Tag Archives: cuentos

Tiene que haber Diferencias

Era el mes de mayo. Soplaba aún un viento
fresco, pero la primavera había llegado; así lo
proclamaban las plantas y los árboles, el campo
y el prado. Era una orgía de flores, que se
esparcían hasta por debajo de los verdes setos; y
justamente allí la primavera llevaba a cabo su
obra, manifestándose desde un diminuto
manzano del que había brotado una única
ramita, pero fresca y lozana, y cuajada toda ella
de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien
sabía la ramita lo hermosa que era, pues eso está
en la hoja como en la sangre; por eso no se
sorprendió cuando un coche magnífico se
detuvo en el camino frente a ella, y la joven
condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama
de manzano era lo más encantador que pudiera
soñarse; era la primavera misma en su
manifestación más delicada. Y quebraron la
rama, que la damita cogió con la mano y
resguardó bajo su sombrilla de seda.
Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio
de altos salones y espléndidos aposentos; sutiles
cortinas blancas aleteaban en las abiertas
ventanas, y maravillosas flores lucían en jarros
opalinos y transparentes; en uno de ellos –
habríase dicho fabricado de nieve recién caída –
colocaron la ramita del manzano entre otras de
haya, tiernas y de un verde claro. Daba alegría
mirarla.
A la ramita se le subieron los humos a la
cabeza; ¡es tan humano eso!. Pasaron por las
habitaciones gentes de toda clase, y cada uno,
según su posición y categoría, permitióse
manifestar su admiración. Unos permanecían
callados, otros hablaban demasiado, y la rama
del manzano pudo darse cuenta de que también
entre los humanos existen diferencias,
exactamente lo mismo que entre las plantas.
«Algunas están sólo para adorno, otras sirven
para la alimentación, e incluso las hay
completamente superfluas», pensó la ramita; y
como sea que la habían colocado delante de una
ventana abierta, desde su sitio podía ver el
jardín y el campo, lo que le daba oportunidad
para contemplar una multitud de flores y plantas
y efectuar observaciones a su respecto. Ricas y
pobres aparecían mezcladas; y, aún se veían,
algunas en verdad insignificantes.
– ¡Pobres hierbas descastadas! -exclamó la rama
del manzano-. La verdad es que existe una
diferencia. ¡Qué desgraciadas deben de sentirse,
suponiendo que esas criaturas sean capaces de
sentir como nosotras. Naturalmente, es forzoso
que haya diferencias; de lo contrario todas
seríamos iguales.
Nuestra rama consideró con cierta compasión
una especie de flores que crecían en número
incontable en campos y ribazos. Nadie las cogía
para hacerse un ramo, pues eran demasiado
ordinarias. Hasta entre los adoquines crecían:
como el último de los hierbajos, asomaban por
doquier, y para colmo tenían un nombre de lo
mas vulgar: diente de león.
– ¡Pobre planta despreciada! -exclamó la rama
del manzano-. Tú no tienes la culpa de ser como
eres, tan ordinaria, ni de que te hayan puesto un
nombre tan feo. Pero con las plantas ocurre lo
que con los hombres: tiene que haber
diferencias.
– ¡Diferencias! -replicó el rayo de sol, mientras
besaba al mismo tiempo la florida rama del
manzano y los míseros dientes de león que
crecían en el campo; y también los hermanos
del rayo de sol prodigaron sus besos a todas las
flores, pobres y ricas.
Nuestra ramita no había pensado nunca sobre el
infinito amor de Dios por su mundo terrenal, y
por todo cuanto en él se mueve y vive; nunca
había reflexionado sobre lo mucho de bueno y
de bello que puede haber en él – oculto, pero no
olvidado -. Pero, ¿acaso no es esto también
humano?
El rayo de sol, el mensajero de la luz, lo sabía
mejor. – No ves bastante lejos, ni bastante claro.
¿Cuál es esa planta tan menospreciada que así
compadeces?
– El diente de león -contestó la rama-. Nadie
hace ramilletes con ella; todo el mundo la
pisotea; hay demasiados. Y cuando dispara sus
semillas, salen volando en minúsculos copos
como de blanca lana y se pegan a los vestidos
de los viandantes. Es una mala hierba, he ahí lo
que es. Pero hasta de eso ha de haber. ¡Cuánta
gratitud siento yo por no ser como él!
De pronto llegó al campo un tropel de
chiquillos; el menor de todos era aún tan
pequeño, que otros tenían que llevarlo en
brazos. Y cuando lo hubieron sentado en la
hierba en medio de todas aquellas flores
amarillas, se puso a gritar de alegría, a agitar las
regordetas piernecillas y a revolcarse por la
hierba, cogiendo con sus manitas los dorados
dientes de león y besándolos en su dulce
inocencia.
Mientras tanto los mayores rompían las
cabecitas floridas, separándolas de los tallos
huecos y doblando éstos en anillo para fabricar
con ellos cadenas, que se colgaron del cuello, de
los hombros o en torno a la cintura; se los
pusieron también en la cabeza, alrededor de las
muñecas y los tobillos – ¡qué preciosidad de
cadenas y grilletes verdes! -. Pero los mayores
recogían cuidadosamente las flores encerradas
en la semilla, aquella ligera y vaporosa esfera
de lana, aquella pequeña obra de arte que parece
una nubecilla blanca hecha de copitos
minúsculos. Se la ponían ante la boca, y de un
soplo tenían que deshacerla enteramente. Quien
lo consiguiera tendría vestidos nuevos antes de
terminar el año – lo había dicho abuelita.
Y de este modo la despreciada flor se convertía
en profeta.
– ¿Ves? -preguntóle el rayo de sol a la rama de
manzano-. ¿Ves ahora su belleza y su virtud?
– ¡Sí, para los niños! -replicó la rama.
En esto llegó al campo una ancianita, y, con un
viejo y romo cuchillo de cocina, se puso a
excavar para sacar la raíz de la planta. Quería
emplear parte de las raíces para una infusión de
café; el resto pensaba llevárselas al boticario
para sacar unos céntimos.
– Pero la belleza es algo mucho más elevado –
exclamó la rama del manzano-. A su reino van
sólo los elegidos. Existe una diferencia entre las
plantas, de igual modo como la hay entre las
personas.
Entonces el rayo de sol le habló del infinito
amor de Dios por todas sus criaturas, amor que
abraza con igual ternura a todo ser viviente; y le
habló también de la divina justicia, que lo
distribuye todo por igual en tiempo y eternidad.
– ¡Sí, eso cree usted! -respondió la rama.
En eso entró gente en el salón, y con ella la
condesita que tan lindamente había colocado la
rama florida en el transparente jarrón, sobre el
que caía el fulgurante rayo de sol. Traía una
flor, o lo que fuese, cuidadosamente envuelta en
tres o cuatro grandes hojas, que la rodeaban
como un cucurucho, para que ni un hálito de
aire pudiese darle y perjudicarla: y ¡la llevaba
con un cuidado tan amoroso! Mucho mayor del
que jamás se había prestado a la ramita del
manzano. La sacaron con gran precaución de las
hojas que la envolvían y apareció… ¡la pequeña
esferita de blancos copos, la semilla del
despreciado diente de león! Esto era lo que la
condesa con tanto cuidado había cogido de la
tierra y traído para que ni una de las sutilísimas
flechas de pluma que forman su vaporosa bolita
fuese llevada por el viento. La sostenía en la
mano, entera e intacta; y admiraba su hermosa
forma, aquella estructura aérea y diáfana,
aquella construcción tan original, aquella
belleza que en un momento disiparía el viento.
Daba lástima pensar que pudiera desaparecer
aquella hermosa realidad.
– ¡Fijaos que maravillosamente hermosa la ha
creado Dios! -dijo-. La pintaré junto con la
rama del manzano. Todo el mundo, encuentra
esta rama primorosa; pero la pobre florecilla, a
su manera, ha sido agraciada por Dios con no
menor hermosura. ¡Qué distintas son, y, sin
embargo, las dos son hermanas en el reino de la
belleza!
Y el rayo de sol besó al humilde diente de león,
exactamente como besaba a la florida rama del
manzano, cuyos pétalos parecían sonrojarse
bajo la caricia.

El Jabalí de Bronce

En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza
del Granduca, corre una calle transversal que, si
mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella,
frente a una especie de mercado de hortalizas,
se levanta la curiosa figura de un jabalí de
bronce, esculpido con mucho arte. Agua
límpida y fresca fluye de la boca del animal,
que con el tiempo ha tomado un color verde
oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo
hubiesen pulimentado – y así es en efecto – por
la acción de los muchos centenares de
chiquillos y pobres que, cogiéndose a él con las
manos, acercan la boca a la del animal para
beber. Es un bonito cuadro el de la bien
dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz
medio desnudo, que aplica su fresca boca al
hocico de bronce.
A cualquier forastero que llegue a Florencia le
es fácil encontrar el lugar; no tiene más que
preguntar por el jabalí de bronce al primer
mendigo que encuentre, seguro que lo guiarán a
él.
Era un anochecer del invierno; las montañas
aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo
brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es
tan luminosa como un día gris de invierno de
los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire
brilla y adquiere relieve, mientras que en el
Norte el techo de plomo, frío y lúgubre,
deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo,
ese suelo húmedo y frío que un día cubrirá su
ataúd.
Un chiquillo harapiento se había pasado todo el
día sentado en el jardín del Gran Duque, bajo el
tejado de pinos, donde incluso en invierno
florecen las rosas por millares; un chiquillo que
podía pasar por la imagen de Italia, tal era de
hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo
de aspecto. Sufría hambre y sed, nadie le daba
un céntimo y al oscurecer – hora de cerrar el
jardín – el portero lo echó. Durante un largo rato
se estuvo entregado a sus ensueños en el puente
que cruza el Arno, contemplando las estrellas
que se reflejaban en el agua, entre él y el
magnífico puente de mármol «della Trinitá».
Se dirigió luego hacia el jabalí de bronce, hincó
la rodilla al llegar a él y, pasando los brazos
alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca
al reluciente hocico y bebió a grandes tragos de
su fresca agua. Al lado yacían unas hojas de
lechuga y dos o tres castañas; aquello fue su
cena. En la calle no había ni un alma; el
chiquillo estaba completamente solo; sentóse
sobre el dorso del jabalí, se apoyó hacia delante,
de manera que su rizada cabecita descansara
sobre la del animal, y, sin darse cuenta, quedóse
profundamente dormido.
Al sonar la medianoche, el jabalí de bronce se
estremeció, y el niño oyó que decía: – ¡agárrate
bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y
emprendió la carrera, con él a cuestas. ¡Extraño
paseo! Primero llegaron a la Piazza del
Granduca, donde el caballo de bronce de la
estatua del príncipe los acogió relinchando. El
policromo escudo de armas de las antiguas
casas consistoriales brillaba como si fuese
transparente, mientras el David de Miguel
Ángel blandía su honda. Por doquier rebullía
una vida sorprendente. Los grupos de bronce
que representan Perseo y el rapto de las Sabinas
se agitaban frenéticamente; de la boca de las
mujeres surgió un grito de mortal angustia, que
resonó en la gran plaza solitaria.
El jabalí de bronce se detuvo en el Palazzo degli
Uffizi, bajo la arcada donde se reúne la nobleza
en las fiestas de carnaval. – Agárrate bien –
repitió el animal -, vamos a subir por esta
escalera -. El niño permanecía callado, entre
tembloroso y feliz.
Entraron en una larga galería, que él conocía
muy bien; ya antes había estado en ella. De las
paredes colgaban magníficos cuadros, y había
estatuas y bustos, todo iluminado por vivísima
luz, como en pleno día. Pero lo más hermoso
vino cuando se abrieron las puertas que daban
acceso a una sala contigua. El niño no había
olvidado cuán magnífico era aquello, pero
nunca lo había visto tan esplendoroso como
aquella noche.
Había allí una maravillosa mujer desnuda, como
sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel
de los grandes maestros. Movía los graciosos
miembros, delfines saltaban a sus pies, la
inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la
llama la Venus de Médicis. Todo en torno
relucían las estatuas de mármol, en las que la
piedra aparecía animada por la vida del espíritu:
figuras de hombres magníficos, uno afilando la
espada – por eso se le llama el Afilador -, más
allá el grupo de los Pugilistas; la espada era
aguzada, y los combatientes luchaban por la
Diosa de la Belleza.
El chiquillo estaba como deslumbrado por todo
aquel esplendor; las paredes ardían de color, y
todo era vida y movimiento. Podían verse dos
Venus, representando la Venus terrena, turgente
y ardorosa, tal como Tiziano la había apretado
sobre su corazón. Eran dos soberbias figuras
femeninas. Los bellos miembros desnudos se
extendían sobre los muelles almohadones; el
pecho se levantaba, y la cabeza se movía
dejando caer los abundantes rizos en torno a los
bien curvados hombros, mientras los oscuros
ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero
ninguno de aquellos personajes osaba salir por
completo de su marco. La propia Diosa de la
Belleza, los Pugilistas y el Afilador,
permanecían en sus puestos, pues la Gloria que
irradiaba de la Madonna, de Jesús y San Juan,
los mantenía sujetos. Las imágenes de los
santos no eran ya imágenes, sino los santos en
persona.
¡Qué esplendor y qué belleza de sala en sala! Y
el niño lo veía todo; el jabalí de bronce
avanzaba paso a paso por entre toda aquella
magnificencia. Una visión eclipsaba a la otra,
pero una sola imagen se fijó en el alma del niño,
seguramente por los niños alegres y dichosos
que aparecían en ella, y que el pequeño ya había
visto antes a la luz del día.
Son muchos los que pasan por delante de aquel
cuadro sin apenas reparar en él, y, sin embargo,
encierra un tesoro de poesía. Es Cristo
descendiendo a los infiernos; pero a su
alrededor no se ve a los condenados, sino a los
paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintó
aquel cuadro, lo más sublime del cual es la
certeza reflejada en el rostro de los niños, de
que irán al cielo: dos de ellos se abrazan ya;
uno, muy chiquitín, tiende la mano a otro que
está aún en el abismo, y se señala a sí mismo,
como diciendo: «¡Me voy al cielo!». Todos los
restantes permanecen indecisos, esperando o
inclinándose humildemente ante Jesús Nuestro
Señor.
El niño empleó en la contemplación de aquel
cuadro mucho más rato que en todos los demás.
El jabalí de bronce seguía parado delante de él.
Se percibió un leve suspiro; ¿salía de la pintura
o del pecho del animal? El niño extendió el
brazo hacia los sonrientes pequeñuelos del
cuadro, y entonces el jabalí prosiguió su
camino, saliendo por el abierto vestíbulo.
– ¡Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! –
exclamó el muchacho, acariciando a su
montura, que bajaba saltando las escaleras.
– ¡Gracias, y Dios te bendiga a ti! – respondió el
jabalí -. Yo te he prestado un servicio, y tú me
has prestado otro a mí, pues sólo con una
criatura inocente sobre el lomo me son dadas
fuerzas para correr. ¿Ves?, hasta puedo entrar
dentro del círculo de luz que viene de la
lámpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A
todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia;
pero si tú estás conmigo, puedo mirar a su
interior a través de la puerta abierta. No te apees
de mi espalda; si lo haces, caeré muerto, tal
como me ves durante el día en la calle de la
Porta Rossa.
– Me quedaré contigo, mi buen animal –
respondió el niño; y el jabalí emprendió veloz
carrera por las calles de Florencia, no
deteniéndose hasta llegar a la plaza donde se
levanta la iglesia de Santa Croce.

Visión del Baluarte

Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte
contemplando el mar, surcado por numerosos
barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se
destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A
nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y
nos rodean árboles magníficos, cuyo amarillo
follaje va desprendiéndose de las ramas. Al
fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en
el interior, donde el centinela efectúa su
monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero
más tenebroso es todavía del otro lado de la
enrejada cárcel, donde se hallan los presidiarios,
los delincuentes peores.
Un rayo del sol poniente entra en la desnuda
celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los
malos. El preso, hosco y rudo, dirige una
mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela
hasta la reja. El pájaro canta para los buenos y
los malos. Su canto es un breve trino, pero el
pájaro se queda allí, agitando las alas. Se
arranca una pluma y se esponja las del cuello; y
el mal hombre encadenado lo mira. Una
expresión más dulce se dibuja en su hosca cara;
un pensamiento que él mismo no comprende
claramente, brota en su pecho; un pensamiento
que tiene algo de común con el rayo de sol que
entra por la reja, y con las violetas que tan
abundantes crecen allá fuera en primavera.
Luego resuena el cuerno de los cazadores,
melódicos y vigorosos. El pájaro se asusta y se
echa a volar, alejándose de la reja del preso; el
rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la
oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón
de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y
el pájaro ha cantado.
¡Seguid resonando, hermosos toques del cuerno
de caza! El atardecer es apacible, el mar está en
calma, terso como un espejo.

El Último día

De todos los días de nuestra vida, el más santo
es aquel en que morimos; es el último día, el
grande y sagrado día de nuestra transformación.
¿Te has detenido alguna vez a pensar
seriamente en esa hora suprema, la última de tu
existencia terrena?
Hubo una vez un hombre, un creyente a
machamartillo, según decían, un campeón de la
divina palabra, que era para él ley, un celoso
servidor de un Dios celoso. He aquí que la
Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte,
con su cara severa de ultratumba.
– Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo,
tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies
quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la
frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma
salió en pos del ángel exterminador.
Pero en los breves segundos que transcurrieron
entre el momento en que sintió el contacto de la
Muerte en el pie y en la frente y el corazón,
desfiló por la mente del moribundo, como una
enorme oleada negra, todo lo que la vida le
había aportado e inspirado. Con una mirada
recorrió el vertiginoso abismo y con un
pensamiento instantáneo abarcó todo el camino
inconmensurable. Así, en un instante, vio en
una ojeada de conjunto, la miríada incontable de
estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan
en el espacio infinito.
En un momento así, el terror sobrecoge al
pecador empedernido que no tiene nada a que
agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en
el vacío insondable. El hombre piadoso, en
cambio, descansa tranquilamente su cabeza en
Dios y se le entrega como un niño:
– ¡Hágase en mí Tu voluntad!
Pero aquel moribundo no se sentía como un
niño; se daba cuenta de que era un hombre. No
temblaba como el pecador, pues se sabía
creyente. Se había mantenido aferrado a las
formas de la religión con toda rigidez; eran
millones, lo sabía, los destinados a seguir por el
ancho camino de la condenación; con el hierro y
el fuego habría podido destruir aquí sus
cuerpos, como serían destrozadas sus almas y
seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su
camino iba directo al cielo, donde la gracia le
abría las puertas, la gracia prometedora.
Y el alma siguió al ángel de la muerte, después
de mirar por última vez al lecho donde yacía la
imagen del polvo envuelta en la mortaja, una
copia extraña del propio yo. Y volando llegaron
a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de
que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía
recortada, distendida, desatada y dispuesta en
hileras, arreglada artificiosamente como los
antiguos jardines franceses; se celebraba una
especie de baile de disfraces.
– ¡Ahí tienes la vida humana! -dijo el ángel de la
muerte.
Todos los personajes iban más o menos
disfrazados; no todos los que vestían de seda y
oro eran los más nobles y poderosos, ni todos
los que se cubrían con el ropaje de la pobreza
eran los más bajos e insignificantes. Era una
mascarada asombrosa, y lo más sorprendente de
ella era que todos se esforzaban cuidadosamente
en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno
tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y
entonces asomaba una cabeza de animal: en
uno, la de un mono, con su risa sardónica; en
otro, la de un feo chivo, de una viscosa
serpiente o de un macilento pez.
Era la bestia que todos llevamos dentro, la que
arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo
avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas,
mientras los demás la apartaban, diciendo:
«¡Mira! ¡Ahí está, ahí está!», y cada uno ponía
al descubierto la miseria del otro.
– ¿Qué animal vivía en mí? -preguntó el alma
errante; y el ángel de la muerte le señaló una
figura orgullosa. Alrededor de su cabeza
brillaba una aureola de brillantes colores, pero
en el corazón del hombre se ocultaban los pies
del animal, pies de pavo real; la aureola no era
sino la cola abigarrada del ave.
Cuando prosiguieron su camino, otras grandes
aves gritaron perversamente desde las ramas de
los árboles, con voces humanas muy
inteligibles:
– Peregrino de la muerte, ¿no te acuerdas de mí?
Eran los malos pensamientos y las
concupiscencias de los días de su vida, que
gritaban: «¿No te acuerdas de mí?».
Por un momento se espantó el alma, pues
reconoció las voces, los malos pensamientos y
deseos que se presentaban como testigos de
cargo.
– ¡Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra
naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero
mis pensamientos no se convirtieron en actos, el
mundo no vio sus malos frutos -. Y apresuró el
paso, para escapar de aquel horrible griterío;
mas los grandes pajarracos negros la
perseguían, describiendo círculos a su
alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como
para que el mundo entero los oyese. El alma se
puso a brincar como una corza acosada, y a
cada salto ponía el pie sobre agudas piedras,
que le abrían dolorosas heridas. – ¿De dónde
vienen estas piedras cortantes? Yacen en el
suelo como hojas marchitas.
– Cada una de ellas es una palabra imprudente
que se escapó de tus labios, y que hirió a tu
prójimo mucho más dolorosamente de como
ahora las piedras te lastiman los pies.
– ¡Nunca pensé en ello! -dijo el alma.
– No juzguéis si no queréis ser juzgados -resonó
en el aire.
– ¡Todos hemos pecado! -dijo el alma,
volviendo a levantarse-. Yo he observado
fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que
pude, no soy como los demás.
Así llegaron a la puerta del cielo, y el ángel
guardián de la entrada preguntó:
– ¿Quién eres? Dime cuál es tu fe y pruébamela
con tus acciones.
– He guardado rigurosamente los
mandamientos. Me he humillado a los ojos del
mundo, he odiado y perseguido la maldad y a
los malos, a los que siguen por el ancho camino
de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y
fuego, si puedo.
– ¿Eres entonces un adepto de Mahoma? –
preguntó el ángel.
– ¿Yo? ¡Jamás!
– Quien empuñe la espada morirá por la espada,
ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso
un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés:
«Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de
Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu
pueblo?
– ¡Soy cristiano!
– No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos.
La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación,
amor y gracia.
– ¡Gracia! -resonó en los etéreos espacios; la
puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó
hacia la incomparable magnificencia.
Pero la luz que de ella irradiaba eran tan
cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de
retroceder como ante una espada desnuda; y las
melodías sonaban dulces y conmovedoras,
como ninguna lengua humana podría expresar.
El alma, temblorosa, se inclinó más y más,
mientras penetraba en ella la celeste claridad; y
entonces sintió lo que nunca antes había
sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su
pecado. Se hizo la luz en su pecho.
– Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice
porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo
malo… ¡eso sí que fue cosa mía!
Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima
luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta
en sí misma, postrada, inmadura para el reino de
los cielos, y, pensando en la severidad y la
justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la
palabra «gracia».
Y, no obstante, vino la gracia, la gracia
inesperada.
El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el
amor de Dios se derramaba, se vertía en él en
plenitud inagotable.
– ¡Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma
humana! -cantaron los ángeles.
Todos, todos retrocederemos asustados como
aquella alma el día postrero de nuestra vida
terrena, ante la grandiosidad y la gloria del
reino de los cielos. Nos inclinaremos
profundamente y nos postraremos humildes, y,
no obstante, nos sostendrá Su Amor y Su
Gracia, y volaremos por nuevos caminos,
purificados, ennoblecidos y mejores,
acercándonos cada vez más a la magnificencia
de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos
entrar en la eterna claridad.