El Gorro de Dormir del Solterón

Hay en Copenhague una calle que lleva el
extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón
de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué
significa su nombre? Hay quien dice que es de
origen alemán, aunque esto sería atropellar esta
lengua, pues en tal caso Hysken sería:
«Häuschen», palabra que significa «casitas».
Las tales casitas, por espacio de largos años,
sólo fueron barracas de madera, casi como las
que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco
mayores, y con ventanas, que en vez de cristales
tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el
poner vidrios en las ventanas era en aquel
tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace
tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar
de ello: «Antiguamente…». Hoy hace de ello
varios siglos.
Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck
negociaban en Copenhague. Ellos no venían en
persona, sino que enviaban a sus dependientes,
los cuales se alojaban en los barracones de la
Calleja de las casitas, y en ellas vendían su
cerveza y sus especias. La cerveza alemana era
entonces muy estimada, y la había de muchas
clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin
faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran
variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y,
especialmente, pimienta. Ésta era la más
estimada, y de aquí que a aquellos vendedores
se les aplicara el apodo de «pimenteros».
Cuando salían de su país, contraían el
compromiso de no casarse en el lugar de su
trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad
avanzada y tenían que cuidar de su persona,
arreglar su casa y apagar la lumbre – cuando la
tenían -. Algunos se volvían huraños, como
niños envejecidos, solitarios, con ideas y
costumbres especiales. De ahí viene que en
Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre
soltero que ha llegado a una edad más que
suficiente para casarse. Hay que saber todo esto
para comprender mi cuento.
Es costumbre hacer burla de los «pimenteros» o
solterones, como decimos aquí; una de sus
bromas consiste en decirle que se vayan a
acostar y que se calen el gorro de dormir hasta
los ojos.
Corta, corta, madera,
¡ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,
en vez de un tesorito lindo y fino.
Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del
solterón y de su gorro de noche, precisamente
porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no
deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué?
Escuchad:
Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba
empedrada; salías de un bache para meterte en
un hoyo, como en un camino removido por los
carros, y además era muy angosta. Las casuchas
se tocaban, y era tan reducido el espacio que
mediaba entre una hilera y la de enfrente, que
en verano solían tender una cuerda desde un
tenducho al opuesto; toda la calle olía a
pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las
mesitas no solía haber gente joven; la mayoría
eran solterones, los cuales no creáis que fueran
con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa,
y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello,
no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria
del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo
vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban
con medios para hacerse retratar, y es una
lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno
de ellos, retratado en su tienda o yendo a la
iglesia los días festivos. El sombrero era alto y
de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban
a veces con una pluma; la camisa de lana
desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo
blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada
de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el
cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos
hasta los zapatos, de ancha punta, pues no
usaban medias. Del cinturón colgaban el
cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda,
amén de un puñal para la propia defensa, lo cual
era muy necesario en aquellos tiempos.
Justamente así iba vestido los días de fiesta el
viejo Antón, uno de los solterones más
empedernidos de la calleja; sólo que en vez del
sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de
ella un gorro de punto, un auténtico gorro de
dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y
jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos
gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el
retrato: era seco como un huso, tenía la boca y
los ojos rodeados de arrugas, largos dedos
huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo
izquierdo le colgaba un gran mechón que le
salía de un lunar; no puede decirse que lo
embelleciera, pero al menos servía para
identificarlo fácilmente. Se decía de él que era
de Brema, aunque en realidad no era de allí,
pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de
Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda
de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar
poco de su patria chica, pero tanto más pensaba
en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la
calle se reunieran, sino que cada cual
permanecía en su tenducho, que se cerraba al
atardecer, y entonces la calleja quedaba
completamente oscura; sólo un tenue resplandor
salía por la pequeña placa de cuerno del rejado,
y en el interior de la casucha, el viejo, sentado
generalmente en la cama con su libro alemán de
cánticos, entonaba su canción nocturnal o
trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado
en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen
seguro. Ser forastero en tierra extraña es
condición bien amarga. Nadie se preocupa de
uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la
preocupación lleva consigo el quitárselo a uno
de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle
aparecía por demás lúgubre y desierta. No había
luz; sólo un diminuto farol colgaba en el
extremo, frente a una imagen de la Virgen
pintada en la pared. Se oía tamborilear y
chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en
dirección a la presa de Slotholm, cerca de la
cual desembocaba la calle. Las veladas así
resultan largas y aburridas, si no se busca en
qué ocuparlas: no todos los días hay que
empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos,
limpiar los platillos de la balanza; hay que idear
alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro
viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba
los zapatos. Por fin se acostaba, conservando
puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y
unos momentos después volvía a levantarlo,
para cerciorarse de que la luz estaba bien
apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los
dedos, y luego se echaba del otro lado,
volviendo a encasquetarse el gorro. Pero
muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá
quedado un ascua encendida en el braserillo que
hay debajo de la mesa? Una chispita que
quedara encendida, podía avivarse y provocar
un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la
escalera de mano – pues otra no había – y,
llegado al brasero y comprobado que no se veía
ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era
raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda
de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y
las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo
sobre sus escuálidas piernas, tiritando y
castañeteándole los dientes, hasta que volvía a
meterse en cama, pues el frío es más rabioso
que nunca cuando sabe que tiene que
marcharse. Cubríase bien con la manta, se
hundía el gorro de dormir hasta más abajo de
los ojos y procuraba apartar sus pensamientos
del negocio y de las preocupaciones del día.
Mas no siempre conseguía aquietarse, pues
entonces se presentaban viejos recuerdos y
descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces
alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la
clavan en la carne y queman, y las lágrimas le
vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia
al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas
ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la
manta o al suelo, resonando como acordes
arrancados a una cuerda dolorida, como si
salieran del corazón. Y al evaporarse, se
inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro
de su vida que nunca se borraba de su alma. Si
se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas
las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que
brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se
presentaban por el orden que habían tenido en la
realidad; lo corriente era que apareciesen los
más dolorosos, pero también acudían otros de
una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces
arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuán magníficos son los
hayedos de Dinamarca, pero en la mente de
Antón se levantaba más magnífico todavía el
bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y
venerables le parecían los viejos robles que
rodeaban el altivo castillo medieval, con las
plantas trepadoras colgantes de los sillares; más
dulcemente olían las flores de sus manzanos
que las de los manzanos daneses; percibía bien
distintamente su aroma. Rodó una lágrima,
sonora y luminosa, y entonces vio claramente
dos muchachos, un niño y una niña. Estaban
jugando. El muchacho tenía las mejillas
coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules
de expresión leal. Era el hijo del rico
comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía
ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e
inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos
chiquillos jugaban con una manzana, la
sacudían y oían sonar en su interior las pepitas.
Cortaban la fruta y se la repartían por igual;
luego se repartían también las semillas y se las
comían todas menos una; tenían que plantarla,
había dicho la niña.
– ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca
habrías imaginado. Un manzano entero, pero no
enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando
los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un
hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla
depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron
con tierra.
Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha
echado raíces – advirtió Molly -; eso no se hace.
Yo lo probé por dos veces con mis flores;
quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se
murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana,
durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas
sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la
primavera, y cuando el sol ya calentaba,
asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
– Son yo y Molly – exclamó Antón -. ¡Es
maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué
significaba aquello? Y luego salió otra, y
todavía otra. Día tras día, semana tras semana,
la planta iba creciendo, hasta que se convirtió
en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una única
lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras
brotarían de la fuente, del corazón del viejo
Antón.
En las cercanías de Eisenach se extiende una
línea de montañas rocosas; una de ellas tiene
forma redondeada y está desnuda, sin árboles,
matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la
montaña de Venus, una diosa de los tiempos
paganos a quien llamaban Dama Holle; todos
los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún.
Con sus hechizos había atraído al caballero
Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores
de Wartburg.
La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia
a la montaña, y un día dijo ella:
– ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar:
¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está
Tannhäuser!?».
Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo
pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama
Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo
dijo de una manera tan confusa, en dirección del
viento, que Antón quedó persuadido de que no
había dicho nada. ¡Qué valiente estaba
entonces! Tenía un aire tan resuelto, como
cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y
todas se empeñaban en besarlo, precisamente
porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes,
por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie
excepto Molly, desde luego.
– ¡Yo puedo besarlo! – decía con orgullo,
rodeándole el cuello con los brazos; en ello
ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle
mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué
atrevida! Dama Holle de la montaña debía de
ser también muy hermosa, pero su belleza,
decíase, era la engañosa belleza del diablo. La
mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona
del país, la piadosa princesa turingia, cuyas
buenas obras eran exaltadas en romances y
leyendas; en la capilla estaba su imagen,
rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se
le parecía en nada.
El manzano plantado por los dos niños iba
creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto,
que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el
jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de
verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al
invierno. Después del duro agobio de éste,
parecía como si en primavera floreciese de
alegría. En otoño dio dos manzanas, una para
Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido
correcto.
El árbol había crecido rápidamente, y Molly no
le fue a la zaga; era fresca y lozana como una
flor del manzano; pero no estaba él destinado a
asistir por mucho tiempo a aquella floración.
Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se
marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy
lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un
viaje de unas horas, pero entonces llevaba más
de un día y una noche el trasladarse de Eisenach
hasta la frontera oriental de Turingia, a la
ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas
lágrimas se fundían en una sola, que brillaba
con los deslumbradores matices de la alegría.
Molly le había dicho que prefería quedarse con
él a ver todas las bellezas de Weimar.