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Las buenas hadas

La pobre Micaela se había quedado viuda
siendo muy joven y con escasísimos recursos.
Gracias a la caridad de una vecina, que cuidaba
a su único hijo de edad de cuatro años,
había podido ponerse a servir, pero aquella
excelente mujer había muerto poco después y
la viuda se vio obligada a llevarse a su niño,
perdiendo por esto la colocación que tenía.
Allá, en una pequeña aldea donde había
nacido, vivían algunos parientes suyos, los
unos ricos, pero avaros; los otros en tan triste
situación como ella. A fuerza de economías
había reunido lo necesario para pagar el viaje
y se puso en camino con su hijo, del que no
se quería separar.
Poco se acordaban en el pueblo de la viuda
y la recibieron con desvío o con frialdad. Ella
tenía a su Félix para consolarse, porque el
muchacho era dócil y bueno y adoraba a su
madre.
La pobre mujer alquiló un cuarto muy pequeño,
con dos habitaciones únicamente, y se
dedicó a coser y a planchar, reuniendo una
parroquia muy reducida aunque trabajaba
bien y se hacía pagar poco, mucho menos que
las otras costureras y planchadoras del lugar.
Había arreglado pronto su casa, porque no
tenía apenas muebles, pero éstos eran limpios
y no de mal gusto, por lo que Félix no pudo
darse cuenta al principio de los sacrificios que
la madre se imponía para que el niño no viviese
peor que los demás de su clase.
No iba a la escuela, pero tampoco bajaba a
jugar a la calle, viendo ésta desde su ventana
adornada con unas cortinas de percal, dos
tiestos, con claveles el uno y geranios el otro,
y una jaula con un pájaro.
Félix quería mucho a aquel jilguero que,
sabiendo su afición a los pájaros, le había
llevado un día su madre. Estaba encerrado en
una pobre jaula que el inquilino que había
ocupado antes que ellos el modesto cuartito,
había dejado abandonada. Era de madera y
alambre, muy tosca, muy vieja y muy sucia,
pero al muchacho, que no había tenido nada
mejor, le parecía buena. La dificultad principal
para el niño era el dar de comer al pajarito
por la imposibilidad en que se hallaba de
comprarle cañamones o alpiste. Le mantenía
con miguitas de pan, no siempre tierno, y
unas hojas de escarola que pedía de vez en
cuando a una verdulera parienta suya. El jilguero
conocía bien a su dueño y le saludaba
con su alegre canto, más melodioso desde
que tenía por vecinos a dos canarios.
La casa que había en frente de la que habitaba
Micaela era un bello edificio bastante
antiguo, de severa fachada, anchos balcones
en el piso principal, ventanas en el segundo y
en el bajo y en el centro de éste una gran
puerta con marco de piedra y sobre ella un
escudo de armas.
Durante mucho tiempo aquella casa había
permanecido cerrada y desde hacía pocos días
la ocupaba una ilustre señora, viuda de un
duque y madre de dos niñas. Los canarios
pertenecían a éstas. Apenas si conocían en el
pueblo a la madre y a las hijas, las creían altivas
y dichosas en su soledad, poco dispuestas
a procurar el bien de aquellas gentes que casi
en total dependían de ellas, ya porque las
casas que ocupaban fuesen propiedad suya, o
porque tuviesen arrendadas tierras que les
pertenecían de igual modo.
Félix estaba muchas veces asomado a la
única ventana de su casa; pero en cuanto
veía en los balcones de en frente a alguna de
las niñas, su natural timidez le obligaba a
ocultarse.
Llegó una temporada muy mala para la pobre
Micaela, que no encontró trabajo, y la
infeliz tuvo que pedir limosna para mantenerse
ella y dar de comer a su hijo. Hubo un día
en que no tuvieron más que un pedazo de
pan. La madre dio la mayor parte de él al niño,
que la comió con avidez.
Pero aun no lo había comido todo cuando
Félix se acordó de su jilguero. El pobre no
había tomado nada desde la víspera y al muchacho
le parecía más triste aquella tarde el
canto de su pájaro.
-¿Tendrá bastante con esta miga hasta
mañana? se preguntó.
No le dio más que la mitad de lo que le
había destinado y se comió el resto, porque él
también tenía mucha hambre.
A la mañana siguiente llevó Micaela un pedazo
de pan todavía más pequeño y la lucha
que sostuvo Félix para dar a su jilguero una
parte de lo que el debía comerse fue todavía
mayor.
-Madre, dijo -y sus ojos se llenaron de lagrimas-,
mi jilguero está triste y se me va a
morir.
-Sí, niño mío, contestó Micaela, pero él encontrará
alimento mejor que tú. Déjale en
libertad, que en el campo no falta nunca algo
que mantiene a los pájaros. Hay frutas maduras,
hay granos de trigo, hay insectos…
-Pero yo no veré más a mi jilguero, que se
olvidará de mí.
-Si prefieres que se muera de hambre…
Aquel día dieron a Micaela un plato de patatas
guisadas que ella y su hijo comieron,
pero el pájaro no las quiso probar.
Al llegar la tarde, Félix se asomó llevando
en la mano la jaula que encerraba al jilguero.
Le sacó, le dio muchos besos, le puso con
cuidado en la ventana, y sin ver lo que el pájaro
hacía, porque el llanto obscurecía su vista,
se metió precipitadamente en su cuarto,
sintiendo la primera pena, para la que no
hallaba consuelo. Cuando se calmó un tanto,
volvió a asomarse y vio que el jilguero había
desaparecido.
-Ya habrá comido algo, murmuró, al menos
él no se morirá de hambre.
Los tiempos malos seguían y en balde buscaba
Micaela una colocación. Ella se contentaba
con poco; si tuviese dos o tres duros
habría podido comprar cintas, hilos, botones y
otros objetos para venderlos en el pueblo y
sus alrededores. Todo era empezar y no dudaba
que lograría reunir una buena parroquia,
porque le bastaría una pequeña ganancia. Sus
parientes no quisieron prestarle aquella insignificante
cantidad por temor de que no se la
devolviera.
Una mañana, al levantarse Félix, vio que
por debajo de la puerta de su casa habían
echado un pliego encerrado en un sobre. Se
lo llevó a su madre, que sacó de él un papel
color de rosa.
-¿Qué pone ahí? preguntó el niño.
Y Micaela leyó lo siguiente:
«Las hadas Esmeralda y Turquesa, más
conocidas por las buenas hadas, queriendo
dejar un recuerdo a los niños de este pueblo
de su paso por él, les ruegan que escriban lo
que desean antes del 1.º de junio y depositen
sus peticiones en el hueco del tronco de la
encina que hay a la entrada del campo. El 6
del mes citado recibirán la contestación. No se
admitirá ningún pliego que vaya sin firmar.»
-¡Madre, madre! exclamó el niño con júbilo,
escribe por mí, puesto que yo no sé, y pon
al pie de lo escrito mi nombre.
-Pero, hijo ¿tú crees que esto es verdad?
preguntó Micaela.
-Sí, sí lo es, escribe.
-¡Pero si no tengo papel ni tinta!
-No importa, en el mismo pliego de las
hadas escribe con lápiz.
La viuda riendo al ver la alegría de su hijo
se dispuso a escribir y él dictó estas palabras:
«Señoras hadas: muy agradecido a sus
bondades, les pido que den a mi madre, a la
que tanto quiero, cinco duros, o aunque sea
menos, para comprar algunas cosas que necesita
para venderlas por los pueblos, pues
somos muy pobres y hay días en que apenas
tenemos que comer. Les pido además que me
devuelvan mi jilguero, al que también quiero
mucho. Que no desoigan estos ruegos les
suplica Félix Martínez.»
-Ahora, madre, dijo el niño, dame la carta
y la llevaré sin perder tiempo.
Y echó a correr, sin descansar hasta que
llegó al campo.
Allí, a la entrada, estaba la encina con un
profundo hueco en su tronco, en el que no
habían puesto nada todavía.
Félix dejó su petición y se alejó lleno de
esperanzas.
Pocos días después las buenas hadas contestaron
del mismo modo que habían escrito
antes, citando a los niños del pueblo en el
jardín de casa de la duquesa, que se extendía
por detrás del edificio. La hora señalada era
las ocho de la noche.
Apenas sonó la primera campanada en el
reloj de la iglesia, se abrió la puerta del jardín
y por ella penetraron los niños y no pocos
hombres y mujeres, entre éstas Micaela. Ni
un sólo muchacho había dejado de acudir.
Guiados por un criado de la señora, llegaron
a una gran plazoleta en cuyo centro había
una mesa y dos sillones.
Farolitos y vasos de colores perfectamente
combinados, iluminaban aquel pasaje en el
que se veían árboles frondosos, perfumadas
flores y cristalinas fuentes.
Allá, a lo lejos, se oía una música dulcísima
y poco después se presentaron varios criados
seguidos de las hadas.
Eran muy bellas, de corta estatura, con
hermosos cabellos adornados con ricas diademas
de oro cubiertas de pedrería; llevaba
en el centro la una una gran esmeralda y la
otra una enorme turquesa. Sus vestidos largos
estaban bordados de plata y un finísimo
velo de tul les caía hasta los pies calzados con
preciosos zapatos.
Las dos, con majestuoso ademán, tomaron
asiento y los criados fueron colocando en la
mesa, en bandejas cubiertas, los lotes que
ellas iban pidiendo. Había de todo: la muñeca
soñada por una niña pobre, el caballo de cartón
que deseaba un pequeñuelo, el vestido de
seda para otra muchacha, los dulces para un
goloso, las armas para un futuro militar…
Ellos lo recibían con gritos de admiración y de
alegría, que parecían divertir mucho a las
hadas.
El lote de Félix fue el último. El hada Turquesa
entregó al niño un billete de banco y el
hada Esmeralda el jilguero encerrado en una
jaula bonita y elegante. Sí, era el mismo, no
cabía duda, le hubiera conocido entre mil.
Félix agradecido, se arrodilló a los pies de las
hadas y besó con entusiasmo sus delicadas
manos.
Micaela lloraba al ver colmados sus deseos
con una cantidad mucho mayor que la pedida
por su hijo.
Después del reparto, los muchachos fueron
obsequiados con dulces y con vino, saliendo
todos muy satisfechos del jardín.
A la mañana siguiente los niños creían
haber soñado, en particular Félix que veía a
su madre contenta y oía cantar a su jilguero.
Micaela comprendió que el pájaro al volar se
había parado en la casa de en frente junto a
las jaulas de los dos canarios y que se había
dejado coger con facilidad; pero Félix no lo
quería creer y no hubo medio de que viera
que las buenas hadas pudieran ser sus vecinas
las hijas de la duquesa. Éstas partieron
en seguida de allí y no regresaron al pueblo.
Todos los años el 1.º de junio fueron los
niños a echar sus cartas en el hueco del tronco
de la encina, pero no volvieron recibir los
preciosos dones del hada Turquesa y del hada
Esmeralda. En cambio, el administrador de la
buena señora y de sus hijas siguió cobrando
muy barato los alquileres de las casas y de las
tierras que habían arrendado y por orden de
sus amas fundó una escuela en la que los niños,
terminada la primera enseñanza, podían
aprender un oficio.
Félix, uno de los más aplicados, logró al
cabo de algunos años, ser el sostén de su
madre, pagando de este modo el cariño y los
desvelos que la pobre viuda había tenido
siempre para él.