Category Archives: Julia Asensi

El Perro del Ciego

-¡Las seis de la mañana! Ya es hora de salir:
estamos en Junio y hace gran rato que
debe de ser de día. ¡Luisa! ¡Luisa! ¿Te has
levantado o estás todavía durmiendo?
El que esto decía era un anciano se setenta
años, con el cabello blanco, de mediana estatura,
que se apoyaba en un palo grueso con
una mano, mientras con la otra buscaba la
puerta que daba salida a su humilde habitación.
El viejo Teodoro era ciego. La persona a
quien se dirigía era su nieta, hermosa niña de
doce años, que dormía profundamente en el
cuarto inmediato al de su abuelo.
Teodoro era un pobre que pedía limosna
por el camino que conducía desde el pueblo a
la ciudad, y la niña cuidaba la casa, entregándose
al mismo tiempo a alguna labor propia
de su sexo.
Al escuchar la voz del anciano, Luisa se
despertó sobresaltada, se vistió apresuradamente
y corrió a buscar a su abuelo, al que
abrazó y besó con la mayor ternura.
-Me marcho, hija mía -le dijo-, y hoy te repito
como siempre que no abras a nadie la
puerta mientras estés sola. Me alejaría mucho
más tranquilo si te dejase a Miro.
-¡Bah! se iría a la calle y no lograría V. que
me acompañara.
Miro era un gran perro negro que estaba
desde que nació en poder de Teodoro.
Apenas se oyó nombrar, acudió presuroso
dando saltos de alegría, saludando así a sus
queridos amos.
-Puesto que no consientes que Miro esté
contigo, me lo llevaré -murmuró el viejo-.
Hasta luego, Luisita.
-Hasta luego -repitió la niña.
Teodoro y el perro se alejaron.
Luisa barrió la casa, arregló el cuarto de su
abuelo y el suyo, encendió el fuego del hogar,
preparó el frugal almuerzo y luego se sentó
junto a la ventana y se puso a coser. Transcurrieron
tres horas sin que el abuelo volviese, y
la niña empezó a estar inquieta.
-Vecina -preguntó a una vieja que pasaba
por la calle-, ¿ha visto V. al padre Teodoro?
-Lo hallé a las siete cerca de la ciudad.
Luisa siguió cosiendo, y como viera a un
labrador conocido suyo, le dijo lo mismo que
a la anciana.
-A las ocho le hallé en el molino -respondió
el hombre.
Un momento después interrogaba la niña a
un muchacho.
-A las nueve -contestó el chico-, le encontré
sentado en el camino, al parecer descansando.
Luisa, estaba cada vez más intranquila, y
ya iba a salir a la calle a buscar a su abuelo
cuando Miro se acercó a la ventana; venía
muy cansado y lanzaba ladridos lastimeros.
-¿Qué pasa, mi buen perro -dijo Luisa llorando-,
cómo es que vienes solo, dónde has
dejado a tu amo? ¡Él que no quería llevarte!
Si no hubiera sido por ti, yo no sabría de él,
puesto que tú sólo vienes a darme noticias
suyas.
La niña salió de la casa, y el perro, luego
que la lamió las manos y se dejó acariciar, la
guió hacia la carretera, donde Luisa no tardó
en hallar a su abuelo, tendido en el suelo,
pálido como un muerto y sin sentido. El pobre
anciano había salido estando enfermo, y las
fuerzas le habían faltado antes de regresar a
su morada.
Las lágrimas de Luisa conmovieron a unos
arrieros, que cogieron al viejo y le llevaron al
pueblo, donde le dejaron en su propia vivienda,
al cuidado de la niña.
Esta fue a llamar a un médico, que declaró
al instante que el mal de Teodoro, aunque no
era muy grave, se curaría lentamente.
-¿Qué va a ser ahora de nosotros? -decía
Luisa-; si salgo para pedir limosna, tengo que
abandonar a mi abuelo; si me quedo aquí no
habrá nada para alimentarnos él, mi buen
Miro y yo.
Cosía y bordaba con más afán que nunca,
pero como sobraban mujeres que se dedicaban
a esas labores en el pueblo no encontraba
quien pagase las suyas.
Hacía algunos días que Teodoro estaba en
cama, lamentándose de su triste suerte; se
habían agotado sus recursos, y el último pedazo
de pan se había comido por la mañana.
Miro impacientado por el hambre, había salido,
y Luisa cosía a la puerta de su casa.
De pronto vio venir al perro, perseguido
por un hombre. Miro entró en la morada de
sus amos, y Luisa temerosa de que quisieran
hacer algún daño a su compañero se encerró
con él. Unos fuertes golpes, dados con un
palo en la ventana, la hicieron asomarse a la
reja, en tanto que el perro se ocultaba debajo
de un banco, sin soltar un panecillo que llevaba
cogido con los dientes.
-¡Eh, muchacha! -gritó el hombre-, tu perro
me ha robado un pan. O me pagas tú, o el
animal lo pagará de otro modo.
-Bueno, señor, yo no tengo dinero.
-Y el perro hambriento se hace ladrón.
-Mi Miro no es ladrón, se equivoca V….
¿Tiene V. familia?
-Mujer y un niño recién nacido -contestó el
tahonero-; ¿pero eso qué tiene que ver?
-Sí tiene; como me falta dinero entregaré a
usted en cambio del panecillo, una gorrita
para el chiquitín, con tal que no maltrate V. a
mi perro.
-Venga la gorra, y quedamos en paz.
Luisa le dio un gorrito primorosamente
hecho.
El hombre algo conmovido al ver la desgracia
de la niña, después de despedirse de ella
se quedó parado a corta distancia de la casa,
pudiendo ver lo que pasaba en su interior.
Entonces salió el perro de su escondite y
depositó el pan en la falda de Luisa, que le
hizo mil caricias. Él, con su inteligente mirada,
parecía decirle:
-He traído pan para tu abuelo y para ti, y
mi instinto no podía advertirme que hacía mal
en quitar a otro lo que mis amos necesitaban.
-Miro -murmuraba Luisa, como respondiéndole,
y pasando su mano por el lomo del
animal-, este panecillo es nuestro, tú le has
traído y yo lo he pagado.
Cogió un cuchillo, dividió el pan en tres
partes, y Teodoro, la niña y el perro comieron
satisfechos y con excelente apetito cada uno
su parte.
-Luisita -dijo a la mañana siguiente el
abuelo después que se hubo enterado de lo
ocurrido la víspera-, creo que Miro me ha inspirado
una excelente idea; yo tardaré aún
muchos días en poder salir, tú no quieres
abandonarme y es preciso que el perro trabaje
por los tres. Cuélgale una cestita al pescuezo,
sal con él al mercado, pide limosna; y lo
que te den échalo en la cesta. No acompañarás
a Miro más que hoy, y en lo sucesivo irá
solo.
Así lo hizo la niña, y por la noche cuando
volvió a su casa trajo un panecillo que le
había puesto en la cesta el tahonero a quien
había dado la gorrita.
Luisa se hallaba muy desanimada, pero por
complacer a su abuelo envió a Miro al otro día
al mercado. Júzguese de la sorpresa de Teodoro
y de su nieta cuando al declinar la tarde
llegó el perro con el cestito lleno de provisiones
y además algunas monedas de cobre.
Aquel noble animal pidiendo con su mudo
lenguaje limosna para sus amos, inspiró curiosidad
e interés, contestando el panadero a
cuantas preguntas se le hacían sobre el particular.
El excelente hombre seguía enviando su
recuerdo a la niña.
Sucedió que una mañana pasó una opulenta
y caritativa señora por el mercado, al tiempo
que un grupo de curiosos rodeaba el perro.
Quiso enterarse por sí misma de lo que
ocurría y le impresionó la historia de Luisa y
de su abuelo, que le fue referida. Aquella dama
había visto morir a su hija única y era
además viuda: se encontraba, pues, sola en
el mundo. Se decidió a visitar al viejo y a la
niña, le encantó la afabilidad del primero y le
entusiasmó la bondad del corazón de la segunda.
Queriendo favorecerlos rogó al anciano
que entrase a su servicio, y se llevó a Luisa
consigo para que hiciese las cuentas, porque
su abuelo como era ciego no podía escribir.
Agradecida la niña al tahonero, le regaló
muchas prendas de vestir para su niña.
Luisa llegó a ser la hija adoptiva de aquella
señora y la Providencia del país. Teodoro murió
de vejez. En cuanto a Miro, fue el constante
amigo y compañero de la niña; pero a pesar
de haber mejorado su suerte y la de su
ama, todos recordaban que él había sacado a
Teodoro y a Luisa de la miseria, y nadie le
nombro jamás de otro modo que el perro del
ciego.
Su historia se cuenta todavía en el pueblo
a los forasteros que en él se detienen.

El Paje Roger

– I –
El rey Marcial había declarado la guerra al
rey Godofredo. No contento con eso, había
ido a buscarle a sus propios Estados seguido
de un formidable ejército fuerte y bien armado
con el que esperaba vencer en breve a su
contrario. Creía hallar a este desprevenido
porque ignoraba que un súbdito traidor no
sólo había advertido a Godofredo el peligro
que le amenazaba, sino que le había revelado
todos los planes de su enemigo para que los
hiciese fracasar.
Caminó el rey Marcial con gran cautela,
hizo el viaje a pequeñas jornadas y por último
puso su campamento a corta distancia de la
capital.
-No me han visto -exclamó el monarca con
júbilo; porque en efecto no había encontrado
a nadie por aquellos campos, ni aun a los pastores
que sacaban sus rebaños en otros tiempos
por allí.
Estaban rendidos después de tantos días
de viaje y se retiraron a sus tiendas de campaña
para descansar.
Algunos centinelas se paseaban por delante
de ellas para no dormirse y dirigían miradas
de codicia a la ciudad próxima en la que
esperaban entrar en breve vencedores. El rey
reposaba ya con agitado sueño y había encargado
a sus guardias que le llamasen muy
temprano; quería sorprender a Godofredo al
despuntar la aurora.
La luna brillaba en un hermoso cielo tachonado
de estrellas enviando sus melancólicos
rayos a la tierra. Se contemplaba en las aguas
de un ancho río como en un espejo. Un palacio
de cristal, que se divisaba cerca de las
puertas de la ciudad reflejaba también la suave
claridad del astro de la noche.
-Mañana entraremos ahí -dijo un capitán
señalando el bello edificio.
A eso de las doce, divisaron los soldados
unos pequeños seres que se aproximaban; al
pronto los creyeron duendes, pero no tardaron
en convencerse de que eran niños y niñas
que iban vestidos de una manera extraña con
telas que parecían luminosas.
-¿Venís de la ciudad? -preguntó un centinela.
-No, señor -contestó el mayor de los niños-
, somos del pueblo inmediato y queríamos
entrar en ella para celebrar una fiesta que
empieza precisamente a la media noche.
-Pues no se puede entrar.
-En ese caso, mi buen señor, me permitiréis
que la celebre aquí con mis compañeros,
pues seríamos todo el año desgraciados si no
festejáramos este día que va a comenzar.
-No hay inconveniente.
Los niños, que llevaban pendientes de la
cintura unas hachas pequeñas, las cogieron y
se pusieron a cortar con ellas ramas de árboles
y lozanos arbustos que las piñas colocaban
en montones delante de todas las tiendas.
Hecho esto, los rociaron bien con un líquido
que llevaban en pequeños cántaros y a un
tiempo les prendieron fuego. Las hogueras
ardían y los niños y las niñas bailaban en derredor
de ellas o saltaban por en cima. El líquido
que habían arrojado embalsamaba el
ambiente y era sumamente grato.
Los soldados se habían parado para contemplar
el espectáculo y el capitán olvidaba
su guardia también. Al principio estaban de
pie todos, luego se sentaron, se echaron por
último; un sueño invencible se había apoderado
de aquellos bravos guerreros; antes de
la una no había nadie despierto en el campamento.
Entonces uno de los niños se dirigió
hacia la ciudad e imitó por tres veces el canto
de un pájaro nocturno.
Las puertas se abrieron sin ruido y un ejército,
aún más numeroso que el del rey Marcial,
se dirigió hacia las tiendas de campaña.
Llevaban aquellos soldados muchos carros
tirados por mulas. Penetraron en el campamento
y fueron sacando al monarca y todos
sus guerreros sin que opusieran la menor resistencia,
pues se hallaban dormidos. Los colocaron
en los carros, penetraron en la ciudad
y los encerraron en diversos castillos, después
de desarmarlos.
Los niños que habían celebrado la fiesta
eran los pajes del rey Godofredo, disfrazados
por orden de su señor de diferentes modos, y
habían arrojado al fuego un líquido extraño
compuesto por un célebre nigromántico de la
ciudad que tenía el singular poder de sumir en
un prolongado sueño a todo el que lo aspirase.
Los niños llevaban un preservativo, que
les dio el mismo mago, para librarse de los
efectos del narcótico.
Así pudo Godofredo apoderarse sin riesgo
del rey Marcial y de sus valientes guerreros.
– II –
Cuando el monarca se despertó, muchas
horas después de hallarse preso, estaba en un
estrecho calabozo pobremente amueblado y
en el que apenas penetraba un débil rayo de
luz. La primera idea que le asaltó fue que
había perdido el juicio mientras combatía al
enemigo, que esto le había obligado a cometer
todo género de desaciertos y que no conservaba
ni la menor idea de lo ocurrido. Su
desaliento fue grande no sólo por verse prisionero
sino al considerar los males que su
derrota habría traído, sospechando que su
ejército habría tenido la misma desastrosa
suerte que él.
Durante el día vio únicamente una vez a su
carcelero que le llevó algún alimento y un
jarro de agua, pero al que en balde preguntó,
pues el hombre, atendiendo a órdenes recibidas,
no le pudo responder.
Así pasó una semana.
Entre tanto la noticia de su cautiverio con
todos los detalles de lo ocurrido llegó a la nación
del rey Marcial llenando de consternación
a sus súbditos. La mayor parte de los jóvenes
del país había seguido al monarca para hacer
la guerra, casi no quedaban allí más que los
ancianos, las mujeres y los niños. Pensaron
todos formar un ejército numeroso, aunque
débil, pero la idea fue rechazada porque tampoco
era prudente dejar aquella tierra abandonada
y a merced de los enemigos que, sabiendo
su desgracia, podrían presentarse a
las puertas de la ciudad para conquistarla.
Nombraron a un anciano general para que
gobernase el país hasta el regreso, si es que
regresaban, de su legítimo dueño y los pocos
jóvenes que quedaban y las mujeres formaron
un ejército de guerreros y de amazonas.
Algunos pajes se reunieron una noche para
deliberar sobre la conducta que debían seguir.
Entre ellos se hallaban los nombrados Rodrigo,
Gonzalo y Roger.
-Yo opino -dijo este último-, que puesto
que los pajes de Godofredo son los que han
aprisionado a nuestro rey, nosotros debemos
oponer astucia contra astucia, y que nos corresponde
más que a otros el deber de librarle.
El que se atreva a emprender tan arduo
proyecto que lo diga; yo por mi parte me
comprometo a intentarlo.
-Y yo -dijo Rodrigo.
-Y yo -añadió Gonzalo.
Los demás guardaron silencio por lo que se
juzgó que no querían arriesgarse en semejante
plan.
Participaron al regente su pensamiento y
como el rey Marcial no tenía hijos se prometió
solemnemente al que librase al monarca que
sería su heredero.
Quedó convenido que los jóvenes pajes no
irían juntos, sino que cada cual trabajaría por
su lado como mejor pudiese.
El primero que salió de la ciudad fue Rodrigo
disfrazado de vendedor de frutas. Se dirigió
con toda la rapidez posible hacia los estados
de Godofredo, pero, mucho antes de llegar,
le cerró el paso un bosque incendiado en
el que le fue imposible penetrar. Herido a
causa de las quemaduras que sufrió, y medio
muerto de sed y de cansancio, llegó al reino
de Marcial al mes de haber salido y fue tal la
vergüenza que le ocasionó su derrota que se
ocultó en una choza con nombre supuesto
para que nadie supiera su regreso a la ciudad.
Gonzalo se disfrazó de pescador y salió en
un bote con el objeto de penetrar en los dominios
de Godofredo por mar. Los primeros
días hizo el viaje felizmente, pero antes de
divisar el ansiado puerto se halló ante una
poderosa escuadra que le cerraba el paso.
Una barca le salió al encuentro, y como pareciese
a los marineros que aquel hombre era
sospechoso, pues le interrogaron y no supo
qué contestar, le hicieron prisionero. Aprovechando
un descuido de sus guardianes, Gonzalo
se arrojó al agua y trató de alejarse nadando
de sus adversarios. Lo logró gracias a
muy poderosos esfuerzos, pero extenuado,
medio muerto de fatiga se vio precisado a
buscar reposo en una isla desierta.
Allí permaneció dos días hasta que una
embarcación extranjera que pasó cerca le
recibió a bordo dejándole no lejos de su patria.
Se fue ocultando hasta llegar a una cabaña
abandonada, a juzgar por su aspecto
miserable.
Penetró en ella sin dificultad.
Sobre un montón de paja dormía un joven,
casi un niño, con agitado sueño. Gonzalo se
echó junto a él sin mirarle y se durmió.
A la mañana siguiente los rayos del sol que
penetraban por la pequeña ventana que estaba
al lado de la puerta, despertaron a la vez a
los dos durmientes que se hallaban de espaldas
el uno al otro. Se volvieron y ambos lanzaron
una exclamación de sorpresa pronunciando
su nombre:
-¡Rodrigo!
-¡Gonzalo!
Se contaron en breves palabras sus aventuras
encontrando un triste consuelo al ver
que ninguno de los dos había logrado el objeto
de su viaje y no dudando que a Roger le
pasaría lo mismo.
-¿Vendrá también a refugiarse en esta choza?
-preguntó Rodrigo.
-Por si viene le aguardaremos aquí algunos
días -dijo Gonzalo.
Pero pasaron muchos y no supieron nada
de su compañero. Entonces, con su mismo
disfraz, se marcharon a un pueblo pequeño,
donde no eran conocidos, y se dedicaron a las
rudas faenas del campo para no confesar su
derrota en la capital del reino.
– III –
Entre tanto Roger, que había seguido distinto
camino que ellos, acariciaba la esperanza
de obtener un buen resultado. No había
buscado disfraz al abandonar la ciudad, llevaba
siempre su airoso traje de pajecillo. Anduvo
durante varios días sin rumbo fijo y sin
saber lo que haría.
Al fin, rendido de cansancio, se echó en el
campo al pie de una encina para buscar algún
reposo. Empezaba a anochecer y densa niebla
le ocultaba los objetos lejanos permitiéndole
ver los más próximos confusamente. Así le
pareció que algo o alguien se movía a pocos
pasos de él. Era un mendigo. Al acercarse a
Roger le dijo en lastimero tono después de
mirarle con atención:
-Hermoso paje, tengo mucho frío; dame tu
capa y Dios te recompensara. Tú eres joven y
resistirás mejor que yo los rigores del otoño
que es crudo y del invierno que se acerca.
Dame tu capa nueva y yo te daré la mía vieja.
-Toma, buen anciano -dijo Roger desprendiéndose
de ella-, y guarda también la tuya si
la quieres o la necesitas.
Pero el mendigo no pareció oírle y sólo se
llevó la nueva dándole antes de alejarse este
consejo:
-Si vas al primer pueblo que encuentres,
mira, oye y calla.
Roger cogió con alguna repugnancia la andrajosa
prenda, pero como sintiese luego frío,
se cubrió con la capa del pobre con la que
quedó poco menos que desconocido.
A la mañana siguiente vio a un niño que
volvía de trabajar en un campo distante. Llevaba
la cabeza descubierta y la inclinaba abatido
sobre el pecho.
-¿Qué tienes? -le preguntó Roger.
-Señor -contestó el muchacho-, he perdido
mi sombrero y mis padres me pegarán cuando
vean que deben comprarme otro para los
trabajos del año que viene en que tendré que
volver aquí.
-Toma mi gorra -dijo el paje poniéndosela
al muchacho, que se marchó dando saltos de
alegría.
Roger prosiguió su camino, y antes de la
noche empezó a llover de tal modo que tuvo
que suspender su viaje. Se paró al pie de un
árbol con los cabellos empapados en agua y
allí se quitó la capa con el objeto de cubrirse
también con ella la cabeza, pero cual no fue
su asombro al descubrir que dicha capa tenía
una capucha que no sólo ocultaba el pelo sino
el rostro viéndose en esta parte dos agujeros
a la altura de los ojos. Pensó entonces que así
podría seguir su camino, se cubrió bien y echó
a andar llegando después de una hora a un
pueblo de cierta importancia.
-¡El peregrino! ¡el santo! -gritaron los chicos
al verle.
Y las mujeres salían a las puertas y tocaban
su capa y los hombres le saludaban con
respeto.
-Padre -le dijo un lego acercándose-, los
frailes del convento de San Francisco le
aguardan como siempre.
Iba Roger a descubrirse cuando el otro
añadió bajando la voz:
-Ha llegado un emisario del rey Godofredo
y deseamos que le oigáis.
Entonces el paje le siguió silencioso confiando
en sacar algún partido de aquel hecho.
Entraron en un sombrío edificio y Roger fue
introducido en una sala baja donde se hallaban
una docena de frailes y un guerrero con
brillante armadura.
-Mirad a quien os traigo -dijo el lego.
Todos saludaron respetuosamente. El prior
habló después así:
-Señor emisario del rey Godofredo nuestro
señor, el que acaba de entrar es un hombre
notable, el peregrino Marcelo; ha hecho voto
de no hablar y sólo contestará por escrito;
nadie ha visto su rostro por haber hecho esa
promesa también, pero todos le conocemos.
Fue un gran guerrero en su juventud, tuvo un
amigo a quien mató en la pelea, porque la
fatalidad le colocó en contra suya y desde
entonces recorre el mundo en busca del hijo
de aquel compañero de la infancia, al que no
logra encontrar; el día que le halle quebrantará
su voto. Decidle lo que aquí os trae.
El emisario contestó:
-El rey mi señor no juzga seguro al nombrado
Marcial en su corte y desea encerrarle
aquí donde nadie sospechará su presencia.
¿Os parece que le traigamos?
Roger hizo un signo afirmativo.
-¿Y a sus generales también?
El paje repitió la señal.
-¿Y quién se encargará de su custodia?
El joven puso una mano sobre su pecho
como diciendo: yo.
-Está bien, mañana se traerá a los cautivos;
entre tanto buscad la prisión mejor para
ellos.
El emisario partió, los frailes acompañaron
al supuesto peregrino a una gran celda y, dejándole
allí numerosas provisiones, se alejaron.
Roger echó el cerrojo a su puerta, cenó
opíparamente y se acostó después.
– IV –
Cuando se despertó empezaba a lucir el
día. Se levantó rápidamente y vio con sorpresa
sobre un mueble un pliego cerrado en el
que no había reparado la noche anterior; estaba
dirigido a él. Lo abrió con mano trémula
y leyó lo siguiente:
«Niño audaz, prosigue tu obra y nada temas,
Dios está contigo y te ayuda. Manda
encerrar al rey Marcial y a sus generales en
las celdas que tienen los números 13, 15 y
17. En todas ellas hay una trampa que conduce
a un subterráneo donde los esperara alguien
que anhela protegerlos, no tanto por
ellos como por ti. A los tres días de su llegada
los harás salir de su prisión y tú permanecerás
en el convento cuarenta y ocho horas
más. Al transcurrir estas fingirás un asunto
urgente que te lleva a otra población y te alejarás
por la puerta principal del convento
hacia el campo. En el papel adjunto hallarás
la explicación de las salidas de las celdas al
subterráneo».
Roger volvió a leer el pliego, lo guardó con
cuidado y entró en el claustro después de
haberse echado la capucha.
Cuando llegaron los prisioneros, designó
para que los encerrasen las celdas que tenían
los números 13, 15 y 17.
Aunque el pliego no le decía que debía descubrirse
a su rey, Roger no pudo resistir a la
tentación de hacerlo siendo recibido con los
brazos abiertos por Marcial.
El peregrino Marcelo, o mejor dicho, aquel
a quien daban este nombre, era la única persona
que tenía el derecho de ver a los cautivos.
Tres días después los hizo salir y durante
otros dos continuó llevando provisiones a las
vacías celdas. Cuando escribió que necesitaba
partir, añadió que volvería pronto y que nadie
debía ir entretanto a ver a los prisioneros. Así
ganaba tiempo para que Marcial y los generales
huyesen.
Salió por la puerta principal y a poco rato
encontró a un escudero montado que llevaba
otro caballo que puso a su disposición. No
descansaban día y noche, pues hallaban relevos
en muchos pueblos. Al fin llegaron al antiguo
reino de Marcial; durante el camino
apenas se habían cruzado entre los dos jinetes
algunas palabras.
En la capital esperaban a Roger hombres,
mujeres y niños en gran número que le hicieron
un entusiasta recibimiento. Le quitaron la
capa y la capucha poniéndole en sustitución
de la primera una de hermoso terciopelo y en
vez de la segunda una gorra con ricas plumas.
Así entró en triunfo en la ciudad, yendo el
rey Marcial a su encuentro.
-¡Viva el príncipe Roger! -gritaron todos-,
¡viva el heredero del trono!
El monarca y sus servidores habían hecho
el viaje sin el menor tropiezo gracias al verdadero
peregrino. Este se hallaba en la ciudad
y Roger le saludó enternecido.
-Todo os lo debo a vos -dijo el paje.
-A mí no, a tu padre -contestó Marcelo-;
era mi amigo y le maté, entonces ofrecí que
todo lo daría por su hijo y lo he cumplido.
Servidor del rey Godofredo, le he sido traidor
por ti, tan traidor, que no sólo le he quitado a
sus prisioneros valiéndome del prestigio que
tengo en su país, sino que ahora combatiré
contra él para salvar a los otros súbditos de
tu monarca. Eres el vivo retrato de tu padre,
te vi, adiviné tu intento y te ayudé. Tú serás
el sucesor de Marcial, así habré pagado mi
deuda.
Esta vez fue Godofredo quien declaró la
guerra a Marcial; el peregrino con su antiguo
traje se puso al frente de las tropas de este, y
las contrarias, no atreviéndose a hacer fuego
contra aquel que tenían por santo, se dejaron
vencer. Habiendo hecho numerosos prisioneros,
fueron guardados como rehenes que devolvieron
al ser enviados a su tierra los súbditos
del rey Marcial. Se firmó la paz y los dos
reyes, gracias a Marcelo fueron por fin amigos.
Roger, considerado como príncipe heredero,
vio premiado su arrojo siendo, al morir
Marcial, aún más querido y respetado que su
antecesor.
Rodrigo y Gonzalo, que se batieron como
dos héroes contra Godofredo, obtuvieron elevados
puestos en la capital.
En cuanto al peregrino, una vez cumplida
su misión sagrada, se retiró a una solitaria
ermita donde acabó sus días tranquilamente.

El Loro Hablador

El tío Salvador, que había llegado de América
en el mes de Abril había regalado entre
otras muchas cosas a su sobrinita Lola un
precioso loro. Tenía un brillante plumaje, se
balanceaba con gracia en el aro de metal que
pendía de su jaula, pero lo que más llamaba
la atención de la niña era que hablaba lo
mismo que si fuese una persona.
Lo primero que hizo fue enseñarle a decir
su nombre, lo que el loro aprendió pronto y
bien, pero no tardó la niña en arrepentirse de
ello porque más de veinte veces al día tuvo
que dejar sus estudios y sus juegos creyendo
que su abuela la llamaba, porque el loro
hablaba lo mismo que la anciana cuyo metal
de voz parecía remedar a cada instante.
Lolita tenía un hermano mayor con el que
no congeniaba mucho porque Gabriel, que así
se llamaba, la reprendía a cada instante por
sus defectos, que a la verdad no eran pocos.
Así es que buscaba la compañía de una niña
de su misma edad, hija de los jardineros de
su casa, porque la pobre criatura se avenía a
todos sus caprichos sin atreverse a contradecirla
jamás.
Lola era caprichosa y mal criada, porque
sus padres y su abuela la mimaban mucho y,
a pesar de verse tan querida, envidiaba la
suerte de cuantos la rodeaban creyéndose la
niña más desgraciada del mundo cuando tenía
una pequeña contrariedad.
El tío Salvador, que era su padrino, le hizo
pasar una temporada feliz mientras permaneció
a su lado, porque no hubo juguete que ella
deseara ni traje que le agradase que no le
comprara enseguida; pero el tío tuvo el capricho
de visitar Andalucía y partió a los dos meses
de su llegada en busca de otros parientes
a los que también hacía algunos años no veía.
Una tarde que los padres y el hermano de
Lolita salieron, se quedó ella en el jardín jugando
con la otra niña, que se llamaba Amparo.
Llegaron corriendo cerca de la verja que
separaba su posesión de otra aún más hermosa,
donde varias niñas vestían una muñeca
de tamaño extraordinario; Lolita no tenía ninguna
tan grande ni recordaba haber visto jamás
ninguna así. Luego sacaron un oso que
bailaba; una jardinera que con un carretón
lleno de flores andaba después de darle cuerda,
y una porción de juguetes a cuál más bonito
y más nuevo.
Lola estaba pálida de envidia y se alejó de
allí para no ver aquellos objetos que la hacían
sufrir de una manera cruel.
-Vamos a jugar con tus muñecas -dijo Amparo.
-¡Mis muñecas! ¡qué feas son! -exclamó
Lola llorando-, yo quiero una como esa.
-Ha costado doscientas cincuenta pesetas –
dijo Amparo-, lo he oído esta mañana. ¿Por
qué no reúnes tu dinero para comprarte otra?
-¿Cuánto dinero es eso? -preguntó Lola.
-No sé qué duros serán.
-Espera, lo ajustaremos… veinticinco y
veinticinco pesetas son cincuenta y veinticinco
son setenta y cinco… yo no tengo más que
setenta y cinco pesetas, o sea quince duros,
luego doscientas cincuenta…
Hizo muy despacio la cuenta, y al fin dijo:
-Son cincuenta duros, me faltan treinta y
cinco ¿de dónde los voy a sacar?
-Pide a tus papás y a tu abuelita.
-Es verdad, buena idea.
La abuela, que no había salido, dio a Lola
dos duros para satisfacer su capricho, pero
¿qué iba a hacer ella con diecisiete?
Cuando volvieron los padres y Gabriel, Lolita
les pidió dinero para una muñeca, cuyo
precio no se atrevió a decir, pero con gran
sorpresa suya su madre la abrazó llorando y
no le dio nada.
Su hermano le enteró de lo ocurrido refiriéndole
que su padre había perdido en una
quiebra su fortuna, que tenía además que
pagar una deuda sagrada y que todo el dinero
que hubiese en la casa sería poco para salir
de aquel compromiso hasta que volviese el tío
e hiciese algo por ellos.
Gabriel entregó a su padre lo que tenía
ahorrado, pero Lolita no le imitó.
Gracias al empeño de algunas alhajas de la
madre se completó la suma y aún sobró algo
para ir viviendo hasta el regreso del tío Salvador.
El día en que el padre de Lolita debía efectuar
el pago, la niña vio sobre la mesa de
despacho muchos billetes de Banco y algunas
monedas de oro y plata. Una atracción extraña
le hacía entrar en aquella pieza a cada
momento y, sin comprender la importancia
que la deuda podía tener para su padre, sólo
pensaba en que uno de aquellos papeles de
color le darían fácilmente la deseada muñeca.
Amparo se hallaba con la niña y, acaso
adivinando su pensamiento, trató varias veces
de llevarla al jardín para que jugasen.
-Bueno -dijo Lolita al cabo-, ve a buscar
mis muñecas, llévatelas bajo el emparrado
que yo iré a pedir a mamá las que me tiene
guardadas por ser las mejores.
Amparo se alejó y Lola, después de un instante
de vacilación, se acercó a la mesa y
cogió un billete de cien pesetas. Nadie la
había visto. Corrió a su cuarto, abrió su
hucha, que era una cajita con llave, y metió el
papel en ella.
Después pidió sus juguetes a su madre y
se marchó al jardín.
Al reunirse con Amparo vio que esta hablaba
con sus vecinas; estas le decían que se
iban a marchar para hacer un largo viaje y
que no podrían llevarse su hermosa muñeca,
que era de esas con articulaciones y que tenía
varios trajes y sombreros.
-¿Y qué haréis de ella? -preguntó Lolita
acercándose.
-Si hay quien nos la compre…
-Yo -interrumpió la niña-, la tomaré si me
la dais por algo menos que su valor.
-¿Cuánto tienes?
-Treinta y siete duros.
-Pues trato hecho; venga el dinero y toma
la muñeca por la reja, puesta de lado y sin
vestir creo que podrá pasar.
-Pero tú no tienes tanto dinero -murmuró
tímidamente Amparo.
-Sí, mi tío Salvador me ha mandado cien
pesetas -contestó Lola faltando a la verdad
con el mayor aplomo.
Un cuarto de hora después la niña tenía en
sus brazos la codiciada muñeca, pero se
hallaba muy preocupada. Y, sin embargo,
aquel juguete era de lo más bello y más perfecto
que se hace en Alemania; pero a Lola le
parecía que pesaba demasiado, que sus pequeñas
manos no la manejaban bien y que
jamás podría lucirla llevándola a paseo.
Cuando su padre fue a pagar al importuno
acreedor, halló, no sin sorpresa, que faltaban
veinte duros de su mesa de despacho. Avergonzado
pidió un plazo de veinticuatro horas
para reunir aquella cantidad y no dudó que en
su casa se había cometido un robo. En su
cuarto no habían entrado más que Lolita y
Amparo y todos acusaron a la segunda, excepto
Gabriel. Como aquello no podía probarse,
se contentaron con prohibir a la hija del
jardinero la entrada en la casa y todo trato
con Lola. Esta dijo que las vecinas al partir le
habían regalado la muñeca y nadie pensó en
unir un suceso con otro, creyendo que Lolita
decía siempre la verdad.
Entre tanto había vuelto el tío Salvador sacando
a la familia de apuros, pues era muy
rico.
Una tarde se hallaban reunidos en el jardín
y Lolita jugaba con el loro.
-Di Lola -le ordenó la niña.
Y el loro dijo enseguida:
-Lola es mala.
-¿Cómo se entiende, pícaro, quien te ha
enseñado eso? -preguntó ella muy disgustada.
-Lola es mala -repitió el loro-. Amparo es
buena.
Y como la niña gritase protestando, el loro
dijo una infinidad de veces:
-Lola es mala, Lola es mala.
-¿Sabéis que este loro es muy inteligente?
-objetó Gabriel-; parece que mi hermana
comprende que tiene razón por que se ha
puesto muy encarnada, y no es de indignación
al verse calumniada sino de miedo al ser
descubierta. ¿Has hecho algo malo, Lola?
-Yo no -contestó la niña muy turbada.
-Y a propósito de Amparo -prosiguió Gabriel-,
¿saben Vdes. que la pobre niña está
muy enferma?
-Amparo es buena -repitió el loro al oír el
nombre.
-¿Qué tiene? -preguntaron los padres de
Lolita.
-Empezó su mal por una gran tristeza al
verse despedida de casa y, aunque adivinaba
la causa de esto, no se atrevía a hablar. No
comía, ni dormía apenas al ser tratada como
una ladrona, y le dio una violenta calentura
que ha puesto en grave riesgo su vida. Al saber
esto la visité y logré me dijese lo que
había callado a todo el mundo.
-Es falso -le interrumpió la niña.
-¿Y cómo sabes tú lo que voy a contar? –
preguntó severamente el hermano mayor.
-Lola es mala -gritó el loro.
-Pues el caso es -prosiguió el joven-, que
Amparo en efecto no cogió los veinte duros,
que quien los tomó fue Lolita, y esta ha dejado
que calumnien a esa pobre niña cuando la
indigna de estar en esta casa es ella.
Lolita quiso aun protestar; pero al oír al loro
repetir que era mala, le dio tal terror que
tuvo que confesar su enorme falta.
Lo primero que hicieron los padres fue
obligar a Lola a pedir a Amparo perdón y esta,
desde que se supo que no era culpable empezó
a mejorar.
Regalaron a la hija del jardinero los mejores
trajes de Lolita y todos los juguetes de
esta y decidieron dar un ejemplar castigo a la
niña mala. Le prohibieron hablar con las personas
de la casa, le quitaron todos sus gustos
y caprichos, la vistieron pobremente, la obligaron
a trabajar, y el loro se encargó de aumentar
sus penas recordándole a cada momento
su falta al decir apenas la veía.
-Lola es mala.
Sinceramente arrepentida lloraba día y noche
y preguntaba cuando Dios y los hombres
la podrían perdonar.
-Cuando el loro diga que eres buena –
respondía su hermano.
Pero el loro que tan fácilmente había
aprendido, al enseñárselo Gabriel sin que nadie
lo supiera, a decir que Lolita era mala no
se avenía, al tratarse de llamar bueno a alguno,
a nombrar más que a Amparo. Esta intercedía
por su antigua amiga constantemente y
todos veían que el castigo se prolongaba demasiado.
Lolita estaba una mañana corriendo en el
jardín, acompañada de toda su familia, cuando
la abuela, queriendo terminar la triste situación
de la niña, le preguntó si prometía
enmendarse. El loro al oír el nombre de su
joven ama, dijo por primera vez:
-Lola es buena.
Entonces Lolita loca de alegría le sacó de la
jaula y le dio un beso en la cabeza. El loro no
la pagó con un picotazo, como era de temer,
porque la quería mucho.
Desde entonces todos perdonaron a Lolita
y no volvieron a hacer la menor alusión a lo
pasado.
Amparo recibió una brillante educación al
mismo tiempo que Lola, costeando la enseñanza
de ambas el tío Salvador, que ya no se
separó de la familia.
Fueron todos felices. En cuanto al loro, no
volvió a decir que su ama era mala y estuvo
en aquella casa hasta que se murió de viejo,
cuando ya Lolita y Amparo hacía años que
eran viejas también.

El retrato vivo

¡Pobres mujeres y pobres niños! Ancianos
y jóvenes habían formado un valeroso ejército
para combatir al enemigo que había venido a
sitiarlos a los mejores de sus pueblos y, no
habiendo logrado vencer, habían perecido casi
todos. Los pocos que vivían, hechos prisioneros,
no podían ser ya el sostén de la madre,
de la esposa y de los tiernos hijos. El vencedor,
no contento con este triunfo, había dado
orden de salir de aquella tierra a tan débiles
seres.
Recogieron sus ropas y todo cuanto era fácil
llevar sobre sí y que no tenía valor material
alguno, y llorando los unos, suspirando los
otros, y sin comprender lo que perdían los
más, se alejaron despacio de sus hogares, en
los que meses antes fueran tan felices.
Ya a larga distancia de su patria, los tristes
emigrantes se detuvieron para descansar y
también para tomar una resolución para lo
porvenir.
Los que tenían familia en otras poblaciones
pensaban buscar su protección; los que no,
decidían, las jóvenes madres trabajar para
sus hijos, las muchachas servir en casas acomodadas,
los niños aprender cualquier oficio
fácil, las viejas mendigar.
Pero había entre aquellos seres un niño de
nueve años, que no tenía madre ni hermanos,
que antes vivía solo con su padre y, después
de muerto este en la pelea, quedaba abandonado
en el mundo.
Se acercó a una antigua vecina suya implorando
su protección.
-Nada puedo hacer por ti, Gustavo, le dijo
ella, harto tendré que pensar para buscar los
medios de mantener a mis dos niñas.
-Cada cual se arregle como pueda, repuso
otra; no faltará en cualquier país quien te
tome a su servicio, aunque sólo sea para
guardar el ganado.
-Para eso llevo yo tres hijos -añadió otra
mujer-; primero son ellos que Gustavo.
Y en balde se acercó el niño a los demás.
Cada cual siguió su camino, y el pobre huérfano,
comprendiendo que nada debía esperar
de los emigrados que con él iban y entre los
que no contaba con un amigo sincero, los dejó
antes de la noche tomando distinta senda
que los otros.
El pobre niño estaba rendido de fatiga, de
hambre y de sed. Se acordaba de que en su
modesto hogar nunca había carecido de nada.
Se hallaba cerca de una hermosa población,
pero no creía poder llegar a ella, tal era
su cansancio. En aquel camino vio un arroyo
en el que bebió, y el agua le dio nuevas fuerzas
para seguir andando. Antes de entrar en
la ciudad divisó un pequeño castillo; las puertas
y ventanas cerradas parecían indicar que
no estaba habitado. A su espalda tenía un
hermoso jardín, cuya cerca ruinosa permitía
ver, por entre numerosas grietas, los elevados
árboles, las calles cubiertas de rastrojos y
muchas estatuas y fuentes. También divisó
Gustavo, al resplandor del astro de la noche
que enviaba sus melancólicos rayos a la tierra,
un pabellón que tenía entreabierta una de
sus ventanas.
-Si yo pudiese dormir ahí esta noche, se
dijo, mañana encontraría quizás un albergue
mejor.
Una vez pensado esto, saltó, no sin alguna
dificultad, la tapia; se dirigió al pabellón y,
abriendo del todo la ventana, penetró resueltamente
en la habitación. Esta no era muy
espaciosa y no tenía más muebles que una
mesa y un diván. Del techo pendía una lámpara
y en los muros, cubiertos de tapices, se
divisaba un cuadro que Gustavo no podía distinguir
a causa de la oscuridad que allí reinaba.
Sólo veía brillar el marco dorado. No logrando
satisfacer el hambre, pensó dormir al
menos, y echándose en el diván, que le pareció
un lecho muy blando, apoyó la cabeza en
uno de sus brazos para que le sirviera de almohada.
A poco rato oyó el triste tañido de una
campana distante y, llenándose sus ojos de
lágrimas, murmuró:
-Así sonaba la de mi parroquia cuando yo,
tenía patria.
Pero como Gustavo era un niño, aquella
preocupación le duró poco, y al fin se durmió
profundamente.
Cuando se despertó habían pasado algunas
horas y los rayos de la luna penetraban en la
habitación. Uno de ellos iluminaba el cuadro,
y Gustavo pudo ver que representaba el retrato
de cuerpo entero y de tamaño natural
de una mujer. Era joven, bellísima, con el
cabello castaño, los ojos grandes y expresivos
y las facciones todas de extraordinaria perfección.
Iba vestida de negro, y en una de sus
blancas manos sostenía un libro encuadernado
lujosamente.
Gustavo la miró largo rato; no había visto
jamás un rostro más hermoso ni una mujer
de mayor atractivo. Pero cuando estaba más
absorto, una nube veló la luna, y el retrato
volvió a quedar envuelto en las sombras.
A la mañana siguiente se despertó, resuelto
a continuar su camino, pero entonces advirtió,
no sin sorpresa, que la ventana por
donde había entrado estaba cerrada y encendida
la lámpara, que pendía del techo. ¿Iría a
morir allí de hambre y de sed?
Quiso abrir las maderas, pero no lo consiguió;
gritó, mas su voz no fue oída, y temiendo
que le hubieran hecho prisionero, pensó,
no sin espanto, que había caído en poder de
algunos infames que no le soltarían fácilmente,
puesto que nada podía dar para su rescate.
Mirando bien a todos lados, no tardó en ver
una cesta con provisiones y un jarro de agua.
¿Será esto para mí? -se dijo mientras sacaba
todo lo que contenía la cesta sobre la mesa-.
Hay pan, carne, fiambre, un pollo y frutas,
¿Cuándo he comido yo cosas tan buenas? No
debo dudar: puesto que han dejado esto aquí
y me han encerrado, es que es mío.
Y comió con un apetito excelente.
Una vez satisfecha el hambre se encontró
bastante aburrido; su única distracción era
contemplar el retrato de aquella dama que
parecía también mirarle.
Así se pasó el día; el aceite de la lámpara
se consumió y esta cesó de arder. Apenas
quedó Gustavo en la oscuridad, buscó el diván
a tientas, se echó sobre él y a poco rato durmió.
Le despertó un ruido extraño y una súbita
claridad; volvió los ojos hacia el retrato y vio
sólo el marco.
Delante se hallaba una mujer vestida de
negro, que llevaba una lámpara en la mano.
Era el retrato que se había animado, tenía
vida y, bajando de su lienzo, se dirigía al lado
de Gustavo que le miraba con el mayor
asombro.
Sí, no había duda, era ella, la hermosa
dama de cabello oscuro y ojos negros; la inanimada
pintura de la noche antes tenía un
cuerpo, un alma, una expresión.
Gustavo creyó que soñaba, y más aún lo
pensó cuando la singular mujer, llegando junto
a él le miró fijamente y le dijo esta palabra
sola:
-Mañana.
Tuvo el niño miedo y cerró los ojos; cuando
al cabo de un rato los abrió, la visión había
desaparecido, el retrato estaba en su dorado
marco, pero había dejado una prueba de su
presencia, la lámpara encendida. Entonces, ya
excitado por lo ocurrido anteriormente, Gustavo
creyó que el retrato continuaba vivo y se
atrevió a hacerle diversas preguntas, a las
que naturalmente no tuvo respuesta ninguna,
llegando a sospechar que aquello no había
sido más que una alucinación.
Al día siguiente comió el resto de sus provisiones
y tuvo el intento de permanecer despierto
para cuando fuese el retrato, pero, como
la noche anterior, se apagó la lámpara y,
Gustavo, a obscuras y solo, no pudo resistir el
sueño que en breve se apoderó de él.
Al despertarse, el retrato estaba vivo otra
vez; la bella dama miraba a Gustavo con ternura;
iluminando su rostro la luz de la lámpara
que, como la noche anterior, ardía sobre la
mesa. Un vago temor se apoderó del niño,
que cerró los ojos. Pero después oyó que un
hombre y una mujer, el retrato, sin duda,
hablaban cerca de él.
-¿No te aseguraba yo -decía ella-, que mi
niño no había muerto, y que más tarde o más
temprano le hallaría?
-Pero ¿es en realidad tu niño? -preguntaba
el hombre.
-Ciertamente; mírale bien. Tiene el cabello
castaño oscuro, como yo, la frente altiva de
su padre, y en la expresión del rostro hay
algo de los dos. Haciendo tanto tiempo que no
me ve, le asusta mi presencia, pero ya le explicaré
todo y me amará como cuando era
más pequeño.
-Y ¿quién le ha traído aquí? -interrogó el
hombre.
-Un ángel, sin duda, que se ha compadecido
de mi llanto. Cógele en tus brazos y llévale
al castillo, padre mío.
Gustavo, al oír esto, se puso súbitamente
en pie y vio a un hombre de unos sesenta
años, al lado de la que él continuaba llamando
el retrato vivo.
-Ven, Alfredo- dijo ella.
-Señora -murmuró el niño-, mi nombre es
Gustavo, y no conozco a V.
-Eso crees tú, porque te han engañado:
pero yo probaré lo contrario. Sígueme.
El anciano cogió a Gustavo de la mano y,
aunque él opuso una débil resistencia, le hizo
salir por el marco del retrato, que era una
puerta que conducía a una galería que comunicaba
con el castillo.
Allí encontró a varios servidores, que le miraron
con extrañeza, y la dama dejó al niño
con el caballero un instante.
-Oye con atención -le dijo el anciano-, y
procura no olvidar mis palabras. Esa mujer
que acabas de ver es mi hija. Quedó viuda a
los dos años de matrimonio, teniendo un niño
de diez meses, al que hizo la desgracia viese
morir también más tarde; entonces perdió
ella la razón. Los médicos me dijeron que sólo
una gran alegría podría salvarla; pero ¿cómo
proporcionarla a la que nada debía esperar en
la tierra? Al verte, ha creído que eres su hijo y
la razón le vuelve poco a poco. Hace cinco
años que va todas las noches a ese pabellón;
ahora tú me dirás cómo te ha encontrado en
él.
Gustavo refirió en breves y sentidas frases
su triste historia y, viendo que el huérfano no
tenía a nadie en el mundo, profirió el caballero:
-Si eres bueno, tu fortuna está hecha; mi
hija y yo somos muy ricos y todo será para ti:
para eso es necesario que renuncies a esa
patria, a la que tanto amas a pesar de tus
cortos años, y a tu nombre: serás Alfredo y
no Gustavo, y yo te deberé el supremo bien
de que mi hija recobre la razón creyéndote su
niño. No descubras jamás este forzoso engaño,
y así tendrás un amor maternal que nunca
hubieses podido encontrar en el mundo.
En aquel momento entró la dama.
-¡Alfredo! -exclamó.
-¡Madre! -dijo el niño echándose en sus
brazos.
Ella le besó con transporte, y luego dulces
lágrimas brotaron de sus ojos, llanto de felicidad
que indicaba que su vacilante razón no
estaba ya perdida.
En efecto, no tardó en curarse del todo,
llenando de júbilo a su anciano padre que
tanto la amaba.
Gustavo, o más bien Alfredo, obtuvo todo
el cariño, toda la abnegación que hubiese alcanzado
el verdadero hijo de la dama, que
siempre se había obstinado en creer que su
niño no había muerto.
Y mientras el huérfano desvalido y abandonado,
cuando salió de su patria se veía lisonjeado
con los más gratos favores de la
suerte, los otros emigrados arrastraban una
existencia miserable, sufriendo privaciones de
todos géneros. El pabellón donde hallaron a
Gustavo, fue objeto de constante veneración
para la dama y para el niño, el que durante
mucho tiempo siguió creyendo que su supuesta
madre era el retrato vivo que vio la noche
de su llegada, porque, habiéndose roto el resorte
que hacía se comunicase el pabellón con
la galería, por medio de una puerta oculta, el
lienzo no volvió a ocupar jamás su primitivo
puesto.