Category Archives: Hans Christian Andersen

El Pacto de Amistad

No hace mucho que volvimos de un viajecito, y
ya estamos impacientes por emprender otro más
largo. ¿Adónde? Pues a Esparta, a Micenas, a
Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo
nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo,
cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales;
un viajero solitario equivale a toda una
caravana. Él va delante con su «argoyat», una
acémila transporta el baúl, la tienda y las
provisiones, y a retaguardia siguen, dándole
escolta, una pareja de gendarmes. Al término de
la fatigosa jornada, no le espera una posada ni
un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su
único techo, en medio de la grandiosa
naturaleza salvaje. El «argoyat» le prepara la
cena: un arroz pilav; miríadas de mosquitos
revolotean en torno a la diminuta tienda; es una
noche lamentable, y mañana el camino cruzará
ríos muy hinchados. ¡Tente firme sobre el
caballo, si no quieres que te lleve la corriente!
¿Cuál será la recompensa para tus fatigas? La
más sublime, la más rica. La Naturaleza se
manifiesta aquí en toda su grandeza, cada lugar
está lleno de recuerdos históricos, alimento
tanto para la vista como para el pensamiento. El
poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo
en cuadros opulentos; pero el aroma de la
realidad, que penetra en los sentidos del
espectador y los impregna para toda la
eternidad, eso no pueden reproducirlo.
En muchos apuntes he tratado de presentar de
manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de
sus alrededores, y, sin embargo, ¡qué pálido ha
sido el cuadro resultante! ¡Qué poco dice de
Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya
grandeza y dolor jamás olvidará el forastero!
Aquel pastor solitario de allá en la roca, con el
simple relato de una incidencia de su vida,
sabría probablemente, mucho mejor que yo con
mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres
contemplar la tierra de los helenos en sus
diversos aspectos.
– Dejémosle, pues, la palabra -dice mi Musa-. El
pastor de la montaña nos hablará de una
costumbre, una simpática costumbre típica de
su país.
Nuestra casa era de barro, y por jambas tenía
unas columnas estriadas, encontradas en el
lugar donde se construyó la choza. El tejado
bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y
feo, pero cuando lo colocaron esta a formado
por un tejido de florida adelfa y frescas ramas
de laurel, traídas de las montañas. En torno a la
casa apenas quedaba espacio; las peñas
formaban paredes cortadas a pico, de un color
negro y liso, y en lo más alto de ellas colgaban
con frecuencia jirones de nubes semejantes a
blancas figuras vivientes. Nunca oí allí el canto
de un pájaro, nunca vi bailar a los hombres al
son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este
lugar era sagrado, y hasta su nombre lo
recuerda, pues se llama Delfos. Los montes
hoscos y tenebrosos aparecían cubiertos de
nieve; el más alto, aquel de cuya cumbre
tardaba más en apagarse el sol poniente, era el
Parnaso; el torrente que corría junto a nuestra
casa bajaba de él, y antaño había sido sagrado
también. Hoy, el asno enturbia sus aguas con
sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y
pronto recobra su limpidez. ¡Cómo recuerdo
aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el
centro de la choza encendían fuego, y en su
rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso
montón de cenizas ardientes, cocían el pan.
Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca
hasta casi ocultarla, mi madre parecía más feliz
que nunca; me cogía la cabeza entre las manos,
me besaba en la frente y cantaba canciones que
nunca le oyera en otras ocasiones, pues los
turcos, nuestros amos, no las toleraban.
Cantaba:
«En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de
pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos
de lágrimas; lloraba lágrimas rojas, sí, y hasta
verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo:
– ¿Qué tienes, que así lloras lágrimas rojas,
verdes y azuladas? – El turco ha venido a
nuestra ciudad, cazando con perros salvajes,
toda una jauría.
– ¡Los echaré de las islas -dijo el corzo-, los
echaré de las islas al mar profundo!-. Pero antes
de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes
de que cerrara la noche, el ciervo había sido
cazado y muerto».
Y cuando mi madre cantaba así, se le
humedecían los ojos, y de sus largas pestañas
colgaba una lágrima; pero ella la ocultaba y
volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces,
apretando el puño, decía: -¡Mataremos a los
turcos!-. Mas ella repetía las palabras de la
canción: «- ¡Los echaré de las islas al mar
profundo! -. Pero antes de ponerse el sol, el
corzo estaba muerto; antes de que cerrara la
noche, el ciervo había sido cazado y muerto».
Llevábamos varios días, con sus noches, solos
en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía
que iba a traerme conchas del Golfo de
Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y
reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita,
una niña desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta
en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el
regazo de mi madre, vimos que todo lo que
llevaba consigo eran tres monedas de plata
atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los
turcos habían dado muerte a los padres de la
pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que
durante toda la noche estuve soñando con ello.
Mi padre venía también herido; mi madre le
vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la
gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre
coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ¡qué
hermosa era! Los ojos de mi madre no tenían
más dulzura que los suyos. Anastasia -así la
llamaban- sería mi hermana, pues su padre la
había confiado al mío, de acuerdo con la
antigua costumbre que seguíamos observando.
De jóvenes habían trabado un pacto de
fraternidad, eligiendo a la doncella más
hermosa y virtuosa de toda la comarca para
tomar el juramento. Muy a menudo oía yo
hablar de aquella hermosa y rara costumbre.
Y, así, la pequeña se convirtió en mi hermana.
La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y
plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos
de las aguas del Parnaso, y juntos dormíamos
bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi
madre seguía cantando, invierno tras invierno,
su canción de las lágrimas rojas, verdes y
azuladas. Pero yo no comprendía aún que era
mi propio pueblo, cuyas innúmeras cuitas se
reflejaban en aquellas lágrimas.
Un día vinieron tres hombres; eran francos y
vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban
sus camas y tiendas cargadas en caballerías, y
los acompañaban más de veinte turcos, armados
con sables y fusiles, pues los extranjeros eran
amigos del bajá e iban provistos de cartas de
introducción. Venían con el solo objeto de
visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por
entre la nieve y las nubes, y contemplar las
extrañas rocas negras y escarpadas que
rodeaban nuestra choza. No cabían en ella,
aparte que no podían soportar el humo que,
deslizándose por debajo del techo, salía por la
baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el
reducido espacio que quedaba al lado de la
casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron
vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían
probarlo.
Al proseguir su camino, yo los acompañé un
trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda,
envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos
señores francos me colocó delante de una roca y
me dibujó junto con la niña, tan bien, que
parecíamos vivos y como si fuésemos una sola
persona. Nunca había yo pensado en ello, y, sin
embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues
ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o
colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba,
siempre figuraba ella en mis sueños.

La Gota de Agua

Seguramente sabes lo que es un cristal de
aumento, una lente circular que hace las cosas
cien veces mayores de lo que son. Cuando se
coge y se coloca delante de los ojos, y se
contempla a su través una gota de agua de la
balsa de allá fuera, se ven más de mil animales
maravillosos que, de otro modo, pasan
inadvertidos; y, sin embargo, están allí, no cabe
duda. Diríase casi un plato lleno de cangrejos
que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se
arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y
nalgas, y, no obstante, están alegres y
satisfechos a su manera.
Pues he aquí que vivía en otro tiempo un
anciano a quien todos llamaban Crible-Crable,
pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse
con lo mejor de todas las cosas, y si no se lo
daban, se lo tomaba por arte de magia. Así,
peligraba cuanto estaba a su alcance.
El viejo estaba sentado un día con un cristal de
aumento ante los ojos, examinando una gota de
agua que había extraído de un charco del foso.
¡Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de
animalitos yendo de un lado para otro, y venga
saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse
mutuamente.
– ¡Qué asco! -exclamó el viejo Crible-Crable -.
¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz y
quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus
cosas? -. Y piensa que te piensa, pero como no
encontraba la solución, tuvo que acudir a la
brujería.
– Hay que darles color, para poder verlos más
bien -dijo, y les vertió encima una gota de un
líquido parecido a vino tinto, pero que en
realidad era sangre de hechicera de la mejor
clase, de la de a seis peniques. Y todos los
animalitos quedaron teñidos de rosa; parecía
una ciudad llena de salvajes desnudos.
– ¿Qué tienes ahí? -le preguntó otro viejo brujo
que no tenía nombre, y esto era precisamente lo
bueno de él.
– Si adivinas lo que es -respondió Crible-Crable
-, te lo regalo; pero no es tan fácil acertarlo, si
no se sabe.
El brujo innominado miró por la lupa y vio
efectivamente una cosa comparable a una
ciudad donde toda la gente corría desnuda. Era
horrible, pero más horrible era aún ver cómo
todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban
y arañaban, mordían y desgreñaban. El que
estaba arriba quería irse abajo, y viceversa.
– ¡Fíjate, fíjate!, su pata es más larga que la mía.
¡Paf! ¡Fuera con ella! Ahí va uno que tiene un
chichón detrás de la oreja, un chichoncito
insignificante, pero le duele, y todavía le va a
doler más.
Y se echaban sobre él, y lo agarraban, y
acababan comiéndoselo por culpa del chichón.
Otro permanecía quieto, pacífico como una
doncellita; sólo pedía tranquilidad y paz. Pero la
doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo
que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo
descuartizada y devorada.
– ¡Es muy divertido! -dijo el brujo.
– Sí, pero ¿qué crees que es? -preguntó Crible-
Crable -. ¿Eres capaz de adivinarlo?
– Toma, pues es muy fácil -respondió el otro-.
Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad,
todas son iguales. Es una gran ciudad, la que
sea.
– ¡Es agua del charco! – contestó Crible-Crable.

Buen Humor

Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que
se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién
era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver
con el humor. Era vivaracho y corpulento,
gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su
interior estaban en total contradicción con su
oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la
sociedad? Si esto tuviera que escribirse e
imprimirse al principio de un libro, es probable
que muchos lectores lo dejaran de lado,
diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son
temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin
embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor
de la justicia, antes al contrario, su profesión lo
situó a la cabeza de los personajes más
conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su
pleno derecho, pues aquél era su verdadero
puesto. Tenía que ir siempre delante: del
obispo, de los príncipes de la sangre…; sí, señor,
iba siempre delante, pues era cochero de las
pompas fúnebres.
Bueno, pues ya lo sabéis. Y una cosa puedo
decir en toda verdad: cuando veían a mi padre
sentado allá arriba en el carruaje de la muerte,
envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta
la cabeza con el tricornio ribeteado de negro,
por debajo del cual asomaba su cara rolliza,
redonda y sonriente como aquella con la que
representan al sol, no había manera de pensar en
el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No
os preocupéis. A lo mejor no es tan malo como
lo pintan».
Pues bien, de él he heredado mi buen humor y
la costumbre de visitar con frecuencia el
cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal
de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa,
todavía: me llevo siempre el periódico, como él
hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer
ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya
he dicho, compro el periódico, y con él me
basta; es el mejor de los periódicos, el que leía
también mi padre. Resulta muy útil para muchas
cosas, y además trae todo lo que hay que saber:
quién predica en las iglesias, y quién lo hace en
los libros nuevos; dónde se encuentran casas,
criados, ropas y alimentos; quién efectúa
«liquidaciones», y quién se marcha. Y luego,
uno se entera de tantos actos caritativos y de
tantos versos ingenuos que no hacen daño a
nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno
acepta o no, y todo de manera tan sencilla y
natural. Se puede vivir muy bien y muy
felizmente, y dejar que lo entierren a uno,
cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final
de la vida se tiene tantísimo papel, que uno
puede tenderse encima si no le parece apropiado
descansar sobre virutas y serrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido
siempre las formas de ejercicio que más han
hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos
para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear
cualquiera; pero veníos conmigo al cementerio.
Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles
están verdes; paseémonos entonces por entre las
tumbas, Cada una de ellas es como un libro
cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el
título, que dice lo que la obra contiene, y, sin
embargo, nada dice; pero yo conozco el
intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo.
Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me
he compuesto yo mismo para mi servicio y
gusto. En él están todos juntos y aún algunos
más.
Ya estamos en el cementerio.
Detrás de una reja pintada de blanco, donde
antaño crecía un rosal – hoy no está, pero unos
tallos de siempreviva de la sepultura contigua
han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale
esto que nada -, reposa un hombre muy
desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un
buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le
faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero
se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte,
demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro
dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía
frenético sólo porque el tramoyista iluminaba
demasiado la cara de la luna, o porque las
bambalinas colgaban delante de los bastidores
en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una
palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto
en el Tirol o hayas en el norte de Noruega.
¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién
repara en estas cosas? Es la comedia lo que
debe causaros placer. Tan pronto el público
aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante.
– Esta leña está húmeda -decía-, no quemará
esta noche -. Y luego se volvía a ver qué gente
había, y notaba que se reían a deshora, en
ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el
hombre se encolerizaba y sufría. No podía
soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí:
hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre
muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su
dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido
nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien
dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en
ello. Iba siempre con bordados por delante y por
detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como
se coloca un costoso cordón de campanilla
bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro
cordón bueno y recio que hace el servicio.
También él llevaba detrás un buen cordón, un
hombre de paja encargado de efectuar el
servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a
uno no pueden por menos que alegrársele las
pajarillas.
Descansa aquí – ¡esto sí que es triste! -,
descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y
siete años reflexionando sobre la manera de
tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para
esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente
buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se
murió de ella, con lo que nadie pudo
aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y
mucho me temo que por causa de aquella buena
idea no encuentre reposo en la tumba; pues
suponiendo que no se trate de una ocurrencia de
esas que sólo pueden decirse a la hora del
desayuno – pues de otro modo no producen
efecto -, y de que él, como buen difunto, y
según es general creencia, sólo puede
aparecerse a medianoche, resulta que no siendo
la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se
ríe, y el hombre tiene que volverse a la
sepultura con su buena idea. Es una tumba
realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se
levantaba por la noche a maullar para hacer
creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto
llegaba su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se
moría por lucir la voz en las veladas de
sociedad, y entonces cantaba una canción
italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me
falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su
vida.
Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el
canario del corazón empieza a cantar, la razón
se tapa los oídos con los dedos. La hermosa
doncella entró en la gloria del matrimonio… Es
ésta una historia de todos los días, y muy bien
contada además. ¡Dejemos en paz a los
muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los
labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias
a la caza de los defectos del prójimo, de igual
manera que en días pretéritos el «amigo
policía» iba de un lado a otro en busca de una
placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los
miembros de ella estaban tan concordes en sus
opiniones, que aun cuando el mundo entero y el
periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la
casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo
he oído de otro modo», su afirmación era la
única fidedigna, pues el chico era miembro de
la familia. Y no había duda: si el gallo del corral
acertaba a cantar a media noche, era señal de
que rompía el alba, por más que el vigilante y
todos los relojes de la ciudad se empeñasen en
decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas
palabras: «Puede continuarse», Lo mismo
podríamos decir de nuestro paseo por el
cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando
alguno de mis amigos, o de mis no amigos se
pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un
buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a
ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo
entierro enseguida; y allí se están muertecitos e
impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y
mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde
mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y
así debieran proceder todas las personas; no
tendrían que encolerizarse cuando alguien les
juega una mala pasada, sino enterrarlo
enseguida, conservar el buen humor y el
«Noticiero», este periódico escrito por el pueblo
mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la
historia de mi vida y depositarme en la tumba,
poned esta inscripción: «Un hombre de buen
humor».
Ésta es mi historia.

Tiene que haber Diferencias

Era el mes de mayo. Soplaba aún un viento
fresco, pero la primavera había llegado; así lo
proclamaban las plantas y los árboles, el campo
y el prado. Era una orgía de flores, que se
esparcían hasta por debajo de los verdes setos; y
justamente allí la primavera llevaba a cabo su
obra, manifestándose desde un diminuto
manzano del que había brotado una única
ramita, pero fresca y lozana, y cuajada toda ella
de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien
sabía la ramita lo hermosa que era, pues eso está
en la hoja como en la sangre; por eso no se
sorprendió cuando un coche magnífico se
detuvo en el camino frente a ella, y la joven
condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama
de manzano era lo más encantador que pudiera
soñarse; era la primavera misma en su
manifestación más delicada. Y quebraron la
rama, que la damita cogió con la mano y
resguardó bajo su sombrilla de seda.
Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio
de altos salones y espléndidos aposentos; sutiles
cortinas blancas aleteaban en las abiertas
ventanas, y maravillosas flores lucían en jarros
opalinos y transparentes; en uno de ellos –
habríase dicho fabricado de nieve recién caída –
colocaron la ramita del manzano entre otras de
haya, tiernas y de un verde claro. Daba alegría
mirarla.
A la ramita se le subieron los humos a la
cabeza; ¡es tan humano eso!. Pasaron por las
habitaciones gentes de toda clase, y cada uno,
según su posición y categoría, permitióse
manifestar su admiración. Unos permanecían
callados, otros hablaban demasiado, y la rama
del manzano pudo darse cuenta de que también
entre los humanos existen diferencias,
exactamente lo mismo que entre las plantas.
«Algunas están sólo para adorno, otras sirven
para la alimentación, e incluso las hay
completamente superfluas», pensó la ramita; y
como sea que la habían colocado delante de una
ventana abierta, desde su sitio podía ver el
jardín y el campo, lo que le daba oportunidad
para contemplar una multitud de flores y plantas
y efectuar observaciones a su respecto. Ricas y
pobres aparecían mezcladas; y, aún se veían,
algunas en verdad insignificantes.
– ¡Pobres hierbas descastadas! -exclamó la rama
del manzano-. La verdad es que existe una
diferencia. ¡Qué desgraciadas deben de sentirse,
suponiendo que esas criaturas sean capaces de
sentir como nosotras. Naturalmente, es forzoso
que haya diferencias; de lo contrario todas
seríamos iguales.
Nuestra rama consideró con cierta compasión
una especie de flores que crecían en número
incontable en campos y ribazos. Nadie las cogía
para hacerse un ramo, pues eran demasiado
ordinarias. Hasta entre los adoquines crecían:
como el último de los hierbajos, asomaban por
doquier, y para colmo tenían un nombre de lo
mas vulgar: diente de león.
– ¡Pobre planta despreciada! -exclamó la rama
del manzano-. Tú no tienes la culpa de ser como
eres, tan ordinaria, ni de que te hayan puesto un
nombre tan feo. Pero con las plantas ocurre lo
que con los hombres: tiene que haber
diferencias.
– ¡Diferencias! -replicó el rayo de sol, mientras
besaba al mismo tiempo la florida rama del
manzano y los míseros dientes de león que
crecían en el campo; y también los hermanos
del rayo de sol prodigaron sus besos a todas las
flores, pobres y ricas.
Nuestra ramita no había pensado nunca sobre el
infinito amor de Dios por su mundo terrenal, y
por todo cuanto en él se mueve y vive; nunca
había reflexionado sobre lo mucho de bueno y
de bello que puede haber en él – oculto, pero no
olvidado -. Pero, ¿acaso no es esto también
humano?
El rayo de sol, el mensajero de la luz, lo sabía
mejor. – No ves bastante lejos, ni bastante claro.
¿Cuál es esa planta tan menospreciada que así
compadeces?
– El diente de león -contestó la rama-. Nadie
hace ramilletes con ella; todo el mundo la
pisotea; hay demasiados. Y cuando dispara sus
semillas, salen volando en minúsculos copos
como de blanca lana y se pegan a los vestidos
de los viandantes. Es una mala hierba, he ahí lo
que es. Pero hasta de eso ha de haber. ¡Cuánta
gratitud siento yo por no ser como él!
De pronto llegó al campo un tropel de
chiquillos; el menor de todos era aún tan
pequeño, que otros tenían que llevarlo en
brazos. Y cuando lo hubieron sentado en la
hierba en medio de todas aquellas flores
amarillas, se puso a gritar de alegría, a agitar las
regordetas piernecillas y a revolcarse por la
hierba, cogiendo con sus manitas los dorados
dientes de león y besándolos en su dulce
inocencia.
Mientras tanto los mayores rompían las
cabecitas floridas, separándolas de los tallos
huecos y doblando éstos en anillo para fabricar
con ellos cadenas, que se colgaron del cuello, de
los hombros o en torno a la cintura; se los
pusieron también en la cabeza, alrededor de las
muñecas y los tobillos – ¡qué preciosidad de
cadenas y grilletes verdes! -. Pero los mayores
recogían cuidadosamente las flores encerradas
en la semilla, aquella ligera y vaporosa esfera
de lana, aquella pequeña obra de arte que parece
una nubecilla blanca hecha de copitos
minúsculos. Se la ponían ante la boca, y de un
soplo tenían que deshacerla enteramente. Quien
lo consiguiera tendría vestidos nuevos antes de
terminar el año – lo había dicho abuelita.
Y de este modo la despreciada flor se convertía
en profeta.
– ¿Ves? -preguntóle el rayo de sol a la rama de
manzano-. ¿Ves ahora su belleza y su virtud?
– ¡Sí, para los niños! -replicó la rama.
En esto llegó al campo una ancianita, y, con un
viejo y romo cuchillo de cocina, se puso a
excavar para sacar la raíz de la planta. Quería
emplear parte de las raíces para una infusión de
café; el resto pensaba llevárselas al boticario
para sacar unos céntimos.
– Pero la belleza es algo mucho más elevado –
exclamó la rama del manzano-. A su reino van
sólo los elegidos. Existe una diferencia entre las
plantas, de igual modo como la hay entre las
personas.
Entonces el rayo de sol le habló del infinito
amor de Dios por todas sus criaturas, amor que
abraza con igual ternura a todo ser viviente; y le
habló también de la divina justicia, que lo
distribuye todo por igual en tiempo y eternidad.
– ¡Sí, eso cree usted! -respondió la rama.
En eso entró gente en el salón, y con ella la
condesita que tan lindamente había colocado la
rama florida en el transparente jarrón, sobre el
que caía el fulgurante rayo de sol. Traía una
flor, o lo que fuese, cuidadosamente envuelta en
tres o cuatro grandes hojas, que la rodeaban
como un cucurucho, para que ni un hálito de
aire pudiese darle y perjudicarla: y ¡la llevaba
con un cuidado tan amoroso! Mucho mayor del
que jamás se había prestado a la ramita del
manzano. La sacaron con gran precaución de las
hojas que la envolvían y apareció… ¡la pequeña
esferita de blancos copos, la semilla del
despreciado diente de león! Esto era lo que la
condesa con tanto cuidado había cogido de la
tierra y traído para que ni una de las sutilísimas
flechas de pluma que forman su vaporosa bolita
fuese llevada por el viento. La sostenía en la
mano, entera e intacta; y admiraba su hermosa
forma, aquella estructura aérea y diáfana,
aquella construcción tan original, aquella
belleza que en un momento disiparía el viento.
Daba lástima pensar que pudiera desaparecer
aquella hermosa realidad.
– ¡Fijaos que maravillosamente hermosa la ha
creado Dios! -dijo-. La pintaré junto con la
rama del manzano. Todo el mundo, encuentra
esta rama primorosa; pero la pobre florecilla, a
su manera, ha sido agraciada por Dios con no
menor hermosura. ¡Qué distintas son, y, sin
embargo, las dos son hermanas en el reino de la
belleza!
Y el rayo de sol besó al humilde diente de león,
exactamente como besaba a la florida rama del
manzano, cuyos pétalos parecían sonrojarse
bajo la caricia.