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La Muerte y el Leñador

Un pobre Leñador, agobiado bajo el
peso de los haces y los años, cubierto de ramaje,
encorvado y quejumbroso, camina a
paso lento, en demanda de su ahumada choza.
Pero, no pudiendo ya más, deja en tierra
la carga, cansado y dolorido, y se pone a
pensar en su mala suerte. ¿Qué goces ha
tenido desde que vino al mundo? ¿Hay alguien
más pobre y mísero que él en la redondez
de la tierra? El pan le falta muchas veces,
y el reposo siempre: la mujer, los hijos, los
soldados, los impuestos, los acreedores, la
carga vecinal, forman la exacta pintura del
rigor de sus desdichas. Llama a la Muerte;
viene sin tardar y le pregunta qué se le ofrece.
“Que me ayudes a volver a cargar estos
haces; al fin y al cabo no puedes tardar mucho.”
La Muerte todo lo cura; pero bien estamos
aquí: antes padecer que morir, es la divisa
del hombre.

Abuelita

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y
el pelo completamente blanco, pero sus ojos
brillan como estrellas, sólo que mucho más
hermosos, pues su expresión es dulce, y da
gusto mirarlos. También sabe cuentos
maravillosos y tiene un vestido de flores
grandes, grandes, de una seda tan tupida que
cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas,
muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes
que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un
libro de cánticos con recias cantoneras de plata;
lo lee con gran frecuencia. En medio del libro
hay una rosa, comprimida y seca, y, sin
embargo, la mira con una sonrisa de
arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos.
¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de
su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que
las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los
colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la
sala se impregna de su aroma; se esfuman las
paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor
se levanta el bosque, espléndido y verde, con
los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y
abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha
de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas,
elegante y graciosa; no hay rosa más lozana,
pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de
dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven,
vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe –
¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sí, y
vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y
por la mente de ella desfilan muchos
pensamientos y muchas figuras; el hombre
gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de
cánticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana
que contempla la rosa marchita guardada en el
libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla
de brazos, estaba contando una larga y
maravillosa historia.
– Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy
cansada; dejadme echar un sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó
dormida; pero el silencio se volvía más y más
profundo, y en su rostro se reflejaban la
felicidad y la paz; habríase dicho que lo bañaba
el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en
lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de
tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas
habían desaparecido, y en su boca se dibujaba
una sonrisa. El cabello era blanco como plata y
venerable, y no daba miedo mirar a la muerta.
Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida.
Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza,
pues ella lo había pedido así, con la rosa entre
las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio,
plantaron un rosal que floreció
espléndidamente, y los ruiseñores acudían a
cantar allí, y desde la iglesia el órgano
desgranaba las bellas canciones que estaban
escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la
difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba,
pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir
por la noche sin temor a coger una rosa de la
tapia del cementerio. Los muertos saben mucho
más de cuanto sabemos todos los vivos; saben
el miedo, el miedo horrible que nos causarían si
volviesen. Pero son mejores que todos nosotros,
y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el
féretro, y tierra dentro de él. El libro de
cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la
rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido
en polvo también. Pero encima siguen
floreciendo nuevas rosas y cantando los
ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías.
Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la
ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes.
Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a
abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando
besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que
yace ahora en la tumba convertida en polvo.

La Muerte y el Desdichado

Un Desdichado llamaba todos los días
en su ayuda a la Muerte. “¡Oh Muerte! exclamaba:
¡cuán agradable me pareces! Ven
pronto y pon fin a mis infortunios.” La Muerte
creyó que le haría un verdadero favor, y acudió
al momento. Llamó a la puerta, entró y se
le presentó. “¿Qué veo? exclamó el Desdichado;
llevaos ese espectro; ¡cuán espantoso
es! Su presencia me aterra y horroriza. ¡No te
acerques, oh Muerte! ¡retírate pronto!”
Mecenas fue hombre de gusto; dijo en
cierto pasaje de sus obras: “Quede cojo,
manco, impotente, gotoso, paralítico; con tal
de que viva, estoy satisfecho. ¡Oh Muerte!
¡no vengas nunca!” Todos decimos lo mismo.

Prejaspes

Pensamos los occidentales haber inventado
la lealtad monárquica, y atribuimos el desarrollo
de este singular sentimiento a las
ideas cristianas, confundiendo los efectos que
debe inspirarnos Dios, suma Causa y Bien
sumo, con los que tienen por objeto a un
hombre nacido de mujer. Yo no sé si un sentimiento
se califica o descalifica por ser antiguo;
pero sé que la lealtad monárquica es tan
vieja como los más viejos cultos, y en apoyo
de esta opinión recordaré la aventura que le
sucedió al adictísimo Prejaspes.
Ciro había sido un soberano glorioso y
justo, pero su hijo y sucesor Cambises, a medida
que fue catando el vino del absoluto poder,
mostró los síntomas de la embriaguez
especial que ocasiona este terrible licor, destilado
con sudor humano, sangre y lágrimas.
Creyóse el centro de la vida y el ojo del mundo,
y contribuyó a engreírle más y a persuadirle
de que su voluntad no reconocía ley ni
freno, su incursión por el Egipto, reino que
había llegado a brillante esplendor de civilización
bajo el Faraón Amasis y que el persa rindió
y subyugó, entrando triunfante en las
magníficas ciudades de la ribera del Nilo, henchidas
de palacios, jardines en terrazas, obeliscos;
pirámides, esfinges y colosos de pórfido
y basalto. Dueño del Egipto Cambises, y
viendo su nombre grabado en caracteres jeroglíficos
en el pedestal de las estatuas naófaras
y en las columnas de los templos, se tuvo,
más que por mortal, por una divinidad como
Osiris, y los egipcios se postraron ante aquel
conquistador de tiara de oro, aquella luz pálida
venida del Oriente. Sólo hubo una clase
social que se resistió a tributar adoración a
Cambises, y fue la de los sacerdotes. La religión
era lo único que resistía en medio del
abatimiento de todos, y por lo mismo Cambises
tuvo empeño en humillarla y vencerla, en
satirizarla y, como hoy diríamos, ponerla en
solfa. No perdía ocasión de burlarse de aquel
culto tributado a dioses con cabezas de animales,
tan risibles para un adorador de la
Luz, el Fuego y el eterno Sol; y si casualmente
sorprendía alguna ceremonia de la religión
egipcia, ideaba bufonadas para escarnecerla.
Acertó a regresar impensadamente a Menfis
en ocasión en que se celebraba la fiesta del
sagrado buey Apis; y entrándose de rondón
por el templo, mandó que le sacasen allí inmediatamente
al bovino dios, y tirando de
cimitarra, le hirió de una cuchillada, que quiso
dar en el vientre y dio en el muslo. “Este dios
que sangra y muge es digno de vosotros”,
gritó a los egipcios, horrorizados de la profanación.
Entonces, el gran sacerdote, alzando
las manos a la bóveda celeste, profetizó que
el impío que hería al dios Apis recibiría herida
igual. Cambises mandó azotar mortalmente al
profeta, pero la profecía quedó grabada en la
mente de los egipcios como esperanza, como
vago terror en la del rey.
Tenía Cambises entre sus servidores al
mayordomo Prejaspes, hombre valeroso, capaz
de echarse al fuego por su monarca. Veía
Prejaspes en Cambises la forma de lo divino
sobre la Tierra, y entendía que un acto era
óptimo o pésimo, según a Cambises placía o
desplacía. Sin embargo, al mismo tiempo que
tan decidida abnegación, existía en el alma de
Prejaspes un instinto natural de veracidad y
de honradez, que le enseñaba a discernir el
valor moral de las acciones, y a darse cuenta
de su alcance, al menos en su propia conducta.
La única noción que Prejaspes no alcanzaba,
es que si hay regla moral para las acciones
humanas, esta regla obliga lo mismo o
más a los príncipes que a los vasallos, y
cuando las órdenes de los príncipes están con
la regla en contradicción, la obediencia sólo a
la regla es debida. No lo entendía así Prejaspes,
y hasta suponía, por exceso de nobleza
de ánimo, que su sangre y su vida entera y su
alma inmortal pertenecían a Cambises.
Sucedió, pues, que Cambises, conocedor
de la incondicional lealtad de su mayordomo,
preguntóle un día qué decían de su rey los
vasallos. Y como Prejaspes hubiese observado
que al monarca le enfurecía y exaltaba el beber,
contestóle lleno de buena intención y con
entereza y respeto: “Señor, opinan que eres
un soberano valeroso y grande; pero que te
gusta el vino en demasía.” No complació la
respuesta a Cambises, por lo mismo que exhalaba
el acre aroma de la verdad; frunció el
poblado entrecejo de azabache, y por sus ojos
cruzó un relámpago como el que despide el
puñal al salir de la vaina. Sin embargo, no
hizo la menor objeción (señal malísima), y
siguió hablando con agrado a su mayordomo.
Cosa de una semana después, al levantarse
de la mesa, hora en que solía Cambises
pasear por los jardines entreteniéndose en
tirar agudas flechas a los pajarillos, llamó a
Prejaspes y al hijo de Prejaspes, copero mayor
de palacio; y al verlos en su presencia,
dijo a Prejaspes en tono alegre: “¿Sabes que
he estado pensando en eso de que mis vasallos
comenten mi afición al vino? Porque capaces
serán de creer que soy algún insensato
y que el abuso de la bebida ha turbado mis
sentidos, nublado mis pupilas y debilitado
este brazo que puso al Egipto por alfombra de
mis pies. ¿Lo creerás? Yo mismo siento
aprensión y quiero hacer un ensayo. ¡Ea! Que
tu hijo se coloque ahí enfrente… Cuádrale
bien; échale atrás los brazos para que descubra
el pecho… Así… Voy a flechar el arco y
disparar… Si coloco la punta en mitad del
corazón, convendrás en que se engañan mis
súbditos y Cambises conserva íntegras sus
facultades.”
Prejaspes, silencioso, obedeció. Temblor
profundo sacudía sus miembros; gruesas gotas
de sudor helado asomaban en la raíz de
sus cabellos; un vértigo oscurecía sus ojos.
Pero aún le sostenía la esperanza quimérica
de que aquello fuese una chanza feroz, y no
más. Cambises tendió el arco, apuntó cuidadosa
y lentamente, pellizcó la cuerda; un silbido
desgarró el aire, y el hijo de Prejaspes
giró sobre sí mismo y cayó al suelo desplomado.
“¡Hola! -gritó Cambises-; aquí mis trinchantes…
Abrid el pecho de ese, a ver si el
hierro ha partido de medio a medio el corazón.”
Palpitaba éste débilmente aún cuando
se lo presentaron a Cambises, con la flecha
plantada en el centro, sin desviación de una
línea. Soltó el rey gozosa carcajada, y volvióse
hacia el anonadado Prejaspes, preguntándole
en tono de buen humor: “¿Qué tal? ¿Sé
yo disparar? ¿Sé acertar? ¿Conoces otro arquero
mejor que tu rey?” Tardó Prejaspes en
contestar a la regia chanza cosa de medio
minuto. Estaba inmóvil, y sus pupilas inmensamente
dilatadas, no sabían apartarse de
aquel corazón sangriento, tibio todavía -el
corazón de su dulce hijo-, cuyas débiles contracciones
expirantes a cada segundo parecían
decirle con misterio: “Padre, véngame.”
¡Arrancar aquella flecha misma, clavarla en la
tetilla de Cambises! ¡Oh ventura, oh goce!…
De pronto, Prejaspes volvió en sí: era el
rey, era su rey, su dueño, su árbitro, la imagen
del eterno Sol sobre la Tierra…; y devorándose
el labio en desesperada mordedura,
su lengua profirió esta respuesta cortesana:
“Señor, el dios Apolo no flecha mejor que
tú…” E inclinándose hasta el suelo, desapareció
para revolcarse a solas, para poder morderse
las manos y herirse el rostro y cubrirse
el cabello de ceniza.
Y en presencia de Cambises, Prejaspes
ocultó sus lágrimas. Fiel como el perro,
acompañóle siempre. Pasado el primer horrible
dolor, diríase que le amó más desde que
hubo entre los dos sangre y sacrificio. A su
lado estaba el día en que, montando Cambises
precipitadamente para sofocar una rebelión,
se hirió con su propia cimitarra en el
muslo, donde había herido al dios Apis; y a su
cabecera, cuando se gangrenó la herida y le
llevó a la sepultura, Prejaspes fue quien ungió
con aromas de nardo y cinamomo el cadáver,
y le colocó en las yertas sienes la tiara de oro.