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La Vocación

– I –
El cura del pueblo de C… vivía con su hermano,
militar retirado, con la mujer de este,
virtuosa señora sin más deseo que el de
agradar a su marido, y con los tres hijos de
aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel,
contaba apenas diez y seis años.
El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia
sobre la familia, que nada hacía sin
consultarle y al que miraba como a un oráculo;
a él estaba encomendada la educación de
los niños, él debía decidir la carrera que habían
de seguir, tuviesen vocación o no, y en
cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino
se comprometía a costear la enseñanza de
sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero
porvenir.
Una noche se hallaba reunida la familia en
una sala pequeña que tenía dos ventanas con
vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un
periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba
los cristales de sus gafas y Javier y Mateo,
los dos hijos menores, trataban en vano
de descifrar un problema difícil, mientras Miguel,
con una gramática latina en la mano, a
la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando
una música lejana, que tal vez ninguno
más que él lograba percibir.
-¡Qué aplicación! -exclamó de repente don
Antonino.
Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier
echó un borrón de tinta en el cuaderno
que tenía delante, Mateo dio con el codo a su
hermano para advertirle que prestase más
atención, y Miguel leyó algunas líneas de
gramática conteniendo a duras penas un bostezo.
-Tengo unos sobrinos que son tres alhajas
-prosiguió el buen sacerdote.
Juan, el militar retirado, suspendió la lectura,
miró a su prole, cuya actitud debió dejarle
satisfecho, y esperó a que su hermano continuase
hablando.
-Es preciso pensar en dar carrera a estos
chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo,
¿qué desearías tú ser?
-Yo -respondió el niño algo turbado-, quisiera
ser médico, si no tiene V. inconveniente
en ello.
-¿Y por qué?
-¿Por qué? repitió el muchacho; mire V., yo
no sé bien porqué, pero se me figura que es
porque los médicos se hacen ricos, y algunos
hasta gastan coche.
-¿Y tú, Javier?
-Yo tío, con permiso de V., quisiera ser
poeta.
-¿Qué carrera es esa, niño?
-Yo no sé decir a V.; pero debe ser buena
porque ellos cantan el cielo, la tierra, el mar y
otras cosas más extrañas, y prueban a veces
que ven lo que nadie ha visto, y que saben lo
que los demás ignoran.
-¿Y tú, Miguel?
-Yo -exclamó alzando los ojos-, quiero ser
militar como mi padre.
-¿Y por qué?
-Para alcanzar gloria, aturdirme con el estruendo
de las batallas y llevar con honra el
nombre de ustedes, que es el de muchos valientes.
Don Antonino movió la cabeza en señal de
desaprobación.
-He aquí -dijo al cabo-, tres chicos que no
conocen su verdadera vocación. He visto los
progresos que han hecho en sus diversos estudios,
y aseguro que Mateo hará un excelente
arquitecto, Javier un erudito maestro de
escuela y Miguel un buen sacerdote. Estas son
las carreras que debéis seguir, si vuestro padre
no se opone a ello, que no creo me dé ese
disgusto.
-Hágase todo como deseas -contestó Juan.
Mateo y Javier parecieron conformarse y
volvieron a estudiar su problema; en cuanto a
Miguel, cogió con distracción su libro, en el
que no fijó los ojos, clavando su mirada no en
el cielo, para ganar el cual, su tío iba a educarle,
sino en la ventana de una casita en la
que brillaba una luz y en cuyo interior sonaban
todavía los dulces acordes de un piano.
Entretanto decía el buen cura:
-Ya ves, Juan, qué contentos están los chicos;
he acertado su vocación.
– II –
No era costumbre desobedecer a Don Antonino,
y los niños siguieron los estudios elegidos
por él, sin que ninguno de ellos replicase;
pero si el sacerdote hubiese visto a solas
a los muchachos, hubiera observado que Mateo
se escapaba de su casa para ir al Hospital
a acompañar al médico en sus visitas diarias,
que Javier emborronaba cuartillas escribiendo
renglones desiguales, y que Miguel vestía el
viejo uniforme de su padre, que manejaba sus
armas, y, lo que más le hubiera alarmado,
que trazaba en las paredes y en el suelo con
la punta de la espada un nombre de mujer:
Margarita.
¿Quién era Margarita? Una joven, casi una
niña, que vivía en la casa que miraba siempre
Miguel, hija de un antiguo profesor de piano,
actual organista de la iglesia de C… Se habían
conocido hacía pocos meses y los dos se
amaban sin darse cuenta de lo que sentían.
A pesar de que su pasión era un misterio
para Miguel, que creía querer a la joven con
un afecto fraternal, se oponía a la voluntad de
su tío y pensaba rebelarse contra ella en
cuanto se presentase una ocasión.
Así se pasaron los días, los meses y aún los
años, y llegó una noche en la que Margarita y
Miguel se declararon que se amaban y advirtieron
con placer que el padre de la joven,
lejos de oponerse a aquellos amores, los patrocinaba.
-Yo iré mañana a ver a tu padre para que
te permita seguir la carrera que deseas y te
cases con mi hija, puesto que os queréis, le
dijo.
Aquella noche D. Antonino llamó a su sobrino
mayor y le habló de esta manera:
-Ya has estudiado en C… cuanto podías
para seguir la carrera eclesiástica; ahora es
menester que partas para que acabes tus estudios.
-Tío, -replicó con firmeza el joven-, tiempo
es ya de que V. se desengañe y sepa que he
hecho esos estudios por complacerle y que
estoy decidido a no ser sacerdote.
-¿Cómo? ¿He escuchado bien? -preguntó el
cura.
-No tengo vocación para serlo; además estoy
enamorado y quiero casarme con la mujer
a quien amo.
-¿No hay más, piensas tú -prosiguió D. Antonino-,
que decir eso para abandonar tu carrera?
Nos has engañado vilmente, me has
obligado a gastar mis ahorros y ese es un
robo que has hecho a tus padres, a tus hermanos
y a mí. ¿Qué carrera emprenderás
ahora que nos has dejado sin recursos?
-Una que no costará a V. nada; mañana
sentaré plaza de soldado. Quedo profundamente
reconocido a las bondades de V., pero
no me encuentro con valor para renunciar al
mundo. Tío, V. nació para ser eclesiástico y yo
no; deje V. que cada cual siga sus inclinaciones
y vaya por el camino que ellas le tracen.
-Tus hermanos tampoco querían ser lo que
serán y me han obedecido.
-Tío, Mateo no será jamás arquitecto ni Javier
maestro de escuela; el tiempo lo dirá.
Y el tiempo se encargó, en efecto, de realizar
la profecía de Miguel.
– III –
Juan se encolerizó con su hijo apenas supo
su determinación, no porque le desagradase
que Miguel fuese soldado, sino porque al serlo
desobedecía a Don Antonino. La madre quiso
disuadir al joven de su empeño, pero tampoco
logró nada. En cuando al organista y a su
hija, no se atrevieron a rogarle que se quedase
en el pueblo, porque al complacer al cura
tenía que renunciar para siempre a Margarita.
Esta y Miguel se juraron un amor eterno, y
el joven se alejó del lugar, prometiendo a su
amada no volver hasta que fuese digno de
alcanzar su mano.
Una semana después, Javier abandonaba
su casa huyendo a la corte en busca de aventaras.
Mateo era, por lo tanto, el único hijo
que le quedaba al desgraciado Juan.
Este y su mujer, alarmados por la ausencia
de Miguel y la fuga de Javier, decidieron dejar
a Mateo seguir la carrera que desease, y el
muchacho, al cabo de algunos años, fue médico,
contra la voluntad de su tío, que sostenía
siempre que el chico tenía disposición para
ser un gran arquitecto.
Miguel escribía con frecuencia a sus padres
y a Margarita. Gracias a su trabajo y a su
buen comportamiento, el joven había llegado
a ser oficial, y sólo esperaba ganar el grado
de capitán para volver a su pueblo y casarse
con la hija del organista.
En cuanto a Javier, nadie había vuelto a
saber de él, ni aun su hermano Mateo, por el
que tenía marcada predilección.
Hacía bastantes años que ambos jóvenes
habían abandonado su país, cuando llegó a
este una nueva, que llenó de espanto a Juan
y a su familia. Había estallado la guerra civil,
y uno de los regimientos mandados para apaciguar
la insurrección era aquel del cual era
Miguel teniente.
Muchas promesas hizo la madre, no pocas
hizo la novia para que la Virgen le librase; y la
primera noticia que de él tuvieron fue que en
un encuentro habido con las tropas rebeldes
se había portado con tanto valor, que había
obtenido el deseado grado de capitán.
– IV –
Poco después fue adversa la suerte al pobre
joven. Hecho prisionero en una emboscada
que hábilmente preparó el enemigo; él y
muchos de sus compañeros fueron traidoramente
encarcelados, juzgados en consejo de
guerra y sentenciados a muerte, debiendo ser
fusilados en una explanada dos días después
de dicha sentencia. La víspera por la noche,
Miguel y sus compañeros, que eran en su mayor
parte soldados, se hallaban reunidos en la
habitación más elevada de un castillo. Algunos
escribían a sus familias y sus novias,
otros meditaban tristemente: los menos,
dormían.
Miguel, asomado a una ventana, apoyadas
las manos en los cruzados hierros, pensaba
en su tranquila infancia, en sus padres, en sus
hermanos, en su tío, en la mujer por la que
había buscado la gloria y ambicionado la fortuna,
en su risueño hogar, en todo aquel pasado
tan hermoso.
-¡Y morir así, murmuraba, prisionero, sin
hallar quien me defienda ni me ampare, ver
insultado mi nombre por el enemigo! Si
hubiera muerto en una acción de guerra, no
me lamentaría de mi suerte. Eso buscaba: o
la muerte o la fama. ¡Padre, padre! –
prosiguió-, yo no fui para ti el hijo sumiso que
anhelabas, falté a tu voluntad, me opuse a
tus deseos, y Dios me castiga cruelmente. Y
tú, madre de alma, ¿cómo resistirás esta pena?
¿Pasaste tanto por mí, para que hallase
tan triste desenlace mi existencia? ¿No he de
encontrar un medio de morir con honra?
Y el joven sacudía los barrotes de la ventana,
contemplando con envidia el abismo que
se abría bajo ella. Allí pasó la noche, pálido,
agitado, sin escuchar apenas al sacerdote
enviado para prepararle a morir.
Al fin la luz del alba, que empezaba a iluminar
débilmente la tierra, le sacó de su estupor;
entregó al cura las cartas que la tarde
anterior había escrito para su familia y aguardó
con indecible angustia que fueran a buscarle
para la terrible ejecución. La hora se
acercaba, ya no habla medio de salvarse.
-¡Madre de los Desamparados, santa patrona
de mi bendita tierra -pronunció en voz
baja y con acento desesperado-; si me libras
de esta muerte ignominiosa, prometo consagrarme
para siempre a tu Divino Hijo!
Después se quedó sereno y esperó con
más resignación la hora de su muerte.
Las seis sonaron en el reloj del castillo, entraron
en él algunos soldados y dieron orden
a los prisioneros de ponerse en marcha. Todos
obedecieron, mudos y sombríos, atravesaron
corredores, bajaron estrechas escaleras,
salieron de la prisión y se dirigieron a la
explanada, en la que aguardaban más soldados
y oficiales rebeldes.
Debían fusilar primero a los jefes, y Miguel
estaba designado para morir el cuarto.
Vendaron los ojos a los dos primeros, uno
después de otro; hicieron fuego, y cayeron
aquellos valientes; iban a hacer lo propio con
el tercero, cuando llegó una ordenanza con un
pliego que entregó a un oficial. El contenido
de éste era que las tropas leales se acercaban
para salvar a seis compañeros indefensos; y
era menester prepararse todos para el combate.
-Que tomen las armas contra los suyos –
gritó un oficial-; vuelvan a su prisión entre
tanto.
Así se salvó Miguel, pero lejos de combatir
contra sus hermanos, halló medio de evadirse
con otros soldados, y ayudó con su arrojo a
librar a los infelices prisioneros.
Aún tomó parte en varios combates, y un
año después de haberse salvado de una
muerte segura, volvió al pueblo, donde participó
a sus padres y a su tío su resolución de
ser sacerdote. Viviendo en aquel lugar Margarita,
Miguel no quería verla, para no desmayar
en el cumplimiento de su deber, y así, mientras
Mateo y su madre permanecieron en C…,
Juan, D. Antonino y el joven salieron de allí
por algún tiempo.
– V –
Una noche de estío se hallaban Mateo y su
madre en una habitación del piso bajo de su
casa, en aquella misma donde el anciano sacerdote
decidió el porvenir de sus tres sobrinos
al empezar esta historia. Como entonces,
se oía a lo lejos el piano de Margarita, pero
nadie lo escuchaba. Mateo leía y su madre
hacía labor, sentados ambos junto a la mesa.
Serían las diez cuando un hombre se detuvo
delante de la ventana, miró el interior de la
pieza desde la plaza, obscura y solitaria, y
murmuró con voz apenas perceptible el nombre
de Mateo.
El médico lo oyó y también su madre; el
primero se puso en pie tratando de reconocer
aquel acento, la segunda no vaciló un instante
y corrió hacia la ventana con los brazos abiertos,
pronunciando estas palabras:
-¡Hijo mío!
Poco después Javier entraba en la casa y
estrechaba contra su pecho a su madre y a su
hermano.
Luego que escuchó la historia de Miguel,
empezó la suya en estos términos:
-En busca de aventuras, soñando con la
gloria, sin dinero, pero lleno de esperanzas e
ilusiones partí de mi pueblo a pie, y me marché
a Madrid, no sé cómo. ¿Quién recuerda ya
las privaciones que pasé y los desengaños
que sufrí? Trascurrió el tiempo, escribí, mis
obras alcanzaron buen éxito: ¡fui poeta! Vosotros,
encerrados en este lugar, no sabéis lo
que embriagan los laureles, las alegrías que
causa la vanidad satisfecha, el deseo realizado.
Un día me acordé de que en este rincón
del mundo, mis padres y mis hermanos llorarían
mi ausencia: perdonadme si no fue en las
horas felices de mi vida, sino en una en que
sufrí una derrota, la primera, una de esas
caídas de las que difícilmente se levanta uno.
He venido aquí a buscar vuestro cariño, vuestros
consuelos; madre, soy desgraciado.
-¡Tú también! -exclamó ella-; sin embargo,
has hecho tu gusto, ¿dónde está, pues, la
felicidad?
-Los tres hermanos -prosiguió Javier-, teniendo
en cuenta nuestras aspiraciones,
hemos seguido la senda que nos habíamos
trazado. Miguel ha sido militar, Mateo médico,
yo poeta; el primero ha trocado el uniforme
por la sotana, impulsado por los sucesos; el
segundo es un pobre doctor de aldea, que
nunca irá en el coche con que soñó; yo un
poeta escarnecido hoy, olvidado mañana;
esto me prueba, madre mía, que la vocación
no sirve para nada sin la bendición de los padres
y la ayuda de la Providencia, y que bien
dijo el que aseguró que la suerte no es de
quien la busca, sino de quien la halla.
– VI –
Algunos años después murió D. Antonino, y
Miguel fue nombrado para sustituirle, cura
párroco de C… Dos días hacía que había llegado,
cuando le llamaron para una boda; las
amonestaciones habían corrido en vida del
otro cura, y no quería el novio aplazar el casamiento
por el cambio de sacerdote.
Cuando este salió al altar, los novios esperaban
ya en el templo. La novia, si bien era
muy hermosa, no se hallaba en la primera
juventud. Iba vestida sencillamente de negro
y estaba extraordinariamente pálida. El novio
era un rico labrador de fisonomía bastante
vulgar.
Decíase que el matrimonio se hacía por
conveniencia, porque la desposada habla
quedado huérfana y sin amparo.
Cuando estuvo todo dispuesto, los novios
se acercaron al párroco; ella alzó los ojos,
fijándolos por un momento en el cura, llevó
sus manos al corazón como queriendo contener
sus latidos y se apoyó en el brazo de la
madrina, que apenas tuvo tiempo de sostener
a la joven para que no cayese al suelo. Miguel
la miró un instante, en sus ojos brilló un fuego
extraño, pero calmó en seguida su emoción
y esperó, al parecer tranquilo, que pasase
el desvanecimiento de Margarita, pues era
ella, para empezar la ceremonia.
La novia también se dominó por fin y se
puso de rodillas junto a su prometido, que no
observó que las manos de la joven temblaban,
y que casi no se oía su voz ahogada por
el llanto. El cura de C… casó a la única mujer
que había amado en la tierra, y cuando hubo
consumado el sacrificio, se retiró a su casa y
se encerró en su cuarto.
Sacó un libro de oraciones para fortalecer
su espíritu, y luego, en voz muy baja, como
no queriendo escucharse ni él mismo, murmuró
-Hoy he apurado el cáliz de la amargura
uniendo a Margarita a otro hombre. Al hacerlo,
he comprendido que ella me quiere todavía
y que yo no la he olvidado todo lo que debiera.
Es preciso que no nos veamos más en
este mundo. El espíritu es débil en el hombre,
que ha nacido para los goces de la tierra y
anhela conseguir los del cielo. Mañana partiré
de este lugar. ¡Madre de los Desamparados,
santa patrona de mi bendito pueblo, creo que
estarás contenta de mí!

Sor María

Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella
el mundo ya? Había sido el compañero de su
infancia, el que había enjugado sus primeras
lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido
el primer suspiro que exhaló su pecho
virginal. Ella le había amado con toda su alma,
con todo el entusiasmo de la primera
juventud.
Cómo él no la había correspondido? Blanca
tenía algunos años menos que él; aún era
niña cuando Bernardo era hombre; una mujer
malvada y astuta conquistó el corazón del
joven y logró ser conducida al pie de los altares,
donde fueron unidos en eterno lazo.
Blanca buscó un consuelo en la religión; no
había en la tierra remedio a su pesar y volvió
los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba
se elevaba un sombrío convento, de altos muros,
fuertes rejas y espesas celosías, y allí se
encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas
de su madre, ni atender a los consejos
de su padre, ni escuchar los ruegos de sus
amigos.
El día en que fue llevada al templo, vio a
Bernardo en el camino. Él la miró con una
indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar
que el hombre a quien tanto quería no debía
ser feliz.
Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje,
él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra,
quién sabe si le hubiera pedido perdón por su
conducta, porque Bernardo era culpable,
había adivinado el amor de Blanca, lo había
alentado con vanas esperanzas, abandonándola
sin remordimientos después.
La niña trocó sus galas por el severo traje
religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni
de acción, empezó la vida de convento resignada
y acaso indiferente; martirizó su cuerpo
con ayunos y penitencias, y pasó casi todas
las horas dedicada a las oraciones.
Pero en balde intentó sujetar también el
pensamiento; no se había hecho religiosa por
vocación, sino para mitigar sus penas, y el
recuerdo del hombre querido le asaltaba sin
cesar, lo mismo en el interior de su celda, que
en el austero templo, que en el coro cuando,
con las otras monjas, rezaba con monótono
acento o elevaba cantando himnos de gloria al
Creador.
Los días se deslizaban iguales, siempre
tristes; ella no tomaba parte en nada de lo
que ocurría en el convento, apenas sabía los
nombres de las religiosas, y cuando la abadesa
la amonestaba por alguna involuntaria distracción,
oía sus palabras sin sentimiento por
la ligera falta cometida, en la que incurría de
nuevo muchas veces.
Por el triste patio adornado de raquíticos
árboles y mustias flores, paseaba melancólica
y solitaria huyendo en cuanto le era dado de
halagadores fantasmas y locas ilusiones, pensando
a su pesar en el ingrato, causa de su
desgracia y su clausura.
El año de novicia se pasó así. Llegó la época
de pronunciar para siempre los votos, de
renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar,
a la familia. ¿No podía entonces volver al seno
de esta, vivir para el mundo?
Bernardo estaba casado y no había esperanza
de felicidad para ella. Blanca pronunció
sus votos.
Dos días después las campanas de la iglesia
doblaron tristemente, las paredes se cubrieron
de negros paños, un túmulo se elevó
en el centro, rodeado de amarillentas velas;
varios bancos fueron colocados uno en el
frente, otros a los lados del catafalco, y poco
a poco empezaron a llenarse, ocupándolos
varios hombres, al parecer de elevada clase,
todos vestidos de negro.
Dio principio el funeral. Las monjas oraban
desde el coro por el eterno descanso de la
difunta, porque era una mujer.
Acabada la misa y rezados los responsos,
dos hombres se pararon delante de la celosía,
tras de la cual se hallaban las religiosas.
-¿Quién ha muerto? -preguntó uno.
-La mujer de Bernardo Gómez -contestó el
otro-; hace hoy nueve días.
Blanca se estremeció al oírlo y se puso
densamente pálida.
Al retirarse a su celda lloró amargamente,
considerando que cuando ella se unió a Jesucristo,
el hombre a quien tanto había amado
era libre.
Paseando por el patio aquella tarde, triste
y sola, como de costumbre, se inclinó para
coger una flor y vio junto a la planta una carta
rota en menudos pedazos; le pareció que
conocía la letra, guardó los papeles, y al subir
a su celda se entregó al minucioso y difícil
trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta
decía así: «Blanca mía, después de un año de
crueles, pero merecidos sufrimientos, soy
libre. No renuncio a tu amor, sin él no puedo
vivir y espero me perdones. Necesito verte y
hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo?
Tuyo, Bernardo».
La abadesa había abierto la carta de amor
profano dirigida a una de sus hijas y la había
roto; a no ser así la novicia hubiera salido del
convento.
Poco después los periódicos de aquella ciudad
daban cuenta de dos sucesos ocurridos el
mismo día y a la misma hora.
El conocido abogado D. Bernardo Gómez se
había suicidado, no pudiendo sin duda resistir
la pena que le produjo la reciente muerte de
su esposa, y la joven religiosa, que se llamó
en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María,
había muerto repentinamente.
¿Quién sabe si sus almas subieron juntas
por el celeste espacio, y la de la triste e inocente
joven logró el perdón de la de su ingrato
y criminal amante, para que entrase con
ella en el Paraíso?

Drama en una Aldea

– I –
Por tercera vez había sido elegido alcalde
del lugar Pedro Serrano; no había en el país
hombre más recto ni más honrado que él. No
se mezclaba en asuntos ajenos, no sostenía
discusiones políticas, no deseaba el menor
daño al prójimo, pero cumplía siempre con su
deber, aunque se tratase de castigar a su
amigo más íntimo si este cometía una falta.
Era viudo y no tenía más que una hija, una
hija de quince a diez y seis años. Vivía además
en compañía de una hermana suya, Romualda
Serrano, viuda de Trujillos, que había
servido de madre a su sobrina.
En la época en que empieza esta historia,
el buen alcalde se hallaba seriamente preocupado;
habíase levantado por allí una partida,
se ignoraba si de hombres políticos o de malhechores,
que había saqueado los pueblos
inmediatos con el objeto de reunir fondos y
llamar gente, y si bien es verdad que dicha
partida había sido disuelta, que casi todos los
que la componían se hallaban prisioneros,
faltaba el jefe, el único que sabía el móvil que
había impulsado a aquel puñado de valientes
o de codiciosos a tomar las armas. A ellos se
les había dado dinero ofreciéndoles mucho
más para después de la pelea; al capitán debían
haberle prometido algo mejor. El jefe no
había podido salir de España, ni aun de la
provincia; se ofrecieron recompensas a quien
le prendiera; el mismo Pedro salía por mañana
y tarde de su morada para buscar al enemigo;
todo en vano, nadie le daba razón de
él.
Vivía el alcalde a un extremo del pueblo,
en una casa antigua y espaciosa, compuesta
de dos pisos y una torre que tenía salida a
una azotea. La fachada principal daba a la
única calle, larga y ancha con edificios bonitos
y modernos a derecha o izquierda, empedrada
y limpia; la otra al jardín cuya terminación
se perdía en el monte.
Pedro Serrano había buscado un hábil jardinero
para cuidar las flores, que eran el encanto
de su hija, y las había allí de todos los
países y de todos los géneros, ya cultivadas al
aire libre, ya encerradas en estufas que parecían
palacios de cristal. Fuentes y estatuas
adornaban plazoletas graciosas o alamedas
extensas, miradores y kioscos embellecían los
centros o los ángulos de otras calles, y una ría
de agua clara y serena cortaba la posesión,
pareciendo una cinta de plata, en la que se
deslizaban blancos cisnes y peces de colores.
Al otro extremo del jardín, o sea en la parte
más lejana a la casa, se levantaba un edificio
de un solo piso, pequeño y descuidado, que
servía para guardar objetos de jardinería en
unas habitaciones y en las otras trigo o algún
producto de las huertas que también poseía el
alcalde. Hacia allí no iban nunca Romualda y
su sobrina y a eso sin duda debía atribuirse
que estuviese la casa tan ruinosa y aquel lado
del parque tan mal cultivado creciendo la
hierba por sus calles.
Pedro Serrano era muy rico, su morada estaba
suntuosamente alhajada, en el cuarto de
su hija sobraban los muebles de lujo y los
objetos de arte. Sin la intervención de Romualda,
que era muy devota, las habitaciones
de la niña hubiesen sido un pequeño museo,
pero la viuda las había llenado de piadosas
imágenes de mérito dudoso o nulo, colocando
algún cuadro de santos, de colores demasiado
vivos, al lado de preciosos grabados y bellísimas
acuarelas. Romualda desde que quedó
viuda, no había tenido más deseo que el de
encerrarse en un convento y su único afán era
guiar a su sobrina por aquel camino para que
algún día entrase con ella en el claustro. No
se sabía si la joven tenía vocación o no, pero
su tía se fundaba en lo primero porque no era
amiga de galanteas ni amoríos, habiendo despreciado
a algunos muchachos del pueblo
que, a pesar de sus pocos años, le habían
declarado su pasión, dedicándole serenatas
con canciones alusivas a ella, que solo habían
inspirado risa o lástima a la hija del alcalde.
Cecilia, que así se llamaba esta, era una muchacha
alta, esbelta, hermosa, con cabellos y
ojos negros, bellas facciones, tez blanca y
algo pálida. Vestía siempre con elegante sencillez,
y las otras jóvenes del lugar la contemplaban
con envidia. Hubiese parecido tímida o
indiferente sin el fuego de su mirada que se
fijaba con insistente curiosidad en los seres
que la rodeaban; por lo demás hablaba poco,
no discutía nunca, ni contrariaba jamás a su
padre y a su tía.
Era una tarde del mes de junio; Pedro
había salido después de comer, en busca del
fugitivo, Romualda y la niña se hallaban sentadas
bajo el emparrado haciendo cada una
su labor. La tía, que era fea, de corta estatura
y vista más corta todavía, llevaba gafas y
acercaba a sus ojos la costura para ver por
donde metía la aguja, la sobrina trabajaba
con alguna distracción porque su pensamiento
estaba muy lejos de allí
-¡Cuánto tarda tu padre! -exclamó la viuda-.
Temo que cualquier día le pase un percance
por alejarse tanto del lugar. Figúrate
que llega a descubrir el paradero de ese bandido
a quien persigue, que este va armado
¿qué ha de hacer sino intentar matar a Pedro
para que no le encierre en una cancel de la
que saldrá para ser fusilado?
-¿Y qué ha hecho ese hombre para que
quieran cazarle como a una fiera? -preguntó
Cecilia-. ¿Cuál es su delito?
-¿Se sabe acaso? Si es un ladrón…
-Ya se ha dicho que no -interrumpió la joven-,
su falta no es esa, dicen que se trataba
de un asunto político.
-Entonces será que no estaría conforme
con el gobierno y querría sublevarse contra él.
Esto ha pasado con frecuencia en nuestro
país.
-¿Y quién ha tenido razón?
-Unas veces los unos y otras los otros.
-¿De modo que sería posible que ese hombre
no fuese un malvado?
-Si hubiera vencido hubiese sido un héroe;
como ha perdido es un criminal. Tu abuelo, o
sea mi padre combatió en tiempo del rey José
contra él, y para salvar su vida tuvo que emigrar.
De la India trajo después las grandes
riquezas que posee tu padre y las que yo tenía
que en mal hora derrochó mi marido (que
en paz descanse) en poco tiempo. No te cases
nunca, Cecilia; los hombres no suelen ser
buenos y el que mejor parece de novio es el
esposo peor.
-No me casaré, tía, ya se lo he dicho mil
veces a mi padre.
-¿Y qué opina de tu resolución?
-Me ha dicho que tiene que hablar con V.
sobre ello.
Estero acabar de convencerle, si no lo está
ya, de que lo que a ti te conviene es venirte al
convento conmigo, dentro de algunos años.
El reloj de la iglesia dio las cuatro y Romualda
dijo al oírlo, a Cecilia:
-Dentro de media hora empieza la novena
a San Pedro; ve a vestirte y tráeme el manto
y el rosario cuando vuelvas hacia acá.
La joven recogió su costura y se dirigió lentamente
a la casa para obedecer las órdenes
de su tía.
– II –
Un cuarto de hora después llegó Pedro.
Romualda le saludó con cariño, y el alcalde
ocupó la silla de su hija.
-¿Qué hay de nuevo? -preguntó la viuda.
-Nada, siempre igual -contestó Serrano de
mal humor-; no sé dónde se mete ese hombre
y tengo decidido empeño en hallarle; preciso
es que le oculte alguno en la aldea para
que no pueda dársele alcance, pero ¡ay! del
que sea; seré tan inflexible con el fugitivo,
como con el que le esconda en su morada, el
que esto haga se ha de acordar de mí, así lo
he dicho a toda la gente de este pueblo que
me ama tanto como me teme. He prometido
una buena recompensa a quien me entregue
al culpable. De Madrid me escriben que no le
deje escapar, España entera está pendiente
de lo que ocurre en este pobre rincón, y sería
deshonroso que defraudase las esperanzas de
tantas personas importantes que ahora confían
en mi celo y en mi lealtad.
-Con tal que no te cueste caro -murmuró
Romualda.
-No hay peligro, nada me pasará, Dios vela
por mí porque os hago mucha falta a ti y a
Cecilia. Y a propósito de mi hija ¿qué hace
que no sale a mi encuentro?
-Está vistiéndose para ir conmigo a la parroquia.
-Hermana, yo no me opongo a que la niña
rece y cumpla con todas las prácticas religiosas,
pero me parece que le infundes ciertas
ideas que no son de mi agrado. No la eduques
para el convento; es mi único consuelo, quiero
verla feliz y establecida en este lugar.
-¿Con quién vas a casarla?
-Tengo ya formado mi plan. Un sobrino de
mi mujer, muchacho bueno y aplicado, ha
terminado su carrera en la corte y le he convidado
a venir una temporada conmigo. Si le
agrada, este será su esposo. ¿Piensas que he
pasado mi vida economizando y aumentando
el capital que mis padres me legaron, para
que lo hereden unas monjas? No ciertamente.
Cuando recorro la aldea y veo las bonitas casas
que a mi costa han construido y que tengo
alquiladas a las personas de más importancia
de la población, no digo: «Todo es
mío» sino, «todo esto es de mi hija». Cecilia
será dueña y señora de la aldea, una reina
aquí, donde la aman con ternura, porque la
mayor parte de los habitantes la ha visto nacer.
Viviremos todos reunidos, tú su segunda
madre, el joven matrimonio, mis nietos, si el
cielo les concede hijos, y yo. Daremos envidia
al mundo entero por nuestra dicha tranquila y
nuestro bien estar. No saldremos de este
pueblo ¿para qué? ¿Qué le importa a Cecilia lo
que hay más allá de esos montes donde crecen
aromáticas hierbas y sencillas flores? Este
será nuestro paraíso, yo no seré alcalde para
llevar una vida menos azarosa, me dedicaré
por completo a las faenas del campo y mi
yerno me ayudará. El muchacho llegará acaso
esta tarde, inútil es decirte que le acojas como
si fuese sobrino tuyo; en cuanto a Cecilia,
acostumbrada a ver a los jóvenes de aquí tan
torpes, tan mal educados, recibirá con agrado
y con júbilo a un primo cortesano que le dirá
cuatro frases galantes de esas que enloquecen
a las chiquillas.
-¿Sabe ya su próxima llegada?
-No, le reservo el placer de la sorpresa.
-Celebraré que lo sea. Pedro, hay en Cecilia
algo que me extraña y que me asustaría si
no supiese que su alma no vuela más que
hacia el cielo y que todo lo terrenal le parece
triste y mezquino. Tu hija, educada exclusivamente
por nosotros, viendo satisfecho hasta
su menor capricho, se muestra retraída,
carece de contento y de expansión, no tiene
una amiga, no nos hace la más pequeña confianza,
todos ignoramos lo que siente y lo que
piensa. He consultado sobre ello a mi confesor
y está conforme conmigo, la niña no es para
el mundo, es preciso dejarla que sea religiosa.
-Si insistes en eso Romualda, la separaré
de ti. Tú eres quien la hace poco expansiva,
tú la que le arrebatas la alegría y el bienestar.
Cecilia ha nacido como yo para la familia, para
los goces del hogar doméstico; a fuerza de
predicar a la pobre criatura sobre la obediencia
filial has hecho que me tenga más respeto
que cariño.
Los dos hermanos hubiesen acabado por
incomodarse formalmente si no hubiera llegado
Cecilia con oportunidad para terminar la
cuestión. Al ver a su padre corrió a su encuentro,
le besó en la cara y en la mano, luego
entregó a su tía el manto y el rosario y
esperó a que esta diese la orden de partir.
-¿Qué tal has pasado el día? -preguntó Pedro
a la joven.
-Bien -contestó ella-; he andado más que
otras tardes por el jardín, he cogido flores,
me he columpiado…
-¿Y has estudiado el piano?
-No.
-¿Has leído?
-Tampoco; no me gusta leer, los libros son
muy aburridos.
-¿Qué libros?
-Los que me presta tía Romualda.
-¿Y la música tampoco te agrada?
-La música que me proporciona mi tía, no.
-Ya te buscaremos otros libros y otras piezas
mejores.
-Vamos niña -dijo la viuda-, ya han dado
dos toques y no llegaremos a tiempo a la novena
si te entretienes.
Cecilia se despidió de su padre y siguió dócilmente
a su tía. Pedro Serrano quedó solo
en el jardín.
– III –
El alcalde se sentó primero, se paseó después,
había contado con que pasaría aquella
hora con su hija y su hermana y su ausencia
no podía menos de contrariarle. Felizmente, al
poco rato un criado vino a anunciarle la llegada
de su sobrino y Pedro se apresuró a ir a la
casa donde le aguardaba el joven. Este se
llamaba Lorenzo Henares y había acabado la
carrera de leyes. Hacía bastantes años que
Serrano no había visto a su sobrino, que contaba
veintidós, y acaso no le hubiese conocido
a no saber su regreso al lugar. Lorenzo no
tenía una hermosa figura, su fisonomía era
franca, dulce, simpática, pero no bella, su
estatura mediana, su inteligencia clara si no
superior, su carácter bondadoso, su desinterés
grande, su conducta intachable. Era el
yerno que convenía a Pedro, tan celoso de la
ventura de su hija; lo único que faltaba era
que los jóvenes se comprendieran y se amasen.
El alcalde habló mucho de Cecilia, enseñó
a su sobrino media docena de retratos en
fotografía, hechos por un artista que estuvo
de paso en el lugar, le dijo que la joven era
buena y sencilla y se la mostró, si no tal como
era, así como él la imaginaba, porque nada
era más difícil de entender y de definir que el
carácter de aquella niña tan mimada, tan
querida y al propio tiempo tan ignorante de
los sucesos de menos importancia de este
mundo. Lorenzo le escuchaba con atención y
con interés. Su tío le enseñó luego la casa, el
jardín en la parte en que se hallaba bien cultivado,
le habló de las mejoras que pensaba
introducir en él poniendo aquí una fuente
nueva; haciendo allá un mirador, agrandando
el gallinero y el palomar, arreglando un establo,
echando abajo el edificio ruinoso que se
veía a lo lejos para levantarle otra vez con el
objeto de que sirviese para habitaciones de
los jardineros que las tenían fuera de la posesión.
Así se pasaron dos horas. Al cabo de
ellas volvieron a la casa donde a los pocos
minutos entraron Romualda y su sobrina. Era
ya completamente de noche y el alcalde había
dado la orden de que se encendiesen las luces.
Al vivo resplandor de ellas se conocieron
Lorenzo y Cecilia. A él le pareció la niña admirablemente
hermosa, ella le encontró feo y
poco simpático. Cenaron juntos; la joven no
habló casi nada, el primo tampoco, porque se
hallaba visiblemente turbado en su presencia.
Después de cenar pasaron a la sala donde
tocaron el piano Cecilia primero, Lorenzo enseguida.
Era él un artista bastante notable y
Cecilia al oírle ejecutar algunas piezas se reconcilió
algo con su primo que tan repulsivo le
había sido al pronto. A las once se retiraron a
sus habitaciones donde no tardaron en dormirse
Pedro y Romualda. Lorenzo se acostó
para pensar en su prima, que le había hecho
profunda impresión. En cuanto a Cecilia, abrió
una de las puertas que daban al jardín y salió
a este contemplando extasiada las bellezas de
una serena noche de luna. ¿En qué pensaba?
No era seguramente en Lorenzo. Al dar las
doce el reloj de la parroquia, cuando comprendió
que todos descansaban en su vivienda,
entró de nuevo en su alcoba, sacó de un
armario varias provisiones que tenía allí guardadas,
las puso en una cestilla que colgó de
su brazo, salió por segunda vez al jardín, entornó
la puerta para que pareciese estaba
cerrada, y mirando con recelo o todas partes
se encaminó rápidamente hacia el ruinoso
edificio donde no se veía luz ni señal ninguna
de estar habitado. Cerca de allí llenó en una
fuente una botella de agua clara y cristalina,
sacó después una llave que llevaba oculta en
su pecho, abrió la pieza, donde más adelante
había de encerrarse el trigo y penetró en ella
con resolución. Un hombre se dirigió hacia la
joven: era alto, hermoso, con cabellos y ojos
negros y poblada barba; representaba unos
treinta años y su traje roto y empolvado le
daba un aspecto extraño, haciéndole semejarse
algo a un bandido.
-¿Has traído una luz? -preguntó dulcemente
a la niña.
-No señor, no me he atrevido -contestó
ella-. Las ventanas cierran mal y pudieran ver
la claridad que por ellas saliese algunos vecinos,
llamando la atención de mi padre.
-¡Siempre en tinieblas! es decir, siempre
no, ayer y hoy he visto el sol puesto que he
podido contemplarte.
-Aquí tiene V. las provisiones ofrecidas, cene
V. caballero.
Él se sentó en un escalón de piedra y comió
con el apetito natural de quien no ha tomado
ningún alimento en veinticuatro horas.
Estas hacía que aquel hombre se hallaba
allí. La noche antes, Cecilia había salido como
era su costumbre a pasearse durante aquellos
momentos de silencio y de soledad. Una sombra
había aparecido ante ella de pronto. La
niña iba a gritar pidiendo socorro, cuando el
supuesto fantasma dijo:
-Mujer, quien quiera que seas, ten compasión
de mí y no me pierdas. Si gritas serás la
causa de mi muerte porque me persiguen
como a un malhechor, siendo inocente, y no
tardaré muchos días en ser fusilado. Si me
ocultas, Dios te premiará tu buena acción,
porque en pasando algún tiempo podré huir
con facilidad para alejarme por siempre de
esta ingrata tierra.
-¿Quién es V.? -preguntó Cecilia temblando.
-Soy el jefe de la partida disuelta; hace
unos días que me escondo en el monte y la
casualidad, si no quieres que sea la Providencia,
me ha traído aquí. ¿Y tú quién eres, niña?
-Cecilia, la hija del alcalde Pedro Serrano.
-¡La hija del alcalde! -repitió con temor-,
entonces estoy perdido. No lo siento por mí,
sabré morir con valor y resignado, pero averiguarán
mi nombre, lo cubrirán de ignominia,
y mis ancianos padres morirán de vergüenza
y de dolor. No intento más huir, es inútil, llama
a tu padre, niña, dile que vengo a entregar
me a él.
Cecilia meditó un momento y al fin murmuró:
-Voy a salvar a V.. Sígame.
No quería tener aquella mancha sobre su
conciencia; no podía delatar al que había empezado
por declarar que era inocente. Le condujo
a aquel ruinoso edificio, le ofreció por
lecho lo único que allí había, un montón de
paja, le prometió provisiones para la noche
siguiente, le encerró quitando la llave que
siempre estaba puesta, y se alejó preocupada
y temerosa, sabiendo que faltaba a su padre
al amparar al forastero, pero sin decidirse a
declarar a aquel nada referente a suceso tan
singular.
– IV –
-Siéntate a mi lado, niña -murmuró él después
que hubo cenado-. Desde anoche no he
cesado de pensar en ti y esto ha hecho menos
amargas las tristes horas que he pasado sin
luz, sin aire, casi exánime de hambre y de
sed. Eres muy bella, ya lo sabrás sin duda ¡te
lo habrán dicho tantos! Hay algo en ti de la
Ofelia o la Julieta de Shakespeare. ¿Conoces
esas historias?
-No señor.
-Pues yo te las contaré.
Refirió el misterioso personaje a la niña lo
más interesante que encierran los dramas
aquellos del célebre poeta inglés, los amores
de las sencillas jóvenes con Hamlet y Romeo.
-¿Y eso está escrito en algún libro? –
preguntó ella después que le oyó embelesada.
-Sí, Cecilia.
– ¡Y yo que le decía a mi padre que no me
gustaban los libros!
-Si algún día puedo proporcionártelos los
leerás.
-Así lo espero; V. se salvará, desde anoche
no he cesado de pedírselo a Dios.
-¿Y por qué? Tú no me conoces ¿a qué interesarte
por mí? No sabes mi nombre, ni mi
historia, el mundo me llama criminal.
-Sí, pero mi tía me ha dicho que puede V.
ser un héroe.
-Sabe tu tía acaso…
-No, nada, pero me ha hablado hoy del
hombre a quien tanto persigue mi padre.
-¿Y no le atacaba?
-Es incapaz de culpar a nadie.
-Mi estancia en esta casa, niña, no podrá
prolongarse mucho; con ella acaso te comprometes
y si algo te sucediera por mí no me
consolaría. Jamás. Sé que el día de San Pedro
hay en este lugar grandes fiestas, tanto por
celebrarse el santo del alcalde como por ser el
patrón del pueblo. Vendrán forasteros, todo el
mundo se divertirá y si yo encontrase un caballo
para esa noche, huiría fácilmente. Tengo
dinero con qué comprar uno ¿podrías proporcionármelo?
-Lo intentaré.
-Dios te lo premiará, eres mi ángel bueno;
el cielo te hizo tan bella como virtuosa.
-Caballero es tarde, tengo que retirarme,
mañana volveré. En la cesta hay aún algunas
provisiones, guárdelas para tomar algo durante
el día, pues hasta estas horas no podré
venir.
-No me olvides, Cecilia.
La joven se lo prometió, y lo que es peor,
cumplió más de lo que había ofrecido. Durante
todo el día no cesó de pensar en él.
Su padre y su tía al verla preocupada creyeron
que era por la llegada de Lorenzo, y el
alcalde que no cabía en sí de gozo, empezó a
hablar de la proyectada boda a los vecinos y
la tía a desistir de ir al convento puesto que
su sobrina no había de acompañarla ya.
Cecilia siguió yendo por las noches a ver al
forastero, este se mostraba cada vez más
afectuoso con ella; ella sentía que abrasaba
su pecho la llanta del amor. Le refirió su historia
al cuarto día.
-Soy hijo de padres nobles y honrados -le
dijo-, tengo un corazón ansioso de aventuras
y esto me hizo separarme de ellos cuando era
muy joven. Partí a América con un célebre
emigrado español; con él aprendí a conspirar,
por él anhelé combatir. Teniendo franca entrada
en mi patria, deseando ver a mi protector
ocupar uno de los más altos puestos, de
acuerdo con otros conspiradores, levanté en
la provincia una partida, debiendo apoyarme
los amigos con otras muchas. Varias no se
organizaron, hubo una contraorden para la
sublevación, que recibí demasiado tarde, y
por falta de gente fuimos derrotados. Ya conoces
lo demás. He venido aquí y por ti he
olvidado mis sueños de gloria, mi ambición de
triunfo, todo en fin. ¿Sabes cuál sería hoy mi
bello ideal? Vivir contigo en un rincón de la
tierra, solos como ahora, pero sin temores,
sin penas y sin sobresaltos, poder darte mi
nombre, hacerte feliz. Aquí, Cecilia hermosa,
no te veo, te adivino y desearía admirarte,
oírte y hablarte a todas horas. ¿Qué será de
mí cuando me aleje de esta tierra? Ya no te
hallaré más en mi camino, porque no podré
volver a España. Estoy condenado a emigrar
siempre, amando tanto a mi patria.
Aquella noche no dijo más; a la siguiente
propuso a la niña que huyese con él.
-Más allá de esos montes -murmuró-, hay
un mundo que tú no conoces ni has soñado
jamás. Aquí está la tranquilidad de la aldea,
allá el bullicio de las grandes ciudades, aquí la
muerte, allá la vida.
Mucho más habló el forastero; lo hizo con
el acento del verdadero amor, con fuego, con
entusiasmo, y la niña inocente e ignorante de
cuanto pasaba en el mundo, se dejó arrastrar
por aquellas apasionadas frases y en un momento
de locura o de delirio se comprometió
a partir con él.
-Mañana -le dijo ella al retirarse-, un caballo
te esperará a la puerta de esta habitación.
-Bien -contestó él-, pero no olvides que no
huiré sin ti y que me entregaré a tu padre si
no vienes.
Hacía seis días que el joven se hallaba
oculto en casa del alcalde, al siguiente era
San Pedro, cuando debían celebrarse las fiestas.
Aquella noche Lorenzo, que como todo
enamorado dormía poco, había salido al jardín
algunos minutos antes que su prima. Cuando
esta llegó, temiendo disgustarla, se ocultó
para contemplarla un instante y grande fue su
asombro al divisar a Cecilia que con la cestilla
llena de provisiones se dirigía hacia la parte
más sola y descuidada de la posesión. La siguió
a alguna distancia y la vio entrar en el
ruinoso edificio. Como el forastero no podía
encender luz por la prohibición de Cecilia,
esta dejaba siempre la puerta abierta, así es
que Lorenzo pudo escuchar toda la conversación
de los amantes. Su primer impulso fue
llamar a Pedro y contarle lo que había oído,
pero pensó en la pena que causaría con eso a
su tío y decidió pedir consejo a la almohada
antes de dar un escándalo. Tiempo había de
parar el golpe en aquellas veinticuatro horas.
Entró en su alcoba y esperó a la ventana la
vuelta de Cecilia. Esta llegó poco después
caminando lentamente, con la cabeza inclinada
sobre el pecho.
No miró siquiera a la fachada de su casa,
así es que no sospechó que un hombre, el
mayor de sus enemigos entonces por lo mismo
que la amaba y estaba celoso, conocía el
proyecto de su fuga del hogar paterno donde
era tan querida, con un aventurero sin nombre
y sin fortuna.
– V –
Las fiestas de San Pedro fueron notables
aquel año: función de iglesia con sermón y
música por la mañana, rifa en la plaza después,
procesión por la tarde, baile público y
fuegos artificiales por la noche. Para el día
siguiente se anunciaban novillos que debían
lidiarse en un corral. El alcalde había de presidir
todas las fiestas y presentarse en ellas
su hija lujosamente ataviada. Una comisión
de lo más escogido de la aldea fue temprano
a felicitar a Pedro Serrano por ser su santo,
siendo recibida con afable cordialidad por el
padre de Cecilia. Esta le había dado un pañuelo
bordado por ella, Romualda una relojera,
los vecinos todos obsequios que no por ser
humildes habían sido recibidos con menos
júbilo. Lorenzo no sabía cómo y cuándo hablar
a su tío y entre tanto el día iba pasando, se
aproximaba la noche y el joven veía con terror
que no podía decir a Pedro el peligro que
a todos amenazaba. Cecilia y su primo habían
presenciado juntos todas las fiestas, ella estaba
más preocupada que triste, él no había
pronunciado ni media docena de palabras con
gran descontento de Romualda que decía:
-Estos muchachos educados en la corte no
encuentran bien más que lo que ven en Madrid;
este pobre Lorenzo está mortalmente
aburrido y no se atreve a confesarlo.
En casa de Serrano hubo numerosos convidados
que se sentaron a la mesa a las siete
de la tarde. Cecilia comió al lado de su primo.
Todos parecían haber olvidado al jefe de la
sedición, cuando al servirse los postres, el
secretario del Ayuntamiento se levantó y con
la copa en la mano dijo:
-Brindo, señores, por nuestro querido alcalde,
por su encantadora hija, su excelente
hermana y sobrino, por todos los presentes y
también porque tenga Serrano la gloria de
capturar al malvado que alteró la paz de esta
comarca.
Todos aplaudieron, todos brindaron, excepto
Cecilia que pálida y temblorosa había oído
con profundo terror las últimas palabras del
secretario.
Acabó la comida, salieron del comedor y
Serrano dijo a Lorenzo:
-Ve a ver los fuegos artificiales con Romualda
y tu prima. Yo me quedo con estos
amigos y me reuniré a vosotros luego.
-Tío -murmuró el joven-, quisiera antes
hablar con usted.
-En este momento me es posible; en la
plaza me encontrarás después.
-¿Y si es demasiado tarde?
Antes de que respondiese Serrano, varios
hombres del lugar se reunieron al alcalde para
tratar de las fiestas nocturnas y Lorenzo tuvo
que partir con la vieja y la niña. El joven se
hallaba cada vez más impaciente; el tiempo
pasaba y Pedro no venía. El reloj de la iglesia
dio las once.
-Una hora más y todo se habrá perdido -se
dijo Lorenzo.
Sin decir nada a su prima, se dirigió en
busca de su tío. Al verle desaparecer Cecilia
sonrió dulcemente; hacía rato que anhelaba
verse a solas con Romualda.
-Voy a saludar a mi amiga Angelita -dijo a
la buena señora.
Esta no se opuso, la joven se alejó y al llegar
a un paraje desierto echó un abrigo sobre
sus hombros, para que no llamase la atención
su vestido de seda de color claro, y por caminos
extraviados se dirigió a su casa que encontró
desierta, porque todos los servidores
se hallaban en la función. Entró por el jardín
del que tenía una llave, sacó de la cuadra el
mejor caballo que encontró, y trémula, palpitante
el corazón, fue al ruinoso edificio donde
el misterioso caballero la aguardaba impaciente.
-Dios te premie lo que por mí haces niña –
murmuró él.
Montó a caballo y viendo que Cecilia vacilaba
en seguirle, la cogió en sus brazos.
-¡Mi padre, mi pobre padre! -exclamó ella
derramando lágrimas.
-Yo te daré más amor que él.
En aquel momento sonaron a lo lejos doce
campanadas.
El desconocido y Cecilia llevados por el fogoso
caballo iban a internarse en el monte
cuando vieron a pocos pasos un grupo de
hombres armados a cuyo frente divisaron a
Serrano y a Lorenzo.
-¿Ve usted, tío, como era cierto? -dijo el
joven a Pedro- ¿ve usted como ella quiere
huir también? Si me hubiese escuchado antes
hubiéramos evitado que se reuniesen aquí. Un
minuto más y no los alcanzamos.
-¡Tirad! -gritó el alcalde-, haced fuego sobre
el miserable que me arrebata mi honra,
mi dicha…
Los hombres no se atrevían a obedecer
temiendo herir o causar la muerte a Cecilia,
pero Serrano era esclavo de su deber.
-Tirad -repitió-, suceda lo que suceda. Al
que vacile en obedecer le costará caro.
Se oyó una detonación, luego otra, el desgraciado
padre cerró los ojos para no presenciar
aquella escena.
Lorenzo vio entonces que el fugitivo se detenía
un momento, depositaba en el campo a
la joven y partía otra vez perdiéndose pronto
en la espesura del bosque. El sobrino de Pedro
y los demás hombres se lanzaron hacia
aquel lugar. Cecilia se hallaba tendida en el
suelo pálida e inmóvil; una bala la había herido
en la espalda, otra la había matado; la
infeliz joven había sucumbido para salvar a su
raptor. Este ganaba terreno, ya no se oía el
galope de su caballo.
-Prendedle -gritaba Lorenzo.
Todo fue en vano, el caballero huyó y esta
vez para siempre.
Serrano al saber lo ocurrido no derramó
una lágrima, pero su dolor mudo era más terrible
que la desesperación más violenta. Todo
lo había perdido aquel desventurado padre,
su honor, su hija, su felicidad. Desde
entonces dejó de ser alcalde, se encerró en su
casa sin querer ver a nadie, ni aun a su hermana
y a Lorenzo.
– VI –
Así pasó un año, llegaron otra vez las fiestas
de San Pedro y ya no las presidió Serrano,
ni presenció ninguna de ellas. Al anochecer,
Romualda fue a la habitación de su hermano
para prestarle sus consuelos en tan triste día,
y encontró la alcoba desierta. Llamó a su sobrino
y ambos se dirigieron al jardín en busca
del anciano. Mucho anduvieron antes de encontrarle;
el desgraciado padre se hallaba de
rodillas en el lugar donde Cecilia había muerto.
Lorenzo y Romualda intentaron alejarle de
allí.
-Me siento mal -les dijo-, dejadme morir en
paz donde para siempre la he perdido.
Continuó orando y su hermana y el joven
murmuraron una plegaria también. Cuando la
luna apareció en el cielo se acercaron de nuevo
a Serrano que permanecía mudo e inmóvil,
le hablaron y no les contestó. Lorenzo entonces
se aproximó más, cogió sus manos, tocó
su frente y vio que estaba muerto.
Pedro dejó en su testamento una renta vitalicia
a su hermana, y su fortuna, que era
inmensa, a Lorenzo. El joven hizo levantar un
pequeño monumento en el sitio donde murieron
Cecilia y su padre. Al año siguiente brotaron
allí espontáneamente plantas y flores, y
como estas fuesen encarnadas, los habitantes
de la aldea dijeron que habían nacido de la
sangre que de sus heridas derramó la infortunada
joven.

Los Dos Vecinos

– I –
-Debe ser rubia, tener los ojos azules, una
figura sentimental -dijo Santiago.
-Te equivocas -replicó Anselmo-; debe ser
morena, con brillantes ojos negros, cabellos
de azabache, abundantes y sedosos…
-No -interrumpió Genaro-; ni lo uno ni lo
otro. Pelo castaño, ojos garzos, pálida, hermosa,
elegante, esbelta.
-¿De quién se trata? -preguntó Rafael, entrando
en la habitación de la fonda donde
discutían sus tres amigos.
-Ven aquí, Rafael -dijo Santiago-; nadie
mejor que tú puede sacarnos de esta duda.
Aunque has llegado al pueblo hace pocos días,
de seguro habrás observado que enfrente de
tu casa vive una mujer acompañada de dos
criados viejos, verdaderos Argos que la guardan
y la vigilan, sin permitir que nadie se
aproxime a su morada. Ninguno de nosotros
ha alcanzado la suerte de ver a tu vecina, y
hablábamos del tipo que imaginábamos debía
tener. Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás
decirnos cuál acierta de los tres.
-Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive
una mujer que, como vosotros, supongo
será joven y hermosa -contestó Rafael-; de
noche llegan hasta mí las dulces melodías que
sabe arrancar de su arpa o los suaves acentos
de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os
aseguro que jamás he tenido esa suerte, y
sólo he logrado vislumbrar una vaga sombra
detrás de las persianas de sus balcones. Hasta
ahora me he ocupado muy poco de ella; la
muerte de mi tío, su recuerdo, que me persigue
sin cesar en esa casa que él habitó y que
heredé a su fallecimiento, todo contribuye a
que no busque gratas sensaciones; así es que
apenas me he asomado a la ventana desde
que llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa
vecina, detrás de las persianas; así
observo sin que nadie pueda fijarse en mí.
-¿De modo que no te es posible decirnos
nada respecto a ella? -preguntó Anselmo.
-Nada -contestó Rafael.
-Yo apuesto un almuerzo a que he acertado
-dijo Genaro.
-Y yo lo mismo -añadió Santiago.
-Y yo igual -murmuró Anselmo.
-En cuanto sepa quién gana, os lo comunicaré
-dijo Rafael-. En mi calidad de vecino,
podré saber antes que vosotros lo que deseáis
averiguar, y tendré el gusto en dar la nueva
al vencedor.
-Mañana -repuso Santiago-, partiremos los
tres de caza al monte, y volveremos dentro
de unos ocho días; entonces nos dirás cuál ha
ganado de los tres.
-¿Tú no nos acompañas? -preguntó a Rafael
Anselmo.
-No puedo -contestó el joven-; y además
de tener ocupaciones, soy poco aficionado a la
caza.
-Supongo que no habrás olvidado que nos
prometiste comer hoy con nosotros -dijo Genaro.
-No; principalmente he venido por eso.
Durante la comida se habló de la misteriosa
vecina; se renovaron las apuestas, y a las
once se separaron Rafael y sus tres compañeros,
quedando estos en la fonda y regresando
el primero a su morada.
– II –
Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez
de hacer alumbrar la habitación, dio orden a
su criado de que se retirase, y asomándose a
la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus
miradas en la casa de enfrente.
La noche estaba obscura, el aire era tibio,
y hasta el joven llegaba el aroma de las flores
que adornaban los balcones de la vivienda de
su vecina.
Las persianas de aquellos estaban cerradas,
y apenas se veía entre alguna un débil
rayo de luz. Lo que sí percibía claramente
Rafael era el sonido dulce y melancólico de
una pieza musical tocada magistralmente en
el arpa.
-¡Cuánto daría por ver a la que así expresa
con la música las sensaciones de su alma! –
exclamó.
Poco a poco se fueron extinguiendo todas
las luces; la casa de enfrente quedó como la
de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces
oyó el joven el ruido de una persiana que se
abría. Vagamente divisó la figura esbelta y
graciosa de una mujer vestida de blanco, que
se asomó a uno de los balcones, apoyando
sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto
de hora, y al cabo de él las campanas de la
iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación,
que los dos vecinos no pudieron
menos de asombrarse.
Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue
de larga duración, porque bien pronto vio a lo
lejos un resplandor rojizo y una columna de
humo que se elevaba al cielo.
Un hombre pasó rápidamente por la calle.
-Dios mío, ¿qué sucede? -preguntó ella dirigiéndose
sin duda al transeúnte, que no la
oyó.
Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se
sintió impresionado, y se apresuró a contestar.
-Señora, es un incendio.
-¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde?
-Debe ser en la fábrica de papeles pintados
que hay no lejos de aquí.
-¡Qué desgracia! -exclamó la vecina-.
¡Cuántas familias quedarán pereciendo si el
fuego es de consideración!
-Corro a verlo y traeré a usted noticias.
Media hora después volvía Rafael a ocupar
su puesto en la ventana de su casa.
-Señora -dijo a su vecina que permanecía
inmóvil-, el incendio ha sido cortado y no hay
que lamentar grandes pérdidas. El pueblo en
masa ha trabajado con ahínco para que se
extinga.
-Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila.
Le agradezco el servicio que me ha prestado,
pues sé que no tengo ninguna desdicha
que lamentar.
-¿Se va usted ya?
-Es muy tarde.
-¿Quiere usted hacerme un favor?
-Si está en mi mano…
-Precisamente: que antes de retirarse a
sus habitaciones toque un momento el arpa.
La vecina se retiró, y poco después volvían
a sonar los suaves acordes del instrumento.
Rafael no se apartó de la ventana hasta que
la vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y
durante toda la noche no cesó de soñar con
ella.
– III –
A las once en punto de la siguiente, Rafael
se asomó, y su vecina no tardó en imitarle.
Habían hablado la víspera y era natural que
se saludasen. Ambos tenían curiosidad por
saber quiénes eran el uno y el otro, y él sacó
la conversación sobre esto, empezando por
decir:
-¿Hace mucho tiempo que se halla usted
en este pueblo?
-Quince días -contestó ella.
-Yo también hace poco que he llegado. Vivía
en Madrid, y tenía en esta tierra a un
hermano de mi madre, al que quería mucho,
y que ha muerto ahora, dejándome por heredero
de todos sus bienes. Mi tío era muy conocido
y apreciado aquí, D. Antonio León.
-Era amigo de mi padre -interrumpió ella.
-Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?
-Pedro Vázquez.
-No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive
todavía?
-Tengo la desgracia de ser huérfana.
-¿Está usted aquí sola?
-Completamente sola.
-¿No tiene usted familia, ni hermano, ni
esposo? -preguntó Rafael.
-No tengo hermano, y soy soltera –
contestó ella.
El joven respiró libremente.
-¿Vive usted por placer en este pueblo? –
preguntó pasado un instante.
-Me han mandado los médicos aspirar los
aires puros del campo, y he elegido con preferencia
este lugar porque no se halla lejos de
la corte, donde he habitado siempre. Por lo
demás, sé que todo cuanto haga será inútil
porque mi mal no tiene remedio.
-¿Está usted enferma?
-Sí señor.
-No será tan grave como piensa.
-Tanto que temo morir aquí.
-¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?
-Quisiera equivocarme -murmuró ella-,
pues a los veinticinco años nadie muere contento;
pero si Dios lo dispone, me resignaré.
-Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me
falta verla y averiguar su nombre.
Hubo una breve pausa y él continuó:
-No se la encuentra a usted en ningún lado.
-No voy más que al jardín -contestó ella.
-¿Ni a misa?
-Me la dicen en el oratorio que tengo en mi
casa.
-¿Le han prohibido a usted salir?
-Me lo he prohibido yo.
-¿Puedo saber por qué?
-Es un secreto.
-¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta?
-prosiguió Rafael.
-De ningún modo -respondió la joven-,
hable usted.
-Desearía saber el nombre de mi vecina.
-Me llamo Carlota. ¿Y usted?
-Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle un
favor: ¿consentirá en asomarse un rato todas
las noches?
-Me asomaré con mucho gusto.
-¿No faltará usted nunca?
-Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia
y es hora que me vaya. Buenas noches.
Los dos se alejaron, y desde aquel día se
hablaron a la hora convenida, y pronto pudieron
convencerse de que no eran indiferentes
el uno al otro.
– IV –
Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron
al pueblo, Rafael no pudo decirles aún
cómo era el rostro de su misteriosa vecina.
Aunque el tiempo se había serenado, la luna
salía tan tarde que Carlota y Rafael se retiraban
antes que la reina de la noche esparciese
su luz de plata sobre la tierra. Parecía que
ambos jóvenes ponían especial cuidado en no
encontrarse en calles o paseos, lo que nada
tenía de particular, porque Carlota no abandonaba
jamás su vivienda. En cuanto a Rafael,
a causa del luto por su tío, no iba a ninguna
diversión, y únicamente visitaba a sus
amigos. Estos se alejaron de nuevo de aquel
lugar, prometiendo a Rafael volver a verle
pronto.
Así estaban las cosas, cuando el joven se
decidió por fin a decir a Carlota que la amaba,
teniendo la inmensa satisfacción de saber que
era correspondido. Fueron aquellos unos amores
por demás extraños. Se hablaban de noche,
no se conocían, ni parecían desear verse.
Él comprendía que ella era alta, esbelta y
elegante, pero no podía descubrir sus facciones;
ella creía adivinar que él tenía mediana
estatura, que su porte era distinguido, pero
ignoraba si era feo o hermoso. ¿Qué les importaba
esto? Su amor tenía mucho de ideal y
algo de fantástico, ambos soñaban con la belleza
del alma, importándoles poco su envoltura;
pero esto no se lo decían jamás, y los
dos vivían en un error del que nadie podía
sacarles.
Rafael tenía un criado que le profesaba
verdadero cariño, y Carlota, como ya hemos
dicho, dos viejos servidores que la habían
conocido desde niña. Los tres criados se
hablaban con frecuencia, y un día por la mañana
se hallaron en la calle la anciana Dominga
y el buen Roque.
-¿Qué tal está tu señora? -preguntó él
-Algo delicada -respondió ella-; ¿y tu señor?
-Mi amo sigue bueno -contestó Roque.
¿Cuántos años hace que estás al servicio
de la señorita Carlota?
-Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su
casa; la quiero como si fuera una hija mía.
Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil
y enfermiza; ahora se ha fortalecido algo;
pero los médicos me han dicho en secreto que
no vivirá largos años. No sé cómo podré estar
sin ella.
-Y… ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus
cabellos?
-Así… rubios.
-¿Y sus facciones?
-No me he fijado.
-¿Cómo son sus ojos?
-¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo
es?
-Como otros muchos hombres respecto a la
figura; pero ¡es tan bueno! ¡No quisiera cambiar
nunca de amo!
-¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! –
suspiró Dominga.
-¡Ojalá! -repitió melancólicamente Roque.
Y ambos se separaron tristes y pensativos.
– V –
Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron
en volver a la corte. Ambos vivían felices
en medio de aquella soledad que les rodeaba;
se amaban con ternura, y nada había más
puro ni más poético que sus conversaciones
nocturnas, que iban siendo más largas conforme
anochecía más temprano.
Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno
de ansiedad, la aguardó inútilmente hasta
que lució el alba. A la mañana siguiente envió
a Roque a preguntar qué sucedía, con encargo
de llevar una carta para Carlota. El fiel
criado supo por Dominga que su señora se
hallaba enferma, y que no había podido desde
la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico
había dicho que la joven estaba muy
grave de la afección al corazón que padecía, y
desesperaba de curarla.
El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando
para consolarle la presencia de sus tres
amigos, que acababan de llegar al pueblo con
objeto de pasar con él una corta temporada.
Una mañana, las campanas de la parroquia
lanzaban un fúnebre tañido. Carlota había
muerto sin que Rafael lograse verla antes de
expirar. Lo que no había pensado en vida de
la joven quiso realizarlo después de muerta;
anheló mirarla de cerca una vez al menos, y
cuando supo que había llegado la hora del
entierro, se dirigió lentamente al cementerio
acompañado de Anselmo, Genaro y Santiago,
que conocían sus amores y no habían querido
separarse de él.
Pronto se detuvo a la puerta del camposanto
el coche que conducía los restos mortales
de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron
el ataúd, lo llevaron junto a una sepultura
abierta, y lo depositaron en el suelo.
Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba
con monótono acento las oraciones de
los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia
adelante, murmuró varias palabras ininteligibles
y hubiera caído al suelo sin sentido, a no
haberle sostenido en sus brazos sus amigos,
que corrieron a él con solícito interés. Lo primero
que hicieron fue alejarle de aquellos
tristes lugares guiándole a un sitio apartado
del mismo cementerio, desde el que no se
veía el entierro de Carlota, y gracias a los
cuidados de los tres, volvió el joven en sí.
-¿Dónde está? ¡Quiero verla!- exclamó
desasiéndose de los brazos de sus compañeros.
-Apóyate en mí y te conduciré donde se
halla su cuerpo-, dijo Genaro.
Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de
la sepultura, casi cubierto por la tierra que
sobre él arrojaba el enterrador.
-¡Demasiado tarde! -murmuró Rafael.
Un viejo que lloraba le miró sorprendido.
-Señor -dijo-, yo soy Gil, el criado de la
señorita Carlota, y no puedo menos de agradecer
el dolor que demuestra usted por su
muerte. Dígame su nombre para que eternamente
lo recuerde.
-Me llamo Rafael.
-¡Rafael! -repitió Gil con asombro-. ¿Era
usted su vecino?
-El mismo.
-¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no
fue a visitarla nunca?
-Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para
qué ocultarlo -dijo tristemente Rafael-. Imaginaba
a mi vecina una mujer tan bella como
espiritual; sabía que mi figura debía desagradarle,
y le hice el amor a la luz de las estrellas,
cuando Carlota no podía verme bien.
Creo que mi alma vale más que mi cuerpo,
puesto que ella me quiso, mientras las demás
mujeres que me vieron me desdeñaron, y
esto me obligó a ocultarme constantemente a
mi vecina. Por eso huí las ocasiones de verla,
para que Carlota no me viera a mí.
-Pero ¿por qué, señor?
-El por qué no puede oscurecérsete –
murmuró Rafael-. ¿No ves mi cuerpo contrahecho
y mi rostro feo y repulsivo?
-¡Señor, señor! -dijo el criado-, esa no era
causa suficiente para que no se presentase
usted a mi ama. Ella también huía las ocasiones
de encontrar a usted; le atormentaba la
idea de que al conocerla no la amase; ella se
había hallado igualmente abandonada por los
hombres en los que no encontraba cariño ni
protección; temía que si usted la viera la olvidase…
-Pero ¿por qué? -interrumpió Rafael.
-Tenía una vejez prematura, sus cabellos
habían encanecido, arrugas precoces surcaban
su frente, lloraba mucho su desdicha, y
solo encontraba consuelo, antes en la música,
después en su amor. Apenas llegaba la noche,
su rostro se animaba, parecía quo no tenía
alma más que para escuchar a usted, y en
aquellas horas recobraba vida y fuerzas para
el siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice
que no es hermoso, que el cielo le ha castigado
haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora
no lo hubiese sabido, ella le hubiera adorado
siempre y usted la hubiera adorado de
igual modo.
-Pero mi figura…
-Mi ama no la hubiera visto: la señorita
Carlota era ciega de nacimiento.
-¡Dios mío! -murmuró Rafael-. He perdido
la única mujer que me hubiera querido en la
tierra.