Sopa de Palillo de Morcilla

1. – Sopa de palillo de morcilla
* ¡Vaya comida la de ayer! – comentaba una
vieja dama de la familia ratonil dirigiéndose a
otra que no había participado en el banquete -.
Yo ocupé el puesto vigésimo-primero
empezando a contar por el anciano rey de los
ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a
los platos, puedo asegurarte que el menú fue
estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino,
vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de
todo.
Fue como si comiéramos dos veces. Todo el
mundo estaba de buen humor, y se contaron
muchos chistes y ocurrencias, como se hace en
las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de
nada, aparte los palillos de las morcillas, y por
eso dieron tema a la conversación. Imagínate
que hubo quien afirmó que podía prepararse
sopa con un palillo de morcilla. Desde luego
que todos conocíamos esta sopa de oídas, como
también la de guijarros, pero nadie la había
probado, y mucho menos preparado. Se
pronunció un brindis muy ingenioso en honor
de su inventor, diciendo que merecía ser el rey
de los pobres. ¿Verdad que es una buena
ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió
elevar al rango de esposa y reina a la doncella
del mundo ratonil que mejor supiese
condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó
señalado para dentro de un año.
– ¡No estaría mal! – opinó la otra rata -. Pero,
¿cómo se prepara la sopa?
– Eso es, ¿cómo se prepara? – preguntaron todas
las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas
habrían querido ser reinas, pero ninguna se
sentía con ánimos de afrontar las penalidades de
un viaje al extranjero para aprender la receta, y,
sin embargo, era imprescindible. Abandonar a
su familia y los escondrijos familiares no está al
alcance de cualquiera. En el extranjero no todos
los días se encuentra corteza de queso y de
tocino; uno se expone a pasar hambre, sin
hablar del peligro de que se te meriende un
gato.
Estas ideas fueron seguramente las que
disuadieron a la mayoría de partir en busca de la
receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres,
pero de casa humilde, se decidieron a
emprender el viaje.
Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar
quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró
un palillo de morcilla, para no olvidarse del
objeto de su expedición; sería su báculo de
caminante.
Iniciaron el viaje el primero de mayo, y
regresaron en la misma fecha del año siguiente.
Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se
sabía, no había dado noticias de sí, y había
llegado ya el día de la prueba.
– ¡No puede haber dicha completa! – dijo el rey
de los ratones; y dio orden de que se invitase a
todos los que residían a muchas millas a la
redonda. Como lugar de reunión se fijó la
cocina. Las tres ratitas expedicionarias se
situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente,
se dispuso un palillo de morcilla envuelto en
crespón negro. Nadie debía expresar su opinión
hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey
dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.
2. De lo que había visto y aprendido la primera
ratita en el curso de su viaje
– Cuando salí por esos mundos de Dios – dijo la
viajera – iba creída, como tantas de mi edad, que
llevaba en mí toda la ciencia del universo. ¡Qué
ilusión! Hace falta un buen año, y algún día de
propina, para aprender todo lo que es menester.
Yo me fui al mar y embarqué en un buque que
puso rumbo Norte. Me habían dicho que en el
mar conviene que el cocinero sepa cómo salir
de apuros; pero no es cosa fácil, cuando todo
está atiborrado de hojas de tocino, toneladas de
cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo
de rey, pero de preparar la famosa sopa ni
hablar. Navegamos durante muchos días y
noches; a veces el barco se balanceaba
peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre
la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando
al fin llegamos a puerto, abandoné el buque;
estábamos muy al Norte.
Produce una rara sensación eso de marcharse de
los escondrijos donde hemos nacido, embarcar
en un buque que viene a ser como un nuevo
escondrijo, y luego, de repente, hallarte a
centenares de millas y en un país desconocido.
Había allí bosques impenetrables de pinos y
abedules, que despedían un olor intenso,
desagradable para mis narices. De las hierbas
silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que
hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras
que no. Había grandes lagos, cuyas aguas
parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero
que vistas desde cierta distancia eran negras
como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al
principio los tomé por espuma, tal era la
suavidad con que se movían en la superficie;
pero después los vi volar y andar; sólo entonces
me di cuenta de lo que eran. Por cierto que
cuando andan no pueden negar su parentesco
con los gansos. Yo me junté a los de mi especie,
los ratones de bosque y de campo, que, por lo
demás, son de una ignorancia espantosa,
especialmente en lo que a economía doméstica
se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de
mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con
palillos de morcilla resultó para ellos una idea
tan inaudita, que la noticia se esparció por el
bosque como un reguero de pólvora; pero todos
coincidieron en que el problema no tenía
solución. Jamás hubiera yo pensado que
precisamente allí, y aquella misma noche,
tuviese que ser iniciada en la preparación del
plato. Era el solsticio de verano; por eso,
decían, el bosque exhalaba aquel olor tan
intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los
lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros,
con los blancos cisnes en su superficie. A la
orilla del bosque, entre tres o cuatro casas,
habían clavado una percha tan alta como un
mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y
cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y
mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en
quién cantaría mejor al son del violín del
músico. La fiesta duró toda la noche, desde la
puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan
intensa casi como la luz del día, pero yo no
tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito
participar en un baile en el bosque? Permanecí
muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo
muy prieto mi palillo. La luna iluminaba
principalmente un lugar en el que crecía un
árbol recubierto de musgo, tan fino, que me
atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de
nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de
los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos
lindísimos y diminutos personajes, que apenas
pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos,
pero mejor proporcionados. Llamábanse elfos y
llevaban vestidos primorosos, confeccionados
con pétalos de flores, con adornos de alas de
moscas y mosquitos, todos de muy buen ver.
Parecía como si anduviesen buscando algo, no
sabía yo qué, hasta que algunos se me
acercaron. El más distinguido señaló hacia mi
palillo y dijo:
«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien
tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi
palillo con verdadero arrobo.
«Os lo prestaré, pero tenéis que devolvérmelo»,
les dije.
«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una;
lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron
al lugar donde el musgo era más fino, y
clavaron el palillo en el suelo. Querían también
tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como
hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron;
¡parecía nuevo!.
Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de
oro y lo adornaron con ondeantes velos y
banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal
inmaculada blancura a los rayos lunares, que me
dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de
las alas de la mariposa, y los espolvorearon
sobre las telarañas, que quedaron cubiertas
como de flores y diamantes maravillosos, tanto,
que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla.
En todo el mundo no se habrá visto un árbol de
mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó
la verdadera sociedad de los elfos; iban
completamente desnudos, y aquello era lo mejor
de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta,
aunque desde cierta distancia, porque yo era
demasiado grandota.
Empezó la música. Era como si sonasen
millares de campanitas de cristal, con sonido
lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que
cantaban, y parecióme distinguir también las
voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue
como si el bosque entero se sumase al
concierto; era un conjunto de voces infantiles,
sonido de campanas y canto de pájaros.
Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos
sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era
un verdadero concierto de campanillas y, sin
embargo, allí no había nada más que mi palillo
de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen
encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende
de las manos a que va uno a parar. Me
emocioné de veras; lloré de pura alegría, como
sólo un ratoncillo es capaz de llorar.
La noche resultó demasiado corta, pero allí
arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho.
Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la
superficie del agua de los lagos, y todos los
delicados y ondeantes velos y banderas volaron
por los aires. Las balanceantes glorietas de tela
de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o
como quiera que se llamen, tendidos de hoja a
hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos
volvieron a traerme el palillo y me preguntaron
si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer.
Entonces les pedí que me explicasen la manera
de preparar la sopa de palillo de morcilla.
«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas – dijo
el más distinguido, riéndose -. ¿A que apenas
reconocías tu palillo?».
«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí,
y a continuación les expliqué, sin más
preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi
tierra esperaban de él.
«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y
todo nuestro poderoso imperio – dije – con que
yo haya presenciado estas maravillas? No podré
reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved,
ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y
aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para
la sobremesa, cuando la gente está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos
en el cáliz de una morada violeta y me dijo:
«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de
vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca
con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán
violetas y se enroscarán a lo largo de todo el
palo, aunque sea en lo más riguroso del
invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo
nuestro y aún algo más por añadidura».
Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel
«algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho
del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido
ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas,
que el Soberano ordenó a los ratones que
estaban más cerca del fuego, que metiesen en él
sus rabos para provocar cierto olor a
chamusquina, pues el de las violetas resultaba
irresistible. No era éste precisamente el perfume
preferido de la especie ratonil.
– Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que
mencionaste? – preguntó el rey de los ratones.
– Ahora viene lo que pudiéramos llamar el
efecto principal – respondió la ratita – y
haciendo girar el palillo, desaparecieron todas
las flores y quedó la varilla desnuda, que
entonces se empezó a mover a guisa de batuta.
«Las violetas son para el olfato, la vista y el
tacto – dijo el elfo -; pero tendremos que darte
también algo para el oído y el gusto».
Y la ratita se puso a marcar el compás, y
empezó a oírse una música, pero no como la
que había sonado en la fiesta de los elfos del
bosque, sino como la que se suele oír en las
cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de
repente; era como si el viento silbara por las
chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila
aporreaba los calderos de latón, y de pronto
todo quedó en silencio. Oyóse el canto del
puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no
sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía
la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se
preocupaba de la otra, como si cada cual
estuviese distraída con sus pensamientos. La
ratita seguía agitando la batuta con fuerza
creciente, las ollas espumeaban, borboteaban,
rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea.
¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la
propia ratita perdió el palo!
– ¡Vaya receta complicada! – exclamó el rey -.
¿Tardará mucho en estar preparada la sopa?
– Eso fue todo – respondió la ratita con una
reverencia.
– ¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que
decirnos la segunda – dijo el rey.
3. – De lo que contó la otra ratita
– Nací en la biblioteca del castillo – comenzó la
segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros
de mi familia tuvimos jamás la suerte de entrar
en un comedor, y no digamos ya en una
despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he
visto una cocina. En la biblioteca pasábamos
hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio
adquirimos no pocos conocimientos. Llegónos
el rumor de la recompensa ofrecida por la
preparación de una sopa de palillos de morcilla,
y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un
manuscrito. No es que supiera leer, pero había
oído a alguien leerlo en voz alta, y le había
chocado esta observación: «Cuando se es poeta,
se sabe preparar sopa con palillos de morcilla».
Me preguntó si yo era poetisa; díjele yo que ni
por asomo, y entonces ella me aconsejó que
procurase llegar a serlo. Me informé de lo que
hacía falta para ello, pues descubrirlo por mis
propios medios se me antojaba tan difícil como
guisar la sopa. Pero mi abuela había asistido a
muchas conferencias, y enseguida me respondió
que se necesitaban tres condiciones:
inteligencia, fantasía y sentimiento. «Si logras
hacerte con estas tres cosas – añadió – serás
poetisa y saldrás adelante con tu palillo de
morcilla». Así, me lancé por esos mundos hacia
Poniente, para llegar a ser poetisa.
La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal
para todas las cosas: las otras dos condiciones
no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante
todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve
a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un
gran rey de los judíos. Lo sabía también por la
biblioteca, y ya no descansé hasta que hube
encontrado un gran nido de hormigas. Me puse
al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría.