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Sor María

Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella
el mundo ya? Había sido el compañero de su
infancia, el que había enjugado sus primeras
lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido
el primer suspiro que exhaló su pecho
virginal. Ella le había amado con toda su alma,
con todo el entusiasmo de la primera
juventud.
Cómo él no la había correspondido? Blanca
tenía algunos años menos que él; aún era
niña cuando Bernardo era hombre; una mujer
malvada y astuta conquistó el corazón del
joven y logró ser conducida al pie de los altares,
donde fueron unidos en eterno lazo.
Blanca buscó un consuelo en la religión; no
había en la tierra remedio a su pesar y volvió
los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba
se elevaba un sombrío convento, de altos muros,
fuertes rejas y espesas celosías, y allí se
encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas
de su madre, ni atender a los consejos
de su padre, ni escuchar los ruegos de sus
amigos.
El día en que fue llevada al templo, vio a
Bernardo en el camino. Él la miró con una
indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar
que el hombre a quien tanto quería no debía
ser feliz.
Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje,
él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra,
quién sabe si le hubiera pedido perdón por su
conducta, porque Bernardo era culpable,
había adivinado el amor de Blanca, lo había
alentado con vanas esperanzas, abandonándola
sin remordimientos después.
La niña trocó sus galas por el severo traje
religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni
de acción, empezó la vida de convento resignada
y acaso indiferente; martirizó su cuerpo
con ayunos y penitencias, y pasó casi todas
las horas dedicada a las oraciones.
Pero en balde intentó sujetar también el
pensamiento; no se había hecho religiosa por
vocación, sino para mitigar sus penas, y el
recuerdo del hombre querido le asaltaba sin
cesar, lo mismo en el interior de su celda, que
en el austero templo, que en el coro cuando,
con las otras monjas, rezaba con monótono
acento o elevaba cantando himnos de gloria al
Creador.
Los días se deslizaban iguales, siempre
tristes; ella no tomaba parte en nada de lo
que ocurría en el convento, apenas sabía los
nombres de las religiosas, y cuando la abadesa
la amonestaba por alguna involuntaria distracción,
oía sus palabras sin sentimiento por
la ligera falta cometida, en la que incurría de
nuevo muchas veces.
Por el triste patio adornado de raquíticos
árboles y mustias flores, paseaba melancólica
y solitaria huyendo en cuanto le era dado de
halagadores fantasmas y locas ilusiones, pensando
a su pesar en el ingrato, causa de su
desgracia y su clausura.
El año de novicia se pasó así. Llegó la época
de pronunciar para siempre los votos, de
renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar,
a la familia. ¿No podía entonces volver al seno
de esta, vivir para el mundo?
Bernardo estaba casado y no había esperanza
de felicidad para ella. Blanca pronunció
sus votos.
Dos días después las campanas de la iglesia
doblaron tristemente, las paredes se cubrieron
de negros paños, un túmulo se elevó
en el centro, rodeado de amarillentas velas;
varios bancos fueron colocados uno en el
frente, otros a los lados del catafalco, y poco
a poco empezaron a llenarse, ocupándolos
varios hombres, al parecer de elevada clase,
todos vestidos de negro.
Dio principio el funeral. Las monjas oraban
desde el coro por el eterno descanso de la
difunta, porque era una mujer.
Acabada la misa y rezados los responsos,
dos hombres se pararon delante de la celosía,
tras de la cual se hallaban las religiosas.
-¿Quién ha muerto? -preguntó uno.
-La mujer de Bernardo Gómez -contestó el
otro-; hace hoy nueve días.
Blanca se estremeció al oírlo y se puso
densamente pálida.
Al retirarse a su celda lloró amargamente,
considerando que cuando ella se unió a Jesucristo,
el hombre a quien tanto había amado
era libre.
Paseando por el patio aquella tarde, triste
y sola, como de costumbre, se inclinó para
coger una flor y vio junto a la planta una carta
rota en menudos pedazos; le pareció que
conocía la letra, guardó los papeles, y al subir
a su celda se entregó al minucioso y difícil
trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta
decía así: «Blanca mía, después de un año de
crueles, pero merecidos sufrimientos, soy
libre. No renuncio a tu amor, sin él no puedo
vivir y espero me perdones. Necesito verte y
hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo?
Tuyo, Bernardo».
La abadesa había abierto la carta de amor
profano dirigida a una de sus hijas y la había
roto; a no ser así la novicia hubiera salido del
convento.
Poco después los periódicos de aquella ciudad
daban cuenta de dos sucesos ocurridos el
mismo día y a la misma hora.
El conocido abogado D. Bernardo Gómez se
había suicidado, no pudiendo sin duda resistir
la pena que le produjo la reciente muerte de
su esposa, y la joven religiosa, que se llamó
en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María,
había muerto repentinamente.
¿Quién sabe si sus almas subieron juntas
por el celeste espacio, y la de la triste e inocente
joven logró el perdón de la de su ingrato
y criminal amante, para que entrase con
ella en el Paraíso?

Ginesillo el tonto o la casa del duende

El tren correo acababa de llegar a la estación
de Santa Marina y de él se apeó, entre
otras muchas personas, un viajero joven,
sencillo pero elegantemente vestido, que iba
sin duda para asistir a las fiestas del citado
pueblo, que empezaban aquella noche.
No sabía el caballero que ya no se encontraba
en la posada, con honores de fonda, ni
una habitación disponible; juzgaba cosa fácil
tener albergue en la pequeña población. A la
primera pregunta que hizo sobre el particular
pudo comprender el error en que estaba; todo
había sido cedido o alquilado a parientes, parroquianos
o amigos, hasta las guardillas,
hasta los pajares, hasta las cuadras.
-¿Qué voy a hacer si no hallo dónde pasar
la noche? -se preguntó el viajero.
Andando a la casualidad vio en una calle
estrecha, fea y sucia, una casa muy vieja,
compuesta de dos pisos, con ventanas, detrás
de la que se extendía un mal cuidado jardín.
Todo parecía indicar que el citado edificio estaba
abandonado por completo; los cristales
cubiertos de polvo y telarañas, los muros en
estado medio ruinoso, la puerta un tanto desvencijada.
Pegado en ella se veía un papel
amarillento en el que apenas podían leerse
estas palabras, escritas con una letra gruesa
y desigual: «Se alquila o se vende. En el número
8 darán razón.» La casa tenía el número
4, por consiguiente el forastero encontró sin
dificultad el lugar donde podían darle noticias
respecto a aquel viejo edificio. Una niña de
diez a once años se hallaba a la entrada ocupándose
en recoger alguna ropa lavada que
había tendido al sol para que se secase.
-¿Se puede ver la casa que tiene el número
4? -preguntó el caballero.
La muchacha le miró con verdadero asombro
y no respondió.
-He visto que se alquila o se vende –
prosiguió él-, y como me figuro que no ha de
ser cara, tomándola por unos días resuelvo el
difícil problema de tener dónde dormir en este
pueblo durante las fiestas.
-¿Pero de veras quiere usted entrar ahí? –
murmuró al fin la niña.
-Si no hay inconveniente…
-Inconveniente no, pero…
-Explícate con claridad -dijo el viajero
viendo que ella no proseguía.
-Es el caso, repuso la niña, que esa casa,
llamada la del duende, no se abre hace lo
menos veinte años, y durante ese tiempo nadie
ha venido a pedir a mi padre la llave para
verla.
-¿Y por qué se llama del duende? –
interrogó el joven.
-¡Ah! no es sin razón, caballero. Vivía en
ella hace mucho tiempo un avaro muy viejo y
muy rico. Tenía guardado su oro en un agujero
que nadie conocía y, a pesar de esto, él
notaba que las monedas iban disminuyendo
poco a poco. Un día se escondió para sorprender
al ladrón, y vio que era un duendecillo
muy pequeño. Cuando el avaro quiso acercarse
a él, el duende desapareció como por
encanto. Desde entonces el viejo vivió con
gran desasosiego y algunos dijeron que se
había vuelto loco, siendo su manía que le robaban.
Lo cierto es que una mañana amaneció
muerto y, aun que se dijo que se había
suicidado en un acceso de locura, nadie dudó
en el pueblo que el duende le había asesinado
para robarle, pues no se encontró nada de su
dinero. La casa quedó abandonada, habitándola
sólo el duende, que continúa en ella,
aunque no le ve nadie.
¿Y cómo se sabe que continúa?
-Porque durante la noche se ilumina todo el
piso alto y porque cuanto se le pone a la
puerta desaparece al dar las doce.
Y siguió contando al forastero cómo para
apaciguar al duende era preciso hacerle obsequios
de más o menos valor, pero que él admitía
siempre. Si enfermaba una gallina, para
que no muriese, la dueña depositaba una cesta
con algunos huevos a la puerta de la casa
del duende; si era una vaca, se le ponía una
cantarita de leche; si se presentaba mal la
cosecha, se hacía el ofrecimiento, que más
adelante se cumplía si resultaba buena o aun
mediana, de darle un saco con el mejor trigo;
el duende aceptaba las ofertas y tenía la
amabilidad de devolver, pero vacíos, la cesta,
la cantarita y el saco. Nadie le veía cuando
recogía los regalos, porque ¡salía tan tarde!
nada menos que a las doce de la noche,
cuando allí todo el mundo se acostaba a las
nueve en verano y a las ocho en invierno.
A pesar de estas noticias, el forastero insistió
en que quería pasar allí la noche, y la muchacha
le dijo que esperase a que su padre
llegara para que le entregase la llave. Antes
de que esto ocurriese, apareció en aquella
calle un grupo compuesto de una docena de
chicos que perseguían a un pobre niño de
fisonomía dulce y simpática, vestido humildemente
con un pantalón remendado y una
blusa azul algo descolorida por el uso. Iba sin
gorra y llevaba los pies descalzos.
-Ahí viene Ginesillo el tonto -murmuró la
niña.
-¿Y quién es el que tal nombre lleva? preguntó
el caballero.
-Es el hijo de la tía Micaela, viuda de Nicolás
el tonto.
-¿Y son todos tontos en esa familia?
-Si el padre lo era ¿qué quiere usted que
sea el hijo?
Entre tanto los muchachos empujaban a
Ginés hacia la casa del duende, resistiéndose
el niño, en cuyo rostro se marcaba un profundo
terror, a acercarse allí.
-¡Que le haga una visita al duende! –
exclamó un chico.
-Ofrezcámosle a Ginesillo para que se acaben
los tontos del pueblo -añadió otro.
-Y que se quede con él y no devuelva más
que la blusa -prosiguió un tercero.
-Metámosle por una ventana que tenga los
vidrios rotos -dijo el primero que había hablado.
El viajero tuvo que intervenir en el asunto
y, gracias a su energía, los muchachos dejaron
en paz a Ginesillo. Éste, apenas se vio
libre, echó a correr, no sin dirigir antes una
mirada de gratitud a su defensor.
Poco después llegó el padre de la niña que
entregó al joven la llave de la casa del duende
para que la viera.
Era un edificio feo y sin comodidades de
ningún género en su interior. Sólo dos cosas
excitaron la atención del caballero: la primera,
que en una de las guardillas había un catre
con un colchón en el que se notaba que
una persona había dormido, y la otra, que en
la cocina se veían restos de comida y en una
de las hornillas algunos carbones que pareían
haber sido apagados poco antes. Aquello no
podía ser del tiempo del avaro, muerto hacía
nada menos que veinte años, y si había dicho
verdad la muchacha, nadie había entrado allí
después de aquel trágico suceso.
En otra pieza del piso principal vio una cama
algo mejor que la de la guardilla, que
pensó elegir para pasar la noche. El resto del
mobiliario estaba deteriorado y cubierto de
polvo.
El forastero alquiló la casa por quince días,
pagó adelantado y se fue luego a comer a la
posada.
Al pasar por la calle peor del pueblo, vio a
la entrada de su mala choza a Ginesillo el tonto
y a su madre, una pobre mujer de la que
todos se burlaban, igual que de su hijo, por lo
que produjo al caballero la más profunda
compasión.
Después de cenar y presenciar una parte
de las fiestas nocturnas, el joven se dirigió
tranquilamente hacia la casa llamada del
duende. Al divisarla de lejos le pareció que,
en efecto, el piso superior estaba iluminado,
pero al acercarse más advirtió que era el reflejo
de la luna en los cristales, puesto que al
llegar junto a la casa aquella luz había desaparecido.
-Todo será lo mismo -murmuró el joven-,
en esto no debe haber una palabra de verdad.
Delante de la puerta vio una jarra con miel,
una cesta con fruta y una botella con vino.
Abrió, subió la escalera y entró en el cuarto
que había elegido para alcoba. Allí una bujía,
pues había comprado un paquete de ellas en
el pueblo, y se echó vestido en la cama. Al
mirar su reloj vio que marcaba las once y media
y, recordando que el duende recogía a las
doce sus provisiones, se asomó a la ventana y
estuvo en acecho, cuidando de no llamar la
atención ni asustar al habitante de la singular
casa.
Al sonar la primera campanada, el joven
noto que la puerta se abría sin ruido y que un
brazo corto, que terminaba en una mano pequeña,
cogía la jarra primero y después la
cesta y la botella.
Una vez hecho esto volvió a cerrar despacio
y el caballero oyó unos ligeros pasos por
la escalera. Apagó su bujía, pero cuando se
acercó a la puerta de su alcoba no vio nada ni
pudo averiguar más. Aunque no muy tranquilo,
volvió a echarse en la cama y, después de
luchar algunos minutos con el sueño, se quedó
profundamente dormido.
A la mañana siguiente vio la jarra, la cesta
y la botella vacías junto a la puerta de la casa.
A nadie dijo lo que había ocurrido el día
precedente, se pasó la tarde disfrutando de
todas las fiestas, y hasta muy entrada la noche
no regresó a su nuevo domicilio.
Le pareció indigno el temor que había sentido
el día antes y decidió hacer algunas averiguaciones
respecto al duende. Pero, aunque
se asomó a las doce, registró la casa y observó
todos los rincones, no hubo nada de particular
y llegó a pensar que lo visto la noche
anterior había sido un sueño.
A la siguiente se disponía a echarse en la
cama, cuando oyó en la pieza de arriba ligero
rumor de pasos.
-¿Será algún gato? -se preguntó el forastero-;
sólo un duende podría andar de esa manera.
Es preciso que suba despacio y que me
entere bien de lo que pasa.
Dejó transcurrir un cuarto de hora y luego,
procurando hacer el menor ruido posible, subió
la escalera y llegó a la guardilla, pero no
encontró a nadie allí.
A la noche siguiente ocurrió lo mismo respecto
a los ligeros pasos, y cuando se dirigía
hacia la escalera halló ante sí la puerta cerrada
con llave que le impidió seguir sus investigaciones.
No dudó ya que el duende sabía su
presencia en la casa y que huía de él; así es
que decidió esconderse para sorprender al
que se ocultaba. Al otro día, en vez de permanecer
en su cuarto, se quedó en la guardilla
detrás de la puerta. Apenas había pasado
una hora oyó las leves pisadas, y el duende
penetró en su alcoba, donde no encendió luz.
Al caballero le pareció un hombrecillo de corta
estatura, pero no hubiera podido asegurar
nada, porque apenas se veía en la habitación,
débilmente iluminada por un plateado rayo de
luna que penetraba por las rendijas de la ventana.
El joven sacó entonces una bujía que
había llevado, aplicó una cerilla y no pudo
contener un movimiento de sorpresa al ver
echado ya en el catre, a Ginesillo el tonto. El
niño se levantó extendiendo sus suplicantes
manos hacía él, y le habló de este modo:
-No me pierda usted, no descubra a nadie
que me ha visto.
-Pues explícame sin reticencias ni falsedades
tu presencia en esta casa.
-Sí, señor -balbuceó el niño-; siéntese usted
y se lo diré todo.
Y cuando el forastero hubo ocupado la única
silla que había allí, empezó la historia en
estos términos.
-Usted sabe bien que en todos los pueblos
hay algún pícaro que se finge tonto, y el de
Santa Marina hace veinte años robó al señor
que vivía en esta casa, sin que nadie lo sospechase.
Mi padre, que lo vio, no quiso delatarle
porque había sido amigo suyo; pero
desde entonces se le halló más preocupado y
más silencioso cada día, por lo que al morir el
ladrón -a quien no aprovechó el robo, pues
apenas vivió tres meses después de cometerlo-
fue tenido él por tonto también. Mi pobre
padre sufrió mucho con eso, porque nadie
quería darle trabajo, y se vio obligado a gastar
poco a poco sus economías.
Apenas murió, después de una breve enfermedad,
mi madre tuvo que ponerse a servir
para mantenerme, y yo heredé la fama de
tonto que tenía mi padre, por mi carácter tímido
y medroso. Cuando fui mayor, pensé
sacar partido de lo que llamaban mi tontería,
en provecho de mi madre. -El pueblo entero
se ríe de mí, me dije, pues yo me reiré más
de él. -Y una noche me introduje en la casa
del duende y vi que no había en ella nada
extraño, y que mi madre y yo podíamos dormir
perfectamente, dejando bien cerrada
nuestra choza, ella en la cama del avaro y yo
en el catre donde descansaba un criado a
quien después echó. Estas noches usted le ha
quitado la cama a mi madre, que se ha quedado
en nuestra cabaña. Entramos aquí por la
puerta del jardín, pues tenemos todas las llaves
de la casa que el ladrón, que las mandó
hacer, se dejó un día olvidadas en la nuestra
después de cometer el robo, y contando una
historia hoy, inventado un suceso raro mañana,
logré que nadie dudase de la existencia
del duende y que le hicieran ofrecimientos de
huevos, pan, leche y otras cosas con las que
nos mantenemos mi madre y yo. Lo que los
dos ganamos trabajando, cuando hay en qué,
lo ahorramos, y el día que tengamos bastante
dinero nos iremos muy lejos para vivir en paz.
Esto es cuanto puedo decirle, caballero.
-Pero eso -dijo el joven-, no me explica tu
terror cuando querían encerrarte en la casa
del duende…
-Era fingido, yo no temía nada.
-Pues entonces eres un gran actor.
-Sí, señor, pero encargado siempre del papel
de tonto.
El forastero le prometió callar y lo cumplió,
dándole antes de marcharse una cantidad de
dinero para que el niño y su infeliz madre pudieran
dejar más pronto aquel lugar y la miserable
vida que en él llevaban. Les ofreció
también su apoyo para que lograran trabajar,
sacando buen producto, en la ciudad que él
habitaba.
Al día siguiente pudo ver cómo se burlaban
del chico los muchachos, pero al partir llevaba
la convicción de que la persona más inteligente
de Santa Marina era aquel niño a quien
llamaban Ginesillo el tonto.

Drama en una Aldea

– I –
Por tercera vez había sido elegido alcalde
del lugar Pedro Serrano; no había en el país
hombre más recto ni más honrado que él. No
se mezclaba en asuntos ajenos, no sostenía
discusiones políticas, no deseaba el menor
daño al prójimo, pero cumplía siempre con su
deber, aunque se tratase de castigar a su
amigo más íntimo si este cometía una falta.
Era viudo y no tenía más que una hija, una
hija de quince a diez y seis años. Vivía además
en compañía de una hermana suya, Romualda
Serrano, viuda de Trujillos, que había
servido de madre a su sobrina.
En la época en que empieza esta historia,
el buen alcalde se hallaba seriamente preocupado;
habíase levantado por allí una partida,
se ignoraba si de hombres políticos o de malhechores,
que había saqueado los pueblos
inmediatos con el objeto de reunir fondos y
llamar gente, y si bien es verdad que dicha
partida había sido disuelta, que casi todos los
que la componían se hallaban prisioneros,
faltaba el jefe, el único que sabía el móvil que
había impulsado a aquel puñado de valientes
o de codiciosos a tomar las armas. A ellos se
les había dado dinero ofreciéndoles mucho
más para después de la pelea; al capitán debían
haberle prometido algo mejor. El jefe no
había podido salir de España, ni aun de la
provincia; se ofrecieron recompensas a quien
le prendiera; el mismo Pedro salía por mañana
y tarde de su morada para buscar al enemigo;
todo en vano, nadie le daba razón de
él.
Vivía el alcalde a un extremo del pueblo,
en una casa antigua y espaciosa, compuesta
de dos pisos y una torre que tenía salida a
una azotea. La fachada principal daba a la
única calle, larga y ancha con edificios bonitos
y modernos a derecha o izquierda, empedrada
y limpia; la otra al jardín cuya terminación
se perdía en el monte.
Pedro Serrano había buscado un hábil jardinero
para cuidar las flores, que eran el encanto
de su hija, y las había allí de todos los
países y de todos los géneros, ya cultivadas al
aire libre, ya encerradas en estufas que parecían
palacios de cristal. Fuentes y estatuas
adornaban plazoletas graciosas o alamedas
extensas, miradores y kioscos embellecían los
centros o los ángulos de otras calles, y una ría
de agua clara y serena cortaba la posesión,
pareciendo una cinta de plata, en la que se
deslizaban blancos cisnes y peces de colores.
Al otro extremo del jardín, o sea en la parte
más lejana a la casa, se levantaba un edificio
de un solo piso, pequeño y descuidado, que
servía para guardar objetos de jardinería en
unas habitaciones y en las otras trigo o algún
producto de las huertas que también poseía el
alcalde. Hacia allí no iban nunca Romualda y
su sobrina y a eso sin duda debía atribuirse
que estuviese la casa tan ruinosa y aquel lado
del parque tan mal cultivado creciendo la
hierba por sus calles.
Pedro Serrano era muy rico, su morada estaba
suntuosamente alhajada, en el cuarto de
su hija sobraban los muebles de lujo y los
objetos de arte. Sin la intervención de Romualda,
que era muy devota, las habitaciones
de la niña hubiesen sido un pequeño museo,
pero la viuda las había llenado de piadosas
imágenes de mérito dudoso o nulo, colocando
algún cuadro de santos, de colores demasiado
vivos, al lado de preciosos grabados y bellísimas
acuarelas. Romualda desde que quedó
viuda, no había tenido más deseo que el de
encerrarse en un convento y su único afán era
guiar a su sobrina por aquel camino para que
algún día entrase con ella en el claustro. No
se sabía si la joven tenía vocación o no, pero
su tía se fundaba en lo primero porque no era
amiga de galanteas ni amoríos, habiendo despreciado
a algunos muchachos del pueblo
que, a pesar de sus pocos años, le habían
declarado su pasión, dedicándole serenatas
con canciones alusivas a ella, que solo habían
inspirado risa o lástima a la hija del alcalde.
Cecilia, que así se llamaba esta, era una muchacha
alta, esbelta, hermosa, con cabellos y
ojos negros, bellas facciones, tez blanca y
algo pálida. Vestía siempre con elegante sencillez,
y las otras jóvenes del lugar la contemplaban
con envidia. Hubiese parecido tímida o
indiferente sin el fuego de su mirada que se
fijaba con insistente curiosidad en los seres
que la rodeaban; por lo demás hablaba poco,
no discutía nunca, ni contrariaba jamás a su
padre y a su tía.
Era una tarde del mes de junio; Pedro
había salido después de comer, en busca del
fugitivo, Romualda y la niña se hallaban sentadas
bajo el emparrado haciendo cada una
su labor. La tía, que era fea, de corta estatura
y vista más corta todavía, llevaba gafas y
acercaba a sus ojos la costura para ver por
donde metía la aguja, la sobrina trabajaba
con alguna distracción porque su pensamiento
estaba muy lejos de allí
-¡Cuánto tarda tu padre! -exclamó la viuda-.
Temo que cualquier día le pase un percance
por alejarse tanto del lugar. Figúrate
que llega a descubrir el paradero de ese bandido
a quien persigue, que este va armado
¿qué ha de hacer sino intentar matar a Pedro
para que no le encierre en una cancel de la
que saldrá para ser fusilado?
-¿Y qué ha hecho ese hombre para que
quieran cazarle como a una fiera? -preguntó
Cecilia-. ¿Cuál es su delito?
-¿Se sabe acaso? Si es un ladrón…
-Ya se ha dicho que no -interrumpió la joven-,
su falta no es esa, dicen que se trataba
de un asunto político.
-Entonces será que no estaría conforme
con el gobierno y querría sublevarse contra él.
Esto ha pasado con frecuencia en nuestro
país.
-¿Y quién ha tenido razón?
-Unas veces los unos y otras los otros.
-¿De modo que sería posible que ese hombre
no fuese un malvado?
-Si hubiera vencido hubiese sido un héroe;
como ha perdido es un criminal. Tu abuelo, o
sea mi padre combatió en tiempo del rey José
contra él, y para salvar su vida tuvo que emigrar.
De la India trajo después las grandes
riquezas que posee tu padre y las que yo tenía
que en mal hora derrochó mi marido (que
en paz descanse) en poco tiempo. No te cases
nunca, Cecilia; los hombres no suelen ser
buenos y el que mejor parece de novio es el
esposo peor.
-No me casaré, tía, ya se lo he dicho mil
veces a mi padre.
-¿Y qué opina de tu resolución?
-Me ha dicho que tiene que hablar con V.
sobre ello.
Estero acabar de convencerle, si no lo está
ya, de que lo que a ti te conviene es venirte al
convento conmigo, dentro de algunos años.
El reloj de la iglesia dio las cuatro y Romualda
dijo al oírlo, a Cecilia:
-Dentro de media hora empieza la novena
a San Pedro; ve a vestirte y tráeme el manto
y el rosario cuando vuelvas hacia acá.
La joven recogió su costura y se dirigió lentamente
a la casa para obedecer las órdenes
de su tía.
– II –
Un cuarto de hora después llegó Pedro.
Romualda le saludó con cariño, y el alcalde
ocupó la silla de su hija.
-¿Qué hay de nuevo? -preguntó la viuda.
-Nada, siempre igual -contestó Serrano de
mal humor-; no sé dónde se mete ese hombre
y tengo decidido empeño en hallarle; preciso
es que le oculte alguno en la aldea para
que no pueda dársele alcance, pero ¡ay! del
que sea; seré tan inflexible con el fugitivo,
como con el que le esconda en su morada, el
que esto haga se ha de acordar de mí, así lo
he dicho a toda la gente de este pueblo que
me ama tanto como me teme. He prometido
una buena recompensa a quien me entregue
al culpable. De Madrid me escriben que no le
deje escapar, España entera está pendiente
de lo que ocurre en este pobre rincón, y sería
deshonroso que defraudase las esperanzas de
tantas personas importantes que ahora confían
en mi celo y en mi lealtad.
-Con tal que no te cueste caro -murmuró
Romualda.
-No hay peligro, nada me pasará, Dios vela
por mí porque os hago mucha falta a ti y a
Cecilia. Y a propósito de mi hija ¿qué hace
que no sale a mi encuentro?
-Está vistiéndose para ir conmigo a la parroquia.
-Hermana, yo no me opongo a que la niña
rece y cumpla con todas las prácticas religiosas,
pero me parece que le infundes ciertas
ideas que no son de mi agrado. No la eduques
para el convento; es mi único consuelo, quiero
verla feliz y establecida en este lugar.
-¿Con quién vas a casarla?
-Tengo ya formado mi plan. Un sobrino de
mi mujer, muchacho bueno y aplicado, ha
terminado su carrera en la corte y le he convidado
a venir una temporada conmigo. Si le
agrada, este será su esposo. ¿Piensas que he
pasado mi vida economizando y aumentando
el capital que mis padres me legaron, para
que lo hereden unas monjas? No ciertamente.
Cuando recorro la aldea y veo las bonitas casas
que a mi costa han construido y que tengo
alquiladas a las personas de más importancia
de la población, no digo: «Todo es
mío» sino, «todo esto es de mi hija». Cecilia
será dueña y señora de la aldea, una reina
aquí, donde la aman con ternura, porque la
mayor parte de los habitantes la ha visto nacer.
Viviremos todos reunidos, tú su segunda
madre, el joven matrimonio, mis nietos, si el
cielo les concede hijos, y yo. Daremos envidia
al mundo entero por nuestra dicha tranquila y
nuestro bien estar. No saldremos de este
pueblo ¿para qué? ¿Qué le importa a Cecilia lo
que hay más allá de esos montes donde crecen
aromáticas hierbas y sencillas flores? Este
será nuestro paraíso, yo no seré alcalde para
llevar una vida menos azarosa, me dedicaré
por completo a las faenas del campo y mi
yerno me ayudará. El muchacho llegará acaso
esta tarde, inútil es decirte que le acojas como
si fuese sobrino tuyo; en cuanto a Cecilia,
acostumbrada a ver a los jóvenes de aquí tan
torpes, tan mal educados, recibirá con agrado
y con júbilo a un primo cortesano que le dirá
cuatro frases galantes de esas que enloquecen
a las chiquillas.
-¿Sabe ya su próxima llegada?
-No, le reservo el placer de la sorpresa.
-Celebraré que lo sea. Pedro, hay en Cecilia
algo que me extraña y que me asustaría si
no supiese que su alma no vuela más que
hacia el cielo y que todo lo terrenal le parece
triste y mezquino. Tu hija, educada exclusivamente
por nosotros, viendo satisfecho hasta
su menor capricho, se muestra retraída,
carece de contento y de expansión, no tiene
una amiga, no nos hace la más pequeña confianza,
todos ignoramos lo que siente y lo que
piensa. He consultado sobre ello a mi confesor
y está conforme conmigo, la niña no es para
el mundo, es preciso dejarla que sea religiosa.
-Si insistes en eso Romualda, la separaré
de ti. Tú eres quien la hace poco expansiva,
tú la que le arrebatas la alegría y el bienestar.
Cecilia ha nacido como yo para la familia, para
los goces del hogar doméstico; a fuerza de
predicar a la pobre criatura sobre la obediencia
filial has hecho que me tenga más respeto
que cariño.
Los dos hermanos hubiesen acabado por
incomodarse formalmente si no hubiera llegado
Cecilia con oportunidad para terminar la
cuestión. Al ver a su padre corrió a su encuentro,
le besó en la cara y en la mano, luego
entregó a su tía el manto y el rosario y
esperó a que esta diese la orden de partir.
-¿Qué tal has pasado el día? -preguntó Pedro
a la joven.
-Bien -contestó ella-; he andado más que
otras tardes por el jardín, he cogido flores,
me he columpiado…
-¿Y has estudiado el piano?
-No.
-¿Has leído?
-Tampoco; no me gusta leer, los libros son
muy aburridos.
-¿Qué libros?
-Los que me presta tía Romualda.
-¿Y la música tampoco te agrada?
-La música que me proporciona mi tía, no.
-Ya te buscaremos otros libros y otras piezas
mejores.
-Vamos niña -dijo la viuda-, ya han dado
dos toques y no llegaremos a tiempo a la novena
si te entretienes.
Cecilia se despidió de su padre y siguió dócilmente
a su tía. Pedro Serrano quedó solo
en el jardín.
– III –
El alcalde se sentó primero, se paseó después,
había contado con que pasaría aquella
hora con su hija y su hermana y su ausencia
no podía menos de contrariarle. Felizmente, al
poco rato un criado vino a anunciarle la llegada
de su sobrino y Pedro se apresuró a ir a la
casa donde le aguardaba el joven. Este se
llamaba Lorenzo Henares y había acabado la
carrera de leyes. Hacía bastantes años que
Serrano no había visto a su sobrino, que contaba
veintidós, y acaso no le hubiese conocido
a no saber su regreso al lugar. Lorenzo no
tenía una hermosa figura, su fisonomía era
franca, dulce, simpática, pero no bella, su
estatura mediana, su inteligencia clara si no
superior, su carácter bondadoso, su desinterés
grande, su conducta intachable. Era el
yerno que convenía a Pedro, tan celoso de la
ventura de su hija; lo único que faltaba era
que los jóvenes se comprendieran y se amasen.
El alcalde habló mucho de Cecilia, enseñó
a su sobrino media docena de retratos en
fotografía, hechos por un artista que estuvo
de paso en el lugar, le dijo que la joven era
buena y sencilla y se la mostró, si no tal como
era, así como él la imaginaba, porque nada
era más difícil de entender y de definir que el
carácter de aquella niña tan mimada, tan
querida y al propio tiempo tan ignorante de
los sucesos de menos importancia de este
mundo. Lorenzo le escuchaba con atención y
con interés. Su tío le enseñó luego la casa, el
jardín en la parte en que se hallaba bien cultivado,
le habló de las mejoras que pensaba
introducir en él poniendo aquí una fuente
nueva; haciendo allá un mirador, agrandando
el gallinero y el palomar, arreglando un establo,
echando abajo el edificio ruinoso que se
veía a lo lejos para levantarle otra vez con el
objeto de que sirviese para habitaciones de
los jardineros que las tenían fuera de la posesión.
Así se pasaron dos horas. Al cabo de
ellas volvieron a la casa donde a los pocos
minutos entraron Romualda y su sobrina. Era
ya completamente de noche y el alcalde había
dado la orden de que se encendiesen las luces.
Al vivo resplandor de ellas se conocieron
Lorenzo y Cecilia. A él le pareció la niña admirablemente
hermosa, ella le encontró feo y
poco simpático. Cenaron juntos; la joven no
habló casi nada, el primo tampoco, porque se
hallaba visiblemente turbado en su presencia.
Después de cenar pasaron a la sala donde
tocaron el piano Cecilia primero, Lorenzo enseguida.
Era él un artista bastante notable y
Cecilia al oírle ejecutar algunas piezas se reconcilió
algo con su primo que tan repulsivo le
había sido al pronto. A las once se retiraron a
sus habitaciones donde no tardaron en dormirse
Pedro y Romualda. Lorenzo se acostó
para pensar en su prima, que le había hecho
profunda impresión. En cuanto a Cecilia, abrió
una de las puertas que daban al jardín y salió
a este contemplando extasiada las bellezas de
una serena noche de luna. ¿En qué pensaba?
No era seguramente en Lorenzo. Al dar las
doce el reloj de la parroquia, cuando comprendió
que todos descansaban en su vivienda,
entró de nuevo en su alcoba, sacó de un
armario varias provisiones que tenía allí guardadas,
las puso en una cestilla que colgó de
su brazo, salió por segunda vez al jardín, entornó
la puerta para que pareciese estaba
cerrada, y mirando con recelo o todas partes
se encaminó rápidamente hacia el ruinoso
edificio donde no se veía luz ni señal ninguna
de estar habitado. Cerca de allí llenó en una
fuente una botella de agua clara y cristalina,
sacó después una llave que llevaba oculta en
su pecho, abrió la pieza, donde más adelante
había de encerrarse el trigo y penetró en ella
con resolución. Un hombre se dirigió hacia la
joven: era alto, hermoso, con cabellos y ojos
negros y poblada barba; representaba unos
treinta años y su traje roto y empolvado le
daba un aspecto extraño, haciéndole semejarse
algo a un bandido.
-¿Has traído una luz? -preguntó dulcemente
a la niña.
-No señor, no me he atrevido -contestó
ella-. Las ventanas cierran mal y pudieran ver
la claridad que por ellas saliese algunos vecinos,
llamando la atención de mi padre.
-¡Siempre en tinieblas! es decir, siempre
no, ayer y hoy he visto el sol puesto que he
podido contemplarte.
-Aquí tiene V. las provisiones ofrecidas, cene
V. caballero.
Él se sentó en un escalón de piedra y comió
con el apetito natural de quien no ha tomado
ningún alimento en veinticuatro horas.
Estas hacía que aquel hombre se hallaba
allí. La noche antes, Cecilia había salido como
era su costumbre a pasearse durante aquellos
momentos de silencio y de soledad. Una sombra
había aparecido ante ella de pronto. La
niña iba a gritar pidiendo socorro, cuando el
supuesto fantasma dijo:
-Mujer, quien quiera que seas, ten compasión
de mí y no me pierdas. Si gritas serás la
causa de mi muerte porque me persiguen
como a un malhechor, siendo inocente, y no
tardaré muchos días en ser fusilado. Si me
ocultas, Dios te premiará tu buena acción,
porque en pasando algún tiempo podré huir
con facilidad para alejarme por siempre de
esta ingrata tierra.
-¿Quién es V.? -preguntó Cecilia temblando.
-Soy el jefe de la partida disuelta; hace
unos días que me escondo en el monte y la
casualidad, si no quieres que sea la Providencia,
me ha traído aquí. ¿Y tú quién eres, niña?
-Cecilia, la hija del alcalde Pedro Serrano.
-¡La hija del alcalde! -repitió con temor-,
entonces estoy perdido. No lo siento por mí,
sabré morir con valor y resignado, pero averiguarán
mi nombre, lo cubrirán de ignominia,
y mis ancianos padres morirán de vergüenza
y de dolor. No intento más huir, es inútil, llama
a tu padre, niña, dile que vengo a entregar
me a él.
Cecilia meditó un momento y al fin murmuró:
-Voy a salvar a V.. Sígame.
No quería tener aquella mancha sobre su
conciencia; no podía delatar al que había empezado
por declarar que era inocente. Le condujo
a aquel ruinoso edificio, le ofreció por
lecho lo único que allí había, un montón de
paja, le prometió provisiones para la noche
siguiente, le encerró quitando la llave que
siempre estaba puesta, y se alejó preocupada
y temerosa, sabiendo que faltaba a su padre
al amparar al forastero, pero sin decidirse a
declarar a aquel nada referente a suceso tan
singular.
– IV –
-Siéntate a mi lado, niña -murmuró él después
que hubo cenado-. Desde anoche no he
cesado de pensar en ti y esto ha hecho menos
amargas las tristes horas que he pasado sin
luz, sin aire, casi exánime de hambre y de
sed. Eres muy bella, ya lo sabrás sin duda ¡te
lo habrán dicho tantos! Hay algo en ti de la
Ofelia o la Julieta de Shakespeare. ¿Conoces
esas historias?
-No señor.
-Pues yo te las contaré.
Refirió el misterioso personaje a la niña lo
más interesante que encierran los dramas
aquellos del célebre poeta inglés, los amores
de las sencillas jóvenes con Hamlet y Romeo.
-¿Y eso está escrito en algún libro? –
preguntó ella después que le oyó embelesada.
-Sí, Cecilia.
– ¡Y yo que le decía a mi padre que no me
gustaban los libros!
-Si algún día puedo proporcionártelos los
leerás.
-Así lo espero; V. se salvará, desde anoche
no he cesado de pedírselo a Dios.
-¿Y por qué? Tú no me conoces ¿a qué interesarte
por mí? No sabes mi nombre, ni mi
historia, el mundo me llama criminal.
-Sí, pero mi tía me ha dicho que puede V.
ser un héroe.
-Sabe tu tía acaso…
-No, nada, pero me ha hablado hoy del
hombre a quien tanto persigue mi padre.
-¿Y no le atacaba?
-Es incapaz de culpar a nadie.
-Mi estancia en esta casa, niña, no podrá
prolongarse mucho; con ella acaso te comprometes
y si algo te sucediera por mí no me
consolaría. Jamás. Sé que el día de San Pedro
hay en este lugar grandes fiestas, tanto por
celebrarse el santo del alcalde como por ser el
patrón del pueblo. Vendrán forasteros, todo el
mundo se divertirá y si yo encontrase un caballo
para esa noche, huiría fácilmente. Tengo
dinero con qué comprar uno ¿podrías proporcionármelo?
-Lo intentaré.
-Dios te lo premiará, eres mi ángel bueno;
el cielo te hizo tan bella como virtuosa.
-Caballero es tarde, tengo que retirarme,
mañana volveré. En la cesta hay aún algunas
provisiones, guárdelas para tomar algo durante
el día, pues hasta estas horas no podré
venir.
-No me olvides, Cecilia.
La joven se lo prometió, y lo que es peor,
cumplió más de lo que había ofrecido. Durante
todo el día no cesó de pensar en él.
Su padre y su tía al verla preocupada creyeron
que era por la llegada de Lorenzo, y el
alcalde que no cabía en sí de gozo, empezó a
hablar de la proyectada boda a los vecinos y
la tía a desistir de ir al convento puesto que
su sobrina no había de acompañarla ya.
Cecilia siguió yendo por las noches a ver al
forastero, este se mostraba cada vez más
afectuoso con ella; ella sentía que abrasaba
su pecho la llanta del amor. Le refirió su historia
al cuarto día.
-Soy hijo de padres nobles y honrados -le
dijo-, tengo un corazón ansioso de aventuras
y esto me hizo separarme de ellos cuando era
muy joven. Partí a América con un célebre
emigrado español; con él aprendí a conspirar,
por él anhelé combatir. Teniendo franca entrada
en mi patria, deseando ver a mi protector
ocupar uno de los más altos puestos, de
acuerdo con otros conspiradores, levanté en
la provincia una partida, debiendo apoyarme
los amigos con otras muchas. Varias no se
organizaron, hubo una contraorden para la
sublevación, que recibí demasiado tarde, y
por falta de gente fuimos derrotados. Ya conoces
lo demás. He venido aquí y por ti he
olvidado mis sueños de gloria, mi ambición de
triunfo, todo en fin. ¿Sabes cuál sería hoy mi
bello ideal? Vivir contigo en un rincón de la
tierra, solos como ahora, pero sin temores,
sin penas y sin sobresaltos, poder darte mi
nombre, hacerte feliz. Aquí, Cecilia hermosa,
no te veo, te adivino y desearía admirarte,
oírte y hablarte a todas horas. ¿Qué será de
mí cuando me aleje de esta tierra? Ya no te
hallaré más en mi camino, porque no podré
volver a España. Estoy condenado a emigrar
siempre, amando tanto a mi patria.
Aquella noche no dijo más; a la siguiente
propuso a la niña que huyese con él.
-Más allá de esos montes -murmuró-, hay
un mundo que tú no conoces ni has soñado
jamás. Aquí está la tranquilidad de la aldea,
allá el bullicio de las grandes ciudades, aquí la
muerte, allá la vida.
Mucho más habló el forastero; lo hizo con
el acento del verdadero amor, con fuego, con
entusiasmo, y la niña inocente e ignorante de
cuanto pasaba en el mundo, se dejó arrastrar
por aquellas apasionadas frases y en un momento
de locura o de delirio se comprometió
a partir con él.
-Mañana -le dijo ella al retirarse-, un caballo
te esperará a la puerta de esta habitación.
-Bien -contestó él-, pero no olvides que no
huiré sin ti y que me entregaré a tu padre si
no vienes.
Hacía seis días que el joven se hallaba
oculto en casa del alcalde, al siguiente era
San Pedro, cuando debían celebrarse las fiestas.
Aquella noche Lorenzo, que como todo
enamorado dormía poco, había salido al jardín
algunos minutos antes que su prima. Cuando
esta llegó, temiendo disgustarla, se ocultó
para contemplarla un instante y grande fue su
asombro al divisar a Cecilia que con la cestilla
llena de provisiones se dirigía hacia la parte
más sola y descuidada de la posesión. La siguió
a alguna distancia y la vio entrar en el
ruinoso edificio. Como el forastero no podía
encender luz por la prohibición de Cecilia,
esta dejaba siempre la puerta abierta, así es
que Lorenzo pudo escuchar toda la conversación
de los amantes. Su primer impulso fue
llamar a Pedro y contarle lo que había oído,
pero pensó en la pena que causaría con eso a
su tío y decidió pedir consejo a la almohada
antes de dar un escándalo. Tiempo había de
parar el golpe en aquellas veinticuatro horas.
Entró en su alcoba y esperó a la ventana la
vuelta de Cecilia. Esta llegó poco después
caminando lentamente, con la cabeza inclinada
sobre el pecho.
No miró siquiera a la fachada de su casa,
así es que no sospechó que un hombre, el
mayor de sus enemigos entonces por lo mismo
que la amaba y estaba celoso, conocía el
proyecto de su fuga del hogar paterno donde
era tan querida, con un aventurero sin nombre
y sin fortuna.
– V –
Las fiestas de San Pedro fueron notables
aquel año: función de iglesia con sermón y
música por la mañana, rifa en la plaza después,
procesión por la tarde, baile público y
fuegos artificiales por la noche. Para el día
siguiente se anunciaban novillos que debían
lidiarse en un corral. El alcalde había de presidir
todas las fiestas y presentarse en ellas
su hija lujosamente ataviada. Una comisión
de lo más escogido de la aldea fue temprano
a felicitar a Pedro Serrano por ser su santo,
siendo recibida con afable cordialidad por el
padre de Cecilia. Esta le había dado un pañuelo
bordado por ella, Romualda una relojera,
los vecinos todos obsequios que no por ser
humildes habían sido recibidos con menos
júbilo. Lorenzo no sabía cómo y cuándo hablar
a su tío y entre tanto el día iba pasando, se
aproximaba la noche y el joven veía con terror
que no podía decir a Pedro el peligro que
a todos amenazaba. Cecilia y su primo habían
presenciado juntos todas las fiestas, ella estaba
más preocupada que triste, él no había
pronunciado ni media docena de palabras con
gran descontento de Romualda que decía:
-Estos muchachos educados en la corte no
encuentran bien más que lo que ven en Madrid;
este pobre Lorenzo está mortalmente
aburrido y no se atreve a confesarlo.
En casa de Serrano hubo numerosos convidados
que se sentaron a la mesa a las siete
de la tarde. Cecilia comió al lado de su primo.
Todos parecían haber olvidado al jefe de la
sedición, cuando al servirse los postres, el
secretario del Ayuntamiento se levantó y con
la copa en la mano dijo:
-Brindo, señores, por nuestro querido alcalde,
por su encantadora hija, su excelente
hermana y sobrino, por todos los presentes y
también porque tenga Serrano la gloria de
capturar al malvado que alteró la paz de esta
comarca.
Todos aplaudieron, todos brindaron, excepto
Cecilia que pálida y temblorosa había oído
con profundo terror las últimas palabras del
secretario.
Acabó la comida, salieron del comedor y
Serrano dijo a Lorenzo:
-Ve a ver los fuegos artificiales con Romualda
y tu prima. Yo me quedo con estos
amigos y me reuniré a vosotros luego.
-Tío -murmuró el joven-, quisiera antes
hablar con usted.
-En este momento me es posible; en la
plaza me encontrarás después.
-¿Y si es demasiado tarde?
Antes de que respondiese Serrano, varios
hombres del lugar se reunieron al alcalde para
tratar de las fiestas nocturnas y Lorenzo tuvo
que partir con la vieja y la niña. El joven se
hallaba cada vez más impaciente; el tiempo
pasaba y Pedro no venía. El reloj de la iglesia
dio las once.
-Una hora más y todo se habrá perdido -se
dijo Lorenzo.
Sin decir nada a su prima, se dirigió en
busca de su tío. Al verle desaparecer Cecilia
sonrió dulcemente; hacía rato que anhelaba
verse a solas con Romualda.
-Voy a saludar a mi amiga Angelita -dijo a
la buena señora.
Esta no se opuso, la joven se alejó y al llegar
a un paraje desierto echó un abrigo sobre
sus hombros, para que no llamase la atención
su vestido de seda de color claro, y por caminos
extraviados se dirigió a su casa que encontró
desierta, porque todos los servidores
se hallaban en la función. Entró por el jardín
del que tenía una llave, sacó de la cuadra el
mejor caballo que encontró, y trémula, palpitante
el corazón, fue al ruinoso edificio donde
el misterioso caballero la aguardaba impaciente.
-Dios te premie lo que por mí haces niña –
murmuró él.
Montó a caballo y viendo que Cecilia vacilaba
en seguirle, la cogió en sus brazos.
-¡Mi padre, mi pobre padre! -exclamó ella
derramando lágrimas.
-Yo te daré más amor que él.
En aquel momento sonaron a lo lejos doce
campanadas.
El desconocido y Cecilia llevados por el fogoso
caballo iban a internarse en el monte
cuando vieron a pocos pasos un grupo de
hombres armados a cuyo frente divisaron a
Serrano y a Lorenzo.
-¿Ve usted, tío, como era cierto? -dijo el
joven a Pedro- ¿ve usted como ella quiere
huir también? Si me hubiese escuchado antes
hubiéramos evitado que se reuniesen aquí. Un
minuto más y no los alcanzamos.
-¡Tirad! -gritó el alcalde-, haced fuego sobre
el miserable que me arrebata mi honra,
mi dicha…
Los hombres no se atrevían a obedecer
temiendo herir o causar la muerte a Cecilia,
pero Serrano era esclavo de su deber.
-Tirad -repitió-, suceda lo que suceda. Al
que vacile en obedecer le costará caro.
Se oyó una detonación, luego otra, el desgraciado
padre cerró los ojos para no presenciar
aquella escena.
Lorenzo vio entonces que el fugitivo se detenía
un momento, depositaba en el campo a
la joven y partía otra vez perdiéndose pronto
en la espesura del bosque. El sobrino de Pedro
y los demás hombres se lanzaron hacia
aquel lugar. Cecilia se hallaba tendida en el
suelo pálida e inmóvil; una bala la había herido
en la espalda, otra la había matado; la
infeliz joven había sucumbido para salvar a su
raptor. Este ganaba terreno, ya no se oía el
galope de su caballo.
-Prendedle -gritaba Lorenzo.
Todo fue en vano, el caballero huyó y esta
vez para siempre.
Serrano al saber lo ocurrido no derramó
una lágrima, pero su dolor mudo era más terrible
que la desesperación más violenta. Todo
lo había perdido aquel desventurado padre,
su honor, su hija, su felicidad. Desde
entonces dejó de ser alcalde, se encerró en su
casa sin querer ver a nadie, ni aun a su hermana
y a Lorenzo.
– VI –
Así pasó un año, llegaron otra vez las fiestas
de San Pedro y ya no las presidió Serrano,
ni presenció ninguna de ellas. Al anochecer,
Romualda fue a la habitación de su hermano
para prestarle sus consuelos en tan triste día,
y encontró la alcoba desierta. Llamó a su sobrino
y ambos se dirigieron al jardín en busca
del anciano. Mucho anduvieron antes de encontrarle;
el desgraciado padre se hallaba de
rodillas en el lugar donde Cecilia había muerto.
Lorenzo y Romualda intentaron alejarle de
allí.
-Me siento mal -les dijo-, dejadme morir en
paz donde para siempre la he perdido.
Continuó orando y su hermana y el joven
murmuraron una plegaria también. Cuando la
luna apareció en el cielo se acercaron de nuevo
a Serrano que permanecía mudo e inmóvil,
le hablaron y no les contestó. Lorenzo entonces
se aproximó más, cogió sus manos, tocó
su frente y vio que estaba muerto.
Pedro dejó en su testamento una renta vitalicia
a su hermana, y su fortuna, que era
inmensa, a Lorenzo. El joven hizo levantar un
pequeño monumento en el sitio donde murieron
Cecilia y su padre. Al año siguiente brotaron
allí espontáneamente plantas y flores, y
como estas fuesen encarnadas, los habitantes
de la aldea dijeron que habían nacido de la
sangre que de sus heridas derramó la infortunada
joven.

Los Dos Vecinos

– I –
-Debe ser rubia, tener los ojos azules, una
figura sentimental -dijo Santiago.
-Te equivocas -replicó Anselmo-; debe ser
morena, con brillantes ojos negros, cabellos
de azabache, abundantes y sedosos…
-No -interrumpió Genaro-; ni lo uno ni lo
otro. Pelo castaño, ojos garzos, pálida, hermosa,
elegante, esbelta.
-¿De quién se trata? -preguntó Rafael, entrando
en la habitación de la fonda donde
discutían sus tres amigos.
-Ven aquí, Rafael -dijo Santiago-; nadie
mejor que tú puede sacarnos de esta duda.
Aunque has llegado al pueblo hace pocos días,
de seguro habrás observado que enfrente de
tu casa vive una mujer acompañada de dos
criados viejos, verdaderos Argos que la guardan
y la vigilan, sin permitir que nadie se
aproxime a su morada. Ninguno de nosotros
ha alcanzado la suerte de ver a tu vecina, y
hablábamos del tipo que imaginábamos debía
tener. Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás
decirnos cuál acierta de los tres.
-Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive
una mujer que, como vosotros, supongo
será joven y hermosa -contestó Rafael-; de
noche llegan hasta mí las dulces melodías que
sabe arrancar de su arpa o los suaves acentos
de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os
aseguro que jamás he tenido esa suerte, y
sólo he logrado vislumbrar una vaga sombra
detrás de las persianas de sus balcones. Hasta
ahora me he ocupado muy poco de ella; la
muerte de mi tío, su recuerdo, que me persigue
sin cesar en esa casa que él habitó y que
heredé a su fallecimiento, todo contribuye a
que no busque gratas sensaciones; así es que
apenas me he asomado a la ventana desde
que llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa
vecina, detrás de las persianas; así
observo sin que nadie pueda fijarse en mí.
-¿De modo que no te es posible decirnos
nada respecto a ella? -preguntó Anselmo.
-Nada -contestó Rafael.
-Yo apuesto un almuerzo a que he acertado
-dijo Genaro.
-Y yo lo mismo -añadió Santiago.
-Y yo igual -murmuró Anselmo.
-En cuanto sepa quién gana, os lo comunicaré
-dijo Rafael-. En mi calidad de vecino,
podré saber antes que vosotros lo que deseáis
averiguar, y tendré el gusto en dar la nueva
al vencedor.
-Mañana -repuso Santiago-, partiremos los
tres de caza al monte, y volveremos dentro
de unos ocho días; entonces nos dirás cuál ha
ganado de los tres.
-¿Tú no nos acompañas? -preguntó a Rafael
Anselmo.
-No puedo -contestó el joven-; y además
de tener ocupaciones, soy poco aficionado a la
caza.
-Supongo que no habrás olvidado que nos
prometiste comer hoy con nosotros -dijo Genaro.
-No; principalmente he venido por eso.
Durante la comida se habló de la misteriosa
vecina; se renovaron las apuestas, y a las
once se separaron Rafael y sus tres compañeros,
quedando estos en la fonda y regresando
el primero a su morada.
– II –
Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez
de hacer alumbrar la habitación, dio orden a
su criado de que se retirase, y asomándose a
la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus
miradas en la casa de enfrente.
La noche estaba obscura, el aire era tibio,
y hasta el joven llegaba el aroma de las flores
que adornaban los balcones de la vivienda de
su vecina.
Las persianas de aquellos estaban cerradas,
y apenas se veía entre alguna un débil
rayo de luz. Lo que sí percibía claramente
Rafael era el sonido dulce y melancólico de
una pieza musical tocada magistralmente en
el arpa.
-¡Cuánto daría por ver a la que así expresa
con la música las sensaciones de su alma! –
exclamó.
Poco a poco se fueron extinguiendo todas
las luces; la casa de enfrente quedó como la
de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces
oyó el joven el ruido de una persiana que se
abría. Vagamente divisó la figura esbelta y
graciosa de una mujer vestida de blanco, que
se asomó a uno de los balcones, apoyando
sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto
de hora, y al cabo de él las campanas de la
iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación,
que los dos vecinos no pudieron
menos de asombrarse.
Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue
de larga duración, porque bien pronto vio a lo
lejos un resplandor rojizo y una columna de
humo que se elevaba al cielo.
Un hombre pasó rápidamente por la calle.
-Dios mío, ¿qué sucede? -preguntó ella dirigiéndose
sin duda al transeúnte, que no la
oyó.
Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se
sintió impresionado, y se apresuró a contestar.
-Señora, es un incendio.
-¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde?
-Debe ser en la fábrica de papeles pintados
que hay no lejos de aquí.
-¡Qué desgracia! -exclamó la vecina-.
¡Cuántas familias quedarán pereciendo si el
fuego es de consideración!
-Corro a verlo y traeré a usted noticias.
Media hora después volvía Rafael a ocupar
su puesto en la ventana de su casa.
-Señora -dijo a su vecina que permanecía
inmóvil-, el incendio ha sido cortado y no hay
que lamentar grandes pérdidas. El pueblo en
masa ha trabajado con ahínco para que se
extinga.
-Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila.
Le agradezco el servicio que me ha prestado,
pues sé que no tengo ninguna desdicha
que lamentar.
-¿Se va usted ya?
-Es muy tarde.
-¿Quiere usted hacerme un favor?
-Si está en mi mano…
-Precisamente: que antes de retirarse a
sus habitaciones toque un momento el arpa.
La vecina se retiró, y poco después volvían
a sonar los suaves acordes del instrumento.
Rafael no se apartó de la ventana hasta que
la vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y
durante toda la noche no cesó de soñar con
ella.
– III –
A las once en punto de la siguiente, Rafael
se asomó, y su vecina no tardó en imitarle.
Habían hablado la víspera y era natural que
se saludasen. Ambos tenían curiosidad por
saber quiénes eran el uno y el otro, y él sacó
la conversación sobre esto, empezando por
decir:
-¿Hace mucho tiempo que se halla usted
en este pueblo?
-Quince días -contestó ella.
-Yo también hace poco que he llegado. Vivía
en Madrid, y tenía en esta tierra a un
hermano de mi madre, al que quería mucho,
y que ha muerto ahora, dejándome por heredero
de todos sus bienes. Mi tío era muy conocido
y apreciado aquí, D. Antonio León.
-Era amigo de mi padre -interrumpió ella.
-Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?
-Pedro Vázquez.
-No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive
todavía?
-Tengo la desgracia de ser huérfana.
-¿Está usted aquí sola?
-Completamente sola.
-¿No tiene usted familia, ni hermano, ni
esposo? -preguntó Rafael.
-No tengo hermano, y soy soltera –
contestó ella.
El joven respiró libremente.
-¿Vive usted por placer en este pueblo? –
preguntó pasado un instante.
-Me han mandado los médicos aspirar los
aires puros del campo, y he elegido con preferencia
este lugar porque no se halla lejos de
la corte, donde he habitado siempre. Por lo
demás, sé que todo cuanto haga será inútil
porque mi mal no tiene remedio.
-¿Está usted enferma?
-Sí señor.
-No será tan grave como piensa.
-Tanto que temo morir aquí.
-¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?
-Quisiera equivocarme -murmuró ella-,
pues a los veinticinco años nadie muere contento;
pero si Dios lo dispone, me resignaré.
-Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me
falta verla y averiguar su nombre.
Hubo una breve pausa y él continuó:
-No se la encuentra a usted en ningún lado.
-No voy más que al jardín -contestó ella.
-¿Ni a misa?
-Me la dicen en el oratorio que tengo en mi
casa.
-¿Le han prohibido a usted salir?
-Me lo he prohibido yo.
-¿Puedo saber por qué?
-Es un secreto.
-¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta?
-prosiguió Rafael.
-De ningún modo -respondió la joven-,
hable usted.
-Desearía saber el nombre de mi vecina.
-Me llamo Carlota. ¿Y usted?
-Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle un
favor: ¿consentirá en asomarse un rato todas
las noches?
-Me asomaré con mucho gusto.
-¿No faltará usted nunca?
-Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia
y es hora que me vaya. Buenas noches.
Los dos se alejaron, y desde aquel día se
hablaron a la hora convenida, y pronto pudieron
convencerse de que no eran indiferentes
el uno al otro.
– IV –
Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron
al pueblo, Rafael no pudo decirles aún
cómo era el rostro de su misteriosa vecina.
Aunque el tiempo se había serenado, la luna
salía tan tarde que Carlota y Rafael se retiraban
antes que la reina de la noche esparciese
su luz de plata sobre la tierra. Parecía que
ambos jóvenes ponían especial cuidado en no
encontrarse en calles o paseos, lo que nada
tenía de particular, porque Carlota no abandonaba
jamás su vivienda. En cuanto a Rafael,
a causa del luto por su tío, no iba a ninguna
diversión, y únicamente visitaba a sus
amigos. Estos se alejaron de nuevo de aquel
lugar, prometiendo a Rafael volver a verle
pronto.
Así estaban las cosas, cuando el joven se
decidió por fin a decir a Carlota que la amaba,
teniendo la inmensa satisfacción de saber que
era correspondido. Fueron aquellos unos amores
por demás extraños. Se hablaban de noche,
no se conocían, ni parecían desear verse.
Él comprendía que ella era alta, esbelta y
elegante, pero no podía descubrir sus facciones;
ella creía adivinar que él tenía mediana
estatura, que su porte era distinguido, pero
ignoraba si era feo o hermoso. ¿Qué les importaba
esto? Su amor tenía mucho de ideal y
algo de fantástico, ambos soñaban con la belleza
del alma, importándoles poco su envoltura;
pero esto no se lo decían jamás, y los
dos vivían en un error del que nadie podía
sacarles.
Rafael tenía un criado que le profesaba
verdadero cariño, y Carlota, como ya hemos
dicho, dos viejos servidores que la habían
conocido desde niña. Los tres criados se
hablaban con frecuencia, y un día por la mañana
se hallaron en la calle la anciana Dominga
y el buen Roque.
-¿Qué tal está tu señora? -preguntó él
-Algo delicada -respondió ella-; ¿y tu señor?
-Mi amo sigue bueno -contestó Roque.
¿Cuántos años hace que estás al servicio
de la señorita Carlota?
-Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su
casa; la quiero como si fuera una hija mía.
Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil
y enfermiza; ahora se ha fortalecido algo;
pero los médicos me han dicho en secreto que
no vivirá largos años. No sé cómo podré estar
sin ella.
-Y… ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus
cabellos?
-Así… rubios.
-¿Y sus facciones?
-No me he fijado.
-¿Cómo son sus ojos?
-¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo
es?
-Como otros muchos hombres respecto a la
figura; pero ¡es tan bueno! ¡No quisiera cambiar
nunca de amo!
-¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! –
suspiró Dominga.
-¡Ojalá! -repitió melancólicamente Roque.
Y ambos se separaron tristes y pensativos.
– V –
Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron
en volver a la corte. Ambos vivían felices
en medio de aquella soledad que les rodeaba;
se amaban con ternura, y nada había más
puro ni más poético que sus conversaciones
nocturnas, que iban siendo más largas conforme
anochecía más temprano.
Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno
de ansiedad, la aguardó inútilmente hasta
que lució el alba. A la mañana siguiente envió
a Roque a preguntar qué sucedía, con encargo
de llevar una carta para Carlota. El fiel
criado supo por Dominga que su señora se
hallaba enferma, y que no había podido desde
la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico
había dicho que la joven estaba muy
grave de la afección al corazón que padecía, y
desesperaba de curarla.
El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando
para consolarle la presencia de sus tres
amigos, que acababan de llegar al pueblo con
objeto de pasar con él una corta temporada.
Una mañana, las campanas de la parroquia
lanzaban un fúnebre tañido. Carlota había
muerto sin que Rafael lograse verla antes de
expirar. Lo que no había pensado en vida de
la joven quiso realizarlo después de muerta;
anheló mirarla de cerca una vez al menos, y
cuando supo que había llegado la hora del
entierro, se dirigió lentamente al cementerio
acompañado de Anselmo, Genaro y Santiago,
que conocían sus amores y no habían querido
separarse de él.
Pronto se detuvo a la puerta del camposanto
el coche que conducía los restos mortales
de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron
el ataúd, lo llevaron junto a una sepultura
abierta, y lo depositaron en el suelo.
Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba
con monótono acento las oraciones de
los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia
adelante, murmuró varias palabras ininteligibles
y hubiera caído al suelo sin sentido, a no
haberle sostenido en sus brazos sus amigos,
que corrieron a él con solícito interés. Lo primero
que hicieron fue alejarle de aquellos
tristes lugares guiándole a un sitio apartado
del mismo cementerio, desde el que no se
veía el entierro de Carlota, y gracias a los
cuidados de los tres, volvió el joven en sí.
-¿Dónde está? ¡Quiero verla!- exclamó
desasiéndose de los brazos de sus compañeros.
-Apóyate en mí y te conduciré donde se
halla su cuerpo-, dijo Genaro.
Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de
la sepultura, casi cubierto por la tierra que
sobre él arrojaba el enterrador.
-¡Demasiado tarde! -murmuró Rafael.
Un viejo que lloraba le miró sorprendido.
-Señor -dijo-, yo soy Gil, el criado de la
señorita Carlota, y no puedo menos de agradecer
el dolor que demuestra usted por su
muerte. Dígame su nombre para que eternamente
lo recuerde.
-Me llamo Rafael.
-¡Rafael! -repitió Gil con asombro-. ¿Era
usted su vecino?
-El mismo.
-¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no
fue a visitarla nunca?
-Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para
qué ocultarlo -dijo tristemente Rafael-. Imaginaba
a mi vecina una mujer tan bella como
espiritual; sabía que mi figura debía desagradarle,
y le hice el amor a la luz de las estrellas,
cuando Carlota no podía verme bien.
Creo que mi alma vale más que mi cuerpo,
puesto que ella me quiso, mientras las demás
mujeres que me vieron me desdeñaron, y
esto me obligó a ocultarme constantemente a
mi vecina. Por eso huí las ocasiones de verla,
para que Carlota no me viera a mí.
-Pero ¿por qué, señor?
-El por qué no puede oscurecérsete –
murmuró Rafael-. ¿No ves mi cuerpo contrahecho
y mi rostro feo y repulsivo?
-¡Señor, señor! -dijo el criado-, esa no era
causa suficiente para que no se presentase
usted a mi ama. Ella también huía las ocasiones
de encontrar a usted; le atormentaba la
idea de que al conocerla no la amase; ella se
había hallado igualmente abandonada por los
hombres en los que no encontraba cariño ni
protección; temía que si usted la viera la olvidase…
-Pero ¿por qué? -interrumpió Rafael.
-Tenía una vejez prematura, sus cabellos
habían encanecido, arrugas precoces surcaban
su frente, lloraba mucho su desdicha, y
solo encontraba consuelo, antes en la música,
después en su amor. Apenas llegaba la noche,
su rostro se animaba, parecía quo no tenía
alma más que para escuchar a usted, y en
aquellas horas recobraba vida y fuerzas para
el siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice
que no es hermoso, que el cielo le ha castigado
haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora
no lo hubiese sabido, ella le hubiera adorado
siempre y usted la hubiera adorado de
igual modo.
-Pero mi figura…
-Mi ama no la hubiera visto: la señorita
Carlota era ciega de nacimiento.
-¡Dios mío! -murmuró Rafael-. He perdido
la única mujer que me hubiera querido en la
tierra.