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El retrato vivo

¡Pobres mujeres y pobres niños! Ancianos
y jóvenes habían formado un valeroso ejército
para combatir al enemigo que había venido a
sitiarlos a los mejores de sus pueblos y, no
habiendo logrado vencer, habían perecido casi
todos. Los pocos que vivían, hechos prisioneros,
no podían ser ya el sostén de la madre,
de la esposa y de los tiernos hijos. El vencedor,
no contento con este triunfo, había dado
orden de salir de aquella tierra a tan débiles
seres.
Recogieron sus ropas y todo cuanto era fácil
llevar sobre sí y que no tenía valor material
alguno, y llorando los unos, suspirando los
otros, y sin comprender lo que perdían los
más, se alejaron despacio de sus hogares, en
los que meses antes fueran tan felices.
Ya a larga distancia de su patria, los tristes
emigrantes se detuvieron para descansar y
también para tomar una resolución para lo
porvenir.
Los que tenían familia en otras poblaciones
pensaban buscar su protección; los que no,
decidían, las jóvenes madres trabajar para
sus hijos, las muchachas servir en casas acomodadas,
los niños aprender cualquier oficio
fácil, las viejas mendigar.
Pero había entre aquellos seres un niño de
nueve años, que no tenía madre ni hermanos,
que antes vivía solo con su padre y, después
de muerto este en la pelea, quedaba abandonado
en el mundo.
Se acercó a una antigua vecina suya implorando
su protección.
-Nada puedo hacer por ti, Gustavo, le dijo
ella, harto tendré que pensar para buscar los
medios de mantener a mis dos niñas.
-Cada cual se arregle como pueda, repuso
otra; no faltará en cualquier país quien te
tome a su servicio, aunque sólo sea para
guardar el ganado.
-Para eso llevo yo tres hijos -añadió otra
mujer-; primero son ellos que Gustavo.
Y en balde se acercó el niño a los demás.
Cada cual siguió su camino, y el pobre huérfano,
comprendiendo que nada debía esperar
de los emigrados que con él iban y entre los
que no contaba con un amigo sincero, los dejó
antes de la noche tomando distinta senda
que los otros.
El pobre niño estaba rendido de fatiga, de
hambre y de sed. Se acordaba de que en su
modesto hogar nunca había carecido de nada.
Se hallaba cerca de una hermosa población,
pero no creía poder llegar a ella, tal era
su cansancio. En aquel camino vio un arroyo
en el que bebió, y el agua le dio nuevas fuerzas
para seguir andando. Antes de entrar en
la ciudad divisó un pequeño castillo; las puertas
y ventanas cerradas parecían indicar que
no estaba habitado. A su espalda tenía un
hermoso jardín, cuya cerca ruinosa permitía
ver, por entre numerosas grietas, los elevados
árboles, las calles cubiertas de rastrojos y
muchas estatuas y fuentes. También divisó
Gustavo, al resplandor del astro de la noche
que enviaba sus melancólicos rayos a la tierra,
un pabellón que tenía entreabierta una de
sus ventanas.
-Si yo pudiese dormir ahí esta noche, se
dijo, mañana encontraría quizás un albergue
mejor.
Una vez pensado esto, saltó, no sin alguna
dificultad, la tapia; se dirigió al pabellón y,
abriendo del todo la ventana, penetró resueltamente
en la habitación. Esta no era muy
espaciosa y no tenía más muebles que una
mesa y un diván. Del techo pendía una lámpara
y en los muros, cubiertos de tapices, se
divisaba un cuadro que Gustavo no podía distinguir
a causa de la oscuridad que allí reinaba.
Sólo veía brillar el marco dorado. No logrando
satisfacer el hambre, pensó dormir al
menos, y echándose en el diván, que le pareció
un lecho muy blando, apoyó la cabeza en
uno de sus brazos para que le sirviera de almohada.
A poco rato oyó el triste tañido de una
campana distante y, llenándose sus ojos de
lágrimas, murmuró:
-Así sonaba la de mi parroquia cuando yo,
tenía patria.
Pero como Gustavo era un niño, aquella
preocupación le duró poco, y al fin se durmió
profundamente.
Cuando se despertó habían pasado algunas
horas y los rayos de la luna penetraban en la
habitación. Uno de ellos iluminaba el cuadro,
y Gustavo pudo ver que representaba el retrato
de cuerpo entero y de tamaño natural
de una mujer. Era joven, bellísima, con el
cabello castaño, los ojos grandes y expresivos
y las facciones todas de extraordinaria perfección.
Iba vestida de negro, y en una de sus
blancas manos sostenía un libro encuadernado
lujosamente.
Gustavo la miró largo rato; no había visto
jamás un rostro más hermoso ni una mujer
de mayor atractivo. Pero cuando estaba más
absorto, una nube veló la luna, y el retrato
volvió a quedar envuelto en las sombras.
A la mañana siguiente se despertó, resuelto
a continuar su camino, pero entonces advirtió,
no sin sorpresa, que la ventana por
donde había entrado estaba cerrada y encendida
la lámpara, que pendía del techo. ¿Iría a
morir allí de hambre y de sed?
Quiso abrir las maderas, pero no lo consiguió;
gritó, mas su voz no fue oída, y temiendo
que le hubieran hecho prisionero, pensó,
no sin espanto, que había caído en poder de
algunos infames que no le soltarían fácilmente,
puesto que nada podía dar para su rescate.
Mirando bien a todos lados, no tardó en ver
una cesta con provisiones y un jarro de agua.
¿Será esto para mí? -se dijo mientras sacaba
todo lo que contenía la cesta sobre la mesa-.
Hay pan, carne, fiambre, un pollo y frutas,
¿Cuándo he comido yo cosas tan buenas? No
debo dudar: puesto que han dejado esto aquí
y me han encerrado, es que es mío.
Y comió con un apetito excelente.
Una vez satisfecha el hambre se encontró
bastante aburrido; su única distracción era
contemplar el retrato de aquella dama que
parecía también mirarle.
Así se pasó el día; el aceite de la lámpara
se consumió y esta cesó de arder. Apenas
quedó Gustavo en la oscuridad, buscó el diván
a tientas, se echó sobre él y a poco rato durmió.
Le despertó un ruido extraño y una súbita
claridad; volvió los ojos hacia el retrato y vio
sólo el marco.
Delante se hallaba una mujer vestida de
negro, que llevaba una lámpara en la mano.
Era el retrato que se había animado, tenía
vida y, bajando de su lienzo, se dirigía al lado
de Gustavo que le miraba con el mayor
asombro.
Sí, no había duda, era ella, la hermosa
dama de cabello oscuro y ojos negros; la inanimada
pintura de la noche antes tenía un
cuerpo, un alma, una expresión.
Gustavo creyó que soñaba, y más aún lo
pensó cuando la singular mujer, llegando junto
a él le miró fijamente y le dijo esta palabra
sola:
-Mañana.
Tuvo el niño miedo y cerró los ojos; cuando
al cabo de un rato los abrió, la visión había
desaparecido, el retrato estaba en su dorado
marco, pero había dejado una prueba de su
presencia, la lámpara encendida. Entonces, ya
excitado por lo ocurrido anteriormente, Gustavo
creyó que el retrato continuaba vivo y se
atrevió a hacerle diversas preguntas, a las
que naturalmente no tuvo respuesta ninguna,
llegando a sospechar que aquello no había
sido más que una alucinación.
Al día siguiente comió el resto de sus provisiones
y tuvo el intento de permanecer despierto
para cuando fuese el retrato, pero, como
la noche anterior, se apagó la lámpara y,
Gustavo, a obscuras y solo, no pudo resistir el
sueño que en breve se apoderó de él.
Al despertarse, el retrato estaba vivo otra
vez; la bella dama miraba a Gustavo con ternura;
iluminando su rostro la luz de la lámpara
que, como la noche anterior, ardía sobre la
mesa. Un vago temor se apoderó del niño,
que cerró los ojos. Pero después oyó que un
hombre y una mujer, el retrato, sin duda,
hablaban cerca de él.
-¿No te aseguraba yo -decía ella-, que mi
niño no había muerto, y que más tarde o más
temprano le hallaría?
-Pero ¿es en realidad tu niño? -preguntaba
el hombre.
-Ciertamente; mírale bien. Tiene el cabello
castaño oscuro, como yo, la frente altiva de
su padre, y en la expresión del rostro hay
algo de los dos. Haciendo tanto tiempo que no
me ve, le asusta mi presencia, pero ya le explicaré
todo y me amará como cuando era
más pequeño.
-Y ¿quién le ha traído aquí? -interrogó el
hombre.
-Un ángel, sin duda, que se ha compadecido
de mi llanto. Cógele en tus brazos y llévale
al castillo, padre mío.
Gustavo, al oír esto, se puso súbitamente
en pie y vio a un hombre de unos sesenta
años, al lado de la que él continuaba llamando
el retrato vivo.
-Ven, Alfredo- dijo ella.
-Señora -murmuró el niño-, mi nombre es
Gustavo, y no conozco a V.
-Eso crees tú, porque te han engañado:
pero yo probaré lo contrario. Sígueme.
El anciano cogió a Gustavo de la mano y,
aunque él opuso una débil resistencia, le hizo
salir por el marco del retrato, que era una
puerta que conducía a una galería que comunicaba
con el castillo.
Allí encontró a varios servidores, que le miraron
con extrañeza, y la dama dejó al niño
con el caballero un instante.
-Oye con atención -le dijo el anciano-, y
procura no olvidar mis palabras. Esa mujer
que acabas de ver es mi hija. Quedó viuda a
los dos años de matrimonio, teniendo un niño
de diez meses, al que hizo la desgracia viese
morir también más tarde; entonces perdió
ella la razón. Los médicos me dijeron que sólo
una gran alegría podría salvarla; pero ¿cómo
proporcionarla a la que nada debía esperar en
la tierra? Al verte, ha creído que eres su hijo y
la razón le vuelve poco a poco. Hace cinco
años que va todas las noches a ese pabellón;
ahora tú me dirás cómo te ha encontrado en
él.
Gustavo refirió en breves y sentidas frases
su triste historia y, viendo que el huérfano no
tenía a nadie en el mundo, profirió el caballero:
-Si eres bueno, tu fortuna está hecha; mi
hija y yo somos muy ricos y todo será para ti:
para eso es necesario que renuncies a esa
patria, a la que tanto amas a pesar de tus
cortos años, y a tu nombre: serás Alfredo y
no Gustavo, y yo te deberé el supremo bien
de que mi hija recobre la razón creyéndote su
niño. No descubras jamás este forzoso engaño,
y así tendrás un amor maternal que nunca
hubieses podido encontrar en el mundo.
En aquel momento entró la dama.
-¡Alfredo! -exclamó.
-¡Madre! -dijo el niño echándose en sus
brazos.
Ella le besó con transporte, y luego dulces
lágrimas brotaron de sus ojos, llanto de felicidad
que indicaba que su vacilante razón no
estaba ya perdida.
En efecto, no tardó en curarse del todo,
llenando de júbilo a su anciano padre que
tanto la amaba.
Gustavo, o más bien Alfredo, obtuvo todo
el cariño, toda la abnegación que hubiese alcanzado
el verdadero hijo de la dama, que
siempre se había obstinado en creer que su
niño no había muerto.
Y mientras el huérfano desvalido y abandonado,
cuando salió de su patria se veía lisonjeado
con los más gratos favores de la
suerte, los otros emigrados arrastraban una
existencia miserable, sufriendo privaciones de
todos géneros. El pabellón donde hallaron a
Gustavo, fue objeto de constante veneración
para la dama y para el niño, el que durante
mucho tiempo siguió creyendo que su supuesta
madre era el retrato vivo que vio la noche
de su llegada, porque, habiéndose roto el resorte
que hacía se comunicase el pabellón con
la galería, por medio de una puerta oculta, el
lienzo no volvió a ocupar jamás su primitivo
puesto.