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La Golondrina y los Pajaritos

Una Golondrina había aprendido mucho
en sus viajes. Nada hay que enseñe tanto.
Preveía nuestro animalejo hasta las menores
borrascas, y antes de que estallasen, las
anunciaba a los marineros.
Sucedió que, al llegar la sementera del
cáñamo, vio a un labriego que echaba el grano
en los surcos. “No me gusta eso, dijo a los
otros Pajaritos. Lástima me dais. En cuanto a
mí, no me asusta el peligro, porque sabré
alejarme y vivir en cualquier parte. ¿Veis esa
mano que echa la semilla al aire? Día vendrá,
y no está lejos, en que ha de ser vuestra perdición
lo que va esparciendo. De ahí saldrán
lazos y redes para atraparos, utensilios y
máquinas, que serán para vosotros prisión o
muerte. ¡Guárdeos Dios de la jaula y de la
sartén! Conviene, pues, prosiguió la Golondrina,
que comáis esa semilla. Creedme.”
Los Pajaritos se burlaron de ella: ¡había
tanto que comer en todas partes! Cuando
verdearon los sembrados del cáñamo, la golondrina
les dijo: “Arrancad todas las yerbecillas
que han nacido de esa malhadada semilla,
o sois perdidos. -¡Fatal agorera! ¡Embaucadora!
le contestaron: ¡no nos das mala faena!
¡Poca gente se necesitaría para arrancar
toda esa sementera!”
Cuando el cáñamo estuvo bien crecido:
“¡Esto va mal! exclamó la Golondrina: la mala
semilla ha sazonado pronto. Pero, ya que no
me habéis atendido antes, cuando veáis que
está hecha la trilla, y que los labradores, libres
ya del cuidado de las mieses, hacen
guerra a los pájaros, tendiendo redes por
todas partes, no voléis de aquí para allá;
permaneced quietos en el nido, o emigrad a
otros países: imitad al pato, la grulla y la becada.
Pero la verdad es que no os halláis en
estado de cruzar, como nosotras, los mare y
los desiertos: lo mejor será que os escondáis
en los agujeros de alguna tapia.” Los Pajaritos,
cansados de oírla, comenzaron a charlar,
como hacían los troyanos cuando abría la
boca la infeliz Casandra. Y les pasó lo mismo
que a los troyanos: muchos quedaron en cautiverio.
Así nos sucede a todos: no atendemos
más que a nuestros gustos; y no damos
crédito al mal hasta que lo tenemos encima.

Las Alforjas

Dijo un día Júpiter: “Comparezcan a
los pies de mi trono los seres todos que pueblan
el mundo. Si en su naturaleza encuentran
alguna falta, díganlo sin empacho: yo
pondré remedio. Venid, señor Mono, hablad
primero; razón tenéis para este privilegio.
Ved los demás animales; comparad sus perfecciones
con las vuestras: ¿estáis contento?
-¿Por qué no? ¿No tengo cuatro pies, lo mismo
que lo demás? No puedo quejarme de mi
estampa; no soy como el Oso, que parece
medio esbozado nada más.” Llegaba, en esto,
el Oso, y creyeron todos que iban a oír largas
lamentaciones. Nada de eso; se alabó mucho
de su buena figura; y se extendió en comentarios
sobre el Elefante, diciendo que no sería
malo alargarle la cola y recortarle las orejas;
y que tenía un corpachón informe y feo.
El Elefante, a su vez, a pesar de la fama
que goza de sesudo, dijo cosas parecidas:
opinó que la señora Ballena era demasiado
corpulenta. La Hormiga, por lo contrario,
tachó al pulgón de diminuto.
Júpiter, al ver cómo se criticaban unos a
otros, los despidió a todos, satisfecho de
ellos. Pero entre los más desjuiciados, se dio
a conocer nuestra humana especie. Linces
para atisbar los flacos de nuestros semejantes;
topos para los nuestros, nos lo dispensamos
todo, y a los demás nada. El Hacedor
Supremo nos dio a todos los hombres , tanto
los de antaño como los de ogaño, un par de
alforjas: la de atrás para los defectos propios;
la de adelante para los ajenos.

La Ternera, la Cabra y la Oveja en compañía del León

La Ternera, la Cabra y la Oveja, hicieron
compañía, en tiempos de antaño, con un
fiero León, señor de aquella comarca, poniendo
en común pérdidas y ganancias.
Cayó un ciervo en los lazos de la Cabra, y
al punto envió la res a sus socios. Presentáronse
éstos, y el León le sacó las cuentas.
“Somos cuatro para el reparto,” dijo, despedazando
a cuartos el ciervo, y hechas partes,
tomó la primera, como rey y señor. “No hay
duda, dijo, en que debe ser para mí, porque
me llamo León. La segunda me corresponde
también de derecho: ya sabéis cual derecho,
el del más fuerte. Por ser más valeroso, exijo
la tercera. Y si alguno de vosotros toca la
cuarta, en mis garras morirá”

El Cuervo y el Zorro

Estaba un señor Cuervo posado en un
árbol, y tenía en el pico un queso. Atraído por
el tufillo, el señor Zorro le habló en estos o
parecidos términos: “¡Buenos días, caballero
Cuervo! ¡Gallardo y hermoso sois en verdad!
Si el canto corresponde a la pluma, os digo
que entre los huéspedes de este bosque sois
vos el Ave Fénix.”
Al oír esto el Cuervo, no cabía en la piel de
gozo, y para hacer alarde de su magnífica
voz, abrió el pico, dejando caer la presa.
Agarróla el Zorro, y le dijo: “Aprended, señor
mío, que el adulador vive siempre a costas
del que le atiende; la lección es provechosa;
bien vale un queso.”
El Cuervo, avergonzado y mohino, juró,
aunque algo tarde, que no caería más en el
garlito.