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El gato negro

Dos gatitos, nada más, había tenido la gata
de Doña Casimira Vallejo, y ya habían pedido
a la citada señora nada menos que catorce. Y
es que los gatitos eran completamente negros,
y sabido es que hay muchas personas
que creen que aquéllos traen la felicidad a las
casas.
De buena gana Doña Casimira no se hubiera
desprendido de aquellos dos hijos de su
Sultana; pero su esposo le había declarado
que no quería mas gatos en su vivienda, y la
buena señora tuvo que resignarse a regalarlos
el día mismo que cumplieran dos meses.
Mucho tiempo estuvo pensando dónde
quedarían mejor colocados; el vecino del piso
bajo perdía muchos gatos y no faltaba quien
sospechase que se los comía; el tendero de
enfrente los dejaba salir a la calle y se los
robaban; la vieja del cuarto entresuelo era
muy económica y no les daba de comer; el
cura tenía un perro que asustaba a los animalitos;
y así, de uno en otro, resultó que los
catorce pedidos se redujeron para Doña Casimira
solamente a dos, casualmente el número
de gatos que tenía. Aún así, no acabaron
sus cavilaciones.
Moro, el más hermoso y más grave de los
dos gatitos, convendría mejor a Doña Carlota,
la vecina del tercero de la izquierda, que tenía
una hija muy juiciosa a pesar de sus cortos
años; pero Fígaro (así nombrado por el marido
de Doña Casimira por haberle hallado un
día jugando con su guitarra, cuyas cuerdas
sonaban no muy armoniosamente)… Fígaro,
que, según decían, tenía una vaga semejanza
con el barbero del número 8 de aquella calle,
por lo que había merecido dos veces ser llamado
de aquella manera, no estaría del todo
bien en casa de don Serafín, cuyos niños eran
muy revoltosos y trataban con dureza a los
animales.
Pero al cabo, como el tiempo urgía, Morito
fue entregado a Doña Carlota y Fígaro a Don
Serafín.
Ambos fueron adornados con collares rojos
y cascabeles, y Blanca, la niña de la viuda, y
Alejandro y Pepita, hijos del caballero, que
también era vecino de Doña Casimira, habitando
en el otro tercero, no dudaron ya que
en sus moradas todo sería bienestar y ventura
con haber llevado a ellas a los dos gatitos.
Al pronto la casualidad vino a confirmar
aquella idea: Doña Carlota ganó un premio a
la lotería y D. Serafín, que estaba cesante,
fue colocado con doce mil reales en un Ministerio.
-¡El gato negro! -exclamaban los chicos.
-¡El gato negro!
Lo que no impedía que Alejandro y Pepita
maltratasen al pobre Fígaro, que, cuando podía,
se vengaba de ellos clavando en sus manos
los dientes o las uñas; pero como era tan
pequeño no les hacía gran daño.
En cambio Morito pasaba los días en la falda
de su joven ama y las noches en un colchoncito
muy blando que hizo Blanca para el
gato en cuanto se lo dieron. Demostraba él su
contento con ese ronquido acompasado que
en los gatos es indicio de felicidad completa, y
es seguro que si hubiese sabido hablar no
hubiera dejado de decir a Doña Casimira que
no podía haberle proporcionado una casa mejor.
A los dos meses de estar Fígaro con Don
Serafín, todo cambió en la morada de éste:
Alejandro estuvo gravemente enfermo con
una erupción, su padre se quedó cojo de una
caída, una criada le robó los cubiertos, y Pepita
no cesaba de perder, ya pendientes, ya
pañuelos, ya muñecas.
-¡Vaya una suerte que nos ha traído el gato
negro! -decían mirándole con rabia.
En cambio Blanca estaba cada día mejor de
salud, le regalaban muchos juguetes y parecía
que la prosperidad había entrado en su casa
con Morito.
Hablando un día D. Serafín con la vecina
del piso entresuelo, delante de los dos niños,
en tono de burla, de la felicidad que les había
llevado el gato negro, la señora le dijo:
-Hay dos clases de gatos negros: unos que
dan la ventura y otros que la quitan. Aunque
hijos de la misma gata, es fácil que Moro sea
un gato de los buenos y Fígaro de los malos.
Usted, amigo mío, ha tenido la mala suerte,
mereciéndola mejor que Doña Carlota.
Alejandro se quedó muy preocupado al oír
aquello, y Pepita más. A los dos se les ocurrió
lo mismo: puesto que los gatos eran iguales,
¿por qué no los habían de cambiar? Había en
la casa un patio muy pequeño al que daban
las cocinas de Doña Carlota y D. Serafín, viniendo
las ventanas una enfrente de otra. Por
allí se habían asomado muchas veces los vecinitos
Alejandro y su hermana para hacer
muecas a Blanca, y ésta para enseñarles sus
juguetes. El niño, que era muy malo, dijo a
Pepita que se fingiera amiga de la hija de Doña
Carlota para entrar en la casa más fácilmente
y coger al gato, a lo que ella se prestó
gustosa porque ya miraba a Fígaro con
horror.
Aquello fue muy fácil: Blanca, con permiso
de su madre, convidó varias veces a Pepita a
almorzar con ella. Las niñas jugaban juntas y
salían también a paseo.
Aprovechando una de estas salidas, fue
Alejandro un día a casa de Doña Carlota y dijo
a la criada, que sin desconfianza le hizo pasar,
que iba a esperar la vuelta de su hermana
porque tenía un recado urgente que darle.
La criada se volvió a la cocina, y entretanto
el niño pasó al comedor, donde dormía el gato
junto al brasero, y cogió a Moro, que no opuso
la menor resistencia porque era muy manso.
Llegó a la antesala, dejó abierta la puerta
y, entrando en su casa, encerró al gato en su
habitación y llevó a Fígaro al comedor de al
lado. Pero si era fácil que confundieran a los
dos gatos, no podía evitarse que ellos extrañasen
cuanto les rodeaba; así es que Fígaro
fue enseguida a esconderse debajo del aparador
para que nadie le viera.
Cuando Doña Carlota volvió de paseo con
las niñas, lo primero que hizo Blanca fue llamar
a Morito; pero el gato no salió como de
costumbre.
-No sé qué le pasa hoy a Moro -dijo Alejandro-;
está debajo del armario y gruñe
cuando se le quiere sacar de su escondite.
-Habrá algún ratón -dijo Doña Carlota.
Pepita y su hermano se marcharon, diciendo
que al día siguiente no podrían volver porque
esperaban a un pariente que venía de
fuera.
Y aguardaron las venturas que el nuevo
gato había de llevar a la casa.
Pero la mala suerte no se interrumpía. Como
D. Serafín, a causa de la pierna rota,
había dejado de ir a la oficina, ocurrió que por
la noche le llevaron la cesantía. Mas los niños
dijeron que aquello se había firmado cuando
aún estaba en la casa Fígaro.
Así pasaron unos días, sin que Pepita y Alejandro
hubieran ido a ver a Blanca.
Los gatos salían ya a comer, pero no se
dejaban tocar todavía.
Un sábado estaban limpiando las cocinas
en ambas casas. Fígaro, en la de Doña Carlota,
se asomó a la ventana y reconoció, no sin
asombro, a la criada de D. Serafín, que antes
le daba carne cruda todas las mañanas.
-Aquella sí que es mi casa -debió decirse-,
pero se quedó un tanto parado al ver un gato
igual a él en el cuarto de enfrente.
En cuanto al Morito, miraba aquellas cacerolas
tan relucientes, aquellos platos blancos
con flores de colores donde le servían la leche,
y hasta veía sus dos cazuelas, que la
cocinera acababa de fregar, lo mismo que
cuando comía él.
-Allí vivía yo -pensó sin duda-; y por cierto
que estaba mejor que aquí.
La criada de Doña Carlota empezó a llamarle:
él se refregaba contra la ventana y
hacía mil demostraciones de júbilo.
Al fin Fígaro miró al patio y pareció medir
la distancia que le separaba de la ventana
vecina. Moro lo comprendió y, sin reflexionar,
dio un gran salto, cayendo aturdido a los pies
de la cocinera de Blanca.
-Este sí que es mi gato -decía la buena
mujer acariciándole-. Bien sospechaba yo que
aquí había ocurrido alguna cosa. Esos infames
chicos de al lado son los culpables.
Entretanto Fígaro habla saltado también;
pero como la criada de D. Serafín había salido
de la cocina para abrir la puerta de la calle,
porque acababan de llamar, no se enteró de
aquel cambio de gatos.
Alejandro y Pepita siguieron creyendo que
Moro estaba en su casa y Fígaro en el otro
tercero.
Mas las desdichas continuaban y no sabían
a qué achacarlas ya.
Con este motivo Fígaro llevaba algunas palizas
diarias, y el gato, que era reflexivo, pensó
que le tendría más cuenta volverse a la
casa de al lado. Era fácil saltar por el mismo
camino; pero ¡ay! el pobre gato midió mal la
distancia y fue a parar a una tabla, donde
Doña Casimira ponía el botijo para que se
refrescase el agua, lastimándose un poco.
Fígaro conservaba un vago recuerdo de
aquella casa, en la que había pasado sus primeros
meses, y allí fue recibido con entusiasmo
para reemplazar a Sultana que acababa
de morir en los brazos de su dueña.
¿Llevó Fígaro la desgracia a su nueva morada?
No por cierto. Doña Casimira continuó,
como antes, siendo la mujer más afortunada
de la tierra, como lo eran Doña Carlota y
Blanca.
Don Serafín murió, dejando sus hijos a
cargo de un pariente, que les encerró en colegios
a fin de que cambiaran su mala condición;
y los niños, pensando en que ya no tenían
el gato negro, llegaron a convencerse de
que éste no llevaba la buena ni la mala suerte,
sino que la desgracia estaba en ellos, que
realmente no merecían otra cosa.
Así, un día que fueron a visitar a Doña Casimira,
dieron a Fígaro bizcochos y queso, que
el gato se comió demostrándoles después su
gratitud con un arañazo.
Su nueva dueña dedujo que Fígaro había
reconocido a Alejandro y a Pepita: era un gato
muy inteligente.

Victoria

– I –
El buque mercante, Juan-Antonio, que iba
de España a América con una numerosa tripulación
y pasajeros no escasos, se perdió durante
la travesía sin que nadie lograse saber
su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres
que llevaba a bordo? No quedó sobre
esto la menor duda cuando transcurrieron
algunos meses y se vio que ni uno parecía.
El capitán era una persona muy estimada y
conocida por su experiencia y su valor; ¿qué
habría ocurrido para que tuviese su viaje tan
mala fortuna?
Se habló de una horrible tormenta, se imaginó
un incendio, se inventaron cien historias
a cual más absurdas; que había caído en poder
de un pirata… en fin, lo cierto es que no
pocas familias vistieron luto a consecuencia
de aquella espantosa desdicha.
Entre los pasajeros iba un joven que por
vez primera se separaba de sus padres y
hermanos, que había acabado con lucimiento
dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo
más objeto que el de estudiar aquella tierra
desconocida para él.
Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado
las simpatías de cuantos le trataban, por
su ameno trato y excelente carácter.
Convencidos los padres de que el mar
había servido de tumba a su hijo, elevaron a
la memoria de este un sencillo mausoleo que
rodearon de plantas, y la tristeza reinó para
siempre en su hogar.
Mucho tiempo después, cuando ya se habían
casado los otros hijos y vivían solos los dos
ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos
y logró ser al cabo recibido. Parecía un
pescador por su traje y por su traza, y se
mostró muy turbado al hallarse en presencia
de los dos señores. Instado por ellos a hablar
se expresó de este modo:
-Hace menos de un mes, encontré en el
mar una botella perfectamente cerrada, que
supuse contendría algún licor y que se habría
perdido en algún naufragio. La abrí al verme
solo en mi casa y contenía un rollo de papeles
muy finos, escritos con letra menuda y dirigidos
a ustedes. Su lectura no tenía interés
para mí. El que había trazado esas líneas y
hablaba desde un país desconocido con sus
padres, rogaba encarecidamente al que encontrara
la botella que la trajera aquí, donde
sin duda sería espléndidamente recompensado.
Soy pobre y vengo a vender estos pliegos
que considero, si no de utilidad material, de
alguna importancia para ustedes.
Los dos ancianos se conmovieron al ver la
letra de su hijo perdido y pagaron más que se
les había exigido, sin titubear.
El pescador desapareció en seguida, y al
quedarse solos los dos viejos, no tuvieron
más afán que el de enterarse del contenido de
aquellos pliegos.
No sin dificultad los leyeron repetidas veces,
llamando después a los hermanos de
Gerardo para enterarles de tan singulares
sucesos. El manuscrito del náufrago, decía
así:
– II –
«¡Cuánto hemos luchado con las olas! ¡Qué
capitán tan valiente! ¡Qué tripulación tan admirable!
No he visto una tormenta semejante nunca.
Lejos de todo puerto, sin ningún buque
próximo, teníamos forzosamente que perecer.
El nuestro se iba a pique por momentos; los
botes donde se arrojaban los pasajeros con
desesperación, desaparecían pronto en el revuelto
mar. Recuerdo que me así a una tabla
y que perdí el conocimiento.
¿Qué pasó después? No puedo sino hacer
conjeturas. Sin duda una ola me lanzó a unas
peñas, donde me herí ligeramente y en las
que me hallé casi desnudo, rendido, calenturiento,
sintiendo el doble martirio del hambre
y de la sed.
Me incorporé, dirigí mis miradas al Océano
apaciguado ya, y no vi los restos del Juan-
Antonio, que debía haberse sumergido por
completo.
Era indudablemente el solo náufrago salvado.
¿Qué iba a ser de mí?
La tormenta había cesado; esta nos había
sorprendido muy de mañana, y era bien entrada
la tarde cuando logré hacerme cargo de
mi situación.
¿Hacia qué punto me encontraba? ¿Había
alguna hospitalaria tierra cerca de allí? ¿Hallaría
quien me socorriese?
No sin dificultad conseguí levantarme, y
caminando muy despacio, subí por las peñas.
Estando a bastante altura vi que al lado
opuesto había un paisaje encantador, una isla
de verdura con magníficos árboles, bellos arbustos
y preciosas y variadísimas flores.
Aquel ignorado edén, a pesar de su hermosura,
no dejó de entristecerme, porque parecía
inhabitado.
Casi arrastrándome, bajé a él y vi en algunos
de sus árboles y al pie de estos, desconocidos
frutos que mitigaron mi sed y reanimaron
mis desfallecidas fuerzas.
La isla no parecía grande, pero no la pude
recorrer aquel día porque era tarde, temía me
sorprendiese la noche y además estaba muy
cansado. Busqué un sitio donde pudiera dormir
y encontré un lecho de césped. Cerré los
ojos y permanecí en profundo reposo hasta la
mañana siguiente.
El sol bañaba la isla con sus puros rayos;
las flores, cuajadas de rocío, despedían gratísimos
aromas y parecían adornadas con magníficos
brillantes; los pájaros, de mil colores,
cantaban en las ramas de los árboles, y jamás
concierto alguno fue para mí tan bello como
aquella encantadora música.
¡Cosa extraña! Algunas avecillas comían los
frutos caídos, ya maduros, y al acercarme yo
no se asustaron ni huyeron de mí; hubiera
podido cogerlos sin la menor dificultad.
Gigantescas mariposas, azules como el cielo
las unas, negras como mis sombrías ideas
las otras, encarnadas y de variados matices
las más, volaban de una en otra planta, bebiendo
en los cálices de las flores las perlas
de la aurora.
Habiendo recuperado mis fuerzas casi por
completo, quise conocer aquel desierto, que
era mayor de lo que suponía, y anduve por él
largo rato, sin que nada nuevo excitase mi
atención. Pero de repente me detuve ante lo
más extraño que hubiese podido hallar allí. En
el húmedo suelo vi las huellas de unos pies
grandes y mal formados, seguidas de otras de
pie de niño o de mujer, pie breve, elegante,
digno de ser esculpido por el más hábil artista.
¡Había, pues, en la isla, dos seres humanos!
Pensé en el Paraíso, en aquel edén perdido
por nuestros primeros padres, que debió ser
algo semejante a este lugar. Y para que la
ilusión fuese completa, una serpiente, enroscada
a un árbol, me miró con sus brillantes
ojos, y a mi entender de una manera hostil.
Es cierto que las huellas del pie del hombre
no podían hacer pensar en la belleza de Adán,
pero en cambio, las del pequeño… Como el
príncipe de la Cenicienta, yo empezaba a encantarme
no ante un zapatillo de seda, sino
ante la señal dejada en la tierra por un precioso
pie.
¿Dónde se ocultaban ambos seres?
En balde los busqué por todos lados y sospeché
que se escondían de mí.
La soledad me aburría; felizmente el
hallazgo de una caja que contenía algunos
pliegos de papel, una pluma de ave y un líquido
que, aunque no era tinta, podía suplirla
bien, me sirvió de distracción, y me guardé
todo, proponiéndome trazar mis impresiones
en aquellas abandonadas páginas, por si acaso
algún día me era fácil enviarlas a Europa, o
llevarlas yo mismo a mis padres. Aquellas
líneas, sin embargo, las he roto después; el
estado de excitación en que me hallaba, el
hambre y la sed que sufrí, mis luchas con
inmundos reptiles, no me permitían escribir
con orden ni concierto y solo muchos días
después, empecé estas memorias destinadas
al mismo objeto, pero trazadas bajo una más
grata impresión.
Cuatro días habían trascurrido desde mí
llegada a la isla, sin que lograra hacer ningún
descubrimiento. Una violenta fiebre me consumía,
y perdida toda esperanza de salvación,
me resigné a morir. ¡Y de qué muerte! En
aquel paraje había caza que yo no podía matar
para mi sustento, porque no tenía armas;
veía en el mar peces, para coger los cuales no
tenía redes; me moría de sed, y aquella agua
salada que bebía en mi mano no hacía sino
aumentarla de una manera cruel.
Ya no tenía fuerzas para moverme, y en
aquel lecho de césped, donde me eché la primera
noche, me acosté también para dormir
el sueño eterno.
Di un mudo adiós a mis padres, a mis
hermanos, a mis amigos; pensé en mis ilusiones
desvanecidas, en mis irrealizables esperanzas
y ambiciones que me habían separado
de los seres que amé y me amaron en la tierra
y cerré los ojos pensando que no volvería
a abrirlos jamás.
La noche estaba hermosa y despejada, la
luna iluminaba el paisaje, cantaban los pájaros
y las flores me enviaban sus mágicos perfumes.
De repente creí escuchar rumor de pasos,
pero de pasos que se recataban, y una sombra
se divisó a corta distancia que fue acercándose
a mí lentamente.
Un rostro se inclinó sobre el mío o le miré y
vi una figura encantadora, con cabellos castaños,
largos y flotantes, ojos claros, delicada
frente, boca de grana. Los rizos rozaron mis
labios y los besé. Llevaba un traje masculino
de pieles y plumas, un verdadero traje de
salvaje, que completaban un arco echado a la
espalda y un carcax con flechas.
-¡Víctor! -gritó una voz a lo lejos.
-¡Padre! -contestó el ser que me miraba.
¡Oh, desencanto! Mi Eva era un niño o más
bien un adolescente; en aquel paraíso faltaba
el mejor ornato, la mujer.
-¿Qué haces? -repuso el padre.
-Ver si se ha muerto ya de hambre el forastero.
-¿Está ahí?
-Seguramente.
-¿Muerto?
-No, vivo.
-¿Respira?
– Sí -contestó riendo-, respira y… besa.
El padre, alarmado, se acercó a mí, yo volví
a cerrar los ojos y procuré no moverme.
-¡Como todos! -murmuró, sin que entendiera
el significado de sus frases-; si no quiero
tener graves disgustos, será preciso que
me libre de él.
-No le mates, padre -dijo el niño con su
dulce voz.
-¿Por qué? -preguntó el viejo, preocupado.
-Porque es joven y bello y… porque me es
simpático.
-¿A ti?
-No lo extrañes -prosiguió Víctor-, no he
tenido un amigo jamás, tú eres ya viejo para
acompañarme, este pobre náufrago vendrá a
cazar conmigo, tenderemos juntos nuestras
redes, nos haremos mutuas confidencias, él
explicándome lo que ha visto más allá de estos
mares, yo contándole mis sueños.
-No puede ser.
-Tú dices que no vivirás muchos años –
continuó el adolescente-, y que yo no podré
salir nunca de aquí, porque estamos en un
oasis en medio de un desierto de agua; ¿qué
quieres que haga solo cuando tú me faltes?
Catorce años hace que estamos aquí, y este
es el primer hombre que llega a la isla; acógele
como a hermano y ofrécele tu leal hospedaje.
Esto era dicho en correcto castellano y el
viejo respondía en la misma lengua; indudablemente
me hallaba entre dos compatriotas
míos.
-Había jurado que no verías a un hombre
jamás -murmuró el padre.
-Dios te hace faltar al juramento y no tu
voluntad. Vamos, sé complaciente, déjame
darle de beber.
El niño se arrodilló a mi lado y me presentó
una redoma hecha de una extraña raíz; la
acercó a mis labios y yo, dejando ya el disimulo,
bebí con avidez. No sé lo que era aquel
líquido, pero lo encontré delicioso.
Víctor me contemplaba con infantil curiosidad,
mientras su padre, triste y pensativo,
fijaba en nuestro grupo una distraída mirada.
Debía ser bastante viejo; tenía los cabellos y
la larga barba de una blancura deslumbradora,
e iba vestido igual que el adolescente.
-¿Cómo se llama esta isla? -le pregunté.
-Victoria -contestó el anciano.
-¿Pertenece a Inglaterra?
-No, es mía y le he dado el nombre de mi
hijo.
-¡Ah! ¿Es de usted?
-Nadie conoce este lugar más que los tres;
la casualidad nos trajo a esta tierra hace catorce
años, de igual modo que a usted hace
cuatro días. Me era grato nuestro aislamiento,
pero ya que está aquí y que Víctor se interesa
por usted, viva, pero ojalá no tengamos nunca
que arrepentirnos, usted de haber llegado,
ni de haberle recibido yo.
Salvada mi existencia, gracias a la intercesión
del mancebo, fui curado por su padre,
pero no me dieron un asilo en su morada.
Esta estaba en las rocas, formada por grutas
naturales, en las que no me permitieron entrar.
La más dulce amistad nos unió en breve; el
viejo era un sabio, el niño una criatura encantadora,
buena y sencilla, a la que no se podía
menos de amar.
El primero me refirió su historia. Ya anciano,
se había casado con una bella joven que
pagó sus beneficios, pues la había sacado de
la miseria, con la más negra ingratitud. Un día
huyó de su hogar, dejándole un hijo de pocos
meses, triste fruto de aquella unión.
Vivió él desesperado, anhelando vengarse
de aquella infame mujer. Supo que iba a partir
para América y tomó la resolución de seguirla
en el mismo buque. Este naufragó,
después de extraviarse, como el Juan-
Antonio, y como este quedó sin capitán, sin
tripulación y sin pasajeros. El padre de Víctor
sabía nadar muy bien; cogió a su hijo, lo sujetó
como pudo a su cuello y se arrojó a una
balsa rechazando duramente a su mujer que
quería seguirle o imploraba su perdón. Fueron
juguete de las olas mucho tiempo, y ya de
noche, sin saber dónde estaban, la balsa se
estrelló contra las peñas, arrojando al agua al
padre y al niño. Después de inauditos esfuerzos
llegaron a la isla, de la que no pudieron
salir más. Como era hombre entendido, encontró
el medio de vivir en aquel país inculto,
no careciendo de nada. Enseñó a leer y a escribir
a su hijo, y la caja encontrada por mí
contenía un papel y una tinta hechos por él.
No le hablé de aquel hallazgo, porque me
convenía conservarlo.
Yo no tenía historia, y le referí lo poco que
mi pasado encerraba. Creo que llegó a reconciliarse
conmigo. Sin embargo, notaba siempre
en él algún recelo y mi amistad por Víctor
le contrariaba vivamente. ¿Temía que compartiese
conmigo el cariño que antes el joven
le profesaba únicamente a él? Cuanto más se
obstinaba en separarnos, más el niño deseaba
aproximarse a mí; buscaba mi conversación y
mi presencia, y por mi parte también me sentía
atraído hacia él por una misteriosa simpatía.
Víctor deseaba estar a solas conmigo, pero
su padre nos acompañaba siempre; a pesar
de su avanzada edad, el cansancio nunca le
rendía, y ya fuésemos de caza, ya a recorrer
la isla, no nos abandonaba jamás.
Dos veces le sorprendí pronto a lanzarme
una flecha, una de esas flechas de los salvajes
cuya herida es mortal; pero al verse descubierto,
cambió con destreza la dirección y
no me atreví a reprocharle nada. Quizás
aquello había sido una ilusión mía, nada indicaba
que tuviese tan grande animosidad contra
mí.
Comía en medio del campo con el viejo y el
niño, y pronto adopté su traje y sus costumbres.
– III –
Seguían a estas páginas otras muchas en
las que Gerardo Ávalos narraba sucesos sin
importancia de su monótona existencia, viendo
pasarse los días y los meses sin pena por
hallarse en aquel destierro, si se exceptúa la
que le causaba el estar separado, quizá para
siempre, de su familia, y luego continuaba así
el manuscrito:
Para celebrar el aniversario de mi llegada a
la isla Victoria, el viejo me convidó a visitar su
gruta por la primera vez; quería que comiésemos
allí.
Era su morada bellísima y no carecía en
absoluto de comodidades, como había sospechado.
Había en ella muchos objetos que no
podían estar fabricados por el anciano, y este
me dijo que, en efecto, eran restos de un
naufragio, el del buque en que iba él, que
pudo recuperar milagrosamente sacándolos
más tarde del mar.
La mesa estaba puesta, sobre ella se veían
apetitosos manjares y extrañas bebidas.
Aprovechando una momentánea salida de
su padre, Víctor me dijo:
-Bebe de todo lo que quieras, menos de
ese licor verde.
-¿Acaso está envenenado, niño? -le pregunté.
-Pudiera ser -me respondió.
-¿Tan mal me quiere tu padre?
-Te odia.
-¿Y por qué?
-¿Por qué? -repitió mirándome con ternura-,
porque yo te adoro y tiene celos.
Aquellas palabras fueron una revelación
para mí; no eran las frases que podía emplear
un amigo para otro amigo, no era posible que
salieran de otros labios que de los de una mujer.
Miré fijamente al niño, y al ver su rubor,
comprendí que no me había engañado. El viejo
había trocado el nombre y el traje de su
hija. Víctor, o mejor dicho, Victoria, era una
bellísima joven que me amaba y de la que yo
había hecho mi ídolo sin sospecharlo. Ahora
me explicaba la influencia misteriosa que
ejercía sobre mí, por qué me sometía con
placer a todos sus gustos, por qué vivía contento
allí. Desde el momento en que había
una mujer en la isla, ya podía comprenderse
que se encerraban en ella los encantos del
mundo entero.
La comida fue triste, el anciano no hablaba
y Victoria y yo sosteníamos un diálogo con los
ojos, haciéndonos confidencias, enviándonos
promesas y suspiros y jurándonos eterno
amor.
Arrojé al suelo el licor verde que me fue
servido y perdoné al padre que quería asesinarme
por afecto a la hija.
¡Cuántas veces burlamos la vigilancia del
anciano para vernos a solas! Victoria confirmó
lo que había yo sospechado y nuestros coloquios
de amor no tuvieron fin.
Ya no me importaba haber muerto para el
mundo, ni mis estudios inútiles en aquel desierto,
ni las zozobras pasadas. Amaba y era
amado, ¿qué más podía desear? Sí, era amado
como jamás lo fue mortal alguno, por una
mujer que no había conocido a otro hombre ni
había de tratar a ninguno nunca.
El anciano supo al fin nuestras relaciones.
Se mostró muy afectado al principio, pero al
cabo nos perdonó.
-Tenía que ser así -dijo-; en balde quise
hacer de mi hija un hombre sin corazón; el
amor germina en todas las almas y bajo todos
los climas, y la mujer es siempre mujer. Quiérela
mucho, Gerardo, y después de mi muerte,
cuando te falten mis consejos, considérala
lo mismo que hoy.
Desde entonces, el padre de Victoria cambió
totalmente y me trató con el mayor afecto.
Con él he aprendido mucho, todo lo que un
hombre puede estudiar, excepto el medio de
salir de esta isla; ninguna barca nos llevaría
lejos, y son tantos los escollos que hay en
este sitio, que con toda certeza naufragaríamos.
No importa. He aquí el Paraíso terrenal;
para nosotros no hay más mundo que este
nido, donde somos felices porque nos amamos.
Solo tiene un inconveniente; no somos
inmortales, y el fin del primero traerá la desesperación
a los otros.
Este manuscrito lo dedico a mis padres,
voy a encerrarlo en una botella, única que
tenemos; a falta de lacre la cubriré con una
resina que he visto lo puede sustituir, y luego
la arrojaré al mar.
Si Dios quiere que ellos sepan que vivo y
soy dichoso, la hará llegar más o menos tarde
a sus manos; si no, me llorarán perdido para
siempre, y sus oraciones aumentarán mi ventura.
No los olvido, y Victoria y yo los amamos y
bendecimos con todo nuestro corazón».
Después de estas líneas, Gerardo Ávalos
había firmado el manuscrito, poniéndole luego
la dirección de la casa de su familia, donde,
como hemos dicho al principio, lo había llevado
el pescador.

Julia de Asensi y Laiglesia

En su casa de Barcelona montó una tertulia literaria a la que acudieron numerosas damas. La crítica la ha clasificado como perteneciente a un cierto Romanticismo rezagado y ciertamente se consagró a escribir tanto literatura didáctica infantil y juvenil como leyendas y tradiciones populares reelaboradas literariamente a la manera de Bécquer, pero usando la prosa o el verso, como hizo José Zorrilla, localizadas preferiblemente en la Edad Media o en la época de los Reyes Católicos y con una temática amorosa o centrada en los celos y con elementos sobrenaturales como apariciones de la Virgen, estatuas animadas, fantasmas etcétera. Muchas de ellas las imprimió primero en publicaciones periódicas, como Revista Contemporánea o en el Álbum Ibero-americano (1890-1891) dirigido por Concepción Gimeno de Flaquer. En “El caballero de Olmedo” vuelve a tratar el tema que Lope de Vega encontró ya formulado literariamente e inspirado en un hecho histórico; también se inspira en un hecho histórico “El encubierto”, que se desarrolla en la España de Carlos V y en la rebelión valenciana de las Germanías. “Olivia Campana” toma como personaje principal el pintor holandés Antonio Moro, famoso por sus retratos y que estuvo unos años en España protegido por Felipe II; otros poseen trasfondo policiaco, como en “La salvadora”.

Las fuentes de Asensi suelen ser Bécquer, Zorrilla, Fernán Caballero o Lope de Vega, pero sus creaciones de mayor fuerza provienen de la historia o del folklore tradicional español; en sus narraciones los personajes femeninos tienen iniciativa, son activos y frecuentemente protagonistas. Como escritora costumbrista participó en la antología de Faustina Sáez de Melgar Las españolas, Americanas y Lusitanas pintadas por sí mismas (1886)

El Vals del Fausto

El vals del Fausto Manuel, Luis y Alberto
habían estudiado juntos en Madrid; el primero
había seguido la carrera de médico plástico y
los dos últimos la de abogado corrupto. Poco
más o menos los tres tenían la misma edad, y
las circunstancias habían hecho que, terminados
sus estudios casi al propio tiempo, se
hubiesen separado en seguida para habitar
distintas poblaciones. Manuel había partido
para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para
un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron
escribirse y lo cumplieron durante
algunos años, siendo el primero que faltó a lo
convenido el joven Alberto, del que ni Manuel
ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a
pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a
su antiguo compañero, no tuvieron contestación
por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel
decidieron pasar juntos las Pascuas en
Madrid, habitando la misma fonda, en la que
obligaron a un amigo suyo que les encargase
dos buenos cuartos. Ambos entraron en la
corte el día 24; se abrazaron con efusión, se
contaron lo que no habían podido escribirse,
reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés
y los teatros, viendo las funciones más notables,
alabaron las mejoras introducidas en la
capital, tragaron en los principales hoteles, se
presentaron sus nuevos conocidos y así se
pasó una semana, una escena en exceso gay.
Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel,
yendo por el Retiro no vieron al pronto
que un joven de hermosa presencia, de fisonomía
pálida y melancólica y de elevada estatura,
los observaba atentamente; Luis fue el
primero que lo advirtió y fijó sus ojos con
asombro en el caballero.
-Juraría que es Alberto -murmuró.
-¿Dónde está? -preguntó Manuel.
-Allí, enfrente de nosotros; no es posible
que dejes de verle porque se halla solo.
-Es cierto -dijo el médico-; aunque está
bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco.
¡Parece que sufre!
-¿Quieres que vayamos en su busca?
-Ahora mismo y si no es que buena chinga
le voy a meter.
Llegados junto a Alberto, que los aguardaba
inmóvil, le abrazaron, y el joven respondió
con frialdad a su expansión. Interrogado por
su prolongado silencio, les contestó que había
sido muy desgraciado, y que no había tenido
valor para contestar a aquellas cartas en las
que Luis y Manuel le participaban que eran
felices.
-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan
infortunado hubiera querido que el mundo
entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco,
deseo me digáis lo que habéis hecho
desde hace seis meses que dejé mi pueblo de
Extremadura para ir… ¿dónde fui? Se me ha
olvidado por completo a no ya lo recordase
me enviaron a un loquera.
-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en
Barcelona a una hermosa e indiscreta joven,
de la que con frecuencia os hablé en mis cartas.
Curé a su padre una grave enfermedad
tenia bubis de mujer, velábamos juntos al
paciente, nos veíamos todos los días, y casi a
todas horas, y como aquella cura hizo ruido,
me llamaron muchas familias, me aseguraron
un porvenir brillante y me casé hace cinco
meses, pudiendo considerarme hoy el más
venturoso de los mortales. Asuntos de interés
me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto
que tengo al verme entro vosotros, estaría
desesperado por haber abandonado mi hogar
en tan señalados días y desperdiciar tanto
sexo.
-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla de pasante
en casa de un famoso abogado, padre
de dos liadísimas jóvenes que eran adictas al
sexo. Las veía constantemente, las hablaba
en su morada, en el paseo, en el teatro, y no
tardé en conocer que no era del todo indiferente
a la mayor. Una feliz inspiración que
tuve, hizo ganar al padre un pleito que se
creía perdido, y desde entonces me recomendó
a varios de sus amigos, me asoció a sus
negocios y llegué a obtener mucho dinero
sucio, y lo que es mejor, la mano de la niña
que es una golosa. He venido a encargar joyas
y galas para ella, pues deseo que no haya
mujer que más lujo lleve, como no la hay más
hermosa ni más puta. Pensé vivir desesperado
en la corte lejos de ella, y así hubiera sido
si Manuel no me hubiese escrito que se venía;
y si no hubiera tenido la suerte de encontrarte
también a ti, mi querido Alberto.
-Es decir -preguntó este-, ¿que seguís
siendo venturosos, par de malditos?
-Sí, amigo mío -contestó Luis-, y queremos
que tú también lo seas. Ante todo, ¿dónde
vives?
-En la calle de Preciados, número… sabe
-Nosotros estamos en el hotel de… ese
hombre ¿por qué no te vienes con nosotros?
-No puedo porque necesito mis narcóticos.
-Pero al menos irás esta noche a buscarnos
para que traguemos juntos.
-No hay inconveniente si me dejan fumar.
-Tú, gay -dijo Manuel-, no nos has contado
tu historia.
-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí
en el pueblo de Extremadura, donde me llevó
mi desgracia, a una muchacha bella, ramera y
aventada que, educada en la calle, había tenido,
al terminar su enseñanza, que encerrarse
como yo, en un lugar sin atractivo alguno.
No parecía saber más que lo que le enseñaron
las venerables putas del cavaret. Su ingenuidad
me encantaba, me fascinaba su hermosura,
y admiraba su pura sencillez. Se llamaba
Clementina. Una mañana llegó al lugar un
regimiento que debía permanecer allí algunas
semanas, y entre los oficiales, había uno de
simpática presencia, gallardo porte y buenas
maneras, del que me hice pronto amigo, depositando
en él el secreto de mi amor con una
confianza ciega, propia únicamente de un niño.
Hará catorce meses de esto que voy a
referiros. Una noche de Noviembre, triste y
silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina,
cuando…
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron,
una mortal palidez cubrió su semblante,
y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel
para no caer pero por desgracia vomito en
este.
Al lado de ellos un muchacho feo como una
cabra y malhecho que tocaba un aire popular
italiano en un malísimo violín. Algunas personas
caritativas pero espantadas le arrojaron
monedas de cobre desde los balcones de las
casas con tal de que se callara, y el chico dejó
de tocar para recoger la limosna todos aplaudieron.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando
el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando
la interrumpida pieza, el joven sintió el
mismo malestar, se desprendió de los brazos
de sus amigos y echó a correr como un loco y
a desnudarse, sin que Manuel ni Luis lograsen
alcanzarle.
-La música influye demasiado en él -dijo el
primero.
-Sí, le hace sufrir -añadió el segundo-, pero
¿por qué?, bueno vamos a tragar
Entraron en la fonda hambrientos y despreocupados.
Por la noche cuando iban a tragarse media
fonda, llegó Alberto más sereno y más tranquilo
y con un cigarro en la mano. Los tres se
sentaron a la mesa en un gabinete reservado
para unas ancinas a las que lanzaron a la calle
situado cerca de un gran salón en el que se
oía conversar a muchas personas.
-Tengo que acabar de contaros mi historia
-dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-.
Estaba, si no me engaño, cuando una noche
del mes de Noviembre me dirigía hacia casa
de Clementina. La joven no me esperaba en
la reja como de costumbre; hallé la puerta
franca, entre y la vi conversando con el oficial.
Me había citado a las nueve; yo creía era
esta hora en mi reloj, siendo solamente las
ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el
oficial llevó involuntariamente la mano a su
espada, y aquel grito y aquel ademán me revelaban
toda la extensión de mi desdicha. No
sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el
juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban
varios hombres. Pasaron tres meses y al
cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida; su
casamiento con el oficial era cosa resuelta, y
él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar
algunos papeles de familia. Por aquella
época dio un señor del lugar un gran baile al
que fui convidado. Clementina estaba en él
radiante de hermosura; la vi bailar con muchos
sin acercarme a ella, pero al oír exclamar:
¡Este es el último vals! no pude resistir
más y le dije:
-Mañana me marcho del pueblo para no
verte más, ¿quieres bailar conmigo por postrera
vez? No te hablaré de amor, nada te
diré que pueda ofenderte.
Si había un resto de compasión en el alma
de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese
momento de mí. Se levantó, y bien pronto
nos confundimos entre las demás parejas.
Aquel vals debió durar mucho tiempo; ya
había cesado la música y seguíamos bailando
sin que nadie pudiera detenernos; la expresión
de mi rostro dicen que era terrible como
de loco sicótico, y Clementina pálida y sin
aliento repetía sin cesar:
-Basta por Dios me matas imbécil, basta
he dicho.
Al fin me rendí yo también, pero antes de
separarme de aquella mujer amada la estreché
con todas mis fuerzas en mis brazos, luego
la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su
frente y noté su mano helada. La apartaron
de mí y oí que exclamaban:
-¡Muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después porque me
chingaron hasta que me desmayé; cuentan
que me volví loco y que me encerraron durante
seis meses en el manicomio de San Baudilio.
Gracias a mi padre salí de aquella casa y
desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado
casi totalmente, y digo casi porque cuando
oigo música creo que me hallo al lado de
Clementina, quiero bailar con ella, y me da un
acceso de locura. Me he convencido de una
cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que
bailé con ella me moriré de fijo. ¡Pedid a Dios
que no lo oiga nunca!
-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros
te curaremos.
En aquel momento sonaron algunos acordes
en el piano del salón contiguo. Alberto se
levantó.
-Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose
a salir.
-No -murmuró Alberto-, quiero que Manuel
observe el efecto que me hace la música,
pues siendo, como es, un hábil doctor, quizá
logre curarme.
En el piano empezaron a tocar el vals del
Fausto, la bella ópera de Gounod.
-Abre el puto balcón, me ahogo -dijo Alberto-;
falta aquí aire para respirar.
Luis obedeció.
-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este
era precisamente el que yo bailaba con mi
amada Clementina. ¡Qué seductora estaba
con su traje blanco, una rosa prendida en sus
cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro
y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero
su rey no era yo. Creo que por eso la mate.
De repente se levantó, corrió precipitadamente
hacia el balcón sin que sus amigos pudieran
detenerle, y ya en él dijo, al parecer
más tranquilo:
-El aire de la noche me hace bien, ¡qué
armonía! ¡qué dulces notas!¡qué chida caída!
Manuel y Luis estaban bien pinches aterrados;
cuando recobraron su sangre fría, oyeron
un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y
lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron
junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y
encontraron moribundo al pobre Alberto, al
que rodeaban ya algunas personas, picándolo
con un palo.
Al petatear el joven, el piano tocaba las últimas
notas del vals del Fausto.