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El Lobo y el Perro

Era un Lobo, y estaba tan flaco, que
no tenía más que piel y huesos: tan vigilantes
andaban los perros de ganado. Encontró a un
Mastín, rollizo y lustroso, que se había extraviado.
Acometerlo y destrozarlo, cosa es que
hubiese hecho de buen grado el señor Lobo;
pero había que emprender singular batalla, y
el enemigo tenía trazas de defenderse bien.
El Lobo se le acerca con la mayor cortesía,
entabla conversación con él, y le felicita por
sus buenas carnes.
“No estáis tan lucido como yo, porque no
queréis, contesta el Perro: dejad el bosque;
los vuestros, que en él se guarecen, son unos
desdichados, muertos siempre de hambre. ¡Ni
un bocado seguro! ¡Todo a la ventura! ¡Siempre
al atisbo de lo que caiga! Seguidme, y
tendréis mejor vida.” Contestó el Lobo: “¿Y
qué tendré que hacer? –Casi nada, repuso el
Perro: acometer a los pordioseros y a los que
llevan bastón o garrote; acariciar a los de
casa, y complacer al amo. Con tan poco como
es esto, tendréis por gajes buena pitanza, las
sobras de todas las comidas, huesos de pollos
y pichones; y algunas caricias, por añadidura.”
El Lobo, que tal oye, se forja un porvenir
de gloria, que le hace llorar de gozo.
Camino haciendo, advirtió que el perro
tenía en el cuello una peladura. “¿Qué es
eso? preguntóle. –Nada.- ¡Cómo nada! –Poca
cosa.- Algo será. –Será la señal del collar a
que estoy atado.- ¡Atado! exclamó el Lobo:
pues ¿que? ¿No vais y venís a donde queréis?
–No siempre, pero eso, ¿qué importa? –
Importa tanto, que renuncio a vuestra pitanza,
y renunciaría a ese precio el mayor tesoro.”
Dijo, y echó a correr. Aún está corriendo.

La Muerte y el Leñador

Un pobre Leñador, agobiado bajo el
peso de los haces y los años, cubierto de ramaje,
encorvado y quejumbroso, camina a
paso lento, en demanda de su ahumada choza.
Pero, no pudiendo ya más, deja en tierra
la carga, cansado y dolorido, y se pone a
pensar en su mala suerte. ¿Qué goces ha
tenido desde que vino al mundo? ¿Hay alguien
más pobre y mísero que él en la redondez
de la tierra? El pan le falta muchas veces,
y el reposo siempre: la mujer, los hijos, los
soldados, los impuestos, los acreedores, la
carga vecinal, forman la exacta pintura del
rigor de sus desdichas. Llama a la Muerte;
viene sin tardar y le pregunta qué se le ofrece.
“Que me ayudes a volver a cargar estos
haces; al fin y al cabo no puedes tardar mucho.”
La Muerte todo lo cura; pero bien estamos
aquí: antes padecer que morir, es la divisa
del hombre.

Los Dos Mulos

Andaban dos Mulos, anda que andarás.
Iba el uno cargado de avena; llevaba
el otro la caja de recaudo. Envanecido éste
de tan preciosa carga, por nada del mundo
quería que le aliviasen de ella. Caminaba con
paso firme, haciendo sonar los cascabeles.
En esto, se presenta el enemigo, y como lo
que buscaba era el dinero, un pelotón se
echó sobre el Mulo cogiolo del freno y lo detuvo.
El animal, al defenderse, fue acribillado,
y el pobre gemía y suspiraba. “¿Esto es, exclamó,
lo que me prometieron? El Mulo que
me sigue escapa al peligro; ¡yo caigo en él, y
en él perezco! _Amigo, díjole el otro; no
siempre es una ganga tener un buen empleo:
si hubieras servido, como yo, a un molinero
patán, no te verías tan apurado.”

Simónides Preservado por los Dioses

Nunca alabaremos bastante a los Dioses,
a nuestra amante y a nuestro rey. Malherbe
lo decía, y suscribo a su opinión: me
parece una excelente máxima. Las alabanzas
halagan los oídos y ganan las voluntades:
muchas veces conquistáis a este precio los
favores de una hermosa. Veamos cómo las
pagan los Dioses.
El poeta Simónides se propuso hacer el
panegírico de un atleta, y tropezó con mil
dificultades. El asunto era árido: la familia del
atleta, desconocida; su padre, un hombre
vulgar; él, desprovisto de otros méritos. Comenzó
el poeta hablando de su héroe, y después
de decir cuanto pudo, salióse por la tangente,
ocupándose de Cástor y de Pólux; dijo
que su ejemplo era glorioso para los luchadores;
ensalzó sus combates, enumerando los
lugares en que más se distinguieron ambos
hermano; en resumen: el elogio de aquellos
Dioses llenaba dos tercios de la obra.
Había prometido el atleta pagar un talento
por ella; pero cuando la hubo leído, no dio
más que la tercera parte, diciendo, sin pelos
en la lengua, que abonasen el resto Cástor y
Pólux. “Reclamad a la celestial pareja, añadió.
Pero, quiero obsequiaros, por mi parte:
venid a cenar conmigo. Lo pasaremos bien:
Los convidados son gente escogida; mis parientes
y mis mejores amigos: sed de los
nuestros.” Simónidas aceptó: temió perder, a
más de lo estipulado, los gajes del panegírico.
Fue a la cena: comieron bien; todos estaban
de buen humor. De pronto se presenta
un sirviente, avisándole que a la puerta había
dos hombres preguntando por él. Se levanta
de la mesa, y los demás continúan sin perder
bocado. Los dos hombres que le buscan, son
los celestes gemelos del panegírico. Dánle
gracias, y en recompensa de sus versos, le
advierten que salga cuanto antes de la casa,
porque va a hundirse.
La predicción se cumplió. Flaqueó un pilar;
el techo, falto de apoyo, cayó sobre la mesa
del festín, quebrando platos y botellas. No fue
esto lo peor: para completar la venganza debida
al vate, una viga rompió al atleta las dos
piernas y lastimó a casi todos los comensales.
Publicó la fama estas nuevas. “¡Milagro!” gritaron
todos; y doblaron el precio a los versos
de aquél varón tan amado de los Dioses. No
hubo persona bien nacida que no le encargase
el panegírico de sus antecesores, pagándolo
a quién mejor.
Vuelvo a mi texto, y digo, en primer lugar,
que nunca serán bastante alabados los Dioses
y sus semejantes. En segundo lugar, que
Melpómene muchas veces, sin desdoro, vive
de su trabajo; y por último, que nuestro arte
debe ser tenido en algo. Hónranse los grandes
cuando nos favorecen: en otro tiempo, el
Olimpo y el Parnaso eran hermanos y buenos
amigos.