre vejigatorios y cataplasmas.
– ¡Yo sé lo que es eso! -decía la tía; y su boca
dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus
dientes!
Pero debo empezar un nuevo capítulo de la
historia de mi tía.
Llevaba un mes en una nueva casa. Un día
hablaba de ello con mi tía.
– Es una familia muy tranquila. No se
preocupan de mí ni cuando llamo tres veces.
Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos
del viento y de la gente. Vivo exactamente
encima del portal; cada coche que entra o sale
hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla
toda la casa, como en un terremoto. Desde la
cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero
supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez
que hay tormenta – ¡y cuidado que aquí son
frecuentes!, – los ganchos de las ventanas
oscilan y golpean contra las paredes. A cada
ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio
vecino.
Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya
anochecido o muy avanzada la noche. El que
reside encima de mi cuarto, que durante el día
da lecciones de trombón, es el que vuelve más
tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la
habitación, con paso recio y botas claveteadas.
No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal
roto, sobre el cual la patrona ha pegado un
papel. El viento sopla por la raja, con notas
comparables a las del zumbido del tábano. Es
mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no
tarda en despertarme el canto del gallo. Los
pollos y gallinas del gallinero del tendero del
sótano me anuncian que pronto será día. Los
caballitos que, a falta de establo, están atados en
el cuartucho de debajo la escalera, no paran de
cocear contra la puerta y el panel para
desentumecerse.
En cuanto alborea, el portero, que duerme con
su familia en la buhardilla, baja las escaleras
con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus
portazos hacen temblar la casa, y una vez
pasado el temporal el inquilino de arriba
empieza con su gimnasia, levantando con cada
mano una bola de hierro que no puede sostener,
por lo que se le cae una vez y otra, mientras la
chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela,
se precipita por las escaleras saltando y
gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para
que entre aire puro, y me doy por satisfecho
cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede
cuando la solterona del piso trasero no está
lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su
oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la
familia es muy tranquila.
Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi
pensión. Claro que le di algo más de vivacidad,
pues la exposición oral tiene siempre acentos
más vivos y amenos que la escrita.
– ¡Eres un poeta! -exclamó mi tía-. Pon esta
descripción por escrito, eres tan bueno como
Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas,
cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que
me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te
quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas
que conmuevan, de preferencia desgraciados.
Y, efectivamente, trasladé al papel la
descripción de la casa tal como era, ruidosa y
alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin
acción. Ésta vendrá después.

El Abecedario

Érase una vez un hombre que había compuesto
versos para el abecedario, siempre dos para
cada letra, exactamente como vemos en la
antigua cartilla. Decía que hacía falta algo
nuevo, pues los viejos pareados estaban muy
sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por
el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en
manuscrito, guardado en el gran armariolibrería,
junto a la vieja cartilla impresa; aquel
armario que contenía tantos libros eruditos y
entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería
por vecino al nuevo, y había saltado en el
anaquel pegando un empellón al intruso, el cual
cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las
hojas dispersas. El viejo abecedario había
vuelto hacia arriba la primera página, que era la
más importante, pues en ella estaban todas las
letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja
contenía todo lo que constituye la vida de los
demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase
o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más
terrible! Todo depende de cómo se las dispone:
pueden dar la vida, pueden condenar a muerte;
alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero
¡puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro
Señor las hace intérpretes de su pensamiento,
leemos más cosas de las que nuestra mente
puede contener y nos inclinamos
profundamente, pero las letras son capaces de
contenerlas.
Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A
mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y
verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues
sabía lo que significaban las letras, y era el
único viviente entre ellas.
Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo
batió de alas, subióse de una volada a un borde
del armario y, después de alisarse las plumas
con el pico, lanzó al aire un penetrante
quiquiriquí. Todos los libros del armario, que,
cuando no estaban de servicio, se pasaban el día
y la noche dormitando, oyeron la estridente
trompeta. Y entonces el gallo se puso a
discursear, en voz clara y perceptible, sobre la
injusticia que acababa de cometerse con el viejo
abecedario.
– Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo
diferente – dijo -. El progreso no puede
detenerse. Los niños son tan listos, que saben
leer antes de conocer las letras. «¡Hay que
darles algo nuevo!», dijo el autor de los nuevos
versos, que yacen esparcidos por el suelo. ¡Bien
los conozco! Más de diez veces se los oí leer en
alta voz. ¡Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo
defenderé los míos, los antiguos, que son tan
buenos, y las ilustraciones que los acompañan.
Por ellos lucharé y cantaré. Todos los libros del
armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de
nueva composición. Los leeré con toda pausa y
tranquilidad, y creo que estaremos todos de
acuerdo en lo malos que son.
A. Ama
Sale el ama endomingada
Por un niño ajeno honrada.
B. Barquero
Pasó penas y fatigas el barquero,
Mas ahora reposa placentero.
-Este pareado no puede ser más soso. – dijo el
gallo – Pero sigo leyendo.
C. Colón
Lanzóse Colón al mar ingente,
y ensanchóse la tierra enormemente.
D. Dinamarca
De Dinamarca hay más de una saga bella,
No cargue Dios la mano sobre ella.
– Muchos encontrarán hermosos estos versos –
observó el gallo – pero yo no. No les veo nada
de particular. Sigamos.
E. Elefante
Con ímpetu y arrojo avanza el elefante,
de joven corazón y buen talante.
F. Follaje
Despójase el bosque del follaje
En cuanto la tierra viste el blanco traje.
G. Gorila
Por más que traigáis gorilas a la arena,
se ven siempre tan torpes, que da pena.
H. Hurra
¡Cuántas veces, gritando en nuestra tierra,
puede un «hurra» ser causa de una guerra!
– ¡Cómo va un niño a comprender estas
alusiones! – protestó el gallo -. Y, sin embargo,
en la portada se lee: «Abecedario para grandes y
chicos». Pero los mayores tienen que hacer algo
más que estarse leyendo versos en el
abecedario, y los pequeños no lo entienden.
¡Esto es el colmo! Adelante.
J. Jilguero
Canta alegre en su rama el jilguero,
de vivos colores y cuerpo ligero.
L. León
En la selva, el león lanza su rugido;
vedlo luego en la jaula entristecido.
Mañana (sol de)
Por la mañana sale el sol muy puntual,
mas no porque cante el gallo en el corral.
Ahora las emprende conmigo – exclamó el gallo
-. Pero yo estoy en buena compañía, en
compañía del sol. Sigamos.
N. Negro
Negro es el hombre del sol ecuatorial;
por mucho que lo laven, siempre será igual.
O. Olivo
¿Cuál es la mejor hoja, lo sabéis? A fe,
la del olivo de la paloma de Noé.
P. Pensador
En su mente, el pensador mueve todo el mundo,
desde lo más alto hasta lo más profundo.
Q. Queso
El queso se utiliza en la cocina,
donde con otros manjares se combina.
R. Rosa
Entre las flores, es la rosa bella
lo que en el cielo la más brillante estrella.
S. Sabiduría
Muchos creen poseer sabiduría
cuando en verdad su mollera está vacía.
– ¡Permitidme que cante un poco! – dijo el gallo
-. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He
de tomar aliento -. Y se puso a cantar de tal
forma, que no parecía sino una corneta de latón.
Daba gusto oírlo – al gallo, entendámonos -.
Adelante.
T. Tetera
La tetera tiene rango en la cocina,
pero la voz del puchero es aún más fina.
U. Urbanidad
Virtud indispensable es la urbanidad,
si no se quiere ser un ogro en sociedad.
Ahí debe haber mucho fondo – observó el gallo
-, pero no doy con él, por mucho que trato de
profundizar.
V. Valle de lágrimas
Valle de lágrimas es nuestra madre tierra.
A ella iremos todos, en paz o en guerra.
– ¡Esto es muy crudo! – dijo el gallo.
X. Xantipa
– Aquí no ha sabido encontrar nada nuevo:
En el matrimonio hay un arrecife,
al que Sócrates da el nombre de Xantipe.
– Al final, ha tenido que contentarse con
Xantipe.
Y. Ygdrasil
En el árbol de Ygdrasil los dioses nórdicos
vivieron,
mas el árbol murió y ellos enmudecieron.
– Estamos casi al final – dijo el gallo -. ¡No es
poco consuelo! Va el último:
Z. Zephir
En danés, el céfiro es viento de Poniente,
te hiela a través del paño más caliente.
– ¡Por fin se acabó! Pero aún no estamos al cabo
de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego
leerlo. ¡Y lo ofrecerán en sustitución de los
venerables versos de mi viejo abecedario! ¿Qué
dice la asamblea de libros eruditos e indoctos,
monografías y manuales? ¿Qué dice la
biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los
demás.
Los libros y el armario permanecieron quietos,
mientras el gallo volvía a situarse bajo su A,
muy orondo.
– He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me
lo quitará el nuevo abecedario. De seguro que
fracasa. Ya ha fracasado. ¡No tiene gallo!.

La Rosa Más Bella del Mundo

Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín
lucían las flores más hermosas de cada estación
del año. Ella prefería las rosas por encima de
todas; por eso las tenía de todas las variedades,
desde el escaramujo de hojas verdes y olor de
manzana hasta la más magnífica rosa de
Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio,
se enroscaban en las columnas y los marcos de
las ventanas y, penetrando en las galerías, se
extendían por los techos de los salones, con
gran variedad de colores, formas y perfumes.
Pero en el palacio moraban la tristeza y la
aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y
los médicos decían que iba a morir.
– Hay un medio de salvarla, sin embargo –
afirmó el más sabio de ellos-. Traedle la rosa
más espléndida del mundo, la que sea expresión
del amor puro y más sublime. Si puede verla
antes de que sus ojos se cierren, no morirá.
Y ya tenéis a viejos y jóvenes acudiendo, de
cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que
crecían en todos los jardines; pero ninguna era
la requerida. La flor milagrosa tenía que
proceder del jardín del amor; pero incluso en él,
¿qué rosa era expresión del amor más puro y
sublime?
Los poetas cantaron las rosas más hermosas del
mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el
mensaje corrió por todo el país, a cada corazón
en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y
llegó a gentes de todas las edades y clases
sociales.
– Nadie ha mencionado aún la flor -afirmaba el
sabio. Nadie ha designado el lugar donde
florece en toda su magnificencia. No son las
rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la
Walburg, a pesar de que su aroma se exhalará
siempre en leyendas y canciones; ni son las
rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas
de Winkelried, de la sangre sagrada que mana
del pecho del héroe que muere por la patria,
aunque no hay muerte más dulce ni rosa más
roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella
flor maravillosa para cuidar la cual el hombre
sacrifica su vida velando de día y de noche en la
sencilla habitación: la rosa mágica de la
Ciencia.
– Yo sé dónde florece -dijo una madre feliz, que
se presentó con su hijito a la cabecera de la
Reina-. Sé dónde se encuentra la rosa más
preciosa del mundo, la que es expresión del
amor más puro y sublime. Florece en las rojas
mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado
por el sueño, abre los ojos y me sonríe con todo
su amor.
Bella es esa rosa -contestó el sabio pero hay
otra más bella todavía.
– ¡Sí, otra mucho más bella! -dijo una de las
mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea
más noble y más santa. Pero era pálida como los
pétalos de la rosa de té. En las mejillas de la
Reina la vi. La Reina se había quitado la real
corona, y en las largas y dolorosas noches
sostenía a su hijo enfermo, llorando, besándolo
y rogando a Dios por él, como sólo una madre
ruega a la hora de la angustia.
– Santa y maravillosa es la rosa blanca de la
tristeza en su poder, pero tampoco es la
requerida.
– No; la rosa más incomparable la vi ante el
altar del Señor -afirmó el anciano y piadoso
obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro
de un ángel. Las doncellas se acercaban a la
sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de
su bautismo, y en sus rostros lozanos se
encendían unas rosas y palidecían otras. Había
entre ellas una muchachita que, henchida de
amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la
expresión del amor más puro y más sublime.
– ¡Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno
ha nombrado aún la rosa más bella del mundo.
En esto entró en la habitación un niño, el hijito
de la Reina; había lágrimas en sus ojos y en sus
mejillas, y traía un gran libro abierto,
encuadernado en terciopelo, con grandes
broches de plata.
– ¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de
leer! -. Y, sentándose junto a la cama, se puso a
leer acerca de Aquél que se había sacrificado en
la cruz para salvar a los hombres y a las
generaciones que no habían nacido.
– ¡Amor más sublime no existe!
Encendióse un brillo rosado en las mejillas de la
Reina, sus ojos se agrandaron y
resplandecieron, pues vio que de las hojas de
aquel libro salía la rosa más espléndida del
mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre
de Cristo, brotó del árbol de la Cruz.
– ¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá
quien contemple esta rosa, la más bella
del mundo.

Pulgarcita

Érase una mujer que anhelaba tener un niño,
pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se
decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:
– Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo
lo he de hacer.
– Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí
tienes un grano de cebada; no es como la que
crece en el campo del labriego, ni la que comen
los pollos. Plántalo en una maceta y verás
maravillas.
– Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce
sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el
grano de cebada, y brotó enseguida una flor
grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo
que tenía los pétalos apretadamente cerrados,
cual si fuese todavía un capullo.
– ¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y
besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el
mismo momento en que los tocaron sus labios,
abrióse la flor con un chasquido. Era en efecto,
un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el
centro del cáliz, sentada sobre los verdes
estambres, veíase una niña pequeñísima, linda y
gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso
la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez,
muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta
fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el
cubrecama. Allí dormía de noche, y de día
jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había
puesto un plato ceñido con una gran corona de
flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en
agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de
barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de
un borde al otro del plato, usando como remos
dos blancas crines de caballo. Era una
maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan
dulce y delicada como jamás se haya oído.
Una noche, mientras la pequeñuela dormía en
su camita, presentóse un sapo, que saltó por un
cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y
viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde
Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.
«¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», dijose
el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en
que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo
cristal roto.
Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas
pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el
sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso
era el bicho! ¡igual que su padre! «Croak, croak,
brekkerekekex! », fue todo lo que supo decir
cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.
– Habla más quedo, no vayas a despertarla -le
advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría
escapar, pues es ligera como un plumón de
cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar
en medio del arroyo; allí estará como en una
isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir
mientras nosotros arreglamos la sala que ha de
ser vuestra habitación debajo del cenagal.
Crecían en medio del río muchos nenúfares, de
anchas hojas verdes, que parecían nadar en la
superficie del agua; el más grande de todos era
también el más alejado, y éste eligió el viejo
sapo para depositar encima la cáscara de nuez
con Pulgarcita.
Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al
ver donde se encontraba prorrumpió a llorar
amargamente, pues por todas partes el agua
rodeaba la gran hoja verde y no había modo de
ganar tierra firme.
Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo
del pantano, arreglaba su habitación con juncos
y flores amarillas; había que adornarla muy bien
para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con
su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba
Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la
cámara nupcial, antes de que la novia entrara en
ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente
en el agua, dijo:
– Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y
viviréis muy felices en el cenagal.
– ¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que
supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita
y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó
sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse
a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar
por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que nadaban por allí habían visto
al sapo y oído sus palabras, y asomaban las
cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la
pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y
les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en
compañía del horrible sapo. ¡Había que
impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el
agua, alrededor del verde tallo que sostenía la
hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió
flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera
del alcance del sapo.
En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de
muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde
sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más
preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin
detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras
del país.
Una bonita mariposa blanca, que andaba
revoloteando por aquellos contornos, vino a
pararse sobre la hoja, pues le había gustado
Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta,
libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el
paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas
aguas refulgían como oro purísimo. La niña se
desató el cinturón, ató un extremo en torno a la
mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla
avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que pasó volando un gran abejorro,
y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto
cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol,
mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a
merced de la corriente, remolcada por la
mariposa, que no podía soltarse.
¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el
abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo
que más la apenaba era la linda mariposa blanca
atada al pétalo, pues si no lograba soltarse
moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le
tenía aquello sin cuidado. Posóse con su carga
en la hoja más grande y verde del árbol, regaló
a la niña con el dulce néctar de las flores y le
dijo que era muy bonita, aunque en nada se
parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los
demás compañeros que habitaban en el árbol;
todos querían verla. Y la estuvieron
contemplando, y las damitas abejorras
exclamaron, arrugando las antenas.