Tag Archives: fabulas

El Zorro y la Cigüeña

El señor Zorro la echó un día de
grande, y convidó a comer a su comadre la
Cigüeña. Todos los manjares se reducían a un
sopicaldo; era muy sobrio el anfitrión. El sopicaldo
fue servido en un plato muy llano. La
Cigüeña no pudo comer nada con su largo
pico, y el señor Zorro sorbió y lamió perfectamente
toda la escudilla.
Para vengarse de aquella burla, la Cigüeña
le convidó poco después. “¡De buena gana! le
contestó; con los amigos no gasto ceremonias.”
A la hora señalada, fue a casa de la
Cigüeña; hízole mil reverencias, y encontró la
comida a punto. Tenía muy buen apetito y
trascendía a gloria la vianda, que era un sabroso
salpicón de exquisito aroma. Pero
¿Cómo lo sirvieron? Dentro de una redoma,
de cuello largo y angosta embocadura. El pico
de la Cigüeña pasaba muy bien por ella, pero
no el hocico del señor Raposo. Tuvo que volver
en ayunas a su casa, orejas gachas, apretando
la cola y avergonzado, como sí, con
toda su astucia, le hubiese engañado una
gallina.

La Encina y la Caña

Dijo la Encina a la Caña: “Razón tienes
para quejarte de la naturaleza: un pajarillo es
para ti grave peso; la brisa más ligera, que
riza la superficie del agua, te hace bajar la
cabeza. Mi frente, parecida a la cumbre del
Cáucaso, no sólo detiene los rayos del sol;
desafía también la tempestad. Para ti, todo
es aquilón; para mí, céfiro. Si nacieses, a lo
menos, al abrigo de mi follaje, no padecerías
tanto: yo te defendería de la borrasca. Pero
casi siempre brotas en las húmedas orillas del
reino de los vientos. ¡Injusta ha sido contigo
la naturaleza! –Tu compasión, respondió la
Caña, prueba tu buen natural; pero no te
apures. Los vientos no son tan temibles para
mí como para ti. Me inclino y me doblo, pero
no me quiebro. Hasta el presente has podido
resistir las mayores ráfagas sin inclinar el
espinazo; pero hasta el fin nadie es dichoso.”
Apenas dijo estas palabras, de los confines
del horizonte acude furibundo el más terrible
huracán que engendró el septentrión. El árbol
resiste, la caña se inclina; el viento redobla
sus esfuerzos, y tanto porfía, que al fin
arranca de cuajo la Encina que elevaba la
frente al cielo y hundía sus pies en los dominios
del Tártaro.

Los Zánganos y las Abejas

Por la obra se conoce al obrero.
Sucedió que algunos panales de miel no
tenían dueño. Los Zánganos los reclamaban,
las Abejas se oponían; llevóse el pleito al tribunal
de cierta Avispa: ardua era la cuestión;
testigos deponían haber visto volando al rededor
de aquellos panales unos bichos alados,
de color oscuro, parecidos a las Abejas;
pero los Zánganos tenían las mismas señas.
La señora Avispa, no sabiendo qué decidir,
abrió de nuevo el sumario, y para mayor ilustración,
llamó a declarar a todo un hormiguero;
pero ni por esas pudo aclarar la duda.
“¿Me queréis decir a qué viene todo esto?
preguntó una Abeja muy avisada. Seis meses
hace que está pendiente el litigio, y nos encontramos
lo mismo que el primer día. Mientras
tanto, la miel se está perdiendo. Ya es
hora de que el juez se apresure; bastante le
ha durado la ganga. Sin tantos autos ni providencias,
trabajemos los Zánganos y nosotras,
y veremos quien sabe hacer panales tan
bien concluídos y tan repletos de rica miel.”
No admitieron los Zánganos, demostrando
que aquel arte era superior a su destreza, y
la Avispa adjudicó la miel a sus verdaderos
dueños.
Así debieran decidirse todos los procesos.
La justicia de moro es la mejor. En lugar de
código, el sentido común. No subirían tanto
las costas. No sucedería como pasa muchas
veces, que el juez abre la ostra, se la come, y
les da las conchas a los litigantes.

Un Hombre de cierta Edad y sus dos Amantes

Un hombre de edad madura, más
pronto viejo que joven, pensó que era tiempo
de casarse. Tenía el riñón bien cubierto, y por
tanto, donde elegir; todas se desvivían por
agradarle. Pero nuestro galán no se apresuraba.
Piénsalo bien, y acertarás.
Dos viuditas fueron las preferidas. La una,
verde todavía; la otra, más sazonada, pero
que reparaba con auxilio del arte lo que había
destruido la naturaleza. Las dos viuditas, jugando
y riendo, le peinaban y arreglaban la
cabeza. La más vieja le quitaba los pocos
pelos negros que le quedaban, para que el
galán se le pareciese más. La más joven a su
vez, le arrancaba las canas; y con esta doble
faena, nuestro buen hombre quedó bien
pronto sin cabellos blancos ni negros.
“Os doy gracias, les dijo, oh señoras mías,
que tan bien me habéis trasquilado. Más es lo
ganado que lo perdido, porque ya no hay que
hablar de bodas. Cualquiera de vosotras que
escogiese, querría hacerme vivir a su gusto y
no al mío. Cabeza calva no es buena para
esas mudanzas: muchas gracias, pues, por la
lección.”