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Prejaspes

Pensamos los occidentales haber inventado
la lealtad monárquica, y atribuimos el desarrollo
de este singular sentimiento a las
ideas cristianas, confundiendo los efectos que
debe inspirarnos Dios, suma Causa y Bien
sumo, con los que tienen por objeto a un
hombre nacido de mujer. Yo no sé si un sentimiento
se califica o descalifica por ser antiguo;
pero sé que la lealtad monárquica es tan
vieja como los más viejos cultos, y en apoyo
de esta opinión recordaré la aventura que le
sucedió al adictísimo Prejaspes.
Ciro había sido un soberano glorioso y
justo, pero su hijo y sucesor Cambises, a medida
que fue catando el vino del absoluto poder,
mostró los síntomas de la embriaguez
especial que ocasiona este terrible licor, destilado
con sudor humano, sangre y lágrimas.
Creyóse el centro de la vida y el ojo del mundo,
y contribuyó a engreírle más y a persuadirle
de que su voluntad no reconocía ley ni
freno, su incursión por el Egipto, reino que
había llegado a brillante esplendor de civilización
bajo el Faraón Amasis y que el persa rindió
y subyugó, entrando triunfante en las
magníficas ciudades de la ribera del Nilo, henchidas
de palacios, jardines en terrazas, obeliscos;
pirámides, esfinges y colosos de pórfido
y basalto. Dueño del Egipto Cambises, y
viendo su nombre grabado en caracteres jeroglíficos
en el pedestal de las estatuas naófaras
y en las columnas de los templos, se tuvo,
más que por mortal, por una divinidad como
Osiris, y los egipcios se postraron ante aquel
conquistador de tiara de oro, aquella luz pálida
venida del Oriente. Sólo hubo una clase
social que se resistió a tributar adoración a
Cambises, y fue la de los sacerdotes. La religión
era lo único que resistía en medio del
abatimiento de todos, y por lo mismo Cambises
tuvo empeño en humillarla y vencerla, en
satirizarla y, como hoy diríamos, ponerla en
solfa. No perdía ocasión de burlarse de aquel
culto tributado a dioses con cabezas de animales,
tan risibles para un adorador de la
Luz, el Fuego y el eterno Sol; y si casualmente
sorprendía alguna ceremonia de la religión
egipcia, ideaba bufonadas para escarnecerla.
Acertó a regresar impensadamente a Menfis
en ocasión en que se celebraba la fiesta del
sagrado buey Apis; y entrándose de rondón
por el templo, mandó que le sacasen allí inmediatamente
al bovino dios, y tirando de
cimitarra, le hirió de una cuchillada, que quiso
dar en el vientre y dio en el muslo. “Este dios
que sangra y muge es digno de vosotros”,
gritó a los egipcios, horrorizados de la profanación.
Entonces, el gran sacerdote, alzando
las manos a la bóveda celeste, profetizó que
el impío que hería al dios Apis recibiría herida
igual. Cambises mandó azotar mortalmente al
profeta, pero la profecía quedó grabada en la
mente de los egipcios como esperanza, como
vago terror en la del rey.
Tenía Cambises entre sus servidores al
mayordomo Prejaspes, hombre valeroso, capaz
de echarse al fuego por su monarca. Veía
Prejaspes en Cambises la forma de lo divino
sobre la Tierra, y entendía que un acto era
óptimo o pésimo, según a Cambises placía o
desplacía. Sin embargo, al mismo tiempo que
tan decidida abnegación, existía en el alma de
Prejaspes un instinto natural de veracidad y
de honradez, que le enseñaba a discernir el
valor moral de las acciones, y a darse cuenta
de su alcance, al menos en su propia conducta.
La única noción que Prejaspes no alcanzaba,
es que si hay regla moral para las acciones
humanas, esta regla obliga lo mismo o
más a los príncipes que a los vasallos, y
cuando las órdenes de los príncipes están con
la regla en contradicción, la obediencia sólo a
la regla es debida. No lo entendía así Prejaspes,
y hasta suponía, por exceso de nobleza
de ánimo, que su sangre y su vida entera y su
alma inmortal pertenecían a Cambises.
Sucedió, pues, que Cambises, conocedor
de la incondicional lealtad de su mayordomo,
preguntóle un día qué decían de su rey los
vasallos. Y como Prejaspes hubiese observado
que al monarca le enfurecía y exaltaba el beber,
contestóle lleno de buena intención y con
entereza y respeto: “Señor, opinan que eres
un soberano valeroso y grande; pero que te
gusta el vino en demasía.” No complació la
respuesta a Cambises, por lo mismo que exhalaba
el acre aroma de la verdad; frunció el
poblado entrecejo de azabache, y por sus ojos
cruzó un relámpago como el que despide el
puñal al salir de la vaina. Sin embargo, no
hizo la menor objeción (señal malísima), y
siguió hablando con agrado a su mayordomo.
Cosa de una semana después, al levantarse
de la mesa, hora en que solía Cambises
pasear por los jardines entreteniéndose en
tirar agudas flechas a los pajarillos, llamó a
Prejaspes y al hijo de Prejaspes, copero mayor
de palacio; y al verlos en su presencia,
dijo a Prejaspes en tono alegre: “¿Sabes que
he estado pensando en eso de que mis vasallos
comenten mi afición al vino? Porque capaces
serán de creer que soy algún insensato
y que el abuso de la bebida ha turbado mis
sentidos, nublado mis pupilas y debilitado
este brazo que puso al Egipto por alfombra de
mis pies. ¿Lo creerás? Yo mismo siento
aprensión y quiero hacer un ensayo. ¡Ea! Que
tu hijo se coloque ahí enfrente… Cuádrale
bien; échale atrás los brazos para que descubra
el pecho… Así… Voy a flechar el arco y
disparar… Si coloco la punta en mitad del
corazón, convendrás en que se engañan mis
súbditos y Cambises conserva íntegras sus
facultades.”
Prejaspes, silencioso, obedeció. Temblor
profundo sacudía sus miembros; gruesas gotas
de sudor helado asomaban en la raíz de
sus cabellos; un vértigo oscurecía sus ojos.
Pero aún le sostenía la esperanza quimérica
de que aquello fuese una chanza feroz, y no
más. Cambises tendió el arco, apuntó cuidadosa
y lentamente, pellizcó la cuerda; un silbido
desgarró el aire, y el hijo de Prejaspes
giró sobre sí mismo y cayó al suelo desplomado.
“¡Hola! -gritó Cambises-; aquí mis trinchantes…
Abrid el pecho de ese, a ver si el
hierro ha partido de medio a medio el corazón.”
Palpitaba éste débilmente aún cuando
se lo presentaron a Cambises, con la flecha
plantada en el centro, sin desviación de una
línea. Soltó el rey gozosa carcajada, y volvióse
hacia el anonadado Prejaspes, preguntándole
en tono de buen humor: “¿Qué tal? ¿Sé
yo disparar? ¿Sé acertar? ¿Conoces otro arquero
mejor que tu rey?” Tardó Prejaspes en
contestar a la regia chanza cosa de medio
minuto. Estaba inmóvil, y sus pupilas inmensamente
dilatadas, no sabían apartarse de
aquel corazón sangriento, tibio todavía -el
corazón de su dulce hijo-, cuyas débiles contracciones
expirantes a cada segundo parecían
decirle con misterio: “Padre, véngame.”
¡Arrancar aquella flecha misma, clavarla en la
tetilla de Cambises! ¡Oh ventura, oh goce!…
De pronto, Prejaspes volvió en sí: era el
rey, era su rey, su dueño, su árbitro, la imagen
del eterno Sol sobre la Tierra…; y devorándose
el labio en desesperada mordedura,
su lengua profirió esta respuesta cortesana:
“Señor, el dios Apolo no flecha mejor que
tú…” E inclinándose hasta el suelo, desapareció
para revolcarse a solas, para poder morderse
las manos y herirse el rostro y cubrirse
el cabello de ceniza.
Y en presencia de Cambises, Prejaspes
ocultó sus lágrimas. Fiel como el perro,
acompañóle siempre. Pasado el primer horrible
dolor, diríase que le amó más desde que
hubo entre los dos sangre y sacrificio. A su
lado estaba el día en que, montando Cambises
precipitadamente para sofocar una rebelión,
se hirió con su propia cimitarra en el
muslo, donde había herido al dios Apis; y a su
cabecera, cuando se gangrenó la herida y le
llevó a la sepultura, Prejaspes fue quien ungió
con aromas de nardo y cinamomo el cadáver,
y le colocó en las yertas sienes la tiara de oro.