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Zenana

Alejandro Magno es de esos caracteres
históricos que se prestan igualmente a severa
censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en
virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya
tinieblas, pero grande siempre. La complejidad
de su alma extraordinaria se explica por
antecedentes de familia y de educación. Era
hijo de Filipo (que reunía a un valor de león
una sensualidad de cerdo) y de Olimpias, reina
de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a
sus enemigos por su propia mano, y de mirar
con tan despreciativa majestad a doscientos
soldados encargados de asesinarla, que se
volvieron sin hacerlo, declarando no poder
resistir aquella mirada dominadora y terrible.
Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre
lo dice todo, y durante ocho años había bebido
de tal fuente la sabiduría, que sirve para
templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia
política, que señala rumbos gloriosos a la ambición.
Y en un espíritu donde la levadura de
todas las pasiones humanas fermentaba al
lado de las nociones de todos los ideales divinos,
tenían que surgir, entre impulsos atroces
y violentas concupiscencias, bellos rasgos de
continencia, piedad y magnanimidad, y hasta
poéticos romanticismos, semejantes al que da
asunto a este cuento.
La casualidad ha traído a mi poder algunas
monografías que dejó inéditas el doctísimo
alemán Julius Tiefenlehrer, y que forma
parte de las doscientas setenta y cinco que
este profesor de la Universidad de Gotinga
consagró a esclarecer la biografía de Alejandro;
las cuales consultan fructuosamente y
rebañan sin escrúpulos los más recientes historiadores.
Parece que la leyenda contenida
en la monografía que hoy saco a luz, es la
misma que representa una tapicería gótica
perteneciente al barón de Rothschild, y en la
cual, con donoso anacronismo, Alejandro luce
una armadura de punta en blanco, del siglo
XIV, y Zenana el luengo corpiño, el brial y el
ancho tocado de las damas contemporáneas
de la Santa Sede en Aviñón.
Ha de saberse que Alejandro, después de
aniquilar a Darío y hacerse dueño de Persia,
fue corrompido por la muelle y refinada vida
asiática y por el servilismo de aquellas razas
que, a diferencia de los griegos, se postraban
ante el rey tributándole honores divinos. Pero,
en los primeros tiempos, antes de que el vencedor
se dejase vencer por las delicias que
reblandecen el alma, luchó para sobreponerse
y conservar sus energías morales, y esta lucha,
sostenida por un hombre omnipotente,
debe serle contada más gloriosa que la victoria
de Arbelas.
Claro es que entre las tentaciones de que
se veía asaltado Alejandro a cada instante,
descollaba la tentación de la mujer, dulcísima
asechanza en que caen las almas grandes,
igual o acaso más hondo que las pequeñas.
No son más hermosas que las griegas las
hijas de la Susiana, y acaso sus formas no se
prestan tanto a que el pincel las reproduzca;
pero en cambio poseen un hechizo perturbador,
que enciende la fantasía y subyuga potencias
y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados
como la luna en su creciente (según
la comparación del poeta Firdusi), donde se
abren los labios sinuosos, color de cinabrio,
parecidos a una flor de sangre; los ojos luengos,
de negrísimas y pobladas pestañas, “lagos
a la sombra”, dice una canción persa; los
cuerpos flexibles, delgados de cintura y que
en lo alto se ensanchan a manera de jarrón
que contiene dos tersas magnolias; el cutis
impregnado de aromas sabeos, el pie diminuto
encerrado en la delicada babucha de piel
de serpiente bordada de perlas, el vestir artificioso,
las gasas que muestran y encubren
hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos
rizados con primor, los brazos lánguidos que
saben ceñirse a guisa de anillos de culebra,
otros tantos anzuelos y redes para Alejandro,
de los cuales no acertaba a desenvolverse. Y
como quiera que a cada instante venían a su
tienda o a su palacio damas persas a impetrar
clemencia o justicia, Alejandro, conociéndose
y no queriendo prevaricar en sus funciones de
árbitro del mundo, ideó un extraño preservativo:
al acercarse una mujer, cubríase el rostro
y los ojos con un paño de púrpura, y así
las recibía y escuchaba, creyendo ellas que
era misterio de la majestad real lo que sólo
era prevención contra la humana flaqueza.
Acaeció, pues, que estando prisionero de
un general de Alejandro el sátrapa Artasiro -y
habiéndose resuelto que si el sátrapa no entregaba
pingües tesoros que suponían ocultos
le matarían cortándole en pedazos-, la única
hija del sátrapa, Zenana, se dio arte para llegar
hasta el rey, con propósito de abrazar sus
rodillas y librar a su padre del suplicio. El
candor y la pureza de Zenana se revelaban en
la sencillez no estudiada de su atavío; vestida
ya de luto, sin adornos ni joyas, con el cabello
suelto, sólo por natural efecto de la gracia
juvenil podría agradar. Y es preciso que, a
fuer de verídica, añada que Zenana no era
tampoco lo que se llama una hermosura, ni
menos poseía el hechizo malvado de las grandes
cortesanas de Babilonia, que saben con
añagazas y tretas enredar un albedrío. Sin
embargo, Alejandro, al oír que una mujer moza
solicitaba audiencia, se echó el paño por
cara y hombros, y así la recibió.
El no ver la faz augusta prestó ánimo a la
tímida Zenana: arrojóse a los pies del macedón,
y bañándolos con muchas lágrimas, expuso
el objeto de su venida. Notando que
Alejandro la escuchaba atentísimo y al parecer
con extraña complacencia, explicó detenidamente
el caso. Y así que hubo oído la promesa
de que su padre tenía salva la vida,
Zenana, después de estrechar otra vez las
rodillas de Alejandro, desapareció, yendo a
ocultarse con su nodriza en una cueva cercana
a Babilonia, pues temía ser perseguida y
ultrajada por los mismos que intentaban matar
al sátrapa.
Pocos días después de este suceso,
habiendo notado Higinio, el mayor amigo y
confidente de Alejandro, que éste andaba
asaz pensativo, cabizbajo y melancólico, le
preguntó la causa, y Alejandro, exhalando un
suspiro, respondió:
-Es una cosa extraña, querido Higinio, lo
que me sucede. Ya sabes que, para precaverme,
recibo a las mujeres con el rostro cubierto,
porque las hermosas persas hacen
daño a los ojos. ¡Ay! ¿De qué me ha servido?
¡Ya veo que el enemigo más allá de los ojos
tiene su fortaleza! Recordarás que últimamente
me pidió audiencia una dama, hija del sátrapa
Artasiro; y yo, fiel a mi propósito, no
alcé el trozo de púrpura que me impedía verla.
Pero escuché su voz, y no hay arpa hebrea
ni lira eolia que a la cadencia de esa voz pueda
compararse. El corazón me salta al recordar
la música de esa voz. A solas repito palabras
que ella pronunció, por evocar mejor el
recuerdo del tono con que las dijo. No sé cómo
no atropellé por todo y no la detuve aquí
cautiva, para seguir oyéndola: creo que fue
efecto del mismo encanto que la voz me produjo.
Estaba que ni me atrevía a respirar. Y
ahora, de día, de noche, tengo aquella voz en
los oídos, sueño con ella, y sólo puede aliviar
mi mal oírla resonar otra vez. Ya lo sabes.
Búscame a Zenana, tráemela aquí, porque si
no, conozco que perderé el juicio.
Obedeció Higinio prontamente, y puso en
movimiento numerosa cohorte, a fin de descubrir
a la misteriosa beldad; por tal la tenía.
Bien escondida estaba Zenana, pero al fin se
averiguó su refugio, e Higinio, antes de llevarla
a la presencia de Alejandro, la enteró de
cómo el rey, prendado de su voz, se moría
por ella. La joven persa, al saber esto, murmuró
dulcemente, con su voz melodiosa, que
la emoción timbraba:
-Gloria es para mí haber causado tal impresión
en el gran rey; pero la placa de plata
bruñida en que contemplo mi rostro después
del baño y el tocado, me dice que no soy bella;
Alejandro, al verme, perderá las ilusiones.
Temo su indignación, y temo ante todo que
recaiga su cólera sobre mi padre. ¿Por qué no
le haces creer a Alejandro que estoy obligada
por un voto a los dioses a presentarme cubierta
la cara con un velo? Yo no he visto a
Alejandro; él no me verá… y así tal vez consiga
evitar su enojo.
Pareció a Higinio tan excelente el ardid de
la discreta Zenana, que estuvo conforme, y la
misma noche la condujo a los jardines del
gineceo de Alejandro. Embriagado éste con la
divina voz de la joven persa, se resignó a la
condición de velo, y hasta encontró en ella un
misterio picante y un singular hechizo.
Le parecía que aquel amor velado y despojado
del vulgar incentivo de unas facciones
más o menos lindas, era algo delicado y original,
que no había gustado nunca. El casto
imán de aquel velo triunfó de las desnudeces
y la licencia impúdica de las otras damas persas,
obstinadas en requerir al héroe.
-Habla y no te descubras, murmuraba
tiernamente Alejandro, sentado cerca de una
fuente donde la luna fingía en el agua de los
surtidores continuo desgrane de perlas; y las
rosas del Gulistán, que después se llamaron
de Alejandro, dejaban caer sobre las cabezas
de los amantes perfumados pétalos.
Fue el amor de Zenana el más largo e intenso
de cuantos disfrutó Alejandro en su corta
vida.

La gota de cera

Aunque los historiadores apenas le nombran,
Higinio fue de los más íntimos amigos
de Alejandro Magno. No se menciona a Higinio,
tal vez porque no tuvo la trágica muerte
de Filotas, de Parmeion, y de aquel Clitos a
quien Alejandro amaba entrañablemente, y a
quien así y todo, en una orgía atravesó de
parte a parte; y sin embargo (si no mienten
documentos descubiertos por el erudito Julios
Tiefenlehrer), Higinio gozó de tanta privanza
con el conquistador de Persia, como demostrarán
los hechos que voy a referir, apoyándome,
por supuesto, en la respetabilísima
autoridad del sabio alemán antes citado.
Compañero de infancia de Alejandro,
Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y
se bañaron en Pela, en los estanques del jardín
de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones
de Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría
la gustaron, así puede decirse, en un mismo
plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar
del amor, cuando deshojaron la primera
guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa
de la gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto
con sello más hondo el batirse juntos en la
memorable jornada de Queronea, en la cual
quedó toda Grecia por Filipo, padre de Alejandro.
Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve
años entonces, mandaron el ala izquierda
del ejército, y destruyeron por completo
la famosa “legión sagrada” de los tebanos.
La noche que siguió a tan magnífica victoria,
Higinio pudo haber conseguido el generalato;
Alejandro se lo brindaba, con hartos
elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún
de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente
a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:
-No acepto el generalato, porque habiéndome
portado bien hoy, tal recompensa y tan
alta dignidad me obligarían en conciencia a
portarme todavía mejor en otras ocasiones
que sobreviniesen, y no puedo comprometerme
a amanecer cada día con más valor y
más fortuna. Además, de las enseñanzas de
nuestro maestro Aristóteles saco yo en limpio
que el hombre, habitualmente, debe vivir en
paz y no en guerra. Queda demostrado que
no soy ningún medroso. El que ha combatido
a tu lado en Queronea ya tiene derecho a
plantar un laurel en el sagrado bosque de
Marte. Déjame de batallas y dame otro puesto
cerca de ti, Alejandro, porque te quiero bien y
te serviré fielmente.
Alejandro, cuya sangre hervía pidiendo
luchas y glorias, se conformó mal de su grado
a los deseos de Higinio, y le nombró su gran
copero. Era cargo en extremo descansado y
de alta confianza, pues sus funciones consistían
en custodiar y servir la copa de oro reservada
al príncipe, a fin de que nadie pudiese
depositar en ella ponzoña. El oficio de Higinio
le permitía vivir en constante comunicación
con Alejandro, y cuando éste subió al trono,
sucediendo a su padre, asesinado por Pausanias,
los cortesanos auguraron a Higinio brillante
carrera. Poco tardaron en verse desmentidos
tales pronósticos: Higinio continuó
presentando, recogiendo y custodiando la ya
regia copa, sin mezclarse en intrigas ni aspirar
a otras grandezas.
Mientras tanto, Alejandro asombraba al
universo con sus campañas y triunfos, y ofrecía
a Grecia, en compensación de la perdida
libertad, páginas de luz para la Historia.
Conteniendo a los bárbaros y sojuzgando
el inmenso Imperio de Asia, bien pronto se
vio dueño del mundo Alejandro. Cuando, después
de dejar trazado el emplazamiento de
Alejandría, y de entrar vencedor en Babilonia
y Ecbtana, el hijo de Filipo se declaró “hijo de
Júpiter” y decretó su propia apoteosis, Higinio
-que hacía mucho tiempo no departía con su
rey, limitándose a servirle la copa en silenciofue
despertado a las altas horas de la noche
de orden de Alejandro que le llamaba a su
cabecera. La recién hecha deidad no podía
dormir, y reclamaba cuidados y consuelos…
-Señor -dijo Higinio-, celebro poder
hablarte sin testigos, como antaño. Justamente
deseaba rogarte que me consientas dejar
tu servicio y retirarme a mi casita del Ática,
donde poseo olivos y colmenas.
-¡Bonita ocasión escoges para abandonarme!
-exclamó furioso Alejandro-. ¡Por el
intento merecías que te mandase crucificar!
¿Deseas riquezas? Pide cuanto se te antoje…
Pero ¿marcharte? Ni lo sueñes. ¿Y de dónde
nace esa manía?
-Ya que lo preguntas -contestó Higinio-,
lo vas a saber. Yo fui amigo y servidor de un
hombre; pero ahora parece que ese hombre
se ha vuelto dios. No tengo vocación al sacerdocio.
Desde que has ascendido a hijo de Júpiter
Hamnon, hermano de Apolo, me inspiras
temor y frialdad. El Alejandro que yo amaba
no existe. Has ascendido al Olimpo. Él es inmortal,
yo mortal. No nos entendemos. Por
otra parte, la idea que me he formado de un
dios, según la sublime doctrina de Aristóteles…
-¡Dale con Aristóteles! -interrumpió el
conquistador-. ¡Como le atrape, a ese sí que
le crucifico! ¡Y alto, para que todos lo vean!
-Crucifica, pero escucha. Prescindamos de
Aristóteles y supongamos que, en efecto, eres
dios. Pues si eres dios, yo no puedo cometer
sacrilegio; yo no puedo seguir envenenándote.
-¿Envenenarme tú? -gritó Alejandro incorporándose
convulso sobre su lecho de
marfil incrustado de oro-. ¡Ahora comprendo
por qué un fuego constante abrasa mis venas;
ahora comprendo por qué no descanso
sino en horrible modorra; ahora me explico
las visiones y las pesadillas que de noche me
asaltan y empapan mis sienes en sudor frío!
¡Envenenarme tú! -y con súbito acceso de
ternura suspiró-. ¿Y por qué quieres mi muerte,
tú, mi amigo de la niñez, mi hermano de
armas en Queronea?
Higinio, conmovido, se arrojó a los pies
de Alejandro, y éste abrió los brazos; los dos
amigos juntaron sus rostros y mezclaron sus
cabelleras, y el copero declaró, en tono muy
diverso del de antes:
-Señor, dulce amado mío, si te enveneno,
es contra mi voluntad y por orden tuya… Esas
visiones, esas torturas de que te quejas proceden
de la doble embriaguez en que vives:
estás ebrio de poder y de vino añejo… Antes
sólo me pedías la copa dos o tres veces en
cada comida; desde que el Asia te ha inoculado
su molicie y sus vicios, me duelen las manos
de tanto recoger la copa vacía y extendértela
colmada… Tu alma se ha turbado, la
demencia te ronda, te habitúas a la crueldad,
hieres a tus leales y morirás joven, sin que
nadie necesite pegarte una puñalada, como a
tu padre. No quiero ser cómplice, y me voy.
Alejandro, pensativo, seguía estrechando
el cuello y la cabeza de su amigo contra su
pecho.
-Tienes razón, amado -murmuró al fin
con sinceridad generosa-. Pero el hábito de
beber se ha arraigado en mí, y si no bebo, me
caigo a pedazos. ¿Qué haré? Aconséjame.
-No puedo -declaró Higinio- curarte la borrachera
del poder; pero trataré de salvarte
de la otra sin que te prives de tu gusto. Fíate
en mí y verás.
En efecto, los días que siguieron a esta
conversación, Alejandro continuó bebiendo
copas tan rebosantes y tantas en número como
siempre. No obstante, poco a poco notó
con placer gran mejoría. Gradualmente se
despejaba su cabeza, se tranquilizaban sus
nervios, volvía a sus miembros el vigor y la
alegría a su espíritu. Vastos planes maduraban
en su cerebro, sobrehumanas empresas
bullían en su imaginación heroica. Pasmado y
enajenado preguntó a Higinio el secreto, sin
que éste se prestase a revelarlo. Pero un cierto
Arsotas, juglar persa, adulador y afeminado,
que divertía mucho al rey, le dio la clave
del enigma.
-Tu gran copero, ¡oh divino Alejandro!,
echa cada día una gota de cera en el fondo de
tu copa. Así, insensiblemente, reduce su cabida
y acorta tus libaciones. Bebes cada día una
gota menos. ¡El osado Higinio se atreve a engañar
a su soberano y a cercenar sus deleites!
Quedó Alejandro sorprendido; después su
sorpresa se convirtió en enojo. ¡Tratarle como
a un chiquillo! ¡Embaucarle con un artificio
así! ¡Ah! No lo consentiría. ¿Qué se figuraba
Higinio? Y una mañana mandó registrar y limpiar
la copa, y a la tarde estableció sus famosos
certámenes de intemperancia, apostando
a beber con los más pellejos de su ejército.
Higinio entonces desapareció; probablemente
se retiraría al Ática. En cuanto a Alejandro,
nadie ignora la ocasión y modo de su muerte:
después de vaciar, con alarde jactancioso, no
su propia copa, sino la enorme llamada de
Hércules, cayó redondo, dando un grito. La
fiebre que allí mismo se apoderó de él le
arrebató del mundo a los treinta y dos años
de edad, en la plenitud de la vida y de la gloria.