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La Casa donde Murió

– I –
Camino del pueblo de B…, situado cerca de
la capital de una provincia cuyo nombre no
hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado
por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando
el prometido de la joven, y yo.
Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba
porque empezaba el mes de Agosto, y
los cuatro guardábamos silencio. La señora de
López rezaba mentalmente para que Dios nos
llevase con bien al término de nuestro viaje;
Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando
que no reparaba en ello, y yo contemplaba la
deliciosa campiña por la que rodaba nuestro
coche.
Serían las seis cuando el carruaje se detuvo
a la entrada del pueblo; bajamos y nos
dirigimos a una capilla donde se veneraba a
Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la
madre de Cristina tenía particular devoción.
Mientras esta señora y su hija recitaban algunas
oraciones, Fernando me rogó que le siguiera
al cementerio, situado muy cerca de
allí, donde estaba su padre enterrado. Le
complací y penetramos en un patio cuadrado,
con las tapias blanqueadas, y en el que se
observaban algunas cruces de piedra o de
madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias
varias inscripciones un tanto confusas. En un
rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi
compañero no pareció fijarse al pronto.
Me enseñó la tumba de su padre, que era
sencilla, de mármol blanco, y comprendí que
no era únicamente por verla por lo que el joven
había llegado hasta allí. Observé que buscaba
alguna cosa que no encontraba, hasta
que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida
y desgreñada, que le estaba mirando
atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba
a alejarse, cuando la anciana se levantó y le
llamó por su nombre, obligándole a detenerse.
-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó
en un tono que quería parecer sereno.
-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya
mirada noté cierto extravío-, preguntarte en
dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace
que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me
han dicho en el pueblo que vienes aquí para
celebrar tu boda con otra.
-No ignora V., madre María, que su hija
murió hace diez años y que yo pagué su entierro
para que su hermoso cuerpo descansase
en este campo-santo. A mi vez le pregunto:
¿dónde se encuentra la tumba de la pobre
Teresa?
-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué
la cruz que me indicaba el lugar donde me
decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un
hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente
removida. Había cumplido el plazo,
y como nadie cuidó de renovarlo y pagar,
aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la
habían echado a la fosa donde arrojan a los
pobres, a los que entierran de limosna.
-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero
para esa renovación -exclamó Fernando.
-No digo que no, pero la persona a quien
tú escribiste estaba gravemente enferma, en
dos meses no abrió tu carta y entonces ya era
tarde.
El joven bajó la cabeza y no replicó.
-¿Con quién te casas? -le preguntó la vieja.
-Con la señorita Cristina López.
-¿Y cuándo te casas?
-Dentro de tres días.
-Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu
desposada y no tardará en venir a buscarte.
-Madre María -dijo con tristeza el joven-,
Teresa no puede venir; los muertos no salen
de los sepulcros.
-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy
vete en paz.
-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose
hacia la salida del cementerio, donde yo le
seguí.
-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas
de ver y oír -me dijo apenas estuvimos
fuera-; pero no será así cuando te cuente esa
historia de los primeros años de mi juventud,
que deseo conozcas en todos sus detalles.
Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin
duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas
visitan la casa que hemos de habitar y en la
que está mi tía, la futura madrina de mi boda
y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás
todo.
Cristina y su madre nos esperaban, en
efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía
de Fernando, que estaba situada en la plaza
del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha
y sombría, en la que, sin saber por
qué, entré con una profunda tristeza.
La tía del joven no me agradó; era una señora
de unos cincuenta años, alta, delgada,
con ojos grises muy pequeños, nariz larga
que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y
cabellos casi blancos recogidos en una gorra
de color oscuro. Estaba muy enferma, y como
había servido de madre a Fernando, este
había suplicado a la señora de López que la
boda se celebrase en el pueblo, para evitar a
su tía las molestias de un viaje que, aunque
corto; hubiera sido sumamente penoso para
ella.
Mientras Cristina y las dos señoras visitaban
la casa y recibían a los numerosos amigos
que acudieron al saber su llegada, Fernando,
que se había obstinado en no subir al piso
superior, me llamó, me hizo sentar a su lado,
y empezó la prometida historia en estos términos:
-Hace once años, cuando solo tenía yo
veinte y había acabado la carrera de abogado
en Madrid, mi padre me envió una temporada
a este pueblo para que hiciese una visita a su
única hermana, que es esa señora a quien
acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me
había educado sin sus consejos, lejos también
de mi padre, al que retenían fuera de su casa
constantes ocupaciones; así es, que puedo
asegurar que desconocía casi totalmente lo
que eran los goces de familia. Aunque heredero
de una mediana fortuna, no debía entrar
en posesión de ella hasta mi mayor edad;
tenía muchos compañeros de estudios, pero
ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir
que, hallándome casi solo en el mundo, me
apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre
me proponía, poniéndome en camino para
este pueblo con el alma inundada de dulces
emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo
esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que
no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva,
por más que se mostrara desde luego cariñosa
y tolerante conmigo; el pueblo me pareció
triste, a pesar de sus jardines y de las
pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes
poco simpáticos, aunque todos me saludaban
con afecto. Me dediqué a la caza,
estudié un tanto la botánica, y así se pasó un
mes, durante el cual llegué a reconciliarme
con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.
Una mañana, al volver a casa, encontré, al
pasar por una de las habitaciones, a una muchacha
de quince a diez y seis años, a la que
nunca recordaba haber visto, cosiendo con el
mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y
aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no
fue tan pronto para que no hubiera observado
que tenía una frente blanca y pura que adornaban
hermosos cabellos castaños, ojos pardos
que lanzaban miradas francas o inocentes,
una boca pequeña, una nariz más graciosa
que perfecta y unas mejillas coloreadas por
un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero
pregunté a un criado quién era, sabiendo por
él que venía a coser casi todos los días a casa
de mi tía Catalina, que era huérfana de padre,
que mantenía a su madre enferma, de la que
era el único sostén, pues había perdido a sus
tres hijos mayores, no quedándole más amparo
y consuelo que aquella niña. La historia
me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa,
no habíamos amado nunca; empezamos
a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y
acabamos por adorarnos. Teresa no había
recibido una educación vulgar; hasta los doce
o trece años había estudiado en el convento
de religiosas del pueblo, saliendo de él a la
muerte de su padre, acaecida hacía cuatro
años.
No sé quién refirió a mi tía nuestros amores;
ello es que los supo, que me amonestó
con dureza, amenazándome con hacerme
marchar a Madrid, después de escribírselo
todo a mi padre; y desde entonces la joven
no volvió a mi casa, y tuve diariamente que
saltar las tapias de su jardín para verla y
hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues
también se oponía a nuestras amorosas relaciones.
Así estaban las cosas, cuando hace poco
más de diez años caí gravemente enfermo,
atacado de unas calenturas contagiosas. Mi
tía se alejó de mí, los criados se negaron a
asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron
a ser mis enfermeras, no pudiendo
oponerse mi tía a ello porque mi estado era
cada vez más alarmante y exigía continuos
cuidados.
Desde el momento en que Teresa estuvo a
mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre
desaparecía por instantes; pero se me figuraba
ver que las mejillas de mi amada tomaban
tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos
y ardientes, que sus ojos brillaban con
un fuego extraño. La enfermedad que huía de
mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo
mal el que la devoraba.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
-He pedido tanto a Dios que salvase tu vida
a costa de la mía -murmuró la joven-, que me
parece que por fin se ha dignado escucharme
y me voy a morir antes que tú.
Aquello era cierto; por la noche Teresa se
agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y
mi tía le ofreció su cuarto y su cama para que
descansase; entonces estaba profundamente
agradecida a los tiernos cuidados de la joven.
Excusado es decir que doña Catalina pensaba
renunciar para siempre a su habitación y
a su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.
Me restablecí pronto, a medida que el estado
de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado,
loco. Su madre también empezaba
a perder la razón. Un día me dijo el médico:
«Ya no hay remedio para este mal». Y ella
también murmuró a mi oído: «Me muero, pero
soy feliz, porque tú me amas y me amarás
siempre».
-¡Oh, te lo juro! -exclamé-; mi corazón y
mi mano no serán de otra mujer jamás.
-Eso lo sé mejor que tú -dijo sonriendo
dulcemente-; también sentiré celos desde
otro mundo de la mujer a quien ames, y no
consentiré que seas perjuro. No quieras a
otra, no te cases nunca; no hay un ser en la
tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te
aguardaré en el cielo.
Dos días después espiraba aquella angelical
criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio
de la mía.
Su madre se volvió loca.
Pagué el entierro de Teresa; compré una
sepultura por diez años… ya sabes que hoy
ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo;
envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta
dos meses después de cumplirse el plazo,
porque ella también estaba enferma.
Decirte que durante estos diez años el recuerdo
de Teresa me ha perseguido constantemente,
sería faltar a la verdad; he amado a
otras mujeres, y hace cuatro años estuve a
punto de casarme con una hermosa joven;
pero la desgracia hizo que un mes antes de
verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen
un pretendiente a la mano de mi amada
mejor que yo, y este me fue preferido por
ellos, y la novia tuvo que someterse a la voluntad
de sus tiranos.
Hoy adoro a Cristina y quiero unir su suerte
a la mía, como ya se han unido nuestras
almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad
me ha traído al pueblo donde vivió Teresa;
habito… esta morada llena con su recuerdo;
vengo a pasar los primeros días de mi
matrimonio en la casa donde ella murió, y un
secreto presentimiento me dice que Cristina
no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia
de mis amores: ¿crees que mi temor sea
fundado, o que la exaltación en que me hallo
es hija de mis pasadas desdichas?
Procuré tranquilizar a Fernando, y después;
mientras el joven se reunía a su bella
prometida, tuve deseos de ver aquella habitación
donde Teresa había muerto, y me hice
conducir a ella por un antiguo servidor de
doña Catalina.
– II –
Entré en una sala lujosamente amueblada;
pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la
puerta de un gabinetito en el que estaba la
alcoba donde murió la desgraciada niña. Un
lecho de madera tallada, algunas sillas de
tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y
algunos cuadros se veían en la pieza, todo
cubierto de polvo, señal evidente de que
aquella parte de la casa estaba abandonada
por completo. El gabinete tenía una sola ventana
con vistas a la calle estrecha y sombría,
a la que hacía esquina la casa de Fernando;
enfrente de la ventana había un armario de
espejo; a un lado de este estaba la puerta de
la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas
sillas iguales a las del dormitorio completaban
el mueblaje del gabinete que diez
años antes perteneció a la tía de Fernando.
Permanecí allí breves instantes, y luego,
llegada ya la hora de la cena, fui en busca de
la familia y de sus convidados, sentándonos
todos a una mesa suntuosamente servida. La
cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla,
un suceso imprevisto vino a turbar la
alegría de algunos y a causar profunda impresión
en el ánimo de Fernando. Las campanas
de la parroquia tocaban de una manera lúgubre;
su voz, siempre triste, parecía una queja
que hería nuestros oídos a la vez que nuestro
corazón.
-¿A qué tocan? -preguntó Cristina a un
criado que estaba cerca de ella.
-A agonía -contestó el hombre con tono indiferente-.
Aquí en los pueblos, señorita, se
toca por todo: cuando uno va a morir, cuando
muere, cuando es el funeral y…
-¿Quién está muriendo? -interrumpió Cristina.
-Una joven de diez y siete años.
-¿Cómo se llama? -preguntó Fernando, cuyo
rostro estaba lívido.
-Teresa -dijo el criado.
Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa;
Fernando bajó los ojos, y observé que sus
manos temblaban; en Cristina y su madre
sólo se advertía una profunda compasión
hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso
de su vida, en lo más florido de su juventud,
iba a abandonar esta tierra por un mundo
desconocido. Era Cristina tan dichosa, que
pensaba que la humanidad entera debía participar
de su ventura y no querer cambiarla por
todos los goces celestiales.
Fernando, pretextando que el calor que en
el comedor hacía era sofocante, pidió permiso
para retirarse un momento a la habitación
inmediata, y yo le seguí.
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
-Se llama Teresa y tiene diez y siete años –
murmuró.
-Es una casualidad.
-Una casualidad así, ¿no te parece un mal
presagio tres días antes de mi boda?
Procuré distraerle, pero en vano; la campana
lanzaba un tañido más fúnebre todavía y
Fernando, que conocía aquel toque, me dijo
que la enferma había dejado de existir.
Le hice entrar de nuevo en el comedor, y
las dulces palabras de Cristina vencieron los
temores de Fernando, que permaneció tranquilo
hasta las doce de la noche, hora en que
todos nos despedimos hasta el día siguiente,
retirándonos cada cual a nuestras respectivas
habitaciones. La mía tenía una ventana con
vistas a la plaza y se hallaba situada debajo
de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me
era posible conciliar el sueño; me puse a leer
un rato, escribí otro, y, por último, me levanté
y empecé a pasear con alguna agitación
por la alcoba.
Un instante después noté cierto movimiento
en la de Fernando, oí abrir varias puertas
con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar
sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo
lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi
presencia era necesaria al joven. Sin darme
cuenta de mis acciones, salí precipitadamente
en dirección al sitio donde murió Teresa.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la
puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al
verme, no pareció extrañar que me hubiera
levantado, como si fuera la cosa más natural
del mundo, y extendiendo su mano hacia la
habitación cerrada, me dijo:
-Hace diez años no entro ahí.
-Ni hoy entrarás tampoco -exclamé con decisión-.
Tú estás loco y has empezado a contagiarme.
No debiste nunca volver a esta casa,
ni aun a este pueblo.
-Hace once años que mi tía es una madre
para mí; once años que sé lo que es el amor
filial; ¿querías que me casase lejos de ella?
-En buena hora; ya has cumplido con ese
deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
-Una vez sola -dijo en tono suplicante-;
una sola para saber si Teresa permite que me
case con Cristina. Mira -añadió-, si al entrar
en su cuarto lo hallo todo como hace diez
años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho
tranquilo y soy feliz; si, por el contrario,
encuentro alguna alteración…
-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no
deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad
sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que
todo estaba igual en el cuarto donde murió
Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al
joven al gabinete.
Fernando abrió la puerta, y murmuró:
-Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se
apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y
yo vimos clara y distintamente en la alcoba de
Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros
paños, algunos hachones encendidos rodeando
un ataúd, en el que descansaban los yertos
despojos de una hermosa joven vestida de
blanco y coronada de flores. Al lado de ella
velaba una mujer en la que reconocí a la madre
María, la loca que hallé por la tarde en el
cementerio.
Fernando lanzó un grito extraño y se dejó
caer de rodillas ocultando el rostro con las
manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y
tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces
y vi el dormitorio oscuro y desierto.
-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en
busca de Fernando y lo comprendí todo. Por
la tarde el criado había dejado inadvertidamente
abierta la ventana del gabinete; ésta,
como es sabido, daba a una calle estrecha, y
en la casa de enfrente, en una pobre habitación,
se hallaba el cadáver de aquella joven
desconocida, velado por la madre de Teresa.
Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del
armario colocado al lado de la puerta de la
alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del
estado excepcional en que Fernando y yo nos
hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba
en la propia casa de mi amigo. La presencia
de la madre María era natural allí, pues
según acostumbraba a hacer desde la muerte
de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver
de cualquiera joven que muriese en el
pueblo. La que había dejado de existir era
sobrina de la anciana y llevaba por eso el
nombre de su hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.
Le llamé repetidas veces y no me contestó
nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella
habitación; me pareció escuchar un confuso
aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme
en el armario para no caer.
-¡La casa donde murió! -exclamó Fernando
con voz apagada-; tenía que ser así. Amada
mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi
amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y
las separé de su rostro, que parecía el de un
muerto. Después salí corriendo para llamar a
los criados en mi auxilio.
Media hora más tarde la señora de López,
Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo,
rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.
-¡Cuánto duerme! -exclamó Cristina.
Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote,
y éste puso una mano sobre el pecho de
Fernando, retrocediendo al punto, porque el
corazón de mi amigo no latía.
-¿Qué hay? -me preguntó doña Catalina; y
comprendiendo lo que pasaba añadió:
-Era lo único que me quedaba en el mundo;
cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas
oraciones.
Me volví hacia la puerta y vi a la madre
María que, no sé cómo, se había introducido
hasta allí.
-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho
que Fernando y ella se han desposado ya;
sabía que esto no sucedería hasta que él viniese
al cuarto donde Teresa estuvo enferma,
a la casa donde murió. Diez años he aguardado;
¡alabado sea el Señor, que al fin me ha
concedido esta ventura!