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IB y Cristina

No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg,
se levanta, semejante a un gran muro, una loma
llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de
Poniente, había, y sigue habiendo aún, un
pequeño cortijo, rodeado por una tierra tan
árida, que la arena brilla por entre las escuálidas
mieses de centeno y cebada.
Desde entonces han transcurrido muchos años.
La gente que vivía allí por aquel tiempo
cultivaba su mísero terruño y criaba además tres
ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivían
con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas
tal como venían.
Incluso habrían podido tener un par de caballos,
pero decían, como los demás campesinos: «El
caballo se devora a sí mismo».
Un caballo se come todo lo que gana. Jeppe-
Jänsen trabajaba en verano su pequeño campo,
y en invierno confeccionaba zuecos con mano
hábil. Tenía además, un ayudante; un hombre
muy ducho en la fabricación de aquella clase de
calzado: lo hacía resistente, a la vez que ligero y
elegante. Tallaban asimismo cucharas de
madera, y el negocio les rendía; no podía
decirse que aquella gente fuesen pobres.
El pequeño Ib, un chiquillo de 7 años, único
hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo;
cortaba un bastoncito, y solía cortarse también
los dedos, pero un día talló dos trozos de
madera que parecían dos zuequitos. Dijo que
iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un
marinero, una niña tan delicada y encantadora,
que habría podido pasar por una princesa.
Vestida adecuadamente, nadie hubiera
imaginado que procedía de una casa de turba
del erial de Seis. Allí moraba su padre, viudo,
que se ganaba el sustento transportando leña
desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y
a veces incluso más lejos, hasta Randers. No
tenía a nadie a quien confiar a Cristina, que
tenía un año menos que Ib; por eso la llevaba
casi siempre consigo, en la barca y a través del
erial y los arándanos. Cuando tenía que llegarse
a Randers, dejaba a Cristinita en casa de Jeppe-
Jänsen.
Los dos niños se llevaban bien, tanto en el juego
como a las horas de la comida; cavaban hoyos
en la tierra, se encaramaban a los árboles y
corrían por los alrededores; un día se atrevieron
incluso a subirse solos hasta la cumbre de la
loma y adentrarse un buen trecho en el bosque,
donde encontraron huevos de chocha; fue un
gran acontecimiento.
Ib no había estado nunca en el erial de Seis, ni
cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero
ahora iba a hacerlo: el barquero lo había
invitado, y la víspera se fue con él a su casa.
A la madrugada los dos niños se instalaron
sobre la leña apilada en la barca y desayunaron
con pan y frambuesas. El barquero y su
ayudante impulsaban la embarcación con sus
pértigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y
así descendieron el río y atravesaron los lagos,
que parecían cerrados por todas partes por el
bosque y los cañaverales. Sin embargo, siempre
encontraban un paso por entre los altos árboles,
que inclinaban las ramas hasta casi tocar el
suelo, y los robles que las alargaban a su
encuentro, como si, habiéndose recogido las
mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y
nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente
había arrancado de la orilla, se agarraban
fuertemente al suelo por las raíces, formando
islitas de bosque. Los nenúfares se mecían en el
agua; era un viaje delicioso. Finalmente
llegaron a las anguileras, donde el agua rugía al
pasar por las esclusas. ¡Cuántas cosas nuevas
estaban viendo Ib y Cristina!
En aquel entonces no había allí ninguna fábrica
ni ninguna ciudad, y tan sólo se veían la vieja
granja, en la que trabajaban unos cuantos
hombres. El agua, al precipitarse por las
esclusas, y el griterío de los patos salvajes, eran
los únicos signos de vida, que se sucedían sin
interrupción. Una vez descargada la leña, el
padre de Cristina compró un buen manojo de
anguilas y un cochinillo recién sacrificado, y lo
guardó todo en un cesto, que puso en la popa de
la embarcación. Luego emprendieron el regreso,
contra corriente, pero como el viento era
favorable y pudieron tender las velas, la cosa
marchaba tan bien como si un par de caballos
tirasen de la barca.
Al llegar a un lugar del bosque cercano a la
vivienda del ayudante, éste y el padre de
Cristina desembarcaron, después de recomendar
a los niños que se estuviesen muy quietecitos y
formales. Pero ellos no obedecieron durante
mucho rato; quisieron ver el interior del cesto
que contenía el lechoncito; sacaron el animal, y,
como los dos se empeñaron en sostenerlo, se les
cayó al agua, y la corriente se lo llevó. Fue un
suceso horrible.
Ib saltó a tierra y echó a correr un trecho; luego
saltó también Cristina.
– ¡Llévame contigo! – gritó, y se metieron
saltando entre la maleza; pronto perdieron de
vista la barca y el río. Continuaron corriendo
otro pequeño trecho, pero luego Cristina se cayó
y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla.
– Ven conmigo – dijo -, la casa está allá arriba -.
Pero no era así. Siguieron errando por un
terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas
secas caídas, que crujían bajo sus piececitos. De
pronto oyeron un penetrante grito. Se
detuvieron y escucharon. Entonces resonó el
chillido de un águila – era un chillido siniestro, –
que los asustó en extremo. Sin embargo, delante
de ellos, en lo espeso del bosque, crecían en
número infinito magníficos arándanos. Era
demasiado tentador para que pudieran pasar de
largo, y se entretuvieron comiendo las bayas,
manchándose de azul la boca y las mejillas. En
esto se oyó otra llamada.
– ¡Nos pegarán por lo del lechón! – dijo Cristina.
– Vámonos a casa – respondió Ib -; está aquí en
el bosque.
Se pusieron en marcha y llegaron a un camino
de carros, pero que no conducía a su casa.
Mientras tanto había oscurecido, y los niños
tenían miedo. El singular silencio que los
rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito
del búho o de otras aves que no conocían los
niños. Finalmente se enredaron entre la maleza.
Cristina rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y
cuando hubieron llorado por espacio de una
hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron
dormidos.
El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando
despertaron; tenían frío, pero Ib pensó que
subiéndose a una loma cercana a poca distancia,
donde el sol brillaba por entre los árboles,
podrían calentarse y, además, verían la casa de
sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban
muy lejos de ella, en el extremo opuesto del
bosque. Treparon a la cumbre del montículo y
se encontraron en una ladera que descendía a un
lago claro y transparente; los peces aparecían
alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un
espectáculo totalmente inesperado, y por otra
parte descubrieron junto a ellos un avellano
muy cargado de frutos, a veces siete en un solo
manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las
cáscaras y se comieron los frutos tiernos, que
empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una
nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del
espesor de bosque salió una mujer vieja y alta,
de rostro moreno y cabello negro y brillante; el
blanco de sus ojos resaltaba como en los de un
moro. Llevaba un lío a la espalda y un nudoso
bastón en la mano; era una gitana. Los niños, al
principio, no comprendieron lo que dijo, pero
entonces la mujer se sacó del bolsillo tres
gruesas avellanas, en cada una de las cuales,
según dijo, se contenían las cosas más
maravillosas; eran avellanas mágicas.
Ib la miró; la mujer parecía muy amable, y el
chiquillo, cobrando ánimo, le preguntó si le
daría las avellanas. Ella se las dio, y luego se
llenó el bolsillo de las que había en el arbusto.
Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las
tres avellanas maravillosas.
– ¿Habrá en ésta un coche con caballos? –
preguntó Ib.
– Hay una carroza de oro con caballos de oro
también – contestó la vieja.
– ¡Entonces dámela! – dijo Cristinita. Ib se la
entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la
niña.
– ¿Y en ésta, no habría una bufanda tan bonita
como la de Cristina? – inquirió Ib.
– ¡Diez hay! – contestó la mujer – y además
hermosos vestidos, medias y un sombrero.
– ¡Pues también la quiero! – dijo Cristina; e Ib le
dio la segunda avellana. La tercera era pequeña
y negra.
– Tú puedes quedarte con ésta – dijo Cristina -,
también es bonita.
– ¿Y qué hay dentro? – preguntó el niño.
– Lo mejor para ti – respondió la gitana.
Y el pequeño se guardó la avellana. Entonces la
mujer se ofreció a enseñarles el camino que
conducía a su casa, y, con su ayuda, Ib y
Cristina regresaron a ella, encontrando a la
familia angustiada por su desaparición. Los
perdonaron, pese a que se habían hecho
acreedores a una buena paliza, en primer lugar
por haber dejado caer al agua el lechoncito, y
después por su escapada.
Cristina se volvió a su casita del erial, mientras
Ib se quedaba en la suya del bosque. Al
anochecer lo primero que hizo fue sacar la
avellana que encerraba «lo mejor». La puso
entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana
se partió con un crujido; pero dentro no tenía
carne, sino que estaba llena de una especie de
rapé o tierra negra. Estaba agusanada, como
suele decirse.
«¡Ya me lo figuraba! – pensó Ib -. ¿Cómo en
una avellana tan pequeña, iba a haber sitio para
lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrará
en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de
oro».
Llegó el invierno y el Año Nuevo.
Pasaron otros varios años. El niño tuvo que ir a
la escuela de confirmandos, y el párroco vivía
lejos. Por aquellos días presentóse el barquero y
dijo a los padres de Ib que Cristina debía
marcharse de casa, a ganarse el pan. Había
tenido la suerte de caer en buenas manos, es
decir, de ir a servir a la casa de personas
excelentes, que eran los ricos fondistas de la
comarca de Herning. Entraría en la casa para
ayudar a la dueña, y si se portaba bien, seguiría
con ellos una vez recibida la confirmación.
Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los
llamaba «los novios». Al separarse le enseñó
ella las dos nueces que él le diera el día en que
se habían perdido en el bosque, y que todavía
guardaba; y le dijo, además, que conservaba
asimismo en su baúl los zuequitos que él le
había hecho y regalado. Y luego se separaron.
Ib recibió la confirmación, pero se quedó en
casa de su madre; era un buen oficial zuequero,
y en verano cuidaba de la buena marcha de la
pequeña finca. La mujer sólo lo tenía a él, pues
el padre había muerto.
Raras veces – y aun éstas por medio de un
postillón o de un campesino de Aal – recibía
noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa
de los ricos fondistas, y el día de su
confirmación escribió a su padre, y en la carta,
enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decía
también de seis camisas nuevas y un bonito
vestido que le habían regalado los señores.
Realmente eran buenas noticias.
– A la primavera siguiente, un hermoso día
llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el
barquero y Cristina. Le habían dado permiso
para hacer una breve visita a su casa, y,
habiendo encontrado una oportunidad para ir a
Tem y regresar el mismo día, la había
aprovechado. Era linda y elegante como una
auténtica señorita, y llevaba un hermoso
vestido, confeccionado con gusto extremo y que
le sentaba a las mil maravillas. Allí estaba
ataviada como una reina, mientras Ib la recibía
en sus viejos indumentos de trabajo. No supo
decirle una palabra; cierto que le estrechó la
mano y, reteniéndola, sintióse feliz, pero sus
labios no acertaban a moverse. No así Cristina,
que habló y contó muchas cosas y dio un beso a
Ib.
– ¿Acaso no me conoces? – le preguntó. Pero
incluso cuando estuvieron solos él, sin soltarle
la mano, no sabía decirle sino:
– ¡Te has vuelto una señorita, y yo voy tan
desastrado! ¡Cuánto he pensado en ti y en
aquellos tiempos de antes!
Cogidos del brazo subieron al montículo y
contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial
de Seis con sus grandes colinas; pero Ib
permanecía callado. Sin embargo, al separarse
vio bien claro en el alma que Cristina debía ser
su esposa; ya de niños los habían llamado los
novios; le pareció que eran prometidos, a pesar
de que ni uno ni otro habían pronunciado la
promesa.

Dos Pisones

¿Has visto alguna vez un pisón? Me refiero a
esta herramienta que sirve para apisonar el
pavimento de las calles. Es de madera todo él,
ancho por debajo y reforzado con aros de
hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo
atraviesa, y que son los brazos.
En el cobertizo de las herramientas había dos
pisonas, junto con palas, cubos y carretillas;
había llegado a sus oídos el rumor de que las
«pisonas» no se llamarían en adelante así, sino
«apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los
picapedreros, es el término más nuevo y
apropiado para, designar lo que antaño
llamaban pisonas.
Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos,
hay lo que llamamos «mujeres emancipadas»,
entre las cuales se cuentan directoras de
colegios, comadronas, bailarinas – que por su
profesión pueden sostenerse sobre una pierna -,
modistas y enfermeras; y a esta categoría de
«emancipadas» se sumaron también las dos
«pisonas» del cobertizo; la Administración de
obras públicas las llamaba «pisonas», y en
modo alguno se avenían a renunciar a su
antiguo nombre y cambiarlo por el de
«apisonadoras».
– Pisón es un nombre de persona – decían -,
mientras que «apisonadora» lo es de cosa, y no
toleraremos que nos traten como una simple
cosa; ¡esto es ofendernos!
– Mi prometido está dispuesto a romper el
compromiso – añadió la más joven, que tenía
por novio a un martinete, una especie de
máquina para clavar estacas en el suelo, o sea,
que hace en forma tosca lo que la pisona en
forma delicada -. Me quiere como pisona, pero
no como apisonadora, por lo que en modo
alguno puedo permitir que me cambien el
nombre.
– ¡Ni yo! – dijo la mayor -. Antes dejaré que me
corten los brazos.
La carretilla, sin embargo, sustentaba otra
opinión; y no se crea de ella que fuera un don
nadie; se consideraba como una cuarta parte de
coche, pues corría sobre una rueda.
– Debo advertirles que el nombre de pisonas es
bastante ordinario, y mucho menos distinguido
que el de apisonadora, pues este nuevo
apelativo les da cierto parentesco con los sellos,
y sólo con que piensen en el sello que llevan las
leyes, verán que sin él no son tales. Yo, en su
lugar, renunciaría al nombre de pisona.
– ¡Jamás! Soy demasiado vieja para eso – dijo la
mayor.
– Seguramente usted ignora eso que se llama
«necesidad europea» – intervino el honrado y
viejo cubo -. Hay que mantenerse dentro de sus
límites, supeditarse, adaptarse a las exigencias
de la época, y si sale una ley por la cual la
pisona debe llamarse apisonadora, pues a
llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su
medida.
– En tal caso preferiría llamarme señorita, si es
que de todos modos he de cambiar de nombre –
dijo la joven -. Señorita sabe siempre un poco a
pisona.
– Pues yo antes me dejaré reducir a astillas –
proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al
trabajo; las pisonas fueron cargadas en la
carretilla, lo cual suponía una atención; pero las
llamaron apisonadoras.
– ¡Pis! – exclamaban al golpear sobre el
pavimento -, ¡pis! -, y estaban a punto de acabar
de pronunciar la palabra «pisona», pero se
mordían los labios y se tragaban el vocablo,
pues se daban cuenta de que no podían
contestar. Pero entre ellas siguieron llamándose
pisonas, alabando los viejos tiempos en que
cada cosa era llamada por su nombre, y cuando
una era pisona la llamaban pisona; y en eso
quedaron las dos, pues el martinete, aquella
maquinaza, rompió su compromiso con la
joven, negándose a casarse con una
apisonadora.

Los Vestidos Nuevos del Emperador

Hace de esto muchos años, había un Emperador
tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba
todas sus rentas en vestir con la máxima
elegancia. No se interesaba por sus soldados ni
por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el
campo, a menos que fuera para lucir sus trajes
nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora
del día, y de la misma manera que se dice de un
rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se
decía: “El Emperador está en el vestuario”. La
ciudad en que vivía el Emperador era muy
alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a
ella muchísimos extranjeros, y una vez se
presentaron dos truhanes que se hacían pasar
por tejedores, asegurando que sabían tejer las
más maravillosas telas. No solamente los
colores y los dibujos eran hermosísimos, sino
que las prendas con ellas confeccionadas
poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a
toda persona que no fuera apta para su cargo o
que fuera irremediablemente estúpida.
– ¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el
Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué
funcionarios del reino son ineptos para el cargo
que ocupan. Podría distinguir entre los
inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan
enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los
dos pícaros un buen adelanto en metálico, para
que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que
trabajaban; pero no tenían nada en la máquina.
A pesar de ello, se hicieron suministrar las
sedas más finas y el oro de mejor calidad, que
se embolsaron bonitamente, mientras seguían
haciendo como que trabajaban en los telares
vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-,
pensó el Emperador. Pero habla una cuestión
que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un
hombre que fuera estúpido o inepto para su
cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No
es que temiera por sí mismo; sobre este punto
estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería
enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo
andaban las cosas. Todos los habitantes de la
ciudad estaban informados de la particular
virtud de aquella tela, y todos estaban
impacientes por ver hasta qué punto su vecino
era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los
tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre
honrado y el más indicado para juzgar de las
cualidades de la tela, pues tiene talento, y no
hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en
la sala ocupada por los dos embaucadores, los
cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus
adentros, abriendo unos ojos como naranjas-.
¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó
palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase le
preguntaron si no encontraba magníficos el
color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y
el pobre hombre seguía con los ojos
desencajados, pero sin ver nada, puesto que
nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto
acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene
que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el
cargo? No, desde luego no puedo decir que no
he visto la tela».
– ¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? –
preguntó uno de los tejedores.
– ¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo
ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué
dibujo y qué colores! Desde luego, diré al
Emperador que me ha gustado
extraordinariamente.
– Nos da una buena alegría -respondieron los
dos tejedores, dándole los nombres de los
colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo
tuvo buen cuidado de quedarse las
explicaciones en la memoria para poder
repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero,
seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir
tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni
una hebra se empleó en el telar, y ellos
continuaron, como antes, trabajando en las
máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro
funcionario de su confianza a inspeccionar el
estado de la tela e informarse de si quedaría
pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al
primero; miró y miró, pero como en el telar no
había nada, nada pudo ver.
– ¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron
los dos tramposos, señalando y explicando el
precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el
empleo que tengo no lo suelto. Sería muy
fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta».
Y se deshizo en alabanzas de la tela que no
veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos
hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
– ¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de
la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso
verla con sus propios ojos antes de que la
sacasen del telar. Seguido de una multitud de
personajes escogidos, entre los cuales figuraban
los dos probos funcionarios de marras, se
encaminó a la casa donde paraban los pícaros,
los cuales continuaban tejiendo con todas sus
fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
– ¿Verdad que es admirable? -preguntaron los
dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra
Majestad en estos colores y estos dibujos – y
señalaban el telar vacío, creyendo que los
demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo
nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no
sirvo para emperador? Sería espantoso».
– ¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la
apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el
telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y
remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio;
no obstante, todo era exclamar, como el
Emperador: – ¡oh, qué bonito! -, y le
aconsejaron que estrenase los vestidos
confeccionados con aquella tela, en la procesión
que debía celebrarse próximamente. – ¡Es
preciosa, elegantísima, estupenda! – corría de
boca en boca, y todo el mundo parecía
extasiado con ella. El Emperador concedió una
condecoración a cada uno de los dos bellacos
para que se la prendieran en el ojal, y los
nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la
fiesta, los dos embaucadores estuvieron
levantados, con dieciséis lámparas encendidas,
para que la gente viese que trabajaban
activamente en la confección de los nuevos
vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela
del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla
con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: – ¡Por
fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus
caballeros principales, y los
dos truhanes, levantando los brazos como si
sostuviesen algo, dijeron:
– Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. –
Aquí tenéis el manto… Las prendas son ligeras
como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar
nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es
lo bueno de la tela.
– ¡Sí! – asintieron todos los cortesanos, a pesar
de que no veían nada, pues nada había.
– ¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el
traje que lleva -dijeron los dos bribones- para
que podamos vestiros el nuevo delante del
espejo?
Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos
simularon ponerle las diversas piezas del
vestido nuevo, que pretendían haber terminado
poco antes. Y cogiendo al Emperador por la
cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola
seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas
ante el espejo.
– ¡Dios, y qué bien le sienta, le va
estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya
dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! –
El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad
durante la procesión, aguarda ya en la calle –
anunció el maestro de Ceremonias.
– Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-.
¿Verdad que me sienta bien? – y volvióse una
vez más de cara al espejo, para que todos
creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la
cola bajaron las manos al suelo como para
levantarla, y avanzaron con ademán de sostener
algo en el aire; por nada del mundo hubieran
confesado que no veían nada. Y de este modo
echó a andar el Emperador bajo el magnífico
palio, mientras el gentío, desde la calle y las
ventanas, decían:
– ¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del
Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué
hermoso es todo!-. Nadie permitía que los
demás se diesen cuenta de que nada veía, para
no ser tenido por incapaz en su cargo o por
estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido
tanto éxito como aquél.
¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un
niño. – ¡Dios bendito, escuchad la voz de la
inocencia! – dijo su padre; y todo el mundo se
fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el
pequeño.
– ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que
no lleva nada!
– ¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo
entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba
que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que
aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que
antes; y los ayudas de cámara continuaron
sosteniendo la inexistente cola.

Bajo el Sauce

La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la
ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre
una ventaja, pero es innegable que podría ser
más hermosa de lo que es en realidad; todo
alrededor son campos lisos, y el bosque queda a
mucha distancia. Sin embargo, cuando nos
encontramos a gusto en un lugar, siempre
descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo
echaremos de menos, aunque nos hallemos en el
sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es
admitir que en verano tienen su belleza los
arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos
extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en
el mar; y así lo creían en particular Knud y
Juana, hijos de dos familias vecinas, que
jugaban juntos y se reunían atravesando a
rastras los groselleros. En uno de los jardines
crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y
debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los
niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que
el árbol estaba muy cerca del río, y los
chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el
ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos – de no
ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los
dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto
miedo al agua, que en verano no había modo de
llevarlo a la playa, donde tan a gusto
chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo
hacía objeto de la burla general, y él tenía que
aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que
navegaba en un bote de vela en la Bahía de
Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella
vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y
después lo cubrió por entero. Desde el momento
en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no
soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo
como prueba al sueño de Juana. Éste era su
orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y
Knud y Juana jugaban en los jardines y en el
camino plantado de sauces que discurría a lo
largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos
árboles, pues tenían las copas como podadas,
pero no los habían plantado para adorno, sino
para utilidad; más hermoso era el viejo sauce
del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho,
jugaban a menudo los dos amiguitos. En la
ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado,
en la que, durante la feria anual, se instalan
verdaderas calles de puestos que venden cintas
de seda, calzados y todas las cosas imaginables.
Había entonces un gran gentío, y generalmente
llovía; además, apestaba a sudor de las
chaquetas de los campesinos, aunque olía
también a exquisito alajú, del que había toda
una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era
que el hombre que lo vendía se alojaba, durante
la feria, en casa de los padres de Knud, y,
naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño
pan de especias, del que participaba también
Juana. Pero había algo que casi era más
hermoso todavía: el comerciante sabía contar
historias de casi todas las cosas, incluso de sus
turrones, y una velada explicó una que produjo
tal impresión en los niños, que jamás pudieron
olvidarla;
por eso será conveniente que la oigamos
también nosotros, tanto más, cuanto que es muy
breve.
– Sobre el mostrador – empezó el hombre –
había dos moldes de alajú, uno en figura de un
hombre con sombrero, y el otro en forma de
mujer sin sombrero, pero con una mancha de
oropel en la cabeza; tenían la cara de lado,
vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde
aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que
mirar así a una persona. El hombre llevaba en el
costado izquierdo una almendra amarga, que era
el corazón, mientras la mujer era dulce toda
ella. Estaban para muestra en el mostrador, y
llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se
enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin
embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha
de salir algo de tal situación.
«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el
primero en hablar», pensaba ella; no obstante,
se habría dado por satisfecha con saber que su
amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más
ambiciosos, como siempre son los hombres;
soñaba que era un golfo callejero y que tenía
cuatro chelines, con los cuales se compraba la
mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas
en el mostrador, y cada día estaban más secos; y
los pensamientos de ella eran cada vez más
tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con
haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se
rompió por la mitad.
«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que
habría resistido un poco más», pensó él.
– Y ésta es la historia y aquí están los dos – dijo
el turronero. – Son notables por su vida y por su
silencioso amor, que nunca conduce a nada.
¡Vedlos ahí! – y dio a Juana el hombre, sano y
entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños
les había emocionado tanto el cuento, que no
tuvieron ánimos para comerse la enamorada
pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos
figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al
muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano
como en invierno, de un rico tapiz de hiedra;
pusieron al sol los pasteles, entre los verdes
zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños
la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la
encontraron maravillosa; y cuando volvieron a
mirar a la pareja de alajú, un muchacho
grandote se había comido ya la mujer
despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños
se echaron a llorar, y luego – y es de suponer
que lo hicieron para que el pobre hombre no
quedase solo en el mundo – se lo comieron
también; pero en cuanto a la historia, no la
olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el
sauce o junto al saúco, y la niña cantaba
canciones bellísimas con su voz argentina. A
Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la
garganta, pero al menos se sabía la letra, y más
vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre
ella la señora de la quincallería, se detenían a
escuchar a Juana. – ¡Qué voz más dulce! –
decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían
durar siempre. Las dos familias vecinas se
separaron; la madre de la niña había muerto, el
padre deseaba ir a Copenhague, para volver a
casarse y buscar trabajo; quería establecerse de
mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los
vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre
todo lloraron los niños; los padres se
prometieron mutuamente escribirse por lo
menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya
mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más
tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en
Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita!
Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar
de que no distaba más de cinco millas de Kjöge.
Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo
despejado, Knud había visto sus torres, y el día
de la confirmación distinguió claramente la
brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra
Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se
acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para
los de Knud. Las cosas les iban muy bien en
Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz,
iba a tener una gran suerte; había ingresado en
el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y
enviaba un escudo a sus queridos vecinos de
Kjöge para que celebrasen unas alegres
Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la
niña había añadido de su puño y letra estas
palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las
noticias eran muy agradables; pero también se
llora de alegría. Día tras día Juana había
ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el
muchacho que también ella se acordaba de él, y
cuanto más se acercaba el tiempo en que
ascendería a oficial zapatero, más claramente se
daba cuenta de que estaba enamorado de Juana
y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que
le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus
labios y tiraba con mayor fuerza del hilo,
mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la
lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde
luego que no sería mudo, como los dos moldes
de alajú; la historia había sido una buena
lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al
hombro, y por primera vez en su vida se dispuso
a trasladarse a Copenhague; ya había
encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida
quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora
16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo
de oro, pero luego pensó que seguramente los
encontraría mucho más hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un
día lluvioso de otoño emprendió el camino de la
capital; las hojas caían de los árboles, y calado
hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a
la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre
de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el
nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que
tan bien le sentaba; antes había usado siempre
gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los
muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era
para dar vértigo la manera cómo la gente se
apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de
Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa
no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo
invitó a tomar café.
– Juana estará contenta de verte – dijo el padre -.
Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una
muchacha que me da muchas alegrías y, Dios
mediante, me dará más aún. Tiene su propia
habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre
llamó delicadamente a la puerta, como si fuese
un forastero, y entraron – ¡qué hermoso era allí!
-. Seguramente en todo Kjöge no había un
aposento semejante: ni la propia Reina lo
tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas,
cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de
terciopelo auténtico y en derredor flores y
cuadros, además de un espejo en el que uno casi
podía meterse, pues era grande como una
puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y,
sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya
crecida, muy distinta de como la imaginara,
sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no
se encontraría otra como ella; ¡qué fina y
delicada! La primera mirada que dirigió a Knud
fue la de una extraña, pero duró sólo un
instante; luego se precipitó hacia él como si
quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó.
Sí, estaba muy contenta de volver a ver al
amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en
sus ojos? Y después empezó a preguntar y a
contar, pasando desde los padres de Knud hasta
el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce,
como los llamaba, cual si fuesen personas; pero
bien podían pasar por tales, si lo habían sido los
pasteles de alajú. De éstos habló también y de
su mudo amor, cuando estaban en el mostrador
y se partieron… y la muchacha se reía con toda
el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas
de Knud, y su corazón palpitaba con violencia
desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y
ella fue también la causante – bien se fijó Knud
– de que sus padres lo invitasen a pasar la velada
con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia
mano una taza luego cogió un libro y se puso a
leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo
que leía trataba de su amor, hasta tal punto
concordaba con sus pensamientos. Luego cantó
una sencilla canción, pero cantada por ella se
convirtió en toda una historia; era como si su
corazón se desbordase en ella. Sí,
indudablemente quería a Knud. Las lágrimas
rodaron por las mejillas del muchacho sin poder
él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra
de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero
ella le estrechó la mano y le dijo:
– Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre
como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones
después de las cuales no es posible dormir, y
Knud se pasó la noche despierto.