IB y Cristina

No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg,
se levanta, semejante a un gran muro, una loma
llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de
Poniente, había, y sigue habiendo aún, un
pequeño cortijo, rodeado por una tierra tan
árida, que la arena brilla por entre las escuálidas
mieses de centeno y cebada.
Desde entonces han transcurrido muchos años.
La gente que vivía allí por aquel tiempo
cultivaba su mísero terruño y criaba además tres
ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivían
con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas
tal como venían.
Incluso habrían podido tener un par de caballos,
pero decían, como los demás campesinos: «El
caballo se devora a sí mismo».
Un caballo se come todo lo que gana. Jeppe-
Jänsen trabajaba en verano su pequeño campo,
y en invierno confeccionaba zuecos con mano
hábil. Tenía además, un ayudante; un hombre
muy ducho en la fabricación de aquella clase de
calzado: lo hacía resistente, a la vez que ligero y
elegante. Tallaban asimismo cucharas de
madera, y el negocio les rendía; no podía
decirse que aquella gente fuesen pobres.
El pequeño Ib, un chiquillo de 7 años, único
hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo;
cortaba un bastoncito, y solía cortarse también
los dedos, pero un día talló dos trozos de
madera que parecían dos zuequitos. Dijo que
iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un
marinero, una niña tan delicada y encantadora,
que habría podido pasar por una princesa.
Vestida adecuadamente, nadie hubiera
imaginado que procedía de una casa de turba
del erial de Seis. Allí moraba su padre, viudo,
que se ganaba el sustento transportando leña
desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y
a veces incluso más lejos, hasta Randers. No
tenía a nadie a quien confiar a Cristina, que
tenía un año menos que Ib; por eso la llevaba
casi siempre consigo, en la barca y a través del
erial y los arándanos. Cuando tenía que llegarse
a Randers, dejaba a Cristinita en casa de Jeppe-
Jänsen.
Los dos niños se llevaban bien, tanto en el juego
como a las horas de la comida; cavaban hoyos
en la tierra, se encaramaban a los árboles y
corrían por los alrededores; un día se atrevieron
incluso a subirse solos hasta la cumbre de la
loma y adentrarse un buen trecho en el bosque,
donde encontraron huevos de chocha; fue un
gran acontecimiento.
Ib no había estado nunca en el erial de Seis, ni
cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero
ahora iba a hacerlo: el barquero lo había
invitado, y la víspera se fue con él a su casa.
A la madrugada los dos niños se instalaron
sobre la leña apilada en la barca y desayunaron
con pan y frambuesas. El barquero y su
ayudante impulsaban la embarcación con sus
pértigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y
así descendieron el río y atravesaron los lagos,
que parecían cerrados por todas partes por el
bosque y los cañaverales. Sin embargo, siempre
encontraban un paso por entre los altos árboles,
que inclinaban las ramas hasta casi tocar el
suelo, y los robles que las alargaban a su
encuentro, como si, habiéndose recogido las
mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y
nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente
había arrancado de la orilla, se agarraban
fuertemente al suelo por las raíces, formando
islitas de bosque. Los nenúfares se mecían en el
agua; era un viaje delicioso. Finalmente
llegaron a las anguileras, donde el agua rugía al
pasar por las esclusas. ¡Cuántas cosas nuevas
estaban viendo Ib y Cristina!
En aquel entonces no había allí ninguna fábrica
ni ninguna ciudad, y tan sólo se veían la vieja
granja, en la que trabajaban unos cuantos
hombres. El agua, al precipitarse por las
esclusas, y el griterío de los patos salvajes, eran
los únicos signos de vida, que se sucedían sin
interrupción. Una vez descargada la leña, el
padre de Cristina compró un buen manojo de
anguilas y un cochinillo recién sacrificado, y lo
guardó todo en un cesto, que puso en la popa de
la embarcación. Luego emprendieron el regreso,
contra corriente, pero como el viento era
favorable y pudieron tender las velas, la cosa
marchaba tan bien como si un par de caballos
tirasen de la barca.
Al llegar a un lugar del bosque cercano a la
vivienda del ayudante, éste y el padre de
Cristina desembarcaron, después de recomendar
a los niños que se estuviesen muy quietecitos y
formales. Pero ellos no obedecieron durante
mucho rato; quisieron ver el interior del cesto
que contenía el lechoncito; sacaron el animal, y,
como los dos se empeñaron en sostenerlo, se les
cayó al agua, y la corriente se lo llevó. Fue un
suceso horrible.
Ib saltó a tierra y echó a correr un trecho; luego
saltó también Cristina.
– ¡Llévame contigo! – gritó, y se metieron
saltando entre la maleza; pronto perdieron de
vista la barca y el río. Continuaron corriendo
otro pequeño trecho, pero luego Cristina se cayó
y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla.
– Ven conmigo – dijo -, la casa está allá arriba -.
Pero no era así. Siguieron errando por un
terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas
secas caídas, que crujían bajo sus piececitos. De
pronto oyeron un penetrante grito. Se
detuvieron y escucharon. Entonces resonó el
chillido de un águila – era un chillido siniestro, –
que los asustó en extremo. Sin embargo, delante
de ellos, en lo espeso del bosque, crecían en
número infinito magníficos arándanos. Era
demasiado tentador para que pudieran pasar de
largo, y se entretuvieron comiendo las bayas,
manchándose de azul la boca y las mejillas. En
esto se oyó otra llamada.
– ¡Nos pegarán por lo del lechón! – dijo Cristina.
– Vámonos a casa – respondió Ib -; está aquí en
el bosque.
Se pusieron en marcha y llegaron a un camino
de carros, pero que no conducía a su casa.
Mientras tanto había oscurecido, y los niños
tenían miedo. El singular silencio que los
rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito
del búho o de otras aves que no conocían los
niños. Finalmente se enredaron entre la maleza.
Cristina rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y
cuando hubieron llorado por espacio de una
hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron
dormidos.
El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando
despertaron; tenían frío, pero Ib pensó que
subiéndose a una loma cercana a poca distancia,
donde el sol brillaba por entre los árboles,
podrían calentarse y, además, verían la casa de
sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban
muy lejos de ella, en el extremo opuesto del
bosque. Treparon a la cumbre del montículo y
se encontraron en una ladera que descendía a un
lago claro y transparente; los peces aparecían
alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un
espectáculo totalmente inesperado, y por otra
parte descubrieron junto a ellos un avellano
muy cargado de frutos, a veces siete en un solo
manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las
cáscaras y se comieron los frutos tiernos, que
empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una
nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del
espesor de bosque salió una mujer vieja y alta,
de rostro moreno y cabello negro y brillante; el
blanco de sus ojos resaltaba como en los de un
moro. Llevaba un lío a la espalda y un nudoso
bastón en la mano; era una gitana. Los niños, al
principio, no comprendieron lo que dijo, pero
entonces la mujer se sacó del bolsillo tres
gruesas avellanas, en cada una de las cuales,
según dijo, se contenían las cosas más
maravillosas; eran avellanas mágicas.
Ib la miró; la mujer parecía muy amable, y el
chiquillo, cobrando ánimo, le preguntó si le
daría las avellanas. Ella se las dio, y luego se
llenó el bolsillo de las que había en el arbusto.
Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las
tres avellanas maravillosas.
– ¿Habrá en ésta un coche con caballos? –
preguntó Ib.
– Hay una carroza de oro con caballos de oro
también – contestó la vieja.
– ¡Entonces dámela! – dijo Cristinita. Ib se la
entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la
niña.
– ¿Y en ésta, no habría una bufanda tan bonita
como la de Cristina? – inquirió Ib.
– ¡Diez hay! – contestó la mujer – y además
hermosos vestidos, medias y un sombrero.
– ¡Pues también la quiero! – dijo Cristina; e Ib le
dio la segunda avellana. La tercera era pequeña
y negra.
– Tú puedes quedarte con ésta – dijo Cristina -,
también es bonita.
– ¿Y qué hay dentro? – preguntó el niño.
– Lo mejor para ti – respondió la gitana.
Y el pequeño se guardó la avellana. Entonces la
mujer se ofreció a enseñarles el camino que
conducía a su casa, y, con su ayuda, Ib y
Cristina regresaron a ella, encontrando a la
familia angustiada por su desaparición. Los
perdonaron, pese a que se habían hecho
acreedores a una buena paliza, en primer lugar
por haber dejado caer al agua el lechoncito, y
después por su escapada.
Cristina se volvió a su casita del erial, mientras
Ib se quedaba en la suya del bosque. Al
anochecer lo primero que hizo fue sacar la
avellana que encerraba «lo mejor». La puso
entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana
se partió con un crujido; pero dentro no tenía
carne, sino que estaba llena de una especie de
rapé o tierra negra. Estaba agusanada, como
suele decirse.
«¡Ya me lo figuraba! – pensó Ib -. ¿Cómo en
una avellana tan pequeña, iba a haber sitio para
lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrará
en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de
oro».
Llegó el invierno y el Año Nuevo.
Pasaron otros varios años. El niño tuvo que ir a
la escuela de confirmandos, y el párroco vivía
lejos. Por aquellos días presentóse el barquero y
dijo a los padres de Ib que Cristina debía
marcharse de casa, a ganarse el pan. Había
tenido la suerte de caer en buenas manos, es
decir, de ir a servir a la casa de personas
excelentes, que eran los ricos fondistas de la
comarca de Herning. Entraría en la casa para
ayudar a la dueña, y si se portaba bien, seguiría
con ellos una vez recibida la confirmación.
Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los
llamaba «los novios». Al separarse le enseñó
ella las dos nueces que él le diera el día en que
se habían perdido en el bosque, y que todavía
guardaba; y le dijo, además, que conservaba
asimismo en su baúl los zuequitos que él le
había hecho y regalado. Y luego se separaron.
Ib recibió la confirmación, pero se quedó en
casa de su madre; era un buen oficial zuequero,
y en verano cuidaba de la buena marcha de la
pequeña finca. La mujer sólo lo tenía a él, pues
el padre había muerto.
Raras veces – y aun éstas por medio de un
postillón o de un campesino de Aal – recibía
noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa
de los ricos fondistas, y el día de su
confirmación escribió a su padre, y en la carta,
enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decía
también de seis camisas nuevas y un bonito
vestido que le habían regalado los señores.
Realmente eran buenas noticias.
– A la primavera siguiente, un hermoso día
llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el
barquero y Cristina. Le habían dado permiso
para hacer una breve visita a su casa, y,
habiendo encontrado una oportunidad para ir a
Tem y regresar el mismo día, la había
aprovechado. Era linda y elegante como una
auténtica señorita, y llevaba un hermoso
vestido, confeccionado con gusto extremo y que
le sentaba a las mil maravillas. Allí estaba
ataviada como una reina, mientras Ib la recibía
en sus viejos indumentos de trabajo. No supo
decirle una palabra; cierto que le estrechó la
mano y, reteniéndola, sintióse feliz, pero sus
labios no acertaban a moverse. No así Cristina,
que habló y contó muchas cosas y dio un beso a
Ib.
– ¿Acaso no me conoces? – le preguntó. Pero
incluso cuando estuvieron solos él, sin soltarle
la mano, no sabía decirle sino:
– ¡Te has vuelto una señorita, y yo voy tan
desastrado! ¡Cuánto he pensado en ti y en
aquellos tiempos de antes!
Cogidos del brazo subieron al montículo y
contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial
de Seis con sus grandes colinas; pero Ib
permanecía callado. Sin embargo, al separarse
vio bien claro en el alma que Cristina debía ser
su esposa; ya de niños los habían llamado los
novios; le pareció que eran prometidos, a pesar
de que ni uno ni otro habían pronunciado la
promesa.

Victoria

– I –
El buque mercante, Juan-Antonio, que iba
de España a América con una numerosa tripulación
y pasajeros no escasos, se perdió durante
la travesía sin que nadie lograse saber
su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres
que llevaba a bordo? No quedó sobre
esto la menor duda cuando transcurrieron
algunos meses y se vio que ni uno parecía.
El capitán era una persona muy estimada y
conocida por su experiencia y su valor; ¿qué
habría ocurrido para que tuviese su viaje tan
mala fortuna?
Se habló de una horrible tormenta, se imaginó
un incendio, se inventaron cien historias
a cual más absurdas; que había caído en poder
de un pirata… en fin, lo cierto es que no
pocas familias vistieron luto a consecuencia
de aquella espantosa desdicha.
Entre los pasajeros iba un joven que por
vez primera se separaba de sus padres y
hermanos, que había acabado con lucimiento
dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo
más objeto que el de estudiar aquella tierra
desconocida para él.
Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado
las simpatías de cuantos le trataban, por
su ameno trato y excelente carácter.
Convencidos los padres de que el mar
había servido de tumba a su hijo, elevaron a
la memoria de este un sencillo mausoleo que
rodearon de plantas, y la tristeza reinó para
siempre en su hogar.
Mucho tiempo después, cuando ya se habían
casado los otros hijos y vivían solos los dos
ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos
y logró ser al cabo recibido. Parecía un
pescador por su traje y por su traza, y se
mostró muy turbado al hallarse en presencia
de los dos señores. Instado por ellos a hablar
se expresó de este modo:
-Hace menos de un mes, encontré en el
mar una botella perfectamente cerrada, que
supuse contendría algún licor y que se habría
perdido en algún naufragio. La abrí al verme
solo en mi casa y contenía un rollo de papeles
muy finos, escritos con letra menuda y dirigidos
a ustedes. Su lectura no tenía interés
para mí. El que había trazado esas líneas y
hablaba desde un país desconocido con sus
padres, rogaba encarecidamente al que encontrara
la botella que la trajera aquí, donde
sin duda sería espléndidamente recompensado.
Soy pobre y vengo a vender estos pliegos
que considero, si no de utilidad material, de
alguna importancia para ustedes.
Los dos ancianos se conmovieron al ver la
letra de su hijo perdido y pagaron más que se
les había exigido, sin titubear.
El pescador desapareció en seguida, y al
quedarse solos los dos viejos, no tuvieron
más afán que el de enterarse del contenido de
aquellos pliegos.
No sin dificultad los leyeron repetidas veces,
llamando después a los hermanos de
Gerardo para enterarles de tan singulares
sucesos. El manuscrito del náufrago, decía
así:
– II –
«¡Cuánto hemos luchado con las olas! ¡Qué
capitán tan valiente! ¡Qué tripulación tan admirable!
No he visto una tormenta semejante nunca.
Lejos de todo puerto, sin ningún buque
próximo, teníamos forzosamente que perecer.
El nuestro se iba a pique por momentos; los
botes donde se arrojaban los pasajeros con
desesperación, desaparecían pronto en el revuelto
mar. Recuerdo que me así a una tabla
y que perdí el conocimiento.
¿Qué pasó después? No puedo sino hacer
conjeturas. Sin duda una ola me lanzó a unas
peñas, donde me herí ligeramente y en las
que me hallé casi desnudo, rendido, calenturiento,
sintiendo el doble martirio del hambre
y de la sed.
Me incorporé, dirigí mis miradas al Océano
apaciguado ya, y no vi los restos del Juan-
Antonio, que debía haberse sumergido por
completo.
Era indudablemente el solo náufrago salvado.
¿Qué iba a ser de mí?
La tormenta había cesado; esta nos había
sorprendido muy de mañana, y era bien entrada
la tarde cuando logré hacerme cargo de
mi situación.
¿Hacia qué punto me encontraba? ¿Había
alguna hospitalaria tierra cerca de allí? ¿Hallaría
quien me socorriese?
No sin dificultad conseguí levantarme, y
caminando muy despacio, subí por las peñas.
Estando a bastante altura vi que al lado
opuesto había un paisaje encantador, una isla
de verdura con magníficos árboles, bellos arbustos
y preciosas y variadísimas flores.
Aquel ignorado edén, a pesar de su hermosura,
no dejó de entristecerme, porque parecía
inhabitado.
Casi arrastrándome, bajé a él y vi en algunos
de sus árboles y al pie de estos, desconocidos
frutos que mitigaron mi sed y reanimaron
mis desfallecidas fuerzas.
La isla no parecía grande, pero no la pude
recorrer aquel día porque era tarde, temía me
sorprendiese la noche y además estaba muy
cansado. Busqué un sitio donde pudiera dormir
y encontré un lecho de césped. Cerré los
ojos y permanecí en profundo reposo hasta la
mañana siguiente.
El sol bañaba la isla con sus puros rayos;
las flores, cuajadas de rocío, despedían gratísimos
aromas y parecían adornadas con magníficos
brillantes; los pájaros, de mil colores,
cantaban en las ramas de los árboles, y jamás
concierto alguno fue para mí tan bello como
aquella encantadora música.
¡Cosa extraña! Algunas avecillas comían los
frutos caídos, ya maduros, y al acercarme yo
no se asustaron ni huyeron de mí; hubiera
podido cogerlos sin la menor dificultad.
Gigantescas mariposas, azules como el cielo
las unas, negras como mis sombrías ideas
las otras, encarnadas y de variados matices
las más, volaban de una en otra planta, bebiendo
en los cálices de las flores las perlas
de la aurora.
Habiendo recuperado mis fuerzas casi por
completo, quise conocer aquel desierto, que
era mayor de lo que suponía, y anduve por él
largo rato, sin que nada nuevo excitase mi
atención. Pero de repente me detuve ante lo
más extraño que hubiese podido hallar allí. En
el húmedo suelo vi las huellas de unos pies
grandes y mal formados, seguidas de otras de
pie de niño o de mujer, pie breve, elegante,
digno de ser esculpido por el más hábil artista.
¡Había, pues, en la isla, dos seres humanos!
Pensé en el Paraíso, en aquel edén perdido
por nuestros primeros padres, que debió ser
algo semejante a este lugar. Y para que la
ilusión fuese completa, una serpiente, enroscada
a un árbol, me miró con sus brillantes
ojos, y a mi entender de una manera hostil.
Es cierto que las huellas del pie del hombre
no podían hacer pensar en la belleza de Adán,
pero en cambio, las del pequeño… Como el
príncipe de la Cenicienta, yo empezaba a encantarme
no ante un zapatillo de seda, sino
ante la señal dejada en la tierra por un precioso
pie.
¿Dónde se ocultaban ambos seres?
En balde los busqué por todos lados y sospeché
que se escondían de mí.
La soledad me aburría; felizmente el
hallazgo de una caja que contenía algunos
pliegos de papel, una pluma de ave y un líquido
que, aunque no era tinta, podía suplirla
bien, me sirvió de distracción, y me guardé
todo, proponiéndome trazar mis impresiones
en aquellas abandonadas páginas, por si acaso
algún día me era fácil enviarlas a Europa, o
llevarlas yo mismo a mis padres. Aquellas
líneas, sin embargo, las he roto después; el
estado de excitación en que me hallaba, el
hambre y la sed que sufrí, mis luchas con
inmundos reptiles, no me permitían escribir
con orden ni concierto y solo muchos días
después, empecé estas memorias destinadas
al mismo objeto, pero trazadas bajo una más
grata impresión.
Cuatro días habían trascurrido desde mí
llegada a la isla, sin que lograra hacer ningún
descubrimiento. Una violenta fiebre me consumía,
y perdida toda esperanza de salvación,
me resigné a morir. ¡Y de qué muerte! En
aquel paraje había caza que yo no podía matar
para mi sustento, porque no tenía armas;
veía en el mar peces, para coger los cuales no
tenía redes; me moría de sed, y aquella agua
salada que bebía en mi mano no hacía sino
aumentarla de una manera cruel.
Ya no tenía fuerzas para moverme, y en
aquel lecho de césped, donde me eché la primera
noche, me acosté también para dormir
el sueño eterno.
Di un mudo adiós a mis padres, a mis
hermanos, a mis amigos; pensé en mis ilusiones
desvanecidas, en mis irrealizables esperanzas
y ambiciones que me habían separado
de los seres que amé y me amaron en la tierra
y cerré los ojos pensando que no volvería
a abrirlos jamás.
La noche estaba hermosa y despejada, la
luna iluminaba el paisaje, cantaban los pájaros
y las flores me enviaban sus mágicos perfumes.
De repente creí escuchar rumor de pasos,
pero de pasos que se recataban, y una sombra
se divisó a corta distancia que fue acercándose
a mí lentamente.
Un rostro se inclinó sobre el mío o le miré y
vi una figura encantadora, con cabellos castaños,
largos y flotantes, ojos claros, delicada
frente, boca de grana. Los rizos rozaron mis
labios y los besé. Llevaba un traje masculino
de pieles y plumas, un verdadero traje de
salvaje, que completaban un arco echado a la
espalda y un carcax con flechas.
-¡Víctor! -gritó una voz a lo lejos.
-¡Padre! -contestó el ser que me miraba.
¡Oh, desencanto! Mi Eva era un niño o más
bien un adolescente; en aquel paraíso faltaba
el mejor ornato, la mujer.
-¿Qué haces? -repuso el padre.
-Ver si se ha muerto ya de hambre el forastero.
-¿Está ahí?
-Seguramente.
-¿Muerto?
-No, vivo.
-¿Respira?
– Sí -contestó riendo-, respira y… besa.
El padre, alarmado, se acercó a mí, yo volví
a cerrar los ojos y procuré no moverme.
-¡Como todos! -murmuró, sin que entendiera
el significado de sus frases-; si no quiero
tener graves disgustos, será preciso que
me libre de él.
-No le mates, padre -dijo el niño con su
dulce voz.
-¿Por qué? -preguntó el viejo, preocupado.
-Porque es joven y bello y… porque me es
simpático.
-¿A ti?
-No lo extrañes -prosiguió Víctor-, no he
tenido un amigo jamás, tú eres ya viejo para
acompañarme, este pobre náufrago vendrá a
cazar conmigo, tenderemos juntos nuestras
redes, nos haremos mutuas confidencias, él
explicándome lo que ha visto más allá de estos
mares, yo contándole mis sueños.
-No puede ser.
-Tú dices que no vivirás muchos años –
continuó el adolescente-, y que yo no podré
salir nunca de aquí, porque estamos en un
oasis en medio de un desierto de agua; ¿qué
quieres que haga solo cuando tú me faltes?
Catorce años hace que estamos aquí, y este
es el primer hombre que llega a la isla; acógele
como a hermano y ofrécele tu leal hospedaje.
Esto era dicho en correcto castellano y el
viejo respondía en la misma lengua; indudablemente
me hallaba entre dos compatriotas
míos.
-Había jurado que no verías a un hombre
jamás -murmuró el padre.
-Dios te hace faltar al juramento y no tu
voluntad. Vamos, sé complaciente, déjame
darle de beber.
El niño se arrodilló a mi lado y me presentó
una redoma hecha de una extraña raíz; la
acercó a mis labios y yo, dejando ya el disimulo,
bebí con avidez. No sé lo que era aquel
líquido, pero lo encontré delicioso.
Víctor me contemplaba con infantil curiosidad,
mientras su padre, triste y pensativo,
fijaba en nuestro grupo una distraída mirada.
Debía ser bastante viejo; tenía los cabellos y
la larga barba de una blancura deslumbradora,
e iba vestido igual que el adolescente.
-¿Cómo se llama esta isla? -le pregunté.
-Victoria -contestó el anciano.
-¿Pertenece a Inglaterra?
-No, es mía y le he dado el nombre de mi
hijo.
-¡Ah! ¿Es de usted?
-Nadie conoce este lugar más que los tres;
la casualidad nos trajo a esta tierra hace catorce
años, de igual modo que a usted hace
cuatro días. Me era grato nuestro aislamiento,
pero ya que está aquí y que Víctor se interesa
por usted, viva, pero ojalá no tengamos nunca
que arrepentirnos, usted de haber llegado,
ni de haberle recibido yo.
Salvada mi existencia, gracias a la intercesión
del mancebo, fui curado por su padre,
pero no me dieron un asilo en su morada.
Esta estaba en las rocas, formada por grutas
naturales, en las que no me permitieron entrar.
La más dulce amistad nos unió en breve; el
viejo era un sabio, el niño una criatura encantadora,
buena y sencilla, a la que no se podía
menos de amar.
El primero me refirió su historia. Ya anciano,
se había casado con una bella joven que
pagó sus beneficios, pues la había sacado de
la miseria, con la más negra ingratitud. Un día
huyó de su hogar, dejándole un hijo de pocos
meses, triste fruto de aquella unión.
Vivió él desesperado, anhelando vengarse
de aquella infame mujer. Supo que iba a partir
para América y tomó la resolución de seguirla
en el mismo buque. Este naufragó,
después de extraviarse, como el Juan-
Antonio, y como este quedó sin capitán, sin
tripulación y sin pasajeros. El padre de Víctor
sabía nadar muy bien; cogió a su hijo, lo sujetó
como pudo a su cuello y se arrojó a una
balsa rechazando duramente a su mujer que
quería seguirle o imploraba su perdón. Fueron
juguete de las olas mucho tiempo, y ya de
noche, sin saber dónde estaban, la balsa se
estrelló contra las peñas, arrojando al agua al
padre y al niño. Después de inauditos esfuerzos
llegaron a la isla, de la que no pudieron
salir más. Como era hombre entendido, encontró
el medio de vivir en aquel país inculto,
no careciendo de nada. Enseñó a leer y a escribir
a su hijo, y la caja encontrada por mí
contenía un papel y una tinta hechos por él.
No le hablé de aquel hallazgo, porque me
convenía conservarlo.
Yo no tenía historia, y le referí lo poco que
mi pasado encerraba. Creo que llegó a reconciliarse
conmigo. Sin embargo, notaba siempre
en él algún recelo y mi amistad por Víctor
le contrariaba vivamente. ¿Temía que compartiese
conmigo el cariño que antes el joven
le profesaba únicamente a él? Cuanto más se
obstinaba en separarnos, más el niño deseaba
aproximarse a mí; buscaba mi conversación y
mi presencia, y por mi parte también me sentía
atraído hacia él por una misteriosa simpatía.
Víctor deseaba estar a solas conmigo, pero
su padre nos acompañaba siempre; a pesar
de su avanzada edad, el cansancio nunca le
rendía, y ya fuésemos de caza, ya a recorrer
la isla, no nos abandonaba jamás.
Dos veces le sorprendí pronto a lanzarme
una flecha, una de esas flechas de los salvajes
cuya herida es mortal; pero al verse descubierto,
cambió con destreza la dirección y
no me atreví a reprocharle nada. Quizás
aquello había sido una ilusión mía, nada indicaba
que tuviese tan grande animosidad contra
mí.
Comía en medio del campo con el viejo y el
niño, y pronto adopté su traje y sus costumbres.
– III –
Seguían a estas páginas otras muchas en
las que Gerardo Ávalos narraba sucesos sin
importancia de su monótona existencia, viendo
pasarse los días y los meses sin pena por
hallarse en aquel destierro, si se exceptúa la
que le causaba el estar separado, quizá para
siempre, de su familia, y luego continuaba así
el manuscrito:
Para celebrar el aniversario de mi llegada a
la isla Victoria, el viejo me convidó a visitar su
gruta por la primera vez; quería que comiésemos
allí.
Era su morada bellísima y no carecía en
absoluto de comodidades, como había sospechado.
Había en ella muchos objetos que no
podían estar fabricados por el anciano, y este
me dijo que, en efecto, eran restos de un
naufragio, el del buque en que iba él, que
pudo recuperar milagrosamente sacándolos
más tarde del mar.
La mesa estaba puesta, sobre ella se veían
apetitosos manjares y extrañas bebidas.
Aprovechando una momentánea salida de
su padre, Víctor me dijo:
-Bebe de todo lo que quieras, menos de
ese licor verde.
-¿Acaso está envenenado, niño? -le pregunté.
-Pudiera ser -me respondió.
-¿Tan mal me quiere tu padre?
-Te odia.
-¿Y por qué?
-¿Por qué? -repitió mirándome con ternura-,
porque yo te adoro y tiene celos.
Aquellas palabras fueron una revelación
para mí; no eran las frases que podía emplear
un amigo para otro amigo, no era posible que
salieran de otros labios que de los de una mujer.
Miré fijamente al niño, y al ver su rubor,
comprendí que no me había engañado. El viejo
había trocado el nombre y el traje de su
hija. Víctor, o mejor dicho, Victoria, era una
bellísima joven que me amaba y de la que yo
había hecho mi ídolo sin sospecharlo. Ahora
me explicaba la influencia misteriosa que
ejercía sobre mí, por qué me sometía con
placer a todos sus gustos, por qué vivía contento
allí. Desde el momento en que había
una mujer en la isla, ya podía comprenderse
que se encerraban en ella los encantos del
mundo entero.
La comida fue triste, el anciano no hablaba
y Victoria y yo sosteníamos un diálogo con los
ojos, haciéndonos confidencias, enviándonos
promesas y suspiros y jurándonos eterno
amor.
Arrojé al suelo el licor verde que me fue
servido y perdoné al padre que quería asesinarme
por afecto a la hija.
¡Cuántas veces burlamos la vigilancia del
anciano para vernos a solas! Victoria confirmó
lo que había yo sospechado y nuestros coloquios
de amor no tuvieron fin.
Ya no me importaba haber muerto para el
mundo, ni mis estudios inútiles en aquel desierto,
ni las zozobras pasadas. Amaba y era
amado, ¿qué más podía desear? Sí, era amado
como jamás lo fue mortal alguno, por una
mujer que no había conocido a otro hombre ni
había de tratar a ninguno nunca.
El anciano supo al fin nuestras relaciones.
Se mostró muy afectado al principio, pero al
cabo nos perdonó.
-Tenía que ser así -dijo-; en balde quise
hacer de mi hija un hombre sin corazón; el
amor germina en todas las almas y bajo todos
los climas, y la mujer es siempre mujer. Quiérela
mucho, Gerardo, y después de mi muerte,
cuando te falten mis consejos, considérala
lo mismo que hoy.
Desde entonces, el padre de Victoria cambió
totalmente y me trató con el mayor afecto.
Con él he aprendido mucho, todo lo que un
hombre puede estudiar, excepto el medio de
salir de esta isla; ninguna barca nos llevaría
lejos, y son tantos los escollos que hay en
este sitio, que con toda certeza naufragaríamos.
No importa. He aquí el Paraíso terrenal;
para nosotros no hay más mundo que este
nido, donde somos felices porque nos amamos.
Solo tiene un inconveniente; no somos
inmortales, y el fin del primero traerá la desesperación
a los otros.
Este manuscrito lo dedico a mis padres,
voy a encerrarlo en una botella, única que
tenemos; a falta de lacre la cubriré con una
resina que he visto lo puede sustituir, y luego
la arrojaré al mar.
Si Dios quiere que ellos sepan que vivo y
soy dichoso, la hará llegar más o menos tarde
a sus manos; si no, me llorarán perdido para
siempre, y sus oraciones aumentarán mi ventura.
No los olvido, y Victoria y yo los amamos y
bendecimos con todo nuestro corazón».
Después de estas líneas, Gerardo Ávalos
había firmado el manuscrito, poniéndole luego
la dirección de la casa de su familia, donde,
como hemos dicho al principio, lo había llevado
el pescador.

Dos Pisones

¿Has visto alguna vez un pisón? Me refiero a
esta herramienta que sirve para apisonar el
pavimento de las calles. Es de madera todo él,
ancho por debajo y reforzado con aros de
hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo
atraviesa, y que son los brazos.
En el cobertizo de las herramientas había dos
pisonas, junto con palas, cubos y carretillas;
había llegado a sus oídos el rumor de que las
«pisonas» no se llamarían en adelante así, sino
«apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los
picapedreros, es el término más nuevo y
apropiado para, designar lo que antaño
llamaban pisonas.
Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos,
hay lo que llamamos «mujeres emancipadas»,
entre las cuales se cuentan directoras de
colegios, comadronas, bailarinas – que por su
profesión pueden sostenerse sobre una pierna -,
modistas y enfermeras; y a esta categoría de
«emancipadas» se sumaron también las dos
«pisonas» del cobertizo; la Administración de
obras públicas las llamaba «pisonas», y en
modo alguno se avenían a renunciar a su
antiguo nombre y cambiarlo por el de
«apisonadoras».
– Pisón es un nombre de persona – decían -,
mientras que «apisonadora» lo es de cosa, y no
toleraremos que nos traten como una simple
cosa; ¡esto es ofendernos!
– Mi prometido está dispuesto a romper el
compromiso – añadió la más joven, que tenía
por novio a un martinete, una especie de
máquina para clavar estacas en el suelo, o sea,
que hace en forma tosca lo que la pisona en
forma delicada -. Me quiere como pisona, pero
no como apisonadora, por lo que en modo
alguno puedo permitir que me cambien el
nombre.
– ¡Ni yo! – dijo la mayor -. Antes dejaré que me
corten los brazos.
La carretilla, sin embargo, sustentaba otra
opinión; y no se crea de ella que fuera un don
nadie; se consideraba como una cuarta parte de
coche, pues corría sobre una rueda.
– Debo advertirles que el nombre de pisonas es
bastante ordinario, y mucho menos distinguido
que el de apisonadora, pues este nuevo
apelativo les da cierto parentesco con los sellos,
y sólo con que piensen en el sello que llevan las
leyes, verán que sin él no son tales. Yo, en su
lugar, renunciaría al nombre de pisona.
– ¡Jamás! Soy demasiado vieja para eso – dijo la
mayor.
– Seguramente usted ignora eso que se llama
«necesidad europea» – intervino el honrado y
viejo cubo -. Hay que mantenerse dentro de sus
límites, supeditarse, adaptarse a las exigencias
de la época, y si sale una ley por la cual la
pisona debe llamarse apisonadora, pues a
llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su
medida.
– En tal caso preferiría llamarme señorita, si es
que de todos modos he de cambiar de nombre –
dijo la joven -. Señorita sabe siempre un poco a
pisona.
– Pues yo antes me dejaré reducir a astillas –
proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al
trabajo; las pisonas fueron cargadas en la
carretilla, lo cual suponía una atención; pero las
llamaron apisonadoras.
– ¡Pis! – exclamaban al golpear sobre el
pavimento -, ¡pis! -, y estaban a punto de acabar
de pronunciar la palabra «pisona», pero se
mordían los labios y se tragaban el vocablo,
pues se daban cuenta de que no podían
contestar. Pero entre ellas siguieron llamándose
pisonas, alabando los viejos tiempos en que
cada cosa era llamada por su nombre, y cuando
una era pisona la llamaban pisona; y en eso
quedaron las dos, pues el martinete, aquella
maquinaza, rompió su compromiso con la
joven, negándose a casarse con una
apisonadora.

Julia de Asensi y Laiglesia

En su casa de Barcelona montó una tertulia literaria a la que acudieron numerosas damas. La crítica la ha clasificado como perteneciente a un cierto Romanticismo rezagado y ciertamente se consagró a escribir tanto literatura didáctica infantil y juvenil como leyendas y tradiciones populares reelaboradas literariamente a la manera de Bécquer, pero usando la prosa o el verso, como hizo José Zorrilla, localizadas preferiblemente en la Edad Media o en la época de los Reyes Católicos y con una temática amorosa o centrada en los celos y con elementos sobrenaturales como apariciones de la Virgen, estatuas animadas, fantasmas etcétera. Muchas de ellas las imprimió primero en publicaciones periódicas, como Revista Contemporánea o en el Álbum Ibero-americano (1890-1891) dirigido por Concepción Gimeno de Flaquer. En “El caballero de Olmedo” vuelve a tratar el tema que Lope de Vega encontró ya formulado literariamente e inspirado en un hecho histórico; también se inspira en un hecho histórico “El encubierto”, que se desarrolla en la España de Carlos V y en la rebelión valenciana de las Germanías. “Olivia Campana” toma como personaje principal el pintor holandés Antonio Moro, famoso por sus retratos y que estuvo unos años en España protegido por Felipe II; otros poseen trasfondo policiaco, como en “La salvadora”.

Las fuentes de Asensi suelen ser Bécquer, Zorrilla, Fernán Caballero o Lope de Vega, pero sus creaciones de mayor fuerza provienen de la historia o del folklore tradicional español; en sus narraciones los personajes femeninos tienen iniciativa, son activos y frecuentemente protagonistas. Como escritora costumbrista participó en la antología de Faustina Sáez de Melgar Las españolas, Americanas y Lusitanas pintadas por sí mismas (1886)