Lo Más Increíble

Quien fuese capaz de hacer lo más increíble, se
casaría con la hija del Rey y se convertiría en
dueño de la mitad del reino.
Los jóvenes – y también los viejos – pusieron a
contribución toda su inteligencia, sus nervios y
sus músculos. Dos se hartaron hasta reventar, y
uno se mató a fuerza de beber, y lo hicieron
para realizar lo que a su entender era más
increíble, sólo que no era aquél el modo de
ganar el premio. Los golfillos callejeros se
dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo
cual consideraban el colmo de lo increíble.
Señalóse un día para que cada cual demostrase
lo que era capaz de hacer y que, a su juicio,
fuera lo más increíble. Se designaron como
jueces, desde niños de tres años hasta
cincuentones maduros. Hubo un verdadero
desfile de cosas increíbles, pero el mundo
estuvo pronto de acuerdo en que lo más
increíble era un reloj, tan ingenioso por dentro
como por fuera. A cada campanada salían
figuras vivas que indicaban lo que el reloj
acababa de tocar; en total fueron doce escenas,
con figuras movibles, cantos y discursos.
– ¡Esto es lo más increíble! -exclamó la gente.
El reloj dio la una y apareció Moisés en la
montaña, escribiendo el primer mandamiento en
las Tablas de la Ley: «Hay un solo Dios
verdadero».
Al dar las dos viose el Paraíso terrenal, donde se
encontraron Adán y Eva, felices a pesar de no
disponer de armario ropero; por otra parte, no lo
necesitaban.
Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes
Magos, uno de ellos negro como el carbón; ¡qué
remedio! El sol lo había ennegrecido. Llevaban
incienso y cosas preciosas.
A las cuatro presentáronse las estaciones: la
Primavera, con el cuclillo posado en una tierna
rama de haya; el Verano, con un saltamontes
sobre una espiga madura; el Otoño, con un nido
de cigüeñas abandonado -pues el ave se había
marchado ya-, y el Invierno, con una vieja
corneja que sabía contar historias y antiguos
recuerdos junto al fuego.
Dieron las cinco y comparecieron los cinco
sentidos: la Vista, en figura de óptico; el Oído,
en la de calderero; el Olfato vendía violetas y
aspérulas; el Gusto estaba representado por un
cocinero, y el Tacto, por un sepulturero con un
crespón fúnebre que le llegaba a los talones.
El reloj dio las seis, y apareció un jugador que
echó los dados; al volver hacia arriba la parte
superior, salió el número seis.
Vinieron luego los siete días de la semana o los
siete pecados capitales; los espectadores no
pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que eran
en realidad; sea como fuere, tienen mucho de
común y no es muy fácil separarlos.
A continuación, un coro de monjes cantó la
misa de ocho.
Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de
ellas trabajaba en Astronomía; otra, en el
Archivo histórico; las restantes se dedicaban al
teatro.
A las diez salió nuevamente Moisés con las
tablas; contenían los mandamientos de Dios, y
eran diez.
Volvieron a sonar campanadas y salieron,
saltando y brincando, unos niños y niñas que
jugaban y cantaban: «¡Ahora, niños, a escuchar;
las once acaban de dar!».
Y al dar las doce salió el vigilante, con su
capucha, y con la estrella matutina, cantando su
vieja tonadilla:
¡Era medianoche,
cuando nació el Salvador!
Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego
resultaron cabezas de angelillos con alas, que
tenían todos los colores del iris.
Resultó un espectáculo tan hermoso para los
ojos como para los oídos. Aquel reloj era una
obra de arte incomparable, lo más increíble que
pudiera imaginarse, decía la gente.
El autor era un joven de excelente corazón,
alegre como un niño, un amigo bueno y leal, y
abnegado con sus humildes padres. Se merecía
la princesa y la mitad del reino.
Llegó el día de la decisión; toda la ciudad
estaba engalanada, y la princesa ocupaba el
trono, al que habían puesto crin nuevo, sin
hacerlo más cómodo por eso. Los jueces
miraban con pícaros ojos al supuesto ganador,
el cual permanecía tranquilo y alegre, seguro de
su suerte, pues había realizado lo más increíble.
– ¡No, esto lo haré yo! -gritó en el mismo
momento un patán larguirucho y huesudo-. Yo
soy el hombre capaz de lo más increíble -. Y
blandió un hacha contra la obra de arte.
¡Cric, crac!, en un instante todo quedó
deshecho; ruedas y resortes rodaron por el
suelo; la maravilla estaba destruida.
– ¡Ésta es mi obra! -dijo-. Mi acción ha
superado a la suya; he hecho lo más increíble.
– ¡Destruir semejante obra de arte! -exclamaron
los jueces. – Efectivamente, es lo más increíble.
Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le
asignaron la princesa y la mitad del reino, pues
la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo
más increíble y absurdo.
Desde lo alto de las murallas y las torres de la
ciudad proclamaron los trompeteros:
– ¡Va a celebrarse la boda!
La princesa no iba muy contenta, pero estaba
espléndida, y ricamente vestida. La iglesia era
un mar de luz; anochecía ya, y el efecto
resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de
la ciudad iban cantando, acompañando a la
novia; los caballeros hacían lo propio con el
novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta
como si nada pudiese rompérsela.
Cesó el canto e hízose un silencio tan profundo,
que se habría oído caer al suelo un alfiler. Y he
aquí que en medio de aquella quietud se abrió
con gran estrépito la puerta de la iglesia y,
«¡bum! ¡bum!», entró el reloj y, avanzándo por
la nave central, fue a situarse entre los novios.
Los muertos no pueden volver, esto ya lo
sabemos, pero una obra de arte sí puede; el
cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el
espíritu; el espectro del Arte se apareció,
dejando ya de ser un espectro.
La obra de arte estaba entera, como el día que la
presentaron, intacta y nueva. Sonaron las
campanadas, una tras otra, hasta las doce, y
salieron las figuras. Primero Moisés, cuya frente
despedía llamas. Arrojó las pesadas tablas de la
ley a los pies del novio, que quedaron clavados
en el suelo.
– ¡No puedo levantarlas! -dijo Moisés-. Me
cortaste los brazos. Quédate donde estás.
Vinieron después Adán y Eva, los Reyes Magos
de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le
dijeron verdades desagradables:
«¡Avergüénzate!».
Pero él no se avergonzó.
Todas las figuras que habían aparecido a las
diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron
un volumen enorme. Parecía que no iba a
quedar sitio para las personas de carne y hueso.
Y cuando a las doce se presentó el vigilante con
la capucha y la estrella matutina, se produjo un
movimiento extraordinario. El vigilante,
dirigiéndose al novio, le dio un golpe en la
frente con la estrella.
– ¡Muere! -le dijo- ¡Medida por medida!
¡Estamos vengados, y el maestro también!
¡adiós!
Y desapareció la obra de arte; pero las luces de
la iglesia la transformaron en grandes flores
luminosas, y las doradas estrellas del techo
enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el
órgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron
que aquello era lo más increíble que habían
visto en su vida.
– Llamemos ahora al vencedor -dijo la princesa-
. El autor de la maravilla será mi esposo y
señor.
Y el joven se presentó en la iglesia, con el
pueblo entero por séquito, entre las
aclamaciones y la alegría general. Nadie sintió
envidia. ¡Y esto fue precisamente lo más
increíble!