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El Altar de la Virgen

Se acercaban las fiestas de la Virgen de
Agosto que debían celebrarse en el pueblo de
*** con más esplendor que nunca. La función
de iglesia prometía estar brillante; la víspera
al anochecer debía cantarse una Salve y la
Letanía en la parroquia, después haber fuegos
artificiales en la plaza, verbena en la misma,
acaso baile, pues se susurraba, que algunos
mozos del lugar, aficionados a la música, tocarían
las guitarras hasta media noche, para
animar a sus paisanos, y después darían serenatas
a las jóvenes más hermosas de ***.
A una media hora del pueblo, en un bosquecillo
de viejos árboles cubiertos de verde
ramaje, se elevaba un modesto altar en el
que se invocaba una bella estatua representando
a la Virgen María llevando al Niño Jesús
en sus brazos. Nadie recordaba la época en
que se había descubierto aquella estatua; sólo
se sabía que desde tiempo inmemorial el 15
de Agosto iban los habitantes de los lugares
vecinos en peregrinación hasta allí y que la
Virgen les otorgaba todo lo que con gran devoción
le pedían.
Las muchachas eran generalmente las encargadas
de adornar el altar, y aquel año lo
habían sido las de dos familias que vivían cercanas
al bosquecillo. Cada una se componía
de un matrimonio y una hija, siendo ambas
niñas de la misma edad, circunstancia por la
que, más bien que por sus gustos e inclinaciones,
eran amigas inseparables.
Regina tenía diez años; era hermosa, elegante,
pero altiva; sus padres ricos labradores,
no se negaban jamás a satisfacer sus
caprichos, y los tres habitaban una preciosa
quinta rodeada de un extenso jardín.
Aurora era sencilla, dulce, afable, menos
bella pero más simpática que su compañera,
hija de humildes campesinos que vivían en
una modesta casita situada en un verde prado.
Dos días antes de las fiestas se reunieron
Regina y Aurora en casa de la primera.
-Veamos -dijo Regina- ¿qué has pensado
hacer para adornar el altar?
-Yo -respondió tímidamente Aurora- pienso,
con ayuda de mi padre, formar un arco de
ramaje que sirva de dosel a la Virgen, adornándolo
todo con margaritas, amapolas y
campanillas blancas o azules, y con esas
mismas flores que se trasplantan fácilmente,
cubrir la tierra, alfombra sobre la que podrán
pasar los peregrinos. Pienso también ponerle
luces, muchas luces, para que desde lejos
parezcan estrellitas del cielo.
-¿Y nada más?
-Nada más.
Regina se sonrió desdeñosamente, y dijo
después:
-Todo eso, Aurora, no vale nada, y nuestro
altar con tus flores del campo sería un altar
muy pobre. No te impediré que coloques tus
margaritas y tus amapolas; pero a su lado
pondremos camelias, tulipanes y otras preciosas
plantas que conservan con cuidado en las
estufas de mi jardín. Mis flores serán más
dignas de la Virgen que las tuyas.
-¿Por qué?
-Porque son más ricas.
-¿Es decir -murmuró Aurora tristementeque
siendo yo más pobre que tú, la Virgen me
querrá menos?
-No seas simple, eso no se pregunta.
-¿Qué más tienen las niñas que las flores?
-Yo no conozco la causa; lo único que puedo
asegurarte es que mis flores llamarán más
la atención que las tuyas, sino a la Virgen, al
menos a los hombres.
A la mañana siguiente, Regina hizo llevar
al bosque las plantas más raras de su jardín
para colocarlas junto al altar, se pusieron por
su orden una infinidad de farolitos de colores
alrededor de aquel, en tanto que Aurora y su
padre formaban el arco de ramaje y trasplantaban
las flores silvestres que tomaban vida
en la nueva tierra que ocultaba sus raíces. El
arco fue también adornado con las mismas
flores, y el altar con una profusión de cirios.
La orgullosa Regina miraba con desdén a la
sencilla Aurora, y exclamaba interiormente:
-¡Qué humillada se verá mañana cuando
compare el efecto que producen sus dones
con el que harán los míos!
Aquella noche las dos niñas se acostaron
temprano y no asistieron a las fiestas que
acabaron antes de lo que todos esperaban. A
eso de las diez una fuerte tormenta seguida
de copiosa lluvia dispersó los alegres grupos e
hizo imposible que se quemasen los fuegos
artificiales. El día siguiente amaneció más
sereno, si bien algunas pardas nubes empañaban
el puro azul del cielo.
Regina y Aurora se dirigieron hacia el altar,
y apenas se hubo acercado la primera se quedó
parada y confusa. Sus plantas tan bellas
en la estufa, se inclinaban lacias y marchitas:
el temporal las había agostado en una noche.
Los faroles se habían roto o estropeado
igualmente. En cambio los cirios dados por
Aurora continuaban derechos sobre el altar, y
sus flores, hijas de los campos, las rojas
amapolas, las blancas margaritas de corazón
de oro, las azules campanillas, parecían lucir
con más gala y esplendor que nunca sus bellos
matices, adornando sus cálices las perlas
del rocío.
Regina lloró de rabia y desesperación, quiso
enviar a su casa por otras flores, pero era
ya tarde; apenas se habían encendido las luces
empezaron a llegar los peregrinos.
-¡Qué hermoso está el altar! -exclamaban
algunas mozas- ¡qué buena idea la de alfombrar
el suelo de flores!
-Todo es obra de la hija de Claudio, de Aurora
-decían otras.
Regina no quiso oír más, nadie se ocupaba
de ella, así es que decidió alejarse. Su amiga
se ofreció a acompañarla.
Por el camino encontraron al padre de Aurora,
al que esta entristecida por el pesar de
Regina, refirió lo que había pasado.
-Niñas mías -les dijo Claudio- eso es una
lección que Dios os da para que juzguéis las
cosas tales como son. Vosotras habéis sido
las que habéis cuidado primero y elegido después
esas flores para el altar de la Virgen.
Regina estaba orgullosa de su don. Aurora
desconfiaba del suyo. A la Santa Madre de
Dios le agradan las flores modestas y los corazones
sencillos; nada es más bello que lo
que produce la naturaleza; ni las plantas ni
las niñas necesitan falsos adornos para ser
hermosas, ni para ser buenas. De hoy en adelante
no sintáis orgullo por nada, dedicaos
ambas a cuidar las flores, pero no desdeñéis
jamás a las que nacen en el prado sin saber
quién las sembró; pensad que las plantas raras
y costosas, sólo esparcen su aroma en los
invernáculos, y que el perfume de las flores
silvestres sube desde el verde prado hasta el
mismo cielo; por eso son esas las flores que
más ama y protege la Virgen María.