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Cuentos infantiles

Cuento de los 3 cerditos

cuento tres cerditos

Había una vez una vieja madre cerdo que tenía tres cerditos y no había suficiente comida para alimentarlos. Entonces, cuando tenían la edad suficiente, los envió al mundo a buscar fortuna.

El primer cerdito era muy vago. No quería trabajar en absoluto y construyó su casa de paja. El segundo cerdito trabajó un poco más duro, pero también fue un poco perezoso y construyó su casa con palos. Luego, cantaron, bailaron y tocaron juntos el resto del día.

El tercer cerdito trabajó duro todo el día y construyó su casa con ladrillos. Era una casa robusta completa con una hermosa chimenea y chimenea. Parecía que podría soportar los vientos más fuertes.

Al día siguiente, un lobo pasó por el camino donde vivían los tres cerditos; y vio la casa de paja, y olió el cerdo adentro. Pensó que el cerdo haría una excelente comida y su boca comenzó a hacer agua.

Entonces llamó a la puerta y dijo:

 ¡Pequeño cerdo! ¡Pequeño cerdo!
 ¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!

Pero el cerdito vio las grandes patas del lobo a través del ojo de la cerradura, por lo que respondió:

  ¡No! ¡No! ¡No!
  ¡No por los pelos de mi chinny chin chin!

Entonces el lobo mostró sus dientes y dijo:

  Entonces resoplaré 
  y voy a soplar 
  y derribaré tu casa.

¡Así que resopló y resopló y derribó la casa! El lobo abrió mucho las mandíbulas y mordió lo más fuerte que pudo, pero el primer cerdito escapó y se escapó para esconderse con el segundo cerdito.

El lobo continuó por el camino y pasó por la segunda casa hecha de palos; y vio la casa, y olió a los cerdos adentro, y su boca comenzó a hacer agua mientras pensaba en la buena cena que harían.

Entonces llamó a la puerta y dijo:

  ¡Cerditos! ¡Cerditos!
  ¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!

Pero los cerditos vieron las orejas puntiagudas del lobo a través del ojo de la cerradura, por lo que respondieron:

  ¡No! ¡No! ¡No!
  ¡No por los pelos de nuestro chinny chin chin!

Entonces el lobo mostró sus dientes y dijo:

  Entonces resoplaré 
  y voy a soplar 
  y volaré tu casa!

¡Así que resopló y resopló y derribó la casa! ¡El lobo era codicioso e intentó atrapar a los dos cerdos a la vez, pero era demasiado codicioso y no consiguió ninguno! Sus grandes mandíbulas se cerraron sobre nada más que aire y los dos cerditos se alejaron tan rápido como sus pequeños cascos los cargaron.

El lobo los persiguió por el camino y casi los atrapó. Pero llegaron a la casa de ladrillo y cerraron la puerta antes de que el lobo pudiera atraparlos. Los tres cerditos estaban muy asustados, sabían que el lobo quería comerlos. Y eso fue muy, muy cierto. El lobo no había comido en todo el día y había despertado un gran apetito persiguiendo a los cerdos y ahora podía oler a los tres adentro y sabía que los tres cerditos harían un festín encantador.

Entonces el lobo llamó a la puerta y dijo:

  ¡Cerditos! ¡Cerditos!
  ¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!

Pero los cerditos vieron los ojos estrechos del lobo a través del ojo de la cerradura, por lo que respondieron:

  ¡No! ¡No! ¡No!
  ¡No por los pelos de nuestro chinny chin chin!

Entonces el lobo mostró sus dientes y dijo:

  Entonces resoplaré 
  y voy a soplar 
  y derribaré tu casa.

¡Bien! resopló y resopló. Él resopló y resopló. Y él resopló, resopló, y resopló, resopló; pero no pudo derribar la casa. Por fin, estaba tan sin aliento que no podía resoplar y ya no podía resoplar. Entonces se detuvo para descansar y pensó un poco.

Pero esto fue demasiado. El lobo bailaba de rabia y juraba que bajaría por la chimenea y se comería al cerdito para cenar. Pero mientras subía al techo, el cerdito hizo un fuego ardiente y puso una olla grande llena de agua para hervir. Entonces, justo cuando el lobo bajaba por la chimenea, el cerdito se quitó la tapa y se dejó caer. cayó el lobo en el agua hirviendo.

Entonces el cerdito volvió a ponerse la tapa, hirvió al lobo y los tres cerditos se lo comieron para cenar.

El perrito callejero

perro cuento

Ésta era una vez un perrito callejero de nombre Bebo. Como no tenía dueño, Bebo dormía a la intemperie y casi nunca tenía nada que comer. Un buen día, mientras el perrito trataba de dormir muerto de frío y su estómago rugía de tanta hambre, Bebo sintió que alguien se la acercaba.

¿Quién podría ser? Tal vez era una persona noble que lo llevaría a su casa y le daría comida, aunque también podía ser un gato flacucho como él buscando dónde cobijarse. Cuando la sombra se acercó, Bebo pudo reconocer a su amigo Toncho, un perro pequeño de pelos largos y sucios.

“Hola amigo”, dijo Toncho titiritando de frío. “Hola viejo amigo, no te había reconocido. Apenas alcanzo a ver porque estoy muy viejo”. “¿Qué te parece si rondamos el restaurante de la esquina? Tal vez nos den algo de comer”, dijo Toncho, pero Bebo no quiso moverse del lugar. “Me encantaría acompañarte, Toncho, pero ya no tengo fuerzas para caminar”.

Entonces, Toncho decidió salir por su cuenta a buscar comida para su viejo amigo, y en el camino se encontró con el gato Misi. “¿A dónde vas, Toncho?”, dijo el minino escondido entre unos viejos cartones. “Voy a buscar algo de comida para Bebo que está enfermo de frío”, “Pues yo buscaré algo para cobijarlo y darle calor”, dijo Misi rápidamente.

Al cabo de unos minutos, el gato se encontró con Chester el ratón. “¿A dónde vas, Misi?”, dijo Chester saliendo de una alcantarilla. “Voy a buscar algo para cobijar a Bebo. Está muy enfermo y muerto de frío”. “Pues yo buscaré un poco de jarabe para que no se resfríe”, dijo el ratón y salió corriendo hacia la farmacia.

Cuando el perrito Toncho llegó al restaurante, se escurrió por la puerta del fondo y pudo encontrar un trozo de carne en el depósito de los deshechos. Al verlo, el cocinero decidió seguirlo para ver a dónde se dirigía con el trozo de carne.

Mientras tanto, el gato Misi se había colado en la tintorería y en la caja de retazos descubrió un pedazo de tela confortable con la que Bebo podría cubrirse y protegerse del frío. La dueña de la tintorería vio al gato y decidió seguirlo para ver a dónde se dirigía.

Finalmente, el ratón Chester hurgó entre la basura de la farmacia y pudo encontrar un frasco de jarabe al que aún le quedaba algo de medicina. Cuando el boticario vio al ratón, no pudo resistir la curiosidad y le siguió para ver a dónde se dirigía con el frasco de jarabe.

Al cabo de unos minutos, los tres amigos llegaron al callejón donde permanecía Bebo. El perrito Toncho le ofreció el trozo de carne, el gato Misi lo cubrió con la tela, y el ratoncito Chester le inclinó el frasco de jarabe para que se lo tomara. Mientras todo aquello sucedía, el cocinero, la tintorera y el boticario contemplaban desde lejos cómo los animales atendían a su amigo Bebo, y fue tanta su emoción que decidieron acercarse para contemplar de cerca al animalito.

“Pobre perrito. Todos los días vendré a traerle comida de mi restaurante”, dijo el cocinero al instante. “Yo lo cubriré con mantas para que no pase frío”, dijo la tintorera emocionada. “Pues yo lo llevaré conmigo a mi farmacia para que no se enferme nunca más”, exclamó el boticario, y lo levantó entre sus brazos para llevarlo lejos de allí.

Desde entonces, Bebo no tuvo que pasar frío ni sufrir de hambre en las calles. El cocinero le trae comida a la farmacia todas las noches, la tintorera le cose mantas confortables y calentitas para que siempre esté protegido, y el boticario vela porque nunca se enferme con sus remedios y jarabes.

¿Y los amigos de Bebo? Pues ellos también lo visitan y comparten con él su comida y sus mantas, mientras Bebo les agradece por todo lo que hicieron, contándoles historias y cuentos de su infancia hasta quedar todos dormidos en la comodidad de la farmacia.

La gratitud de la fiera

cuento del esclavo

Había una vez un esclavo al servicio de Roma, que escapó de su amo para refugiarse en el bosque. Su nombre era Androcles, y una vez en las montañas, decidió guarecerse de los guardias que le perseguían, y se ocultó en una enorme cueva.

Aún en la tenebrosa oscuridad de la cueva, Androcles pudo notar la presencia de imponente león. La fiera se encontraba tumbada en el suelo con una pata herida, y ante la mirada del esclavo lanzó un rugido de dolor incontenible.

“No temas, amigo león. Te ayudaré para que te recuperes pronto” le dijo Androcles conforme se iba acercando poco a poco al animal. En un comienzo, el león mantuvo su fiereza, hasta que, poco a poco, Androcles logró ganarse su confianza. El esclavo extrajo una flecha clavada en la pata del león, y curó su herida con agua limpia.

Al cabo de un tiempo, Androcles y la fiera comenzaron a convivir con tranquilidad escondidos en la cueva. Cierto día que el muchacho salió en busca de alimentos, le capturaron los soldados del emperador, y le llevaron consigo a la ciudad para que sirviera en el circo.

A los pocos días, Androcles fue arrojado a un foso pestilente. El lugar se encontraba repleto de personas curiosas y desesperadas por ver la batalla. Ante los ojos de aquel joven apareció un temible león, que venía acercándose hacia él con grandes zancadas. En ese preciso instante, el león quedó parado frente a Androcles y para sorpresa de todos, comenzó a rugir cariñosamente acariciando su cabeza contra el cuerpo del esclavo.

“Emperador, perdone la vida de este esclavo, pues ha logrado someter al león” – gritaban a coro los presentes, y el emperador así lo hizo. Androcles fue puesto en libertad, y nunca se supo que aquel león, era en verdad aquel de la cueva que tanta amistad había hecho con Androcles.

El pájaro flautista

pajaro

En un lugar muy lejano llamado Pentagrama, habitaban animales que podían tocar instrumentos musicales. Los pájaros, los conejos, los zorros y los osos, cada uno de ellos llevaba su instrumento colgado en el cuello, y a cada minuto del día, entonaban bellas y agradables melodías que alegraban todo el bosque.

En aquel lugar, vivía un pájaro flautista muy popular que todos admiraban por su talento. El pájaro era invitado a todas las fiestas y siempre animaba a todos a su alrededor entonando canciones maravillosas con su flauta. Cuando daba conciertos, los tickets se agotaban en instantes, y las personas se abarrotaban cerca de la entrada para poder admirar la gracia con que el distinguido pájaro manipulaba la flauta.

Cierta mañana, el pájaro despertó como de costumbre en su habitación y, cuál fue su sorpresa al encontrar que su preciada flauta ya no estaba. ¿Cómo iba a poder interpretar sus bellas canciones? ¿Quién habría podido ser capaz de robarle su querido instrumento?

Entre sollozos y sollozos, el pájaro descubrió una nota muy extraña sobre la puerta de su casita: “Hemos tomado tu flauta y no podrás tocarla nunca jamás. Serás la burla de todo el reino”. Al leer aquella nota, las patas endebles del pájaro comenzaron a flaquear, sintió un nudo en su garganta y no tuvo más remedio que inventar un catarro para poder justificar su ausencia en los conciertos que le esperaban aquel día.

Tras una semana de agonía y lento pesar, el pájaro decidió llamar a sus tres amigas las urracas. “No lo podemos creer. Que crimen tan horrendo”, exclamaron al unísono las urracas revoloteando de furia. “Por favor, amigas, ayúdenme a recuperar mi flauta”, sollozaba el pájaro con las alas en la cabeza.

“No queda otro remedio que buscarla en todos los rincones del reino. Incluso debajo de las piedras”, dijo una de las urracas y todos estuvieron de acuerdo. Sin tiempo que perder, el pájaro se disfrazó de flor, una urraca de gusano, otra de cucaracha, y la última se disfrazó de roca, y así salieron cada uno por su lado en busca de la flauta.

El pájaro vestido de flor visitó todos los teatros y los lugares donde tocaban los animales, pero ninguno de ellos tenía su flauta. Al cabo de los días, cansado de tanto buscar, el pobre pájaro se dio por vencido. “Esto es todo. No busco más”, y dicho aquello se retiró a su casa para llorar de tristeza.

Mientras tanto, la urraca disfrazada de gusano visitó los talleres de instrumentos en busca de una flauta llegada recientemente. Sin embargo, anduvo por horas entre violines, pianos y tambores, y tampoco tuvo buena suerte con su búsqueda. “Me cansé de buscar”, gritó quitándose el disfraz y volviendo a casa de su amigo el pájaro.

Del otro lado del reino, la urraca disfrazada de cucaracha tampoco pudo regresar a casa con buenas noticias. Tras largo tiempo visitando las tiendas y los mercados, no pudo encontrar a nadie que estuviese vendiendo una flauta, así que regresó por el mismo camino a casa de su amigo el pájaro.

Finalmente, la tercera urraca disfrazada de roca, se quedó inmóvil en un solo lugar del bosque, y aunque pasó largo tiempo sin probar bocado ni poder estirar sus alas, un buen día escuchó a dos topos que cuchicheaban atentamente escondidos en la yerba.

“¿Estás seguro de que nadie nos escucha?”, preguntó el topo más pequeño. “No te preocupes, estamos solos”, contestó el segundo más gordo y viejo. “Pronto echarán del reino al pájaro flautista porque no tiene su instrumento” “Al fin nos libramos de ese idiota”, decían los topos riéndose en voz baja.

Pero, lo que no sabían aquellos bribones era que la urraca disfrazada de piedra los estaba escuchando, así que regresó rápidamente a casa del pájaro para contarle lo sucedido, y una vez que llegaron a casa de los topos, esperaron a que estos se quedaran dormidos para entrar y quitarles la flauta que tanto había añorado el pájaro.

Cuando cayó la noche, y tal como habían planeado, los cuatro amigos se colaron en la casita de los topos que roncaban y roncaban sumidos en un profundo sueño. Después de andar un rato buscando la flauta por fin la encontraron, pero ya era demasiado tarde. Los topos se habían despertado y habían trancado la puerta para que el pájaro y las tres urracas no pudieran salir.

Asustado y temeroso, el pájaro tuvo entonces una brillante idea. “Tocaré mi flauta como solo yo lo sé hacer y las personas de todo el reino vendrán enseguida a rescatarnos”. Y así lo hizo el pájaro flautista. Tocó y tocó melodías hermosas y pronto la guarida de los topos se repletó de animales que corrían a escuchar las canciones del pájaro. Cuando llegaron al lugar, los habitantes de Pentagrama rescataron al pájaro y las urracas, y los topos recibieron un buen merecido por haberse robado la flauta.

Los Campeones de Salto

La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarín
apostaron una vez a quién saltaba más alto, e
invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel
campeonato. Hay que convenir que se trataba de
tres grandes saltadores.
– ¡Daré mi hija al que salte más alto! -dijo el
Rey-, pues sería muy triste que las personas
tuviesen que saltar de balde.
Presentóse primero la pulga. Era bien educada y
empezó saludando a diestro y a siniestro, pues
por sus venas corría sangre de señorita, y estaba
acostumbrada a no alternar más que con
personas, y esto siempre se conoce.
Vino en segundo término el saltamontes. Sin
duda era bastante más pesadote que la pulga,
pero sus maneras eran también irreprochables;
vestía el uniforme verde con el que había
nacido. Afirmó, además, que tenía en Egipto
una familia de abolengo, y que era muy
estimado en el país. Lo habían cazado en el
campo y metido en una casa de cartulina de tres
pisos, hecha de naipes de color, con las
estampas por dentro. Las puertas y ventanas
habían sido cortadas en el cuerpo de la dama de
corazones.
– Sé cantar tan bien -dijo-, que dieciséis grillos
indígenas que vienen cantando desde su
infancia – a pesar de lo cual no han logrado aún
tener una casa de naipes -, se han pasmado tanto
al oírme, que se han vuelto aún más delgados de
lo que eran antes.
Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes
se presentaron en toda forma, dando cuenta de
quiénes eran, y manifestando que esperaban
casarse con la princesa.
El huesecillo saltarín no dijo esta boca es mía;
pero se rumoreaba que era de tanto pensar, y el
perro de la Corte sólo tuvo que husmearlo, para
atestiguar que venía de buena familia. El viejo
consejero, que había recibido tres
condecoraciones por su mutismo, aseguró que
el huesecillo poseía el don de profecía; por su
dorso podía vaticinarse si el invierno sería
suave o riguroso, cosa que no puede leerse en la
espalda del que escribe el calendario.
– De momento, yo no digo nada -manifestó el
viejo Rey-. Me quedo a ver venir y guardo mi
opinión para el instante oportuno.
Había llegado la hora de saltar. La pulga saltó
tan alto, que nadie pudo verla, y los demás
sostuvieron que no había saltado, lo cual estuvo
muy mal.
El saltamontes llegó a la mitad de la altura
alcanzada por la pulga, pero como casi dio en la
cara del Rey, éste dijo que era un asco.
El huesecillo permaneció largo rato callado,
reflexionando; al fin ya pensaban los
espectadores que no sabía saltar.
– ¡Mientras no se haya mareado! -dijo el perro,
volviendo a husmearlo. ¡Rutch!, el hueso pegó
un brinco de lado y fue a parar al regazo de la
princesa, que estaba sentada en un escabel de
oro.
Entonces dijo el Rey:
– El salto más alto es el que alcanza a mi hija,
pues ahí está la finura; mas para ello hay que
tener cabeza, y el huesecillo ha demostrado que
la tiene. A eso llamo yo talento.
Y le fue otorgada la mano de la princesa.
– ¡Pero si fui yo quien saltó más alto! -protestó
la pulga-. ¡Bah, qué importa! ¡Que se quede con
el hueso! Yo salté más alto que los otros, pero
en este mundo hay que ser corpulento, además,
para que os vean.
Y se marchó a alistarse en el ejército de un país
extranjero, donde perdió la vida, según dicen.
El saltamontes se instaló en el ribazo y se puso
a reflexionar sobre las cosas del mundo; y dijo a
su vez:
– ¡Hay que ser corpulento, hay que ser
corpulento!
Luego entonó su triste canción, por la cual
conocemos la historia. Sin embargo, yo no la
tengo por segura del todo, aunque la hayan
puesto en letras de molde.

El Perro del Ciego

-¡Las seis de la mañana! Ya es hora de salir:
estamos en Junio y hace gran rato que
debe de ser de día. ¡Luisa! ¡Luisa! ¿Te has
levantado o estás todavía durmiendo?
El que esto decía era un anciano se setenta
años, con el cabello blanco, de mediana estatura,
que se apoyaba en un palo grueso con
una mano, mientras con la otra buscaba la
puerta que daba salida a su humilde habitación.
El viejo Teodoro era ciego. La persona a
quien se dirigía era su nieta, hermosa niña de
doce años, que dormía profundamente en el
cuarto inmediato al de su abuelo.
Teodoro era un pobre que pedía limosna
por el camino que conducía desde el pueblo a
la ciudad, y la niña cuidaba la casa, entregándose
al mismo tiempo a alguna labor propia
de su sexo.
Al escuchar la voz del anciano, Luisa se
despertó sobresaltada, se vistió apresuradamente
y corrió a buscar a su abuelo, al que
abrazó y besó con la mayor ternura.
-Me marcho, hija mía -le dijo-, y hoy te repito
como siempre que no abras a nadie la
puerta mientras estés sola. Me alejaría mucho
más tranquilo si te dejase a Miro.
-¡Bah! se iría a la calle y no lograría V. que
me acompañara.
Miro era un gran perro negro que estaba
desde que nació en poder de Teodoro.
Apenas se oyó nombrar, acudió presuroso
dando saltos de alegría, saludando así a sus
queridos amos.
-Puesto que no consientes que Miro esté
contigo, me lo llevaré -murmuró el viejo-.
Hasta luego, Luisita.
-Hasta luego -repitió la niña.
Teodoro y el perro se alejaron.
Luisa barrió la casa, arregló el cuarto de su
abuelo y el suyo, encendió el fuego del hogar,
preparó el frugal almuerzo y luego se sentó
junto a la ventana y se puso a coser. Transcurrieron
tres horas sin que el abuelo volviese, y
la niña empezó a estar inquieta.
-Vecina -preguntó a una vieja que pasaba
por la calle-, ¿ha visto V. al padre Teodoro?
-Lo hallé a las siete cerca de la ciudad.
Luisa siguió cosiendo, y como viera a un
labrador conocido suyo, le dijo lo mismo que
a la anciana.
-A las ocho le hallé en el molino -respondió
el hombre.
Un momento después interrogaba la niña a
un muchacho.
-A las nueve -contestó el chico-, le encontré
sentado en el camino, al parecer descansando.
Luisa, estaba cada vez más intranquila, y
ya iba a salir a la calle a buscar a su abuelo
cuando Miro se acercó a la ventana; venía
muy cansado y lanzaba ladridos lastimeros.
-¿Qué pasa, mi buen perro -dijo Luisa llorando-,
cómo es que vienes solo, dónde has
dejado a tu amo? ¡Él que no quería llevarte!
Si no hubiera sido por ti, yo no sabría de él,
puesto que tú sólo vienes a darme noticias
suyas.
La niña salió de la casa, y el perro, luego
que la lamió las manos y se dejó acariciar, la
guió hacia la carretera, donde Luisa no tardó
en hallar a su abuelo, tendido en el suelo,
pálido como un muerto y sin sentido. El pobre
anciano había salido estando enfermo, y las
fuerzas le habían faltado antes de regresar a
su morada.
Las lágrimas de Luisa conmovieron a unos
arrieros, que cogieron al viejo y le llevaron al
pueblo, donde le dejaron en su propia vivienda,
al cuidado de la niña.
Esta fue a llamar a un médico, que declaró
al instante que el mal de Teodoro, aunque no
era muy grave, se curaría lentamente.
-¿Qué va a ser ahora de nosotros? -decía
Luisa-; si salgo para pedir limosna, tengo que
abandonar a mi abuelo; si me quedo aquí no
habrá nada para alimentarnos él, mi buen
Miro y yo.
Cosía y bordaba con más afán que nunca,
pero como sobraban mujeres que se dedicaban
a esas labores en el pueblo no encontraba
quien pagase las suyas.
Hacía algunos días que Teodoro estaba en
cama, lamentándose de su triste suerte; se
habían agotado sus recursos, y el último pedazo
de pan se había comido por la mañana.
Miro impacientado por el hambre, había salido,
y Luisa cosía a la puerta de su casa.
De pronto vio venir al perro, perseguido
por un hombre. Miro entró en la morada de
sus amos, y Luisa temerosa de que quisieran
hacer algún daño a su compañero se encerró
con él. Unos fuertes golpes, dados con un
palo en la ventana, la hicieron asomarse a la
reja, en tanto que el perro se ocultaba debajo
de un banco, sin soltar un panecillo que llevaba
cogido con los dientes.
-¡Eh, muchacha! -gritó el hombre-, tu perro
me ha robado un pan. O me pagas tú, o el
animal lo pagará de otro modo.
-Bueno, señor, yo no tengo dinero.
-Y el perro hambriento se hace ladrón.
-Mi Miro no es ladrón, se equivoca V….
¿Tiene V. familia?
-Mujer y un niño recién nacido -contestó el
tahonero-; ¿pero eso qué tiene que ver?
-Sí tiene; como me falta dinero entregaré a
usted en cambio del panecillo, una gorrita
para el chiquitín, con tal que no maltrate V. a
mi perro.
-Venga la gorra, y quedamos en paz.
Luisa le dio un gorrito primorosamente
hecho.
El hombre algo conmovido al ver la desgracia
de la niña, después de despedirse de ella
se quedó parado a corta distancia de la casa,
pudiendo ver lo que pasaba en su interior.
Entonces salió el perro de su escondite y
depositó el pan en la falda de Luisa, que le
hizo mil caricias. Él, con su inteligente mirada,
parecía decirle:
-He traído pan para tu abuelo y para ti, y
mi instinto no podía advertirme que hacía mal
en quitar a otro lo que mis amos necesitaban.
-Miro -murmuraba Luisa, como respondiéndole,
y pasando su mano por el lomo del
animal-, este panecillo es nuestro, tú le has
traído y yo lo he pagado.
Cogió un cuchillo, dividió el pan en tres
partes, y Teodoro, la niña y el perro comieron
satisfechos y con excelente apetito cada uno
su parte.
-Luisita -dijo a la mañana siguiente el
abuelo después que se hubo enterado de lo
ocurrido la víspera-, creo que Miro me ha inspirado
una excelente idea; yo tardaré aún
muchos días en poder salir, tú no quieres
abandonarme y es preciso que el perro trabaje
por los tres. Cuélgale una cestita al pescuezo,
sal con él al mercado, pide limosna; y lo
que te den échalo en la cesta. No acompañarás
a Miro más que hoy, y en lo sucesivo irá
solo.
Así lo hizo la niña, y por la noche cuando
volvió a su casa trajo un panecillo que le
había puesto en la cesta el tahonero a quien
había dado la gorrita.
Luisa se hallaba muy desanimada, pero por
complacer a su abuelo envió a Miro al otro día
al mercado. Júzguese de la sorpresa de Teodoro
y de su nieta cuando al declinar la tarde
llegó el perro con el cestito lleno de provisiones
y además algunas monedas de cobre.
Aquel noble animal pidiendo con su mudo
lenguaje limosna para sus amos, inspiró curiosidad
e interés, contestando el panadero a
cuantas preguntas se le hacían sobre el particular.
El excelente hombre seguía enviando su
recuerdo a la niña.
Sucedió que una mañana pasó una opulenta
y caritativa señora por el mercado, al tiempo
que un grupo de curiosos rodeaba el perro.
Quiso enterarse por sí misma de lo que
ocurría y le impresionó la historia de Luisa y
de su abuelo, que le fue referida. Aquella dama
había visto morir a su hija única y era
además viuda: se encontraba, pues, sola en
el mundo. Se decidió a visitar al viejo y a la
niña, le encantó la afabilidad del primero y le
entusiasmó la bondad del corazón de la segunda.
Queriendo favorecerlos rogó al anciano
que entrase a su servicio, y se llevó a Luisa
consigo para que hiciese las cuentas, porque
su abuelo como era ciego no podía escribir.
Agradecida la niña al tahonero, le regaló
muchas prendas de vestir para su niña.
Luisa llegó a ser la hija adoptiva de aquella
señora y la Providencia del país. Teodoro murió
de vejez. En cuanto a Miro, fue el constante
amigo y compañero de la niña; pero a pesar
de haber mejorado su suerte y la de su
ama, todos recordaban que él había sacado a
Teodoro y a Luisa de la miseria, y nadie le
nombro jamás de otro modo que el perro del
ciego.
Su historia se cuenta todavía en el pueblo
a los forasteros que en él se detienen.

Las Habichuelas Mágicas

Periquín vivía con su madre, que era viuda, en
una cabaña del bosque.
Como con el tiempo fue empeorando la
situación familiar, la madre determinó mandar a
Periquín a la ciudad, para que allí intentase
vender la única vaca que
poseían.
El niño se puso en camino, llevando atado con
una cuerda al animal, y se encontró con un
hombre que llevaba un saquito de habichuelas.
-Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te
gustan,te las daré a cambio de la
vaca.
Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su
casa. Pero la viuda, disgustada al
ver la necedad del muchacho, cogió las
habichuelas y las arrojó a la calle. Después se
puso a llorar.
Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue
grande su sorpresa al ver que las
habichuelas habían crecido tanto durante la
noche, que las ramas se perdían de vista.
Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube
que sube, llegó a un país desconocido.
Entró en un castillo y vio a un malvado gigante
que tenía una gallina que ponía un
huevo de oro cada vez que él se lo mandaba.
Esperó el niño a que el gigante se
durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella.
Llegó a las ramas de las habichuelas,
y descolgándose, tocó el suelo y entró en la
cabaña.
La madre se puso muy contenta. Y así fueron
vendiendo los huevos de oro, y con su
producto vivieron tranquilos mucho tiempo,
hasta que la gallina se murió y Periquín
tuvo que trepar por la planta otra vez,
dirigiéndose al castillo del gigante.
Se escondió tras una cortina y pudo observar
como el dueño del castillo iba contando
monedas de oro que sacaba de un bolsón de
cuero.
En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín
y, recogiéndo el talego de oro, echo a
correr hacia la planta gigantesca y bajó a su
casa. Así la viuda y su hijo tuvieron
dinero para ir viviendo mucho tiempo.
Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de
cuero del dinero quedó completamente
vacío.
Se cogió Periquín por tercera vez a las
ramas de la planta, y fue escalándolas hasta
llegar a la cima.
Entonces vió al ogro guardar en un cajón una
cajita que, cada vez que se levantaba la
tapa, dejaba caer una moneda de oro.
Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el
niño la cajita prodigiosa y se la
guardó.
Desde su escondite vió Periquín que el gigante
se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh
maravilla!, tocaba sóla, sin que mano alguna
pulsara sus cuerdas, una delicada
música. El gigante, mientras escuchaba aquella
melodía, fue cayendo en el sueño
poco a poco.
Apenas le vió asi Periquín, cogió el arpa y echó
a correr. Pero
el arpa estaba encantada y, al ser tomada por
Periquín, empezó a gritar:
-Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!
Despertose sobresaltado el gigante y empezaron
a llegar de nuevo desde la calle los
gritos acusadores:
-Señor amo, que me roban!
Viendo lo que ocurria, el gigante salió en
persecusión de Periquín.
Resonaban a espaldas del niño pasos del
gigante, cuando, ya cogido a las ramas
empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al
mirar hacia la altura, vio que
también el gigante descendía hacia él.
No había tiempo que perder, y así que gritó
Periquín a su madre, que estaba en casa
preparando la comida:
-Madre, traigame el hacha en seguida, que me
persigue el gigante!
Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un
certero golpe, cortó el tronco de la trágica
habichuela.
Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus
fechorías, y Periquín y su madre
vivieron felices con el producto de la cajita que,
al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.