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El Perro del Ciego

-¡Las seis de la mañana! Ya es hora de salir:
estamos en Junio y hace gran rato que
debe de ser de día. ¡Luisa! ¡Luisa! ¿Te has
levantado o estás todavía durmiendo?
El que esto decía era un anciano se setenta
años, con el cabello blanco, de mediana estatura,
que se apoyaba en un palo grueso con
una mano, mientras con la otra buscaba la
puerta que daba salida a su humilde habitación.
El viejo Teodoro era ciego. La persona a
quien se dirigía era su nieta, hermosa niña de
doce años, que dormía profundamente en el
cuarto inmediato al de su abuelo.
Teodoro era un pobre que pedía limosna
por el camino que conducía desde el pueblo a
la ciudad, y la niña cuidaba la casa, entregándose
al mismo tiempo a alguna labor propia
de su sexo.
Al escuchar la voz del anciano, Luisa se
despertó sobresaltada, se vistió apresuradamente
y corrió a buscar a su abuelo, al que
abrazó y besó con la mayor ternura.
-Me marcho, hija mía -le dijo-, y hoy te repito
como siempre que no abras a nadie la
puerta mientras estés sola. Me alejaría mucho
más tranquilo si te dejase a Miro.
-¡Bah! se iría a la calle y no lograría V. que
me acompañara.
Miro era un gran perro negro que estaba
desde que nació en poder de Teodoro.
Apenas se oyó nombrar, acudió presuroso
dando saltos de alegría, saludando así a sus
queridos amos.
-Puesto que no consientes que Miro esté
contigo, me lo llevaré -murmuró el viejo-.
Hasta luego, Luisita.
-Hasta luego -repitió la niña.
Teodoro y el perro se alejaron.
Luisa barrió la casa, arregló el cuarto de su
abuelo y el suyo, encendió el fuego del hogar,
preparó el frugal almuerzo y luego se sentó
junto a la ventana y se puso a coser. Transcurrieron
tres horas sin que el abuelo volviese, y
la niña empezó a estar inquieta.
-Vecina -preguntó a una vieja que pasaba
por la calle-, ¿ha visto V. al padre Teodoro?
-Lo hallé a las siete cerca de la ciudad.
Luisa siguió cosiendo, y como viera a un
labrador conocido suyo, le dijo lo mismo que
a la anciana.
-A las ocho le hallé en el molino -respondió
el hombre.
Un momento después interrogaba la niña a
un muchacho.
-A las nueve -contestó el chico-, le encontré
sentado en el camino, al parecer descansando.
Luisa, estaba cada vez más intranquila, y
ya iba a salir a la calle a buscar a su abuelo
cuando Miro se acercó a la ventana; venía
muy cansado y lanzaba ladridos lastimeros.
-¿Qué pasa, mi buen perro -dijo Luisa llorando-,
cómo es que vienes solo, dónde has
dejado a tu amo? ¡Él que no quería llevarte!
Si no hubiera sido por ti, yo no sabría de él,
puesto que tú sólo vienes a darme noticias
suyas.
La niña salió de la casa, y el perro, luego
que la lamió las manos y se dejó acariciar, la
guió hacia la carretera, donde Luisa no tardó
en hallar a su abuelo, tendido en el suelo,
pálido como un muerto y sin sentido. El pobre
anciano había salido estando enfermo, y las
fuerzas le habían faltado antes de regresar a
su morada.
Las lágrimas de Luisa conmovieron a unos
arrieros, que cogieron al viejo y le llevaron al
pueblo, donde le dejaron en su propia vivienda,
al cuidado de la niña.
Esta fue a llamar a un médico, que declaró
al instante que el mal de Teodoro, aunque no
era muy grave, se curaría lentamente.
-¿Qué va a ser ahora de nosotros? -decía
Luisa-; si salgo para pedir limosna, tengo que
abandonar a mi abuelo; si me quedo aquí no
habrá nada para alimentarnos él, mi buen
Miro y yo.
Cosía y bordaba con más afán que nunca,
pero como sobraban mujeres que se dedicaban
a esas labores en el pueblo no encontraba
quien pagase las suyas.
Hacía algunos días que Teodoro estaba en
cama, lamentándose de su triste suerte; se
habían agotado sus recursos, y el último pedazo
de pan se había comido por la mañana.
Miro impacientado por el hambre, había salido,
y Luisa cosía a la puerta de su casa.
De pronto vio venir al perro, perseguido
por un hombre. Miro entró en la morada de
sus amos, y Luisa temerosa de que quisieran
hacer algún daño a su compañero se encerró
con él. Unos fuertes golpes, dados con un
palo en la ventana, la hicieron asomarse a la
reja, en tanto que el perro se ocultaba debajo
de un banco, sin soltar un panecillo que llevaba
cogido con los dientes.
-¡Eh, muchacha! -gritó el hombre-, tu perro
me ha robado un pan. O me pagas tú, o el
animal lo pagará de otro modo.
-Bueno, señor, yo no tengo dinero.
-Y el perro hambriento se hace ladrón.
-Mi Miro no es ladrón, se equivoca V….
¿Tiene V. familia?
-Mujer y un niño recién nacido -contestó el
tahonero-; ¿pero eso qué tiene que ver?
-Sí tiene; como me falta dinero entregaré a
usted en cambio del panecillo, una gorrita
para el chiquitín, con tal que no maltrate V. a
mi perro.
-Venga la gorra, y quedamos en paz.
Luisa le dio un gorrito primorosamente
hecho.
El hombre algo conmovido al ver la desgracia
de la niña, después de despedirse de ella
se quedó parado a corta distancia de la casa,
pudiendo ver lo que pasaba en su interior.
Entonces salió el perro de su escondite y
depositó el pan en la falda de Luisa, que le
hizo mil caricias. Él, con su inteligente mirada,
parecía decirle:
-He traído pan para tu abuelo y para ti, y
mi instinto no podía advertirme que hacía mal
en quitar a otro lo que mis amos necesitaban.
-Miro -murmuraba Luisa, como respondiéndole,
y pasando su mano por el lomo del
animal-, este panecillo es nuestro, tú le has
traído y yo lo he pagado.
Cogió un cuchillo, dividió el pan en tres
partes, y Teodoro, la niña y el perro comieron
satisfechos y con excelente apetito cada uno
su parte.
-Luisita -dijo a la mañana siguiente el
abuelo después que se hubo enterado de lo
ocurrido la víspera-, creo que Miro me ha inspirado
una excelente idea; yo tardaré aún
muchos días en poder salir, tú no quieres
abandonarme y es preciso que el perro trabaje
por los tres. Cuélgale una cestita al pescuezo,
sal con él al mercado, pide limosna; y lo
que te den échalo en la cesta. No acompañarás
a Miro más que hoy, y en lo sucesivo irá
solo.
Así lo hizo la niña, y por la noche cuando
volvió a su casa trajo un panecillo que le
había puesto en la cesta el tahonero a quien
había dado la gorrita.
Luisa se hallaba muy desanimada, pero por
complacer a su abuelo envió a Miro al otro día
al mercado. Júzguese de la sorpresa de Teodoro
y de su nieta cuando al declinar la tarde
llegó el perro con el cestito lleno de provisiones
y además algunas monedas de cobre.
Aquel noble animal pidiendo con su mudo
lenguaje limosna para sus amos, inspiró curiosidad
e interés, contestando el panadero a
cuantas preguntas se le hacían sobre el particular.
El excelente hombre seguía enviando su
recuerdo a la niña.
Sucedió que una mañana pasó una opulenta
y caritativa señora por el mercado, al tiempo
que un grupo de curiosos rodeaba el perro.
Quiso enterarse por sí misma de lo que
ocurría y le impresionó la historia de Luisa y
de su abuelo, que le fue referida. Aquella dama
había visto morir a su hija única y era
además viuda: se encontraba, pues, sola en
el mundo. Se decidió a visitar al viejo y a la
niña, le encantó la afabilidad del primero y le
entusiasmó la bondad del corazón de la segunda.
Queriendo favorecerlos rogó al anciano
que entrase a su servicio, y se llevó a Luisa
consigo para que hiciese las cuentas, porque
su abuelo como era ciego no podía escribir.
Agradecida la niña al tahonero, le regaló
muchas prendas de vestir para su niña.
Luisa llegó a ser la hija adoptiva de aquella
señora y la Providencia del país. Teodoro murió
de vejez. En cuanto a Miro, fue el constante
amigo y compañero de la niña; pero a pesar
de haber mejorado su suerte y la de su
ama, todos recordaban que él había sacado a
Teodoro y a Luisa de la miseria, y nadie le
nombro jamás de otro modo que el perro del
ciego.
Su historia se cuenta todavía en el pueblo
a los forasteros que en él se detienen.