El Compañero de Viaje

El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre
se hallaba enfermo e iba a morir. No había más
que ellos dos en la reducida habitación; la
lámpara de la mesa estaba próxima a
extinguirse, y llegaba la noche.
– Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente
padre-, y Dios te ayudará por los caminos del
mundo -. Dirigióle una mirada tierna y grave,
respiró profundamente y expiró; habríase dicho
que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le
quedaba en la Tierra, ni padre ni madre,
hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado
junto al lecho, besaba la fría mano de su padre
muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta
que al fin se le cerraron los ojos y se quedó
dormido, con la cabeza apoyada en el duro
barrote de la cama.
Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la
Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre
rebosante de salud y riéndose, con aquella risa
suya cuando se sentía contento. Una hermosa
muchacha, con una corona de oro en el largo y
reluciente cabello, tendió la mano a Juan,
mientras el padre le decía: «¡Mira qué novia tan
bonita tienes! Es la más bella del mundo
entero». Entonces se despertó: el alegre cuadro
se había desvanecido; su padre yacía en el
lecho, muerto y frío, y no había nadie en la
estancia. ¡Pobre Juan!
A la semana siguiente dieron sepultura al
difunto; Juan acompañó el féretro, sin poder ver
ya a aquel padre que tanto lo había querido; oyó
cómo echaban tierra sobre el ataúd, para colmar
la fosa, y contempló cómo desaparecía poco a
poco, mientras sentía la pena desgarrarle el
corazón. Al borde de la tumba cantaron un
último salmo, que sonó armoniosamente; las
lágrimas asomaron a los ojos del muchacho;
rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para
su dolor. Brilló el sol, espléndido, por encima
de los verdes árboles; parecía decirle: «No estés
triste, Juan; ¡mira qué hermoso y azul es el
cielo!. ¡Allá arriba está tu padre pidiendo a Dios
por tu bien!».
– Seré siempre bueno -dijo Juan-. De este modo,
un día volveré a reunirme con mi padre. ¡Qué
alegría cuando nos veamos de nuevo! Cuántas
cosas podré contarle y cuántas me mostrará él, y
me enseñará la magnificencia del cielo, como lo
hacía en la Tierra. ¡Oh, qué felices seremos!
Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una
sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en
los castaños, dejaban oír sus gorjeos. Estaban
alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero
bien sabían que el difunto estaba ya en el cielo,
tenía alas mucho mayores y más hermosas que
las suyas, y era dichoso, porque acá en la Tierra
había practicado la virtud; por eso estaban
alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde
las altas ramas verdes, y sintió el deseo de
lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo
una gran cruz de madera para hincarla sobre la
tumba de su padre, y al llegar la noche, la
sepultura aparecía adornada con arena y flores.
Habían cuidado de ello personas forasteras,
pues en toda la comarca se tenía en gran estima
a aquel buen hombre que acababa de morir.
De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y
se ató al cinturón su pequeña herencia:
cincuenta florines y unos peniques en total; con
ella se disponía a correr mundo. Sin embargo,
antes volvió al cementerio, y, después de rezar
un padrenuestro sobre la tumba dijo: ¡Adiós,
padre querido! Seré siempre bueno, y tú le
pedirás a Dios que las cosas me vayan bien.
Al entrar en la campiña, el muchacho observó
que todas las flores se abrían frescas y hermosas
bajo los rayos tibios del sol, y que se mecían al
impulso de la brisa, como diciendo:
«¡Bienvenido a nuestros dominios! ¿Verdad que
son bellos?». Pero Juan se volvió una vez más a
contemplar la vieja iglesia donde recibiera de
pequeño el santo bautismo, y a la que había
asistido todos los domingos con su padre a los
oficios divinos, cantando hermosas canciones;
en lo alto del campanario vio, en una abertura,
al duende del templo, de pie, con su pequeña
gorra roja, y resguardándose el rostro con el
brazo de los rayos del sol que le daban en los
ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de
cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y,
poniéndose una mano sobre el corazón, con la
otra le envió muchos besos, para darle a
entender que le deseaba un viaje muy feliz y
mucho bien.
Pensó entonces Juan en las bellezas que vería en
el amplio mundo y siguió su camino, mucho
más allá de donde llegara jamás. No conocía los
lugares por los que pasaba, ni las personas con
quienes se encontraba; todo era nuevo para él.
La primera noche hubo de dormir sobre un
montón de heno, en pleno campo; otro lecho no
había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio
Rey no estaría mejor. Toda la campiña, con el
río, la pila de hierba y el cielo encima,
formaban un hermoso dormitorio. La verde
hierba, salpicada de florecillas blancas y
coloradas, hacía de alfombra, las lilas y rosales
silvestres eran otros tantos ramilletes naturales,
y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida
y fresca, con los juncos y cañas que se
inclinaban como para darle las buenas noches y
los buenos días. La luna era una lámpara
soberbia, colgada allá arriba en el techo infinito;
una lámpara con cuyo fuego no había miedo de
que se encendieran las cortinas. Juan podía
dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertándose
hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los
contornos rompieron a cantar: «¡Buenos días,
buenos días! ¿No te has levantado aún?».
Tocaban las campanas, llamando a la iglesia,
pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al
predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó
en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz
del Señor; le parecía estar en la iglesia donde
había sido bautizado y donde había cantado los
salmos al lado de su padre.
En el cementerio contiguo al templo había
muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de
alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su
padre, y se dijo que con el tiempo presentaría
también aquel aspecto, ya que él no estaría allí
para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el
suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar
las cruces caídas, volviendo a sus lugares las
coronas arrastradas por el viento, mientras
pensaba: «Tal vez alguien haga lo mismo en la
tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo
yo».
Ante la puerta de la iglesia había un mendigo
anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le
dio los peniques que guardaba en su bolso, y
luego prosiguió su viaje por el ancho mundo,
contento y feliz.
Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y
nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo,
pero no tardó en cerrar la noche oscura.
Finalmente, llegó a una pequeña iglesia, que se
levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la
puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su
intención era permanecer allí hasta que la
tempestad hubiera pasado.
– Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy
cansado y necesito reposo -. Se sentó, pues,
juntó las manos para rezar su oración vespertina
y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó
profundamente dormido y transportado al
mundo de los sueños, mientras en el exterior
fulguraban los relámpagos y retumbaban los
truenos.
Despertóse a medianoche. La tormenta había
cesado, y la luna brillaba en el firmamento,
enviando sus rayos de plata a través de las
ventanas. En el centro del templo había un
féretro abierto, con un difunto, esperando la
hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso
ni mucho menos; nada le reprochaba su
conciencia, y sabía perfectamente que los
muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los
perversos, los que practican el mal. Mas he aquí
que dos individuos de esta clase estaban junto al
difunto depositado en el templo antes de ser
confiado a la tierra. Se proponían cometer con
él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo
fuera de la iglesia.
– ¿Por qué queréis hacer esto? -preguntó Juan-.
Es una mala acción. Dejad que descanse en paz,
en nombre de Jesús.
– ¡Tonterías! -replicaron los malvados-. ¡Nos
engañó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y
ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo.
Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo
como un perro ante la puerta de la iglesia.
– Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es
toda mi fortuna, pero os la daré de buena gana
si me prometéis dejar en paz al pobre difunto.
Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y
fuerte, y no me faltará la ayuda de Dios.
– Bien -replicaron los dos impíos-. Si te avienes
a pagar su deuda no le haremos nada, te lo
prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio
Juan, y, riéndose a carcajadas de aquel
magnánimo infeliz, siguieron su camino. Juan
colocó nuevamente el cadáver en el féretro, con
las manos cruzadas sobre el pecho, e,
inclinándose ante él, alejóse contento bosque a
través.
En derredor, dondequiera que llegaban los rayos
de luna filtrándose por entre el follaje, veía
jugar alegremente a los duendecillos, que no
huían de él, pues sabían que era un muchacho
bueno e inocente; son sólo los malos, de
quienes los duendes no se dejan ver. Algunos
no eran más grandes que el ancho de un dedo, y
llevaban sujeto el largo y rubio cabello con
peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban
en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocío,
depositadas sobre las hojas y los tallos de
hierba; a veces, una de las gotitas caía al suelo
por entre las largas hierbas, y el incidente
provocaba grandes risas y alboroto entre los
minúsculos personajes. ¡Qué delicia! Se
pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida
las bellas melodías que aprendiera de niño.
Grandes arañas multicolores, con argénteas
coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto,
largos puentes colgantes y palacios que, al
recoger el tenue rocío, brillaban como nítido
cristal a los claros rayos de la luna. El
espectáculo duró hasta la salida del sol.
Entonces, los duendecillos se deslizaron en los
capullos de las flores, y el viento se hizo cargo
de sus puentes y palacios, que volaron por los
aires convertidos en telarañas.
En éstas, Juan había salido ya del bosque
cuando a su espalda resonó una recia voz de
hombre:
– ¡Hola, compañero!, ¿adónde vamos?
– Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No
tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me
ayudará.
– También yo voy a correr mundo -dijo el
forastero-. ¿Quieres que lo hagamos en
compañía?
– ¡Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No
tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas
personas. Juan observó muy pronto, empero,
que el desconocido era mucho más inteligente
que él. Había recorrido casi todo el mundo y
sabía de todas las cosas imaginables.
El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte
cuando se sentaron al pie de un árbol para
desayunarse; y en aquel mismo momento se les
acercó una anciana que andaba muy encorvada,
sosteniéndose en una muletilla y llevando a la
espalda un haz de leña que había recogido en el
bosque. Llevaba el delantal recogido y atado
por delante, y Juan observó que por él
asomaban tres largas varas de sauce envueltas
en hojas de helecho. Llegada adonde ellos
estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse
lamentablemente; la pobre se había roto una
pierna.
Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a
su casa; pero el forastero, abriendo su mochila,
dijo que tenía un ungüento con el cual, en un
santiamén, curaría la pierna rota, de tal modo
que la mujer podría regresar a su casa por su
propio pie, como si nada le hubiese ocurrido.
Sólo pedía, en pago, que le regalase las tres
varas que llevaba en el delantal.
– ¡Mucho pides! -objetó la vieja, acompañando
las palabras con un raro gesto de la cabeza. No
le hacía gracia ceder las tres varas; pero
tampoco resultaba muy agradable seguir en el
suelo con la pierna fracturada. Dióle, pues, las
varas, y apenas el ungüento hubo tocado la
fractura se incorporó la abuela y echó a andar
mucho más ligera que antes. Y todo por virtud
de la pomada; pero hay que advertir que no era
una pomada de las que venden en la botica.
– ¿Para qué quieres las varas? -preguntó Juan a
su compañero.
– Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me
gustan, qué quieres que te diga; yo soy así de
extraño.
Y prosiguieron un buen trecho.
– ¡Se está preparando una tormenta! -exclamó
Juan, señalando hacia delante-. ¡Qué nubarrones
más cargados!
– No -respondió el compañero-. No son nubes,
sino montañas, montañas altas y magníficas,
cuyas cumbres rebasan las nubes y están
rodeadas de una atmósfera serena. Es
maravilloso, créeme. Mañana ya estaremos allí.
Pero no estaban tan cerca como parecía. Un día
entero tuvieron que caminar para llegar a su pie.
Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y
habían rocas enormes, tan grandes como una
ciudad. Debía de ser muy cansado subir allá
arriba, y, así, Juan y su compañero entraron en
la posada; tenían que descansar y reponer
fuerzas para la jornada que les aguardaba.
En la sala de la hostería se había reunido mucho
público, pues estaba actuando un titiretero.
Acababa de montar su pequeño escenario, y la
gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a
presenciar el espectáculo. En primera fila estaba
sentado un gordo carnicero, el más importante
del pueblo, con su gran perro mastín echado a
su lado; el animal tenía aspecto feroz y los
grandes ojos abiertos, como el resto de los
espectadores.
Empezó una linda comedia, en la que
intervenían un rey y una reina, sentados en un
trono magnífico, con sendas coronas de oro en
la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola,
como corresponda a tan ilustres personajes.
Lindísimos muñecos de madera, con ojos de
cristal y grandes bigotes, aparecían en las
puertas, abriéndolas y cerrándolas, para permitir
la entrada de aire fresco. Era una comedia muy
bonita, y nada triste; pero he aquí que al
levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe
Dios lo que creerla el mastín, pero lo cierto es
que se soltó de su amo el carnicero, plantóse de
un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el
tronco, ¡crac!, la despedazó en un momento.
¡Espantoso!
El pobre titiretero quedó asustado y muy
contrariado por su reina, pues era la más bonita
de sus figuras; y el perro la había decapitado.
Pero cuando, más tarde, el público se retiró, el
compañero de Juan dijo que repararía el mal, y,
sacando su frasco, untó la muñeca con el
ungüento que tan maravillosamente había
curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no
bien estuvo la muñeca untada, quedó de nuevo
entera, e incluso podía mover todos los
miembros sin necesidad de tirar del cordón;
habríase dicho que era una persona viviente,
sólo que no hablaba. El hombre de los títeres se
puso muy contento; ya no necesitaba sostener
aquella muñeca, que hasta sabía bailar por sí
sola: ninguna otra figura podía hacer tanto.