La Gota de Agua

– I –
Jamás se vio un matrimonio más dichoso
que el de D. Juan de Dios Cordero -médico
cirujano de un pueblo demasiado grande para
pasar por aldea, y demasiado pequeño para
ser considerado como ciudad-; y doña Fermina
Alamillos, ex-profesora de bordados en un
colegio de la corte, y en la actualidad rica
propietaria y labradora. Hacía veinte años que
se habían casado, no llevando ella más dote
que su excelente corazón, ni él más dinero en
su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta
pobreza, conocida su proverbial honradez, sin
recibir ninguna herencia inesperada, al cabo
de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero
eran los primeros contribuyentes del
lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante
esos cinco lustros! En aquella casa apenas
se comía, se dormía en un humilde lecho,
y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado
cualquier campesino.
Cuando alguien preguntaba a doña Fermina
por qué no teniendo hijos a quienes legar
su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa
de su bienestar y acaso de su salud, la
buena señora respondía: «Hice como la hormiga,
trabajé durante el verano de mi vida,
para tener alimento, paz y albergue en mi
invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo
veintitantos o treinta más -que bien puede
esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en
su casa gratos placeres-, daré por bien empleada
mi antigua pobreza, que hoy me brinda
una existencia serena y desahogada».
Juan de Dios no tenía más opinión que la
de su mujer; a él le había tocado trabajar
como médico-cirujano, y a su esposa economizar
lo ganado en aquel pueblo a fuerza de
sudores y fatigas, porque no todos los enfermos
pagaban; unos por falta de recursos, y
los más porque se morían. Esta era la única
mancha que tenía Juan de Dios sobre su conciencia;
muchos de los pacientes, a los que
había dado pasaporte para el otro mundo, no
estaban condenados a morir. Acostumbrado a
curar siempre con sangrías, había precipitado
con ellas el fin de bastantes desgraciados;
pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado
doctor, hombre excelente, dormía como un
bienaventurado, y que jamás se le apareció
en sueños ninguna de sus víctimas.
Acababa de acostarse Juan de Dios, serían
las nueve de una noche fría y lluviosa del mes
de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido
y mujer se sobresaltaron; hubo una ligera
polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era
cosa resuelta que no se abriría, porque este
fue el parecer de la esposa, cuando entró la
criada en la habitación de sus amos, y dijo:
-Señor, avisan a usted con urgencia para
una enferma.
-No puede ir -gritó doña Fermina.
-Mujer, por Dios -suplicó el marido…
-Te vas a resfriar.
-¿Y si por no constiparme se muere esa
desgraciada?
-¿Y si coges una pulmonía y te mueres tú?
-Iré bien abrigado.
-Vamos, no lo consiento.
-¿Qué respondo al criado de la señora baronesa?
-preguntó la criada.
-¡Ah! ¡Se trata de la señora baronesa! –
exclamó Fermina abriendo con asombro los
ojos-; eso es otra cosa.
Entre las debilidades de aquella honrada
mujer, pues todos las tenemos, era la principal
su deseo de tratar a personas de elevada
alcurnia. Hacía más de un año que la baronesa
vivía en el pueblo con su marido y su hijo,
y doña Fermina no había encontrado una ocasión
propicia para introducirse en su casa;
nunca se había visto una familia de mejor
salud; al fin un individuo de los principales,
reclamaba los cuidados científicos de Juan de
Dios, éste salvaría a la paciente y la amistad
entre la ilustre dama y la antigua profesora,
llegaría a ser un hecho real y positivo.
-Di al criado de la señora baronesa -se
atrevió a murmurar Juan de Dios -que no me
siento bien y que me es imposible ir.
-¿Qué estás diciendo? -exclamó la esposa-.
¿Dejarás morir a esa señora?
-Por no resfriarme, por no darte un disgusto…
-No, esposo mío, no te resfriarás. Ponte el
abrigo forrado de pieles, la bufanda, la capa,
el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha
mandado el suyo la baronesa?
-Sí, señora -contestó la criada.
-Pues anda, Juan de Dios, no te detengas,
así no te pondrás enfermo.
Diez minutos después salía el médico de su
casa.
Doña Fermina, rebosando de satisfacción,
no pudo conciliar el sueño en el resto de la
noche.
– II –
Juan de Dios volvió a las nueve de la mañana
del siguiente día. Su esposa fue a su
encuentro con la ligereza propia de una niña,
y apenas vio a su marido, le preguntó:
-¿Qué quería la baronesa? ¿Te ha recibido
bien? ¿Te ha ofrecido la casa? ¿Te ha rogado
que vaya a visitarla o te ha dicho que ella
vendrá primero a verme? ¿No me contestas?
-Cuando acabes de preguntar, Fermina.
-Pues ya he concluido.
-La baronesa estaba enferma, y solo me ha
hablado de lo referente a su dolencia; no me
ha preguntado por ti.
-¡Qué grosería!
-La baronesa, dos horas después de mi llegada,
dio a luz una robusta niña, que ha sido
recibida con verdadero júbilo, pues ya sabes
que no tenía más que un hijo y ella deseaba
vivamente una hija.
-Y después, ¿qué has hecho?
-Ya dejaba tranquila a la ilustre señora, ya
salía de su casa y me disponía a volver a la
mía, cuando una mujer pobremente vestida
me llamó. «¿Es usted el doctor?» me preguntó.
Y al oír mi respuesta afirmativa, añadió:
«¿Puede usted asistir a una vecina mía?»
¿Cómo negarme a hacerlo? Subí a una humilde
boardilla, y encontré a una infeliz joven
que se hallaba en el mismo caso que la baronesa.
Comparé lo que acababa de dejar con lo
que estaba viendo: en el palacio muebles lujosos,
ricas colgaduras, luces, espejos, suntuosos
trajes, un esposo amante, amigos solícitos,
criados esperando con interés la feliz
nueva… En la boardilla, desnudas paredes,
vigas carcomidas, un jergón, harapos, soledad,
tristeza. Aquella desgraciada acababa de
quedar viuda; su marido no le había dejado
recursos de ningún género y ella se moría de
hambre y de pena. Dio a luz otra niña, flaca y
que no parecía tener más que un soplo de
vida. Pero acaso no muera: nace con mala
estrella para dejar tan pronto el mundo. Perdona
Fermina si le di, sin contar con tu beneplácito,
una moneda de plata a aquella mujer.
-Que trabaje.
-Su estado no se lo permite: ya trabajará.
-Casi todas las que están en el último grado
de miseria, tienen la culpa de lo que les
sucede.
-Ella me ha pedido ayuda y protección.
-Yo también fui pobre, trabajé, y ahora disfruto
un grato bienestar; que haga lo mismo y
no será desgraciada.
Fermina estaba de mal humor, porque la
baronesa no había preguntado por ella, y por
eso hablaba de ese modo; por lo demás su
corazón era bellísimo, y al siguiente día encargó
a su marido que enviase ropas, caldo y
otras cosas a la pobre viuda.
– III –
Esta no fue tan digna de compasión como
era de suponer. Un acontecimiento inesperado
vino a sacarla de aquella situación angustiosa.
La nodriza que había buscado la baronesa
para criar a su hija tuvo que volver a su
pueblo al mes de nacer la pequeña Camila, y
no encontrándose ninguna con la premura
necesaria, Juan de Dios le propuso a la mujer
de la boardilla, que se había restablecido por
completo, gracias a los cuidados de doña
Fermina. La joven fue admitida con la condición
de que había de buscar alguna persona
que se encargase de su niña. Así esta, la pobre
Benigna, por ser desgraciada en todo, no
gozó, ni en los primeros meses de su vida, las
caricias de su madre. Fue confiada a una vecina,
que la crió al propio tiempo que a un
hijo suyo, y únicamente cuando la niña anduvo
sola y dio poco que hacer, se consintió al
ama de Camila que llevase a Benigna consigo.
Camila era muy bonita, Benigna fea, medio
raquítica, solo tenía hermosos cabellos castaños
y grandes ojos azules, en los que ya se
reflejaban la bondad y el candor de su alma.
Cuando Camila no necesitó ama, doña
Fermina y Juan de Dios quisieron llevarse a la
viuda a su servicio; ella no consintió, y acaso
de aquella negativa nacieron todas las desgracias
de su hija. Tal vez el médico y su mujer
hubieran adoptado a la niña, legándole en
su testamento su fortuna, que harto lo prueba
que así lo hicieron más tarde con una huérfana
que acogieron; pero a la madre de Benigna
le deslumbró el brillo de un título, y no consintió
en abandonar a la baronesa.
Doña Fermina no realizó jamás su dorado
sueño de ser amiga, ni aun conocida de la
ilustre dama.
– IV –
Ya tenían las niñas seis años, cuando la
nodriza murió. Benigna, que la quería tiernamente,
sintió un inmenso vacío en su derredor;
pero en la infancia se olvida fácilmente, y
poco tardó en compartir los juegos de Camila.
Una tarde, la hija de la bella señora y la
huérfana, sentadas ambas sobre la alfombra,
vestían y peinaban una gran muñeca, mientras
la baronesa, no lejos de ellas, conversaba
con varios de sus amigos. Su vista se fijó en
las dos niñas, que no advirtieron la atención
de que eran objeto.
-¿Pero quién diría -exclamó riéndose y
comparando la esbelta y graciosa figura de su
hija con el defectuoso cuerpo y el feo rostro
de Benigna-, que estas dos criaturas han nacido
en el mismo día? Vean ustedes: Camila le
lleva más de la cabeza.
-¡Ah! Camila es encantadora -dijo un admirador
de la madre.
-¿Y cómo consiente usted que su niña, que
está tan bien educada, pase tantos ratos al
lado de esa chicuela? -preguntó otro.
-Es su hermana de leche. Camila le tiene
algún cariño a causa sin duda de que nunca la
contraria, y a mí me da pena sacarla de mi
casa.
-¿No tiene padres?
-Su madre, única persona que le quedaba
en el mundo, murió el verano pasado.
Nadie volvió a ocuparse de las niñas, hasta
que Camila se incomodó porque Benigna
había dejado caer inadvertidamente la muñeca.
Su diminuta mano golpeó repetidas veces
el rostro de su compañera de juego, que se
alejó llorando.
La baronesa tomó en sus brazos a Camila,
y para calmarla prometió comprarle nuevos
juguetes. Benigna se dirigió a su cuarto, y
después de enjugar sus lágrimas se consoló
de la ingratitud de su joven ama, viendo la
colección de muñecas rotas que aquella le
había dado, y formándolas junto a la pared
para que se sostuvieran de pie. Allí se puso a
imitar las conversaciones que oía a los señores
y a los criados, haciéndose ella representar
por una muñeca de agraciado rostro que
distaba mucho de parecérsele.
– V –
Pasaron los años y Camila fue llevada a un
colegio; su hermano había empezado antes su
educación. Benigna no aprendió nada; en casa
de la baronesa la vestían y la alimentaban
del mismo modo que daban de comer y cuidaban
a los perritos preferidos de los amos,
para que viviesen, sin ocuparse de nada más.
Benigna cambió poco; al llegar a la adolescencia
no tenía ni aun esa belleza propia de
los quince años. Su rostro carecía de atractivos,
su talle de la esbeltez de la juventud, su
estatura era pequeña, solo había en sus grandes
ojos azules una melancólica y dulce expresión,
que hubiese podido impresionar algunos
corazones, si alguien se hubiese dignado
fijarse en ellos; pero a Benigna no la miraban
ni los criados de la baronesa.
Al cumplir los quince años sacaron a Camila
del colegio: era una señorita bien educada,
pero fría, egoísta y orgullosa. Benigna había
puesto todo su cariño en ella; así es que al
verla, olvidando la diferencia de clases, fue a
echarse en los brazos de su hermana de leche,
pero esta la rechazó con dureza. Benigna
se apartó de ella con el corazón destrozado.
El hijo del barón tenía diez y nueve años:
también él volvió a la casa paterna después
de haber estudiado y viajado. No era tan vanidoso
como su hermana, pero su carácter se
asemejaba bastante al de esta. Benigna los
veía como a dos ídolos, a los que adoraba de
lejos, sin que los ídolos se dignasen concederle
ni la más insignificante de las gracias.
Una noche, era más de la una, la pobre niña
velaba en su cuarto, cuando oyó pasos
furtivos en el corredor. Salió sobresaltada y
vio al joven que se dirigía a un aposento no
lejano del de su madre.
-Benigna -dijo retrocediendo al verla-; he
perdido mucho en el juego, y necesito dinero;
¿dónde guardan mis padres el suyo? Tú debes
saberlo.
-No lo sé, señor, y aunque lo supiera lo callaría.
-Eres una imbécil, pero me es indiferente
que lo calles; yo lo averiguaré.
Y siguió su camino a pesar de las súplicas
de la joven.
A la mañana siguiente la baronesa notó la
falta de una crecida cantidad de dinero. Los
criados dijeron que habían oído por la noche
hablar a Benigna con un hombre. Ella no negó
que a esa hora estaba levantada; pero no
reveló, por cariño al joven, lo que este le
había dicho, y él en su egoísmo lo ocultó también.
El barón y su esposa no dieron parte a
la policía, y encerraron a la niña en su cuarto
hasta que descubriese a quién había entregado
el dinero.
Benigna tuvo siempre una salud delicada;
le causó una dolorosísima impresión verse
tratada de tan inicuo modo, y cayó gravemente
enferma. Juan de Dios, el que asistió a la
madre cuando el nacimiento de la niña, fue
llamado para asistir a esta en su postrera enfermedad.
Una tarde, era en el mes de Mayo, Camila
fue enviada por su madre para informarse del
estado de Benigna.
-No le quedan muchas horas de vida –
contestó el doctor.
La joven alzó los ojos, que fijó de un modo
extraño en su hermana de leche.
-D. Juan -dijo señalando a Camila-; ¿por
qué si nacimos juntas, vivió ella entre el fausto
y los halagos de la suerte, y yo no tuve ni
familia ni hogar?
-Bienaventurados los que lloran, hija mía –
contestó Juan de Dios.
-¿Por qué nació hermosa, por qué vive feliz,
por qué no le dirigen injustas acusaciones?
-El Señor lo sabe; piensa en que hay otra
vida de dicha y recompensa para los que sufren
en esta.
-¿Quién se acordará de mí después que
muera?
Benigna se incorporó en el lecho. Su habitación,
situada en el piso bajo, tenía vistas al
jardín. Desde su cama se divisaban árboles,
flores y una fuente. Había llovido, y en las
hojas de los tilos brillaban algunas gotas de
agua. La niña vio caer dos de ellas; la una fue
a perderse en la fuente, agitando levemente
su superficie, la otra cayó al suelo y no dejó
huella ninguna en la arena.
-Así somos nosotras -murmuró Benigna-;
Camila la gota de agua que enriquece la fuente,
yo la que absorbe la tierra, sin que de ella
quede rastro ni memoria. Acaso sea mejor;
nadie me sentirá en el mundo, y mis padres
me esperarán en el cielo. Cuando ella muera
su familia no tendrá consuelo. ¡Pobres gotas
de agua! Yo tampoco os miré hasta hoy, y
quizá vosotras descendéis de las nubes para
llorar mi prematuro fin. A la tierra vais como
yo: ¡cuántas humedeceréis la que ha de cubrir
mi sepultura!
Y aun habló más Benigna, pero poco a poco
sus ideas fueron menos lúcidas, y en su
delirio refirió, sin sospecharlo, cómo se habla
hecho el robo y nombró al autor de él. Los
padres lo supieron con espanto; el hijo declaró
que era cierto, y la baronesa y su esposo
encargaron a Juan de Dios que nada dijese.
-Que los criados no sospechen la conducta
de mi hijo -murmuró la madre-. ¿Qué importa
que acusen del robo a Benigna? ¿Qué tenía
esa muchacha que perder? Ni nombre, ni familia,
ni hogar…
No respetaron ni su memoria; ¡pobre gota
de agua!