Ginesillo el tonto o la casa del duende

El tren correo acababa de llegar a la estación
de Santa Marina y de él se apeó, entre
otras muchas personas, un viajero joven,
sencillo pero elegantemente vestido, que iba
sin duda para asistir a las fiestas del citado
pueblo, que empezaban aquella noche.
No sabía el caballero que ya no se encontraba
en la posada, con honores de fonda, ni
una habitación disponible; juzgaba cosa fácil
tener albergue en la pequeña población. A la
primera pregunta que hizo sobre el particular
pudo comprender el error en que estaba; todo
había sido cedido o alquilado a parientes, parroquianos
o amigos, hasta las guardillas,
hasta los pajares, hasta las cuadras.
-¿Qué voy a hacer si no hallo dónde pasar
la noche? -se preguntó el viajero.
Andando a la casualidad vio en una calle
estrecha, fea y sucia, una casa muy vieja,
compuesta de dos pisos, con ventanas, detrás
de la que se extendía un mal cuidado jardín.
Todo parecía indicar que el citado edificio estaba
abandonado por completo; los cristales
cubiertos de polvo y telarañas, los muros en
estado medio ruinoso, la puerta un tanto desvencijada.
Pegado en ella se veía un papel
amarillento en el que apenas podían leerse
estas palabras, escritas con una letra gruesa
y desigual: «Se alquila o se vende. En el número
8 darán razón.» La casa tenía el número
4, por consiguiente el forastero encontró sin
dificultad el lugar donde podían darle noticias
respecto a aquel viejo edificio. Una niña de
diez a once años se hallaba a la entrada ocupándose
en recoger alguna ropa lavada que
había tendido al sol para que se secase.
-¿Se puede ver la casa que tiene el número
4? -preguntó el caballero.
La muchacha le miró con verdadero asombro
y no respondió.
-He visto que se alquila o se vende –
prosiguió él-, y como me figuro que no ha de
ser cara, tomándola por unos días resuelvo el
difícil problema de tener dónde dormir en este
pueblo durante las fiestas.
-¿Pero de veras quiere usted entrar ahí? –
murmuró al fin la niña.
-Si no hay inconveniente…
-Inconveniente no, pero…
-Explícate con claridad -dijo el viajero
viendo que ella no proseguía.
-Es el caso, repuso la niña, que esa casa,
llamada la del duende, no se abre hace lo
menos veinte años, y durante ese tiempo nadie
ha venido a pedir a mi padre la llave para
verla.
-¿Y por qué se llama del duende? –
interrogó el joven.
-¡Ah! no es sin razón, caballero. Vivía en
ella hace mucho tiempo un avaro muy viejo y
muy rico. Tenía guardado su oro en un agujero
que nadie conocía y, a pesar de esto, él
notaba que las monedas iban disminuyendo
poco a poco. Un día se escondió para sorprender
al ladrón, y vio que era un duendecillo
muy pequeño. Cuando el avaro quiso acercarse
a él, el duende desapareció como por
encanto. Desde entonces el viejo vivió con
gran desasosiego y algunos dijeron que se
había vuelto loco, siendo su manía que le robaban.
Lo cierto es que una mañana amaneció
muerto y, aun que se dijo que se había
suicidado en un acceso de locura, nadie dudó
en el pueblo que el duende le había asesinado
para robarle, pues no se encontró nada de su
dinero. La casa quedó abandonada, habitándola
sólo el duende, que continúa en ella,
aunque no le ve nadie.
¿Y cómo se sabe que continúa?
-Porque durante la noche se ilumina todo el
piso alto y porque cuanto se le pone a la
puerta desaparece al dar las doce.
Y siguió contando al forastero cómo para
apaciguar al duende era preciso hacerle obsequios
de más o menos valor, pero que él admitía
siempre. Si enfermaba una gallina, para
que no muriese, la dueña depositaba una cesta
con algunos huevos a la puerta de la casa
del duende; si era una vaca, se le ponía una
cantarita de leche; si se presentaba mal la
cosecha, se hacía el ofrecimiento, que más
adelante se cumplía si resultaba buena o aun
mediana, de darle un saco con el mejor trigo;
el duende aceptaba las ofertas y tenía la
amabilidad de devolver, pero vacíos, la cesta,
la cantarita y el saco. Nadie le veía cuando
recogía los regalos, porque ¡salía tan tarde!
nada menos que a las doce de la noche,
cuando allí todo el mundo se acostaba a las
nueve en verano y a las ocho en invierno.
A pesar de estas noticias, el forastero insistió
en que quería pasar allí la noche, y la muchacha
le dijo que esperase a que su padre
llegara para que le entregase la llave. Antes
de que esto ocurriese, apareció en aquella
calle un grupo compuesto de una docena de
chicos que perseguían a un pobre niño de
fisonomía dulce y simpática, vestido humildemente
con un pantalón remendado y una
blusa azul algo descolorida por el uso. Iba sin
gorra y llevaba los pies descalzos.
-Ahí viene Ginesillo el tonto -murmuró la
niña.
-¿Y quién es el que tal nombre lleva? preguntó
el caballero.
-Es el hijo de la tía Micaela, viuda de Nicolás
el tonto.
-¿Y son todos tontos en esa familia?
-Si el padre lo era ¿qué quiere usted que
sea el hijo?
Entre tanto los muchachos empujaban a
Ginés hacia la casa del duende, resistiéndose
el niño, en cuyo rostro se marcaba un profundo
terror, a acercarse allí.
-¡Que le haga una visita al duende! –
exclamó un chico.
-Ofrezcámosle a Ginesillo para que se acaben
los tontos del pueblo -añadió otro.
-Y que se quede con él y no devuelva más
que la blusa -prosiguió un tercero.
-Metámosle por una ventana que tenga los
vidrios rotos -dijo el primero que había hablado.
El viajero tuvo que intervenir en el asunto
y, gracias a su energía, los muchachos dejaron
en paz a Ginesillo. Éste, apenas se vio
libre, echó a correr, no sin dirigir antes una
mirada de gratitud a su defensor.
Poco después llegó el padre de la niña que
entregó al joven la llave de la casa del duende
para que la viera.
Era un edificio feo y sin comodidades de
ningún género en su interior. Sólo dos cosas
excitaron la atención del caballero: la primera,
que en una de las guardillas había un catre
con un colchón en el que se notaba que
una persona había dormido, y la otra, que en
la cocina se veían restos de comida y en una
de las hornillas algunos carbones que pareían
haber sido apagados poco antes. Aquello no
podía ser del tiempo del avaro, muerto hacía
nada menos que veinte años, y si había dicho
verdad la muchacha, nadie había entrado allí
después de aquel trágico suceso.
En otra pieza del piso principal vio una cama
algo mejor que la de la guardilla, que
pensó elegir para pasar la noche. El resto del
mobiliario estaba deteriorado y cubierto de
polvo.
El forastero alquiló la casa por quince días,
pagó adelantado y se fue luego a comer a la
posada.
Al pasar por la calle peor del pueblo, vio a
la entrada de su mala choza a Ginesillo el tonto
y a su madre, una pobre mujer de la que
todos se burlaban, igual que de su hijo, por lo
que produjo al caballero la más profunda
compasión.
Después de cenar y presenciar una parte
de las fiestas nocturnas, el joven se dirigió
tranquilamente hacia la casa llamada del
duende. Al divisarla de lejos le pareció que,
en efecto, el piso superior estaba iluminado,
pero al acercarse más advirtió que era el reflejo
de la luna en los cristales, puesto que al
llegar junto a la casa aquella luz había desaparecido.
-Todo será lo mismo -murmuró el joven-,
en esto no debe haber una palabra de verdad.
Delante de la puerta vio una jarra con miel,
una cesta con fruta y una botella con vino.
Abrió, subió la escalera y entró en el cuarto
que había elegido para alcoba. Allí una bujía,
pues había comprado un paquete de ellas en
el pueblo, y se echó vestido en la cama. Al
mirar su reloj vio que marcaba las once y media
y, recordando que el duende recogía a las
doce sus provisiones, se asomó a la ventana y
estuvo en acecho, cuidando de no llamar la
atención ni asustar al habitante de la singular
casa.
Al sonar la primera campanada, el joven
noto que la puerta se abría sin ruido y que un
brazo corto, que terminaba en una mano pequeña,
cogía la jarra primero y después la
cesta y la botella.
Una vez hecho esto volvió a cerrar despacio
y el caballero oyó unos ligeros pasos por
la escalera. Apagó su bujía, pero cuando se
acercó a la puerta de su alcoba no vio nada ni
pudo averiguar más. Aunque no muy tranquilo,
volvió a echarse en la cama y, después de
luchar algunos minutos con el sueño, se quedó
profundamente dormido.
A la mañana siguiente vio la jarra, la cesta
y la botella vacías junto a la puerta de la casa.
A nadie dijo lo que había ocurrido el día
precedente, se pasó la tarde disfrutando de
todas las fiestas, y hasta muy entrada la noche
no regresó a su nuevo domicilio.
Le pareció indigno el temor que había sentido
el día antes y decidió hacer algunas averiguaciones
respecto al duende. Pero, aunque
se asomó a las doce, registró la casa y observó
todos los rincones, no hubo nada de particular
y llegó a pensar que lo visto la noche
anterior había sido un sueño.
A la siguiente se disponía a echarse en la
cama, cuando oyó en la pieza de arriba ligero
rumor de pasos.
-¿Será algún gato? -se preguntó el forastero-;
sólo un duende podría andar de esa manera.
Es preciso que suba despacio y que me
entere bien de lo que pasa.
Dejó transcurrir un cuarto de hora y luego,
procurando hacer el menor ruido posible, subió
la escalera y llegó a la guardilla, pero no
encontró a nadie allí.
A la noche siguiente ocurrió lo mismo respecto
a los ligeros pasos, y cuando se dirigía
hacia la escalera halló ante sí la puerta cerrada
con llave que le impidió seguir sus investigaciones.
No dudó ya que el duende sabía su
presencia en la casa y que huía de él; así es
que decidió esconderse para sorprender al
que se ocultaba. Al otro día, en vez de permanecer
en su cuarto, se quedó en la guardilla
detrás de la puerta. Apenas había pasado
una hora oyó las leves pisadas, y el duende
penetró en su alcoba, donde no encendió luz.
Al caballero le pareció un hombrecillo de corta
estatura, pero no hubiera podido asegurar
nada, porque apenas se veía en la habitación,
débilmente iluminada por un plateado rayo de
luna que penetraba por las rendijas de la ventana.
El joven sacó entonces una bujía que
había llevado, aplicó una cerilla y no pudo
contener un movimiento de sorpresa al ver
echado ya en el catre, a Ginesillo el tonto. El
niño se levantó extendiendo sus suplicantes
manos hacía él, y le habló de este modo:
-No me pierda usted, no descubra a nadie
que me ha visto.
-Pues explícame sin reticencias ni falsedades
tu presencia en esta casa.
-Sí, señor -balbuceó el niño-; siéntese usted
y se lo diré todo.
Y cuando el forastero hubo ocupado la única
silla que había allí, empezó la historia en
estos términos.
-Usted sabe bien que en todos los pueblos
hay algún pícaro que se finge tonto, y el de
Santa Marina hace veinte años robó al señor
que vivía en esta casa, sin que nadie lo sospechase.
Mi padre, que lo vio, no quiso delatarle
porque había sido amigo suyo; pero
desde entonces se le halló más preocupado y
más silencioso cada día, por lo que al morir el
ladrón -a quien no aprovechó el robo, pues
apenas vivió tres meses después de cometerlo-
fue tenido él por tonto también. Mi pobre
padre sufrió mucho con eso, porque nadie
quería darle trabajo, y se vio obligado a gastar
poco a poco sus economías.
Apenas murió, después de una breve enfermedad,
mi madre tuvo que ponerse a servir
para mantenerme, y yo heredé la fama de
tonto que tenía mi padre, por mi carácter tímido
y medroso. Cuando fui mayor, pensé
sacar partido de lo que llamaban mi tontería,
en provecho de mi madre. -El pueblo entero
se ríe de mí, me dije, pues yo me reiré más
de él. -Y una noche me introduje en la casa
del duende y vi que no había en ella nada
extraño, y que mi madre y yo podíamos dormir
perfectamente, dejando bien cerrada
nuestra choza, ella en la cama del avaro y yo
en el catre donde descansaba un criado a
quien después echó. Estas noches usted le ha
quitado la cama a mi madre, que se ha quedado
en nuestra cabaña. Entramos aquí por la
puerta del jardín, pues tenemos todas las llaves
de la casa que el ladrón, que las mandó
hacer, se dejó un día olvidadas en la nuestra
después de cometer el robo, y contando una
historia hoy, inventado un suceso raro mañana,
logré que nadie dudase de la existencia
del duende y que le hicieran ofrecimientos de
huevos, pan, leche y otras cosas con las que
nos mantenemos mi madre y yo. Lo que los
dos ganamos trabajando, cuando hay en qué,
lo ahorramos, y el día que tengamos bastante
dinero nos iremos muy lejos para vivir en paz.
Esto es cuanto puedo decirle, caballero.
-Pero eso -dijo el joven-, no me explica tu
terror cuando querían encerrarte en la casa
del duende…
-Era fingido, yo no temía nada.
-Pues entonces eres un gran actor.
-Sí, señor, pero encargado siempre del papel
de tonto.
El forastero le prometió callar y lo cumplió,
dándole antes de marcharse una cantidad de
dinero para que el niño y su infeliz madre pudieran
dejar más pronto aquel lugar y la miserable
vida que en él llevaban. Les ofreció
también su apoyo para que lograran trabajar,
sacando buen producto, en la ciudad que él
habitaba.
Al día siguiente pudo ver cómo se burlaban
del chico los muchachos, pero al partir llevaba
la convicción de que la persona más inteligente
de Santa Marina era aquel niño a quien
llamaban Ginesillo el tonto.