El Paje Roger

– I –
El rey Marcial había declarado la guerra al
rey Godofredo. No contento con eso, había
ido a buscarle a sus propios Estados seguido
de un formidable ejército fuerte y bien armado
con el que esperaba vencer en breve a su
contrario. Creía hallar a este desprevenido
porque ignoraba que un súbdito traidor no
sólo había advertido a Godofredo el peligro
que le amenazaba, sino que le había revelado
todos los planes de su enemigo para que los
hiciese fracasar.
Caminó el rey Marcial con gran cautela,
hizo el viaje a pequeñas jornadas y por último
puso su campamento a corta distancia de la
capital.
-No me han visto -exclamó el monarca con
júbilo; porque en efecto no había encontrado
a nadie por aquellos campos, ni aun a los pastores
que sacaban sus rebaños en otros tiempos
por allí.
Estaban rendidos después de tantos días
de viaje y se retiraron a sus tiendas de campaña
para descansar.
Algunos centinelas se paseaban por delante
de ellas para no dormirse y dirigían miradas
de codicia a la ciudad próxima en la que
esperaban entrar en breve vencedores. El rey
reposaba ya con agitado sueño y había encargado
a sus guardias que le llamasen muy
temprano; quería sorprender a Godofredo al
despuntar la aurora.
La luna brillaba en un hermoso cielo tachonado
de estrellas enviando sus melancólicos
rayos a la tierra. Se contemplaba en las aguas
de un ancho río como en un espejo. Un palacio
de cristal, que se divisaba cerca de las
puertas de la ciudad reflejaba también la suave
claridad del astro de la noche.
-Mañana entraremos ahí -dijo un capitán
señalando el bello edificio.
A eso de las doce, divisaron los soldados
unos pequeños seres que se aproximaban; al
pronto los creyeron duendes, pero no tardaron
en convencerse de que eran niños y niñas
que iban vestidos de una manera extraña con
telas que parecían luminosas.
-¿Venís de la ciudad? -preguntó un centinela.
-No, señor -contestó el mayor de los niños-
, somos del pueblo inmediato y queríamos
entrar en ella para celebrar una fiesta que
empieza precisamente a la media noche.
-Pues no se puede entrar.
-En ese caso, mi buen señor, me permitiréis
que la celebre aquí con mis compañeros,
pues seríamos todo el año desgraciados si no
festejáramos este día que va a comenzar.
-No hay inconveniente.
Los niños, que llevaban pendientes de la
cintura unas hachas pequeñas, las cogieron y
se pusieron a cortar con ellas ramas de árboles
y lozanos arbustos que las piñas colocaban
en montones delante de todas las tiendas.
Hecho esto, los rociaron bien con un líquido
que llevaban en pequeños cántaros y a un
tiempo les prendieron fuego. Las hogueras
ardían y los niños y las niñas bailaban en derredor
de ellas o saltaban por en cima. El líquido
que habían arrojado embalsamaba el
ambiente y era sumamente grato.
Los soldados se habían parado para contemplar
el espectáculo y el capitán olvidaba
su guardia también. Al principio estaban de
pie todos, luego se sentaron, se echaron por
último; un sueño invencible se había apoderado
de aquellos bravos guerreros; antes de
la una no había nadie despierto en el campamento.
Entonces uno de los niños se dirigió
hacia la ciudad e imitó por tres veces el canto
de un pájaro nocturno.
Las puertas se abrieron sin ruido y un ejército,
aún más numeroso que el del rey Marcial,
se dirigió hacia las tiendas de campaña.
Llevaban aquellos soldados muchos carros
tirados por mulas. Penetraron en el campamento
y fueron sacando al monarca y todos
sus guerreros sin que opusieran la menor resistencia,
pues se hallaban dormidos. Los colocaron
en los carros, penetraron en la ciudad
y los encerraron en diversos castillos, después
de desarmarlos.
Los niños que habían celebrado la fiesta
eran los pajes del rey Godofredo, disfrazados
por orden de su señor de diferentes modos, y
habían arrojado al fuego un líquido extraño
compuesto por un célebre nigromántico de la
ciudad que tenía el singular poder de sumir en
un prolongado sueño a todo el que lo aspirase.
Los niños llevaban un preservativo, que
les dio el mismo mago, para librarse de los
efectos del narcótico.
Así pudo Godofredo apoderarse sin riesgo
del rey Marcial y de sus valientes guerreros.
– II –
Cuando el monarca se despertó, muchas
horas después de hallarse preso, estaba en un
estrecho calabozo pobremente amueblado y
en el que apenas penetraba un débil rayo de
luz. La primera idea que le asaltó fue que
había perdido el juicio mientras combatía al
enemigo, que esto le había obligado a cometer
todo género de desaciertos y que no conservaba
ni la menor idea de lo ocurrido. Su
desaliento fue grande no sólo por verse prisionero
sino al considerar los males que su
derrota habría traído, sospechando que su
ejército habría tenido la misma desastrosa
suerte que él.
Durante el día vio únicamente una vez a su
carcelero que le llevó algún alimento y un
jarro de agua, pero al que en balde preguntó,
pues el hombre, atendiendo a órdenes recibidas,
no le pudo responder.
Así pasó una semana.
Entre tanto la noticia de su cautiverio con
todos los detalles de lo ocurrido llegó a la nación
del rey Marcial llenando de consternación
a sus súbditos. La mayor parte de los jóvenes
del país había seguido al monarca para hacer
la guerra, casi no quedaban allí más que los
ancianos, las mujeres y los niños. Pensaron
todos formar un ejército numeroso, aunque
débil, pero la idea fue rechazada porque tampoco
era prudente dejar aquella tierra abandonada
y a merced de los enemigos que, sabiendo
su desgracia, podrían presentarse a
las puertas de la ciudad para conquistarla.
Nombraron a un anciano general para que
gobernase el país hasta el regreso, si es que
regresaban, de su legítimo dueño y los pocos
jóvenes que quedaban y las mujeres formaron
un ejército de guerreros y de amazonas.
Algunos pajes se reunieron una noche para
deliberar sobre la conducta que debían seguir.
Entre ellos se hallaban los nombrados Rodrigo,
Gonzalo y Roger.
-Yo opino -dijo este último-, que puesto
que los pajes de Godofredo son los que han
aprisionado a nuestro rey, nosotros debemos
oponer astucia contra astucia, y que nos corresponde
más que a otros el deber de librarle.
El que se atreva a emprender tan arduo
proyecto que lo diga; yo por mi parte me
comprometo a intentarlo.
-Y yo -dijo Rodrigo.
-Y yo -añadió Gonzalo.
Los demás guardaron silencio por lo que se
juzgó que no querían arriesgarse en semejante
plan.
Participaron al regente su pensamiento y
como el rey Marcial no tenía hijos se prometió
solemnemente al que librase al monarca que
sería su heredero.
Quedó convenido que los jóvenes pajes no
irían juntos, sino que cada cual trabajaría por
su lado como mejor pudiese.
El primero que salió de la ciudad fue Rodrigo
disfrazado de vendedor de frutas. Se dirigió
con toda la rapidez posible hacia los estados
de Godofredo, pero, mucho antes de llegar,
le cerró el paso un bosque incendiado en
el que le fue imposible penetrar. Herido a
causa de las quemaduras que sufrió, y medio
muerto de sed y de cansancio, llegó al reino
de Marcial al mes de haber salido y fue tal la
vergüenza que le ocasionó su derrota que se
ocultó en una choza con nombre supuesto
para que nadie supiera su regreso a la ciudad.
Gonzalo se disfrazó de pescador y salió en
un bote con el objeto de penetrar en los dominios
de Godofredo por mar. Los primeros
días hizo el viaje felizmente, pero antes de
divisar el ansiado puerto se halló ante una
poderosa escuadra que le cerraba el paso.
Una barca le salió al encuentro, y como pareciese
a los marineros que aquel hombre era
sospechoso, pues le interrogaron y no supo
qué contestar, le hicieron prisionero. Aprovechando
un descuido de sus guardianes, Gonzalo
se arrojó al agua y trató de alejarse nadando
de sus adversarios. Lo logró gracias a
muy poderosos esfuerzos, pero extenuado,
medio muerto de fatiga se vio precisado a
buscar reposo en una isla desierta.
Allí permaneció dos días hasta que una
embarcación extranjera que pasó cerca le
recibió a bordo dejándole no lejos de su patria.
Se fue ocultando hasta llegar a una cabaña
abandonada, a juzgar por su aspecto
miserable.
Penetró en ella sin dificultad.
Sobre un montón de paja dormía un joven,
casi un niño, con agitado sueño. Gonzalo se
echó junto a él sin mirarle y se durmió.
A la mañana siguiente los rayos del sol que
penetraban por la pequeña ventana que estaba
al lado de la puerta, despertaron a la vez a
los dos durmientes que se hallaban de espaldas
el uno al otro. Se volvieron y ambos lanzaron
una exclamación de sorpresa pronunciando
su nombre:
-¡Rodrigo!
-¡Gonzalo!
Se contaron en breves palabras sus aventuras
encontrando un triste consuelo al ver
que ninguno de los dos había logrado el objeto
de su viaje y no dudando que a Roger le
pasaría lo mismo.
-¿Vendrá también a refugiarse en esta choza?
-preguntó Rodrigo.
-Por si viene le aguardaremos aquí algunos
días -dijo Gonzalo.
Pero pasaron muchos y no supieron nada
de su compañero. Entonces, con su mismo
disfraz, se marcharon a un pueblo pequeño,
donde no eran conocidos, y se dedicaron a las
rudas faenas del campo para no confesar su
derrota en la capital del reino.
– III –
Entre tanto Roger, que había seguido distinto
camino que ellos, acariciaba la esperanza
de obtener un buen resultado. No había
buscado disfraz al abandonar la ciudad, llevaba
siempre su airoso traje de pajecillo. Anduvo
durante varios días sin rumbo fijo y sin
saber lo que haría.
Al fin, rendido de cansancio, se echó en el
campo al pie de una encina para buscar algún
reposo. Empezaba a anochecer y densa niebla
le ocultaba los objetos lejanos permitiéndole
ver los más próximos confusamente. Así le
pareció que algo o alguien se movía a pocos
pasos de él. Era un mendigo. Al acercarse a
Roger le dijo en lastimero tono después de
mirarle con atención:
-Hermoso paje, tengo mucho frío; dame tu
capa y Dios te recompensara. Tú eres joven y
resistirás mejor que yo los rigores del otoño
que es crudo y del invierno que se acerca.
Dame tu capa nueva y yo te daré la mía vieja.
-Toma, buen anciano -dijo Roger desprendiéndose
de ella-, y guarda también la tuya si
la quieres o la necesitas.
Pero el mendigo no pareció oírle y sólo se
llevó la nueva dándole antes de alejarse este
consejo:
-Si vas al primer pueblo que encuentres,
mira, oye y calla.
Roger cogió con alguna repugnancia la andrajosa
prenda, pero como sintiese luego frío,
se cubrió con la capa del pobre con la que
quedó poco menos que desconocido.
A la mañana siguiente vio a un niño que
volvía de trabajar en un campo distante. Llevaba
la cabeza descubierta y la inclinaba abatido
sobre el pecho.
-¿Qué tienes? -le preguntó Roger.
-Señor -contestó el muchacho-, he perdido
mi sombrero y mis padres me pegarán cuando
vean que deben comprarme otro para los
trabajos del año que viene en que tendré que
volver aquí.
-Toma mi gorra -dijo el paje poniéndosela
al muchacho, que se marchó dando saltos de
alegría.
Roger prosiguió su camino, y antes de la
noche empezó a llover de tal modo que tuvo
que suspender su viaje. Se paró al pie de un
árbol con los cabellos empapados en agua y
allí se quitó la capa con el objeto de cubrirse
también con ella la cabeza, pero cual no fue
su asombro al descubrir que dicha capa tenía
una capucha que no sólo ocultaba el pelo sino
el rostro viéndose en esta parte dos agujeros
a la altura de los ojos. Pensó entonces que así
podría seguir su camino, se cubrió bien y echó
a andar llegando después de una hora a un
pueblo de cierta importancia.
-¡El peregrino! ¡el santo! -gritaron los chicos
al verle.
Y las mujeres salían a las puertas y tocaban
su capa y los hombres le saludaban con
respeto.
-Padre -le dijo un lego acercándose-, los
frailes del convento de San Francisco le
aguardan como siempre.
Iba Roger a descubrirse cuando el otro
añadió bajando la voz:
-Ha llegado un emisario del rey Godofredo
y deseamos que le oigáis.
Entonces el paje le siguió silencioso confiando
en sacar algún partido de aquel hecho.
Entraron en un sombrío edificio y Roger fue
introducido en una sala baja donde se hallaban
una docena de frailes y un guerrero con
brillante armadura.
-Mirad a quien os traigo -dijo el lego.
Todos saludaron respetuosamente. El prior
habló después así:
-Señor emisario del rey Godofredo nuestro
señor, el que acaba de entrar es un hombre
notable, el peregrino Marcelo; ha hecho voto
de no hablar y sólo contestará por escrito;
nadie ha visto su rostro por haber hecho esa
promesa también, pero todos le conocemos.
Fue un gran guerrero en su juventud, tuvo un
amigo a quien mató en la pelea, porque la
fatalidad le colocó en contra suya y desde
entonces recorre el mundo en busca del hijo
de aquel compañero de la infancia, al que no
logra encontrar; el día que le halle quebrantará
su voto. Decidle lo que aquí os trae.
El emisario contestó:
-El rey mi señor no juzga seguro al nombrado
Marcial en su corte y desea encerrarle
aquí donde nadie sospechará su presencia.
¿Os parece que le traigamos?
Roger hizo un signo afirmativo.
-¿Y a sus generales también?
El paje repitió la señal.
-¿Y quién se encargará de su custodia?
El joven puso una mano sobre su pecho
como diciendo: yo.
-Está bien, mañana se traerá a los cautivos;
entre tanto buscad la prisión mejor para
ellos.
El emisario partió, los frailes acompañaron
al supuesto peregrino a una gran celda y, dejándole
allí numerosas provisiones, se alejaron.
Roger echó el cerrojo a su puerta, cenó
opíparamente y se acostó después.
– IV –
Cuando se despertó empezaba a lucir el
día. Se levantó rápidamente y vio con sorpresa
sobre un mueble un pliego cerrado en el
que no había reparado la noche anterior; estaba
dirigido a él. Lo abrió con mano trémula
y leyó lo siguiente:
«Niño audaz, prosigue tu obra y nada temas,
Dios está contigo y te ayuda. Manda
encerrar al rey Marcial y a sus generales en
las celdas que tienen los números 13, 15 y
17. En todas ellas hay una trampa que conduce
a un subterráneo donde los esperara alguien
que anhela protegerlos, no tanto por
ellos como por ti. A los tres días de su llegada
los harás salir de su prisión y tú permanecerás
en el convento cuarenta y ocho horas
más. Al transcurrir estas fingirás un asunto
urgente que te lleva a otra población y te alejarás
por la puerta principal del convento
hacia el campo. En el papel adjunto hallarás
la explicación de las salidas de las celdas al
subterráneo».
Roger volvió a leer el pliego, lo guardó con
cuidado y entró en el claustro después de
haberse echado la capucha.
Cuando llegaron los prisioneros, designó
para que los encerrasen las celdas que tenían
los números 13, 15 y 17.
Aunque el pliego no le decía que debía descubrirse
a su rey, Roger no pudo resistir a la
tentación de hacerlo siendo recibido con los
brazos abiertos por Marcial.
El peregrino Marcelo, o mejor dicho, aquel
a quien daban este nombre, era la única persona
que tenía el derecho de ver a los cautivos.
Tres días después los hizo salir y durante
otros dos continuó llevando provisiones a las
vacías celdas. Cuando escribió que necesitaba
partir, añadió que volvería pronto y que nadie
debía ir entretanto a ver a los prisioneros. Así
ganaba tiempo para que Marcial y los generales
huyesen.
Salió por la puerta principal y a poco rato
encontró a un escudero montado que llevaba
otro caballo que puso a su disposición. No
descansaban día y noche, pues hallaban relevos
en muchos pueblos. Al fin llegaron al antiguo
reino de Marcial; durante el camino
apenas se habían cruzado entre los dos jinetes
algunas palabras.
En la capital esperaban a Roger hombres,
mujeres y niños en gran número que le hicieron
un entusiasta recibimiento. Le quitaron la
capa y la capucha poniéndole en sustitución
de la primera una de hermoso terciopelo y en
vez de la segunda una gorra con ricas plumas.
Así entró en triunfo en la ciudad, yendo el
rey Marcial a su encuentro.
-¡Viva el príncipe Roger! -gritaron todos-,
¡viva el heredero del trono!
El monarca y sus servidores habían hecho
el viaje sin el menor tropiezo gracias al verdadero
peregrino. Este se hallaba en la ciudad
y Roger le saludó enternecido.
-Todo os lo debo a vos -dijo el paje.
-A mí no, a tu padre -contestó Marcelo-;
era mi amigo y le maté, entonces ofrecí que
todo lo daría por su hijo y lo he cumplido.
Servidor del rey Godofredo, le he sido traidor
por ti, tan traidor, que no sólo le he quitado a
sus prisioneros valiéndome del prestigio que
tengo en su país, sino que ahora combatiré
contra él para salvar a los otros súbditos de
tu monarca. Eres el vivo retrato de tu padre,
te vi, adiviné tu intento y te ayudé. Tú serás
el sucesor de Marcial, así habré pagado mi
deuda.
Esta vez fue Godofredo quien declaró la
guerra a Marcial; el peregrino con su antiguo
traje se puso al frente de las tropas de este, y
las contrarias, no atreviéndose a hacer fuego
contra aquel que tenían por santo, se dejaron
vencer. Habiendo hecho numerosos prisioneros,
fueron guardados como rehenes que devolvieron
al ser enviados a su tierra los súbditos
del rey Marcial. Se firmó la paz y los dos
reyes, gracias a Marcelo fueron por fin amigos.
Roger, considerado como príncipe heredero,
vio premiado su arrojo siendo, al morir
Marcial, aún más querido y respetado que su
antecesor.
Rodrigo y Gonzalo, que se batieron como
dos héroes contra Godofredo, obtuvieron elevados
puestos en la capital.
En cuanto al peregrino, una vez cumplida
su misión sagrada, se retiró a una solitaria
ermita donde acabó sus días tranquilamente.