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Los cabellos

Era en el doble reducto de la plaza fuerte
de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones,
sobre el reborde de piedra gris que
sostenía la casamata, David, extenuado, se
sentó a esperar noticias. Más de dos horas
hacía que daba vueltas impaciente porque no
acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba
su fiebre la imposibilidad de acudir en persona
al campo de batalla, lo cual rompería su
propósito firme de no mandar nunca tropas
en casos de guerra civil. Si se tratase de
combatir a los filisteos y de renovar los laureles
de Balparasim, derramando la heroica libación
del agua sagrada de Belén, por no
aplacar la sed cuando desfallecían los soldados,
o de organizar otra batalla de Refaim,
donde por primera vez en el mundo antiguo
hizo milagros la estrategia; si se encendiese
la lucha con los moabitas idólatras y libres, o
con los opulentos arameos, o con los insolentes
amonitas, que habían ultrajado a los embajadores
de Israel, allí estaría David el hondero,
el gibor, el aventurero para quien es
dulce música, más que el acorde de la cítara,
el choque de las armas. Pero oponerse a los
suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza
para que busque el costado de un amigo,
de un pariente, de un compañero, había repugnado
a David. Y ahora, en el trágico momento
presente, el rey bendecía aquella antigua
resolución, que le evitaba luchar con su
propia sangre, el preferido de su alma, la luz
de su ojo derecho, su hijo.
Hay en las situaciones violentas y en las
horas de extremada ansiedad un instante en
que los nervios se aflojan y el cuerpo se rinde
a la necesidad de descanso. La inquietud, la
calentura del viejo monarca se aplacaron desde
que se dejó caer sobre aquel reborde de
piedra en el solitario fortificado recinto. Por
las saeteras vio la luz roja del poniente, que
abrasaba el campo con reflejos de hoguera
enorme. Aquella claridad purpúrea, sangrienta,
devoradora, fue lo último que advirtió David
antes de cerrar los párpados y reclinar la
cabeza en el muro, olvidando lo presente, las
angustias de la incertidumbre y los terrores
del espíritu…
Y después siguió viendo la misma claridad
del ocaso; pero sus tonos se habían dulcificado,
fundiéndose en suaves medias tintas naranja,
oro y verde. Era el divino atardecer de
los países orientales, cien veces más hermoso
que la aurora. Irisaciones de perla abrillantaban
las imperceptibles nubecillas, desgarradas
como jirones del velo de una danzarina filistea;
y sobre el arrebolado horizonte, las ramas
de los sicomoros y de los cedros formaban
un pabellón de misterio y sombra sugestiva.
La frescura del aire atenuaba las emanaciones
fuertes de las resinas y las gomas; una
languidez voluptuosa se apoderaba del corazón.
David se levantaba, se apoyaba en el
balaustre de jaspe de la terraza, se inclinaba
para hundir la mirada en los macizos de verdura,
atraído por el rumor delicioso de los
chorros de agua que se deshilan en el ancho
pilón de mármol, surtiendo por diez bocas de
bronce. Y al punto mismo en que el rey se
inclina, sobre las gradas que conducen a la
pila aparece una viviente estatua, rosada por
el reflejo del cielo, vestida únicamente de la
negra cabellera caudalosa, que se reparte
como los hilos del agua, y ondea y brilla y
juega, y se esparce, recién ungida de aceite
de nardo que la mujer, alzando los brazos,
extiende por los rizos sombríos, enredándolos
entre los dedos…
Todo el incendio del firmamento ardió en
las venas de David. Él mismo, desde aquella
hora, se maravilló dentro de sí, no comprendiendo.
Estaba bien seguro de que su fiel copero
no le había vertido en el vino zumo de
hierbas, en las cuales el conjuro de alguna
nigromántica como la de Endor insinúa traidoramente
el filtro de la pasión repentina y mortal.
Pasados eran para David los días de la
juventud, cuando su mano certera clavaba el
guijarro afilado en la frente del descomunal
gigante. Innumerables mujeres habían impregnado
el olfato del rey con el perfume de
sus cabelleras, y al disiparse éste se borraba
la imagen, porque es indigno del sabio, del
profeta, del caudillo, del legislador, reblandecerse
en el harén, ser cautivo de una débil
hembra. Y sin embargo, en aquel instante, no
cabía duda, era el incendio del cielo el que
ardía en las venas de David, y el rey conocía
que ni toda el agua de la piscina, ni de los
torrentes que bajan impetuosos de Cedar y
Hebrón, sería bastante a extinguirlo. Betsabé
le había robado el seso, no con el crujir de sus
sandalias, porque descalzos tenía los finos
pies y hasta sin argolla de plata el sutil tobillo,
sino con el aroma peculiar de sus bucles negros
como la tentación.
Rápidamente sobrevenía la noche, y muchas
noches más, durante las cuales David se
abismaba en su pecado, esperando de un
modo confuso la hora del arrepentimiento.
Presentía la aparición de la conciencia, el descenso
del ángel severo y terrible. Era inútil:
su pecado yacía hondo en su corazón, arraigado
allí y fijo a manera de saeta en la herida.
Ni la ciencia arcana que había de recibir
andando el tiempo Suleimán, a quien llamamos
Salomón, acertará a explicar las causas
de la perseverancia en el amor, fenómeno
extraño que induce fatalmente a un ser hacia
otro ser. David no podía vivir sin la esposa de
Urías el Héteo, el mejor oficial, el valiente
compañero de armas. ¡Si aquella mujer
hubiese pertenecido a un enemigo! David,
estremeciéndose, pensaba en las sugestiones
del miedo de la favorita, en las súplicas tiernas
e insinuantes como silbo de culebra entre
las rosas del valle de Jericó: “No accederé”,
murmuraba; pero la idea del engaño y el crimen
iba ya deslizándose en su alma, impregnándola
de veneno. Urías estaba sentenciado…
El sentimiento más generoso y bello que
crea la vida militar; el leal compañerismo, el
cariño de los que a un mismo riesgo se exponen
y ganan la misma gloria, le gritaba a David:
“Vas a cometer la mayor de las infamias.”
Y a sabiendas, David, el de la conciencia despierta,
el gran arrepentido, el que sentía incesantemente
la tremenda presencia de Eloim-
Jehová, por el olor de unos cabellos de mujer,
envió al capitán Urías, uno de los treinta gibores
o valientes, bajo los muros de Rabat-
Amón, con mensaje cerrado para el general
Joab; y en cumplimiento de la real orden,
Urías fue puesto a la cabeza de un destacamento
que a toda costa debía entrar en la
ciudad. Y Urías obedeció, gozoso, ansioso de
victoria, y su cuerpo quedó tendido al pie de
la muralla, bañada en sangre.
En los oídos de David, llenos de la voz
acariciadora y ambiciosa de Betsabé, sonaba
entonces otra voz terrible, la del vidente Natán,
por cuya boca hablaba el Señor. Trémulo
en brazos de la favorita, de la que ya era su
esposa, se humillaba ante el airado anatema,
la maldición fatídica. “Porque hiciste lo malo
en mi presencia, no se apartará espada de tu
casa, y sobre tu casa levantaré el mal…”
Al evocar las palabras del vidente, David
exhalaba un gemido doloroso… y se despertaba,
empapadas las sienes en sudor frío.
Miraba alrededor con ojos extraviados y atónitos,
y reconocía el lugar, aquel doble recinto
fortificado de Mahanaim, tétrico y ceñudo,
donde sólo resonaban los pasos del centinela
y se escuchaba, a trechos, el alerta gutural
del vigía. A la roja brasa del poniente había
sucedido el azul negruzco de la noche, sobre
el cual parpadeaban las estrellas tristemente.
¿Sin noticias aún? ¿Qué podía haber sucedido
allá en la selva de Efraim, donde desde la
hora de la mañana luchaban las fuerzas del
rebelde Absalón con las de David, mandadas
por Joab? ¿Qué estragos hacía la espada
aquella, nunca apartada de su casa, según la
profecía? De súbito, un clamoreo a distancia,
una algazara inmensa. Confundíanse el trotar
de los corceles, el choque de las armas, el
estrépito de la infantería hiriendo la tierra con
el duro calzado militar, y empujando a los
cautivos entre alaridos de muerte y gritos de
cólera, el mugir de los bueyes que arrastraban
las carretas de botín, todo lo que al oído
experto del guerrero suena a triunfo. David se
incorporó, pálido y espantado: la guarnición
de la plaza acudía con teas ardiendo, y el
primer mensajero caía a los pies del rey, sin
aliento, ahogándose.
-Alabemos al Señor… -tartamudeaba-.
Deshecha la rebelión, pasados a cuchillo tus
enemigos… ¡Gloria al rey!
Arrojándose sobre el emisario, David exclamó
furiosamente:
-¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi hijo, mi heredero,
el príncipe real?
No hubo respuesta. Otro emisario llegaba
jadeante, loco de júbilo.
-El Señor ha confundido a los que te querían
dañar. Veinte mil quedan en el campo de
batalla, consumidos por la espada, sirviendo
de pasto a los buitres. Y Absalón, suspenso
entre el cielo y la tierra, colgado de las ramas
de un terebinto, ha recibido en el pecho muchos
dardos. Dicha tuya ha sido ¡oh rey! que
los hermosos cabellos del príncipe, todos impregnados
de esencia, se enredaran en las
ramas y le detuviesen en su precipitada fuga.
A no ser por los negros bucles, que caían como
maduros racimos de vid a lo largo de la
espalda… tu enemigo se hubiese salvado; tan
ligera iba su mula…
Y el emisario calló, porque el rey acababa
de desplomarse en tierra arañándose el rostro,
arrancándose el pelo y sollozando: “¡Hijo,
hijo mío!”

El Loro Hablador

El tío Salvador, que había llegado de América
en el mes de Abril había regalado entre
otras muchas cosas a su sobrinita Lola un
precioso loro. Tenía un brillante plumaje, se
balanceaba con gracia en el aro de metal que
pendía de su jaula, pero lo que más llamaba
la atención de la niña era que hablaba lo
mismo que si fuese una persona.
Lo primero que hizo fue enseñarle a decir
su nombre, lo que el loro aprendió pronto y
bien, pero no tardó la niña en arrepentirse de
ello porque más de veinte veces al día tuvo
que dejar sus estudios y sus juegos creyendo
que su abuela la llamaba, porque el loro
hablaba lo mismo que la anciana cuyo metal
de voz parecía remedar a cada instante.
Lolita tenía un hermano mayor con el que
no congeniaba mucho porque Gabriel, que así
se llamaba, la reprendía a cada instante por
sus defectos, que a la verdad no eran pocos.
Así es que buscaba la compañía de una niña
de su misma edad, hija de los jardineros de
su casa, porque la pobre criatura se avenía a
todos sus caprichos sin atreverse a contradecirla
jamás.
Lola era caprichosa y mal criada, porque
sus padres y su abuela la mimaban mucho y,
a pesar de verse tan querida, envidiaba la
suerte de cuantos la rodeaban creyéndose la
niña más desgraciada del mundo cuando tenía
una pequeña contrariedad.
El tío Salvador, que era su padrino, le hizo
pasar una temporada feliz mientras permaneció
a su lado, porque no hubo juguete que ella
deseara ni traje que le agradase que no le
comprara enseguida; pero el tío tuvo el capricho
de visitar Andalucía y partió a los dos meses
de su llegada en busca de otros parientes
a los que también hacía algunos años no veía.
Una tarde que los padres y el hermano de
Lolita salieron, se quedó ella en el jardín jugando
con la otra niña, que se llamaba Amparo.
Llegaron corriendo cerca de la verja que
separaba su posesión de otra aún más hermosa,
donde varias niñas vestían una muñeca
de tamaño extraordinario; Lolita no tenía ninguna
tan grande ni recordaba haber visto jamás
ninguna así. Luego sacaron un oso que
bailaba; una jardinera que con un carretón
lleno de flores andaba después de darle cuerda,
y una porción de juguetes a cuál más bonito
y más nuevo.
Lola estaba pálida de envidia y se alejó de
allí para no ver aquellos objetos que la hacían
sufrir de una manera cruel.
-Vamos a jugar con tus muñecas -dijo Amparo.
-¡Mis muñecas! ¡qué feas son! -exclamó
Lola llorando-, yo quiero una como esa.
-Ha costado doscientas cincuenta pesetas –
dijo Amparo-, lo he oído esta mañana. ¿Por
qué no reúnes tu dinero para comprarte otra?
-¿Cuánto dinero es eso? -preguntó Lola.
-No sé qué duros serán.
-Espera, lo ajustaremos… veinticinco y
veinticinco pesetas son cincuenta y veinticinco
son setenta y cinco… yo no tengo más que
setenta y cinco pesetas, o sea quince duros,
luego doscientas cincuenta…
Hizo muy despacio la cuenta, y al fin dijo:
-Son cincuenta duros, me faltan treinta y
cinco ¿de dónde los voy a sacar?
-Pide a tus papás y a tu abuelita.
-Es verdad, buena idea.
La abuela, que no había salido, dio a Lola
dos duros para satisfacer su capricho, pero
¿qué iba a hacer ella con diecisiete?
Cuando volvieron los padres y Gabriel, Lolita
les pidió dinero para una muñeca, cuyo
precio no se atrevió a decir, pero con gran
sorpresa suya su madre la abrazó llorando y
no le dio nada.
Su hermano le enteró de lo ocurrido refiriéndole
que su padre había perdido en una
quiebra su fortuna, que tenía además que
pagar una deuda sagrada y que todo el dinero
que hubiese en la casa sería poco para salir
de aquel compromiso hasta que volviese el tío
e hiciese algo por ellos.
Gabriel entregó a su padre lo que tenía
ahorrado, pero Lolita no le imitó.
Gracias al empeño de algunas alhajas de la
madre se completó la suma y aún sobró algo
para ir viviendo hasta el regreso del tío Salvador.
El día en que el padre de Lolita debía efectuar
el pago, la niña vio sobre la mesa de
despacho muchos billetes de Banco y algunas
monedas de oro y plata. Una atracción extraña
le hacía entrar en aquella pieza a cada
momento y, sin comprender la importancia
que la deuda podía tener para su padre, sólo
pensaba en que uno de aquellos papeles de
color le darían fácilmente la deseada muñeca.
Amparo se hallaba con la niña y, acaso
adivinando su pensamiento, trató varias veces
de llevarla al jardín para que jugasen.
-Bueno -dijo Lolita al cabo-, ve a buscar
mis muñecas, llévatelas bajo el emparrado
que yo iré a pedir a mamá las que me tiene
guardadas por ser las mejores.
Amparo se alejó y Lola, después de un instante
de vacilación, se acercó a la mesa y
cogió un billete de cien pesetas. Nadie la
había visto. Corrió a su cuarto, abrió su
hucha, que era una cajita con llave, y metió el
papel en ella.
Después pidió sus juguetes a su madre y
se marchó al jardín.
Al reunirse con Amparo vio que esta hablaba
con sus vecinas; estas le decían que se
iban a marchar para hacer un largo viaje y
que no podrían llevarse su hermosa muñeca,
que era de esas con articulaciones y que tenía
varios trajes y sombreros.
-¿Y qué haréis de ella? -preguntó Lolita
acercándose.
-Si hay quien nos la compre…
-Yo -interrumpió la niña-, la tomaré si me
la dais por algo menos que su valor.
-¿Cuánto tienes?
-Treinta y siete duros.
-Pues trato hecho; venga el dinero y toma
la muñeca por la reja, puesta de lado y sin
vestir creo que podrá pasar.
-Pero tú no tienes tanto dinero -murmuró
tímidamente Amparo.
-Sí, mi tío Salvador me ha mandado cien
pesetas -contestó Lola faltando a la verdad
con el mayor aplomo.
Un cuarto de hora después la niña tenía en
sus brazos la codiciada muñeca, pero se
hallaba muy preocupada. Y, sin embargo,
aquel juguete era de lo más bello y más perfecto
que se hace en Alemania; pero a Lola le
parecía que pesaba demasiado, que sus pequeñas
manos no la manejaban bien y que
jamás podría lucirla llevándola a paseo.
Cuando su padre fue a pagar al importuno
acreedor, halló, no sin sorpresa, que faltaban
veinte duros de su mesa de despacho. Avergonzado
pidió un plazo de veinticuatro horas
para reunir aquella cantidad y no dudó que en
su casa se había cometido un robo. En su
cuarto no habían entrado más que Lolita y
Amparo y todos acusaron a la segunda, excepto
Gabriel. Como aquello no podía probarse,
se contentaron con prohibir a la hija del
jardinero la entrada en la casa y todo trato
con Lola. Esta dijo que las vecinas al partir le
habían regalado la muñeca y nadie pensó en
unir un suceso con otro, creyendo que Lolita
decía siempre la verdad.
Entre tanto había vuelto el tío Salvador sacando
a la familia de apuros, pues era muy
rico.
Una tarde se hallaban reunidos en el jardín
y Lolita jugaba con el loro.
-Di Lola -le ordenó la niña.
Y el loro dijo enseguida:
-Lola es mala.
-¿Cómo se entiende, pícaro, quien te ha
enseñado eso? -preguntó ella muy disgustada.
-Lola es mala -repitió el loro-. Amparo es
buena.
Y como la niña gritase protestando, el loro
dijo una infinidad de veces:
-Lola es mala, Lola es mala.
-¿Sabéis que este loro es muy inteligente?
-objetó Gabriel-; parece que mi hermana
comprende que tiene razón por que se ha
puesto muy encarnada, y no es de indignación
al verse calumniada sino de miedo al ser
descubierta. ¿Has hecho algo malo, Lola?
-Yo no -contestó la niña muy turbada.
-Y a propósito de Amparo -prosiguió Gabriel-,
¿saben Vdes. que la pobre niña está
muy enferma?
-Amparo es buena -repitió el loro al oír el
nombre.
-¿Qué tiene? -preguntaron los padres de
Lolita.
-Empezó su mal por una gran tristeza al
verse despedida de casa y, aunque adivinaba
la causa de esto, no se atrevía a hablar. No
comía, ni dormía apenas al ser tratada como
una ladrona, y le dio una violenta calentura
que ha puesto en grave riesgo su vida. Al saber
esto la visité y logré me dijese lo que
había callado a todo el mundo.
-Es falso -le interrumpió la niña.
-¿Y cómo sabes tú lo que voy a contar? –
preguntó severamente el hermano mayor.
-Lola es mala -gritó el loro.
-Pues el caso es -prosiguió el joven-, que
Amparo en efecto no cogió los veinte duros,
que quien los tomó fue Lolita, y esta ha dejado
que calumnien a esa pobre niña cuando la
indigna de estar en esta casa es ella.
Lolita quiso aun protestar; pero al oír al loro
repetir que era mala, le dio tal terror que
tuvo que confesar su enorme falta.
Lo primero que hicieron los padres fue
obligar a Lola a pedir a Amparo perdón y esta,
desde que se supo que no era culpable empezó
a mejorar.
Regalaron a la hija del jardinero los mejores
trajes de Lolita y todos los juguetes de
esta y decidieron dar un ejemplar castigo a la
niña mala. Le prohibieron hablar con las personas
de la casa, le quitaron todos sus gustos
y caprichos, la vistieron pobremente, la obligaron
a trabajar, y el loro se encargó de aumentar
sus penas recordándole a cada momento
su falta al decir apenas la veía.
-Lola es mala.
Sinceramente arrepentida lloraba día y noche
y preguntaba cuando Dios y los hombres
la podrían perdonar.
-Cuando el loro diga que eres buena –
respondía su hermano.
Pero el loro que tan fácilmente había
aprendido, al enseñárselo Gabriel sin que nadie
lo supiera, a decir que Lolita era mala no
se avenía, al tratarse de llamar bueno a alguno,
a nombrar más que a Amparo. Esta intercedía
por su antigua amiga constantemente y
todos veían que el castigo se prolongaba demasiado.
Lolita estaba una mañana corriendo en el
jardín, acompañada de toda su familia, cuando
la abuela, queriendo terminar la triste situación
de la niña, le preguntó si prometía
enmendarse. El loro al oír el nombre de su
joven ama, dijo por primera vez:
-Lola es buena.
Entonces Lolita loca de alegría le sacó de la
jaula y le dio un beso en la cabeza. El loro no
la pagó con un picotazo, como era de temer,
porque la quería mucho.
Desde entonces todos perdonaron a Lolita
y no volvieron a hacer la menor alusión a lo
pasado.
Amparo recibió una brillante educación al
mismo tiempo que Lola, costeando la enseñanza
de ambas el tío Salvador, que ya no se
separó de la familia.
Fueron todos felices. En cuanto al loro, no
volvió a decir que su ama era mala y estuvo
en aquella casa hasta que se murió de viejo,
cuando ya Lolita y Amparo hacía años que
eran viejas también.

La Aguja de Zurcir

Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y
puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser.
– Fijaos en lo que hacéis y manejadme con
cuidado -decía a los dedos que la manejaban-.
No me dejéis caer, que si voy al suelo, las
pasaréis negras para encontrarme. ¡Soy tan fina!
– ¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! –
dijeron los dedos sujetándola por el cuerpo.
– Mirad, aquí llego yo con mi séquito -prosiguió
la aguja, arrastrando tras sí una larga hebra,
pero sin nudo.
Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la
cocinera; el cuero de la parte superior había
reventado y se disponían a coserlo.
– ¡Qué trabajo más ordinario! -exclamó la
aguja-. No es para mí. ¡Me rompo, me rompo! –
y se rompió-. ¿No os lo dije? -suspiró la
víctima-. ¡Soy demasiado fina!
– Ya no sirve para nada -pensaron los dedos;
pero hubieron de seguir sujetándola, mientras la
cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego
era clavada en la pechera de la blusa.
– ¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! -dijo la
vanidosa-. Bien sabía yo que con el tiempo
haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se
lo reconocen -. Y se río para sus adentros, pues
por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe una
aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa
cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a
su alrededor.
– ¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle,
con el debido respeto, si acaso es usted de oro?
-inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un
porte majestuoso, y cabeza propia, aunque
pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre
se pueden poner gotas de lacre en el cabo.
Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo,
que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en
el que la cocinera estaba lavando.
– Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. ¡Con tal
que no me pierda! -. Pero es el caso que se
perdió.
«Este mundo no está hecho para mí -pensó, ya
en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina.
Pero tengo conciencia de mi valer, y esto
siempre es una pequeña satisfacción». Y
mantuvo su actitud, sin perder el buen humor.
Por encima de ella pasaban flotando toda clase
de objetos: virutas, pajas y pedazos de
periódico. «¡Cómo navegan! -decía la aguja-.
¡Poco se imaginan lo que hay en el fondo!. Yo
estoy en el fondo y aquí sigo clavada. ¡Toma!,
ahora pasa una viruta que no piensa en nada del
mundo como no sea en una “viruta”, o sea, en
ella misma; y ahora viene una paja: ¡qué manera
de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti,
que darás contra una piedra. ¡Y ahora un trozo
de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone,
y, no obstante, ¡cómo se ahueca! Yo, en
cambio, me estoy aquí paciente y quieta; sé lo
que soy y seguiré siéndolo…».
Un día fue a parar a su lado un objeto que
brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez
sería un diamante; pero en realidad era un casco
de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a
él, presentándose como alfiler de pecho.
– ¿Usted debe ser un diamante, verdad?
– Bueno… sí, algo por el estilo.
Y los dos quedaron convencidos de que eran
joyas excepcionales, y se enzarzaron en una
conversación acerca de lo presuntuosa que es la
gente.
– ¿Sabes? yo viví en el estuche de una señorita –
dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenía cinco
dedos en cada mano, pero nunca he visto nada
tan engreído como aquellos cinco dedos; y, sin
embargo, toda su misión consistía en
sostenerme, sacarme del estuche y volverme a
meter en él.
– ¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de
botella.
– ¿Brillar? -exclamó la aguja-. No; pero a
orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco
hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban
siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del
otro, a pesar de que ninguno era de la misma
longitud. El de más afuera, se llamaba «Pulgar»,
era corto y gordo, estaba separado de la mano, y
como sólo tenía una articulación en el dorso,
sólo podía hacer una inclinación; pero afirmaba
que si a un hombre se lo cortaban, quedaba
inútil para el servicio militar. Luego venía el
«Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo
amargo, señalaba el sol y la luna y era el que
apretaba la pluma cuando escribían. El
«Larguirucho» se miraba a los demás desde lo
alto; el «Borde dorado» se paseaba con un aro
de oro alrededor del cuerpo, y el menudo
«Meñique» no hacía nada, de lo cual estaba
muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse.
Por eso fui yo a dar en el vertedero.
– Ahora estamos aquí, brillando -dijo el casco
de botella. En el mismo momento llegó más
agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco.
– ¡Vamos! A éste lo han despachado -dijo la
aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero
esto es mi orgullo, y vale la pena -. Y
permaneció altiva, sumida en sus pensamientos.
– De tan fina que soy, casi creería que nací de
un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol
me busca siempre debajo del agua. Soy tan
sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me
hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero no,
no es distinguido llorar.
Un día se presentaron varios pilluelos y se
pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de
clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el
estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos
se divertían de lo lindo.
– ¡Ay! -exclamó uno; se había pinchado con la
aguja de zurcir-. ¡Esta marrana!
– ¡Yo no soy ninguna marrana, sino una
señorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó.
El lacre se había desprendido, y el metal estaba
ennegrecido; pero el negro hace más esbelto,
por lo que la aguja se creyó aún más fina que
antes.
– ¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! –
gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la
aguja.
– Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ¡Qué
bien me sienta! Soy bien visible. ¡Con tal que
no me maree, ni vomite! -. Pero no se mareó ni
vomitó.
– Es una gran cosa contra el mareo tener
estómago de acero. En esto sí que estoy por
encima del vulgo. Me siento como si nada.
Cuánto más fina es una, más resiste.
– ¡Crac! -exclamó la cáscara, al sentirse
aplastada por la rueda de un carro.
– ¡Uf, cómo pesa! -añadió la aguja-. Ahora sí
que me mareo. ¡Me rompo, me rompo! -. Pero
no se rompió, pese a haber sido atropellada por
un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mí,
puede seguir allí muchos años.

La Muerte y el Leñador

Un pobre Leñador, agobiado bajo el
peso de los haces y los años, cubierto de ramaje,
encorvado y quejumbroso, camina a
paso lento, en demanda de su ahumada choza.
Pero, no pudiendo ya más, deja en tierra
la carga, cansado y dolorido, y se pone a
pensar en su mala suerte. ¿Qué goces ha
tenido desde que vino al mundo? ¿Hay alguien
más pobre y mísero que él en la redondez
de la tierra? El pan le falta muchas veces,
y el reposo siempre: la mujer, los hijos, los
soldados, los impuestos, los acreedores, la
carga vecinal, forman la exacta pintura del
rigor de sus desdichas. Llama a la Muerte;
viene sin tardar y le pregunta qué se le ofrece.
“Que me ayudes a volver a cargar estos
haces; al fin y al cabo no puedes tardar mucho.”
La Muerte todo lo cura; pero bien estamos
aquí: antes padecer que morir, es la divisa
del hombre.