Los Chanclos de la Suerte

1. – Cómo empezó la cosa
En una casa de Copenhague, en la calle del
Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se
celebraba una gran reunión, a la que asistían
muchos invitados. No hay más remedio que
hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la
vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno.
La mitad de los contertulios estaban ya sentados
a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba
el resultado del «¿Qué vamos a hacer ahora?»
de la señora de la casa. En ésas estaban, y la
tertulia seguía adelante del mejor modo posible.
Entre otros temas, la conversación recayó sobre
la Edad Media. Algunos la consideraban mucho
más interesante que nuestra época. Knapp, el
consejero de Justicia, defendía con tanto celo
este punto de vista, que la señora de la casa se
puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron
a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el
almanaque, en el que, después de comparar los
tiempos antiguos y los modernos, terminaba
concediendo la ventaja a nuestra época. El
consejero afirmaba que el tiempo del rey danés
Hans había sido el más bello y feliz de todos.
Mientras se discute este tema, interrumpido sólo
un momento por la llegada de un periódico que
no trae nada digno de ser leído, entrémonos
nosotros en el vestíbulo, donde estaban
guardados los abrigos, bastones, paraguas y
chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres,
una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido
pensarse que su misión era acampanar a su
señora, una vieja solterona o tal vez una viuda;
pero observándolas más atentamente, uno se
daba cuenta de que no eran criadas ordinarias;
tenían las manos demasiado finas, su porte y
actitud eran demasiado majestuosos – pues eran,
en efecto, personas reales -, y el corte de sus
vestidos revelaba una audacia muy personal.
Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven,
aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en
cambio, una camarera de una de sus damas de
honor, las encargadas de distribuir los favores
menos valiosos de la suerte. La más vieja
parecía un tanto sombría, era la Preocupación.
Sus asuntos los cuida siempre personalmente;
así está segura de que se han llevado a término
de la manera debida.
Las dos hadas se estaban contando mutuamente
sus andanzas de aquel día. La mensajera de la
Suerte sólo había hecho unos encargos de poca
monta: preservado un sombrero nuevo de un
chaparrón, procurado a un señor honorable un
saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le
quedaba por hacer algo que se salía de lo
corriente.
– Tengo que decirle aún -prosiguió- que hoy es
mi cumpleaños, y para celebrarlo me han
confiado un par de chanclos para que los
entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la
propiedad de transportar en el acto, a quien los
calce, al lugar y la época en que más le gustaría
vivir. Todo deseo que guarde relación con el
tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al
acto, y así el hombre encuentra finalmente la
felicidad en este mundo.
– Eso crees tú -replicó la Preocupación-. El
hombre que haga uso de esa facultad será muy
desgraciado, y bendecirá el instante en que
pueda quitarse los chanclos.
– ¿Por qué dices eso? -respondió la otra-. Mira,
voy a dejarlos en el umbral; alguien se los
pondrá equivocadamente y verás lo feliz que
será.
Ésta fue la conversación.
2. – Qué tal le fue al consejero
Se había hecho ya tarde. El consejero de
Justicia, absorto en su panegírico de la época
del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de
despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus
chanclos, se calzase los de la suerte y saliese
con ellos a la calle del Este; pero la fuerza
mágica del calzado lo trasladó al tiempo del rey
Hans, y por eso se metió de pies en la porquería
y el barro, pues en aquellos tiempos las calles
no estaban empedradas.
– ¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! –
exclamó el Consejero-. Han quitado la acera, y
todos los faroles están apagados.
La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el
aire era además bastante denso, por lo que todos
los objetos se confundían en la oscuridad. En la
primera esquina brillaba una lamparilla debajo
de una imagen de la Virgen, pero la luz que
arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta
que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en
la estampa pintada en que se representaba a la
Virgen con el Niño.
«Debe anunciar una colección de arte, y se
habrán olvidado de quitar el cartel», pensó.
Pasaron por su lado varias personas vestidas
con el traje de aquella época.
«¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de
máscaras».
De pronto resonaron tambores y pífanos y
brillaron antorchas. El Consejero se detuvo,
sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva.
A la cabeza marchaba una sección de tambores
aporreando reciamente sus instrumentos;
seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El
más distinguido de toda la tropa era un
sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó
qué significaba todo aquello y quién era aquel
hombre.
– Es el obispo de Zelanda -le respondieron.
«¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al
obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la
cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el
obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba,
siguió el Consejero por la calle del Este y la
plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar
con el puente que lleva a la plaza de Palacio.
Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos
individuos sentados en una barca.
– ¿Desea el señor que le pasemos a la isla? –
preguntaron.
– ¿Pasar a la isla? -respondió el Consejero,
ignorante aún de la época en que se encontraba-
. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del
Mercado.
Los individuos lo miraron sin decir nada.
– Decidme sólo dónde está el puente -prosiguió-
. Es vergonzoso que no estén encendidos los
faroles; y, además, hay tanto barro que no
parece sino que camine uno por un cenagal.
A medida que hablaba con los barqueros, se le
hacían más y más incomprensibles.
– No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente,
volviéndoles la espalda. No lograba dar con el
puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es
una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le
había parecido su época más miserable que
aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar
un coche», pensó; pero, ¿coches me has dicho?
No se veía ninguno. «Tendré que volver al
Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los
hay; de otro modo, nunca llegaré a
Christianshafen».
Volvió a la calle del Este, y casi la había
recorrido toda cuando salió la luna.
«¡Dios mío, qué esperpento han levantado
aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este,
que en aquellos tiempos se hallaba en el
extremo de la calle.
Entretanto encontró un portalito, por el que
salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino
una extensa explanada cubierta de hierba, con
algunos matorrales, atravesada por una ancha
corriente de agua. Varias míseras barracas de
madera, habitadas por marineros de Halland, de
quienes venía el nombre de Punta de Halland,
se levantaban en la orilla opuesta.
«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy
borracho -suspiró el Consejero-. ¿Qué diablos
es eso?».
Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al
entrar de nuevo en la calle observó las casas con
más detención; la mayoría eran de entramado de
madera, y muchas tenían tejado de paja.
«¡No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin
embargo, sólo he tomado un vaso de ponche;
cierto que es una bebida que siempre se me
sube a la cabeza. Además, fue una gran
equivocación servirnos ponche con salmón
caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si
volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería
ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya
acostados».
Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.
«¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle
del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas
viejas, míseras y semiderruidas, como si
estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy
enfermo! Pero de nada sirve hacerse
imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del
Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin
embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda,
estoy enfermo!».
Empujó una puerta entornada, a la que llegaba
la luz por una rendija. Era una posada de los
viejos tiempos, una especie de cervecería. La
sala presentaba el aspecto de una taberna del
Holstein; cierto número de personas, marinos,
burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos,
estaban enfrascados en animadas charlas sobre
sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta
del forastero.
– Usted perdone -dijo el Consejero a la
posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me
siento muy indispuesto. ¿No podría usted
proporcionarme un coche que me llevase a
Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo
la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua
alemana. Nuestro consejero, pensando que no
conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán.
Aquello, añadido a la indumentaria del
forastero, afirmó en la tabernera la creencia de
que trataba con un extranjero; comprendió, sin
embargo, que no se encontraba bien, y le trajo
un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto
a agua de mar, a pesar que era del pozo de la
calle.
El Consejero, apoyando la cabeza en la mano,
respiró profundamente y se puso a cavilar sobre
todas las cosas raras que le rodeaban.
– ¿Es éste «El Día» de esta tarde? -preguntó,
sólo por decir, algo, viendo que la mujer
apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la
hoja, que era un grabado en madera que
representaba un fenómeno atmosférico visto en
Colonia.
– Es un grabado muy antiguo -exclamó el
Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro-
. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo
documento? Es de un interés enorme, aunque
sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos
fenómenos lumínicos son auroras boreales, y
probablemente son efectos de la electricidad
atmosférica.
Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír
sus palabras lo miraron con asombro; uno se
levantó, y, quitándose respetuosamente el
sombrero, le dijo muy serio:
– Seguramente sois un hombre de gran
erudición, Monsieur.
– ¡Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sé
hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo
conoce.
– La modestia es una hermosa virtud -observó el
otro- Por lo demás, debo contestar a vuestro
discurso: mihi secus videtur; pero dejo en
suspenso mi juicio.
– ¿Tendríais la bondad de decirme con quién
tengo el honor de hablar? -preguntó el
Consejero.
– Soy bachiller en Sagradas Escrituras –
respondió el hombre.
Aquella respuesta bastó al magistrado; el título
se correspondía con el traje. «Seguramente –
pensó- se trata de algún viejo maestro de
pueblo, un original de ésos que uno encuentra
con frecuencia en Jutlandia».
– Aunque esto no es en realidad un locus
docendi – rosiguió el hombre-, os ruego que os
dignéis hablar. Indudablemente habéis leído
mucho sobre la Antigüedad.
– Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta
leer escritos antiguos y útiles, pero también soy
aficionado a las cosas modernas, con excepción
de esas historias triviales, tan abundantes en
verdad.
– ¿Historias triviales? -preguntó el bachiller.
– Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan
corrientes.
– ¡Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin
embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la
Corte. El Rey gusta de modo particular de la
novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian,
con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla
Redonda; se ha reído no poco con sus altos
dignatarios.
– Pues yo no la he leído -dijo el Consejero-.
Debe de ser alguna edición recientísima de
Heiberg.
– No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino
de Godofredo de Gehmen.
– Ya. ¿Así, éste es el autor? -preguntó el
magistrado-. Es un nombre antiquísimo; así se
llama el primer impresor que hubo en
Dinamarca, ¿verdad?
– Sí, es nuestro primer impresor -asintió el
hombre.
Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego,
uno de los buenos burgueses se puso a hablar de
la grave peste que se había declarado algunos
años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el
Consejero creyó que se trataba de la epidemia
de cólera, con lo cual la conversación prosiguió
como sobre ruedas. La guerra de los piratas de
1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los
corsarios ingleses habían capturado barcos en la
rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido
los acontecimientos de 1801, se sumó a los
vituperios contra los ingleses. El resto de la
charla, en cambio, ya no discurrió tan
llanamente, y en más de un momento pusieron
los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller
resultaba demasiado ignorante, y las
manifestaciones más simples del magistrado le
sonaban a atrevidas y exageradas. Se
consideraban mutuamente de reojo, y cuando
las cosas se ponían demasiado tirantes, el
bachiller hablaba en latín con la esperanza de
ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en
limpio.
– ¿Qué tal se siente? -preguntó la posadera
tirando de la manga al Consejero. Entonces éste
volvió a la realidad; en el calor de la discusión
había olvidado por completo lo que antes le
ocurriera.
– ¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? -preguntó,
sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
– ¡Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel
y cerveza de Brema -pidió uno de los presentes-
, y vos beberéis con nosotros.
Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con
una cofia bicolor; sirvieron la bebida y
saludaron con una inclinación. Al Consejero le
pareció que un extraño frío le recorría el
espinazo.
– ¿Pero qué es esto, qué es esto? -repetía; pero
no tuvo más remedio que beber con ellos, los
cuales se apoderaron del buen señor. Estaba
completamente desconcertado, y al decir uno
que estaba borracho, no lo puso en duda, y se
limitó a pedirles que le procurasen un coche.
Entonces pensaron los otros que hablaba en
moscovita.
Nunca se había encontrado en una compañía tan
ruda y tan ordinaria. «¡Es para pensar que el
país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-. Estoy
pasando el momento más horrible de mi vida».
De repente le vino la idea de meterse debajo de
la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas.
Así lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida,
los otros se dieron cuenta de su propósito, lo
agarraron por los pies y se quedaron con los
chanclos en la mano… afortunadamente para él,
pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo.
El Consejero vio entonces ante él un farol
encendido, y detrás, un gran edificio; todo le
resultaba ya conocido y familiar; era la calle del
Este, tal como nosotros la conocemos. Se
encontró tendido en el suelo con las piernas
contra una puerta, frente al dormido vigilante
nocturno.
«¡Dios bendito! ¿Es posible que haya estado
tendido en plena calle y soñando? -dijo-. ¡Sí,
ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara
y pintoresca! ¡Es terrible el efecto de un vaso de
ponche!».
Dos minutos más tarde se hallaba en un coche
de punto, que lo conducía a Christianshafen;
pensaba en las angustias sufridas y daba gracias
de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra
época, que, con todos sus defectos, es
infinitamente mejor que la que acababa de
dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia
era muy discreto al pensar de este modo.