Drama en una Aldea

– I –
Por tercera vez había sido elegido alcalde
del lugar Pedro Serrano; no había en el país
hombre más recto ni más honrado que él. No
se mezclaba en asuntos ajenos, no sostenía
discusiones políticas, no deseaba el menor
daño al prójimo, pero cumplía siempre con su
deber, aunque se tratase de castigar a su
amigo más íntimo si este cometía una falta.
Era viudo y no tenía más que una hija, una
hija de quince a diez y seis años. Vivía además
en compañía de una hermana suya, Romualda
Serrano, viuda de Trujillos, que había
servido de madre a su sobrina.
En la época en que empieza esta historia,
el buen alcalde se hallaba seriamente preocupado;
habíase levantado por allí una partida,
se ignoraba si de hombres políticos o de malhechores,
que había saqueado los pueblos
inmediatos con el objeto de reunir fondos y
llamar gente, y si bien es verdad que dicha
partida había sido disuelta, que casi todos los
que la componían se hallaban prisioneros,
faltaba el jefe, el único que sabía el móvil que
había impulsado a aquel puñado de valientes
o de codiciosos a tomar las armas. A ellos se
les había dado dinero ofreciéndoles mucho
más para después de la pelea; al capitán debían
haberle prometido algo mejor. El jefe no
había podido salir de España, ni aun de la
provincia; se ofrecieron recompensas a quien
le prendiera; el mismo Pedro salía por mañana
y tarde de su morada para buscar al enemigo;
todo en vano, nadie le daba razón de
él.
Vivía el alcalde a un extremo del pueblo,
en una casa antigua y espaciosa, compuesta
de dos pisos y una torre que tenía salida a
una azotea. La fachada principal daba a la
única calle, larga y ancha con edificios bonitos
y modernos a derecha o izquierda, empedrada
y limpia; la otra al jardín cuya terminación
se perdía en el monte.
Pedro Serrano había buscado un hábil jardinero
para cuidar las flores, que eran el encanto
de su hija, y las había allí de todos los
países y de todos los géneros, ya cultivadas al
aire libre, ya encerradas en estufas que parecían
palacios de cristal. Fuentes y estatuas
adornaban plazoletas graciosas o alamedas
extensas, miradores y kioscos embellecían los
centros o los ángulos de otras calles, y una ría
de agua clara y serena cortaba la posesión,
pareciendo una cinta de plata, en la que se
deslizaban blancos cisnes y peces de colores.
Al otro extremo del jardín, o sea en la parte
más lejana a la casa, se levantaba un edificio
de un solo piso, pequeño y descuidado, que
servía para guardar objetos de jardinería en
unas habitaciones y en las otras trigo o algún
producto de las huertas que también poseía el
alcalde. Hacia allí no iban nunca Romualda y
su sobrina y a eso sin duda debía atribuirse
que estuviese la casa tan ruinosa y aquel lado
del parque tan mal cultivado creciendo la
hierba por sus calles.
Pedro Serrano era muy rico, su morada estaba
suntuosamente alhajada, en el cuarto de
su hija sobraban los muebles de lujo y los
objetos de arte. Sin la intervención de Romualda,
que era muy devota, las habitaciones
de la niña hubiesen sido un pequeño museo,
pero la viuda las había llenado de piadosas
imágenes de mérito dudoso o nulo, colocando
algún cuadro de santos, de colores demasiado
vivos, al lado de preciosos grabados y bellísimas
acuarelas. Romualda desde que quedó
viuda, no había tenido más deseo que el de
encerrarse en un convento y su único afán era
guiar a su sobrina por aquel camino para que
algún día entrase con ella en el claustro. No
se sabía si la joven tenía vocación o no, pero
su tía se fundaba en lo primero porque no era
amiga de galanteas ni amoríos, habiendo despreciado
a algunos muchachos del pueblo
que, a pesar de sus pocos años, le habían
declarado su pasión, dedicándole serenatas
con canciones alusivas a ella, que solo habían
inspirado risa o lástima a la hija del alcalde.
Cecilia, que así se llamaba esta, era una muchacha
alta, esbelta, hermosa, con cabellos y
ojos negros, bellas facciones, tez blanca y
algo pálida. Vestía siempre con elegante sencillez,
y las otras jóvenes del lugar la contemplaban
con envidia. Hubiese parecido tímida o
indiferente sin el fuego de su mirada que se
fijaba con insistente curiosidad en los seres
que la rodeaban; por lo demás hablaba poco,
no discutía nunca, ni contrariaba jamás a su
padre y a su tía.
Era una tarde del mes de junio; Pedro
había salido después de comer, en busca del
fugitivo, Romualda y la niña se hallaban sentadas
bajo el emparrado haciendo cada una
su labor. La tía, que era fea, de corta estatura
y vista más corta todavía, llevaba gafas y
acercaba a sus ojos la costura para ver por
donde metía la aguja, la sobrina trabajaba
con alguna distracción porque su pensamiento
estaba muy lejos de allí
-¡Cuánto tarda tu padre! -exclamó la viuda-.
Temo que cualquier día le pase un percance
por alejarse tanto del lugar. Figúrate
que llega a descubrir el paradero de ese bandido
a quien persigue, que este va armado
¿qué ha de hacer sino intentar matar a Pedro
para que no le encierre en una cancel de la
que saldrá para ser fusilado?
-¿Y qué ha hecho ese hombre para que
quieran cazarle como a una fiera? -preguntó
Cecilia-. ¿Cuál es su delito?
-¿Se sabe acaso? Si es un ladrón…
-Ya se ha dicho que no -interrumpió la joven-,
su falta no es esa, dicen que se trataba
de un asunto político.
-Entonces será que no estaría conforme
con el gobierno y querría sublevarse contra él.
Esto ha pasado con frecuencia en nuestro
país.
-¿Y quién ha tenido razón?
-Unas veces los unos y otras los otros.
-¿De modo que sería posible que ese hombre
no fuese un malvado?
-Si hubiera vencido hubiese sido un héroe;
como ha perdido es un criminal. Tu abuelo, o
sea mi padre combatió en tiempo del rey José
contra él, y para salvar su vida tuvo que emigrar.
De la India trajo después las grandes
riquezas que posee tu padre y las que yo tenía
que en mal hora derrochó mi marido (que
en paz descanse) en poco tiempo. No te cases
nunca, Cecilia; los hombres no suelen ser
buenos y el que mejor parece de novio es el
esposo peor.
-No me casaré, tía, ya se lo he dicho mil
veces a mi padre.
-¿Y qué opina de tu resolución?
-Me ha dicho que tiene que hablar con V.
sobre ello.
Estero acabar de convencerle, si no lo está
ya, de que lo que a ti te conviene es venirte al
convento conmigo, dentro de algunos años.
El reloj de la iglesia dio las cuatro y Romualda
dijo al oírlo, a Cecilia:
-Dentro de media hora empieza la novena
a San Pedro; ve a vestirte y tráeme el manto
y el rosario cuando vuelvas hacia acá.
La joven recogió su costura y se dirigió lentamente
a la casa para obedecer las órdenes
de su tía.
– II –
Un cuarto de hora después llegó Pedro.
Romualda le saludó con cariño, y el alcalde
ocupó la silla de su hija.
-¿Qué hay de nuevo? -preguntó la viuda.
-Nada, siempre igual -contestó Serrano de
mal humor-; no sé dónde se mete ese hombre
y tengo decidido empeño en hallarle; preciso
es que le oculte alguno en la aldea para
que no pueda dársele alcance, pero ¡ay! del
que sea; seré tan inflexible con el fugitivo,
como con el que le esconda en su morada, el
que esto haga se ha de acordar de mí, así lo
he dicho a toda la gente de este pueblo que
me ama tanto como me teme. He prometido
una buena recompensa a quien me entregue
al culpable. De Madrid me escriben que no le
deje escapar, España entera está pendiente
de lo que ocurre en este pobre rincón, y sería
deshonroso que defraudase las esperanzas de
tantas personas importantes que ahora confían
en mi celo y en mi lealtad.
-Con tal que no te cueste caro -murmuró
Romualda.
-No hay peligro, nada me pasará, Dios vela
por mí porque os hago mucha falta a ti y a
Cecilia. Y a propósito de mi hija ¿qué hace
que no sale a mi encuentro?
-Está vistiéndose para ir conmigo a la parroquia.
-Hermana, yo no me opongo a que la niña
rece y cumpla con todas las prácticas religiosas,
pero me parece que le infundes ciertas
ideas que no son de mi agrado. No la eduques
para el convento; es mi único consuelo, quiero
verla feliz y establecida en este lugar.
-¿Con quién vas a casarla?
-Tengo ya formado mi plan. Un sobrino de
mi mujer, muchacho bueno y aplicado, ha
terminado su carrera en la corte y le he convidado
a venir una temporada conmigo. Si le
agrada, este será su esposo. ¿Piensas que he
pasado mi vida economizando y aumentando
el capital que mis padres me legaron, para
que lo hereden unas monjas? No ciertamente.
Cuando recorro la aldea y veo las bonitas casas
que a mi costa han construido y que tengo
alquiladas a las personas de más importancia
de la población, no digo: «Todo es
mío» sino, «todo esto es de mi hija». Cecilia
será dueña y señora de la aldea, una reina
aquí, donde la aman con ternura, porque la
mayor parte de los habitantes la ha visto nacer.
Viviremos todos reunidos, tú su segunda
madre, el joven matrimonio, mis nietos, si el
cielo les concede hijos, y yo. Daremos envidia
al mundo entero por nuestra dicha tranquila y
nuestro bien estar. No saldremos de este
pueblo ¿para qué? ¿Qué le importa a Cecilia lo
que hay más allá de esos montes donde crecen
aromáticas hierbas y sencillas flores? Este
será nuestro paraíso, yo no seré alcalde para
llevar una vida menos azarosa, me dedicaré
por completo a las faenas del campo y mi
yerno me ayudará. El muchacho llegará acaso
esta tarde, inútil es decirte que le acojas como
si fuese sobrino tuyo; en cuanto a Cecilia,
acostumbrada a ver a los jóvenes de aquí tan
torpes, tan mal educados, recibirá con agrado
y con júbilo a un primo cortesano que le dirá
cuatro frases galantes de esas que enloquecen
a las chiquillas.
-¿Sabe ya su próxima llegada?
-No, le reservo el placer de la sorpresa.
-Celebraré que lo sea. Pedro, hay en Cecilia
algo que me extraña y que me asustaría si
no supiese que su alma no vuela más que
hacia el cielo y que todo lo terrenal le parece
triste y mezquino. Tu hija, educada exclusivamente
por nosotros, viendo satisfecho hasta
su menor capricho, se muestra retraída,
carece de contento y de expansión, no tiene
una amiga, no nos hace la más pequeña confianza,
todos ignoramos lo que siente y lo que
piensa. He consultado sobre ello a mi confesor
y está conforme conmigo, la niña no es para
el mundo, es preciso dejarla que sea religiosa.
-Si insistes en eso Romualda, la separaré
de ti. Tú eres quien la hace poco expansiva,
tú la que le arrebatas la alegría y el bienestar.
Cecilia ha nacido como yo para la familia, para
los goces del hogar doméstico; a fuerza de
predicar a la pobre criatura sobre la obediencia
filial has hecho que me tenga más respeto
que cariño.
Los dos hermanos hubiesen acabado por
incomodarse formalmente si no hubiera llegado
Cecilia con oportunidad para terminar la
cuestión. Al ver a su padre corrió a su encuentro,
le besó en la cara y en la mano, luego
entregó a su tía el manto y el rosario y
esperó a que esta diese la orden de partir.
-¿Qué tal has pasado el día? -preguntó Pedro
a la joven.
-Bien -contestó ella-; he andado más que
otras tardes por el jardín, he cogido flores,
me he columpiado…
-¿Y has estudiado el piano?
-No.
-¿Has leído?
-Tampoco; no me gusta leer, los libros son
muy aburridos.
-¿Qué libros?
-Los que me presta tía Romualda.
-¿Y la música tampoco te agrada?
-La música que me proporciona mi tía, no.
-Ya te buscaremos otros libros y otras piezas
mejores.
-Vamos niña -dijo la viuda-, ya han dado
dos toques y no llegaremos a tiempo a la novena
si te entretienes.
Cecilia se despidió de su padre y siguió dócilmente
a su tía. Pedro Serrano quedó solo
en el jardín.
– III –
El alcalde se sentó primero, se paseó después,
había contado con que pasaría aquella
hora con su hija y su hermana y su ausencia
no podía menos de contrariarle. Felizmente, al
poco rato un criado vino a anunciarle la llegada
de su sobrino y Pedro se apresuró a ir a la
casa donde le aguardaba el joven. Este se
llamaba Lorenzo Henares y había acabado la
carrera de leyes. Hacía bastantes años que
Serrano no había visto a su sobrino, que contaba
veintidós, y acaso no le hubiese conocido
a no saber su regreso al lugar. Lorenzo no
tenía una hermosa figura, su fisonomía era
franca, dulce, simpática, pero no bella, su
estatura mediana, su inteligencia clara si no
superior, su carácter bondadoso, su desinterés
grande, su conducta intachable. Era el
yerno que convenía a Pedro, tan celoso de la
ventura de su hija; lo único que faltaba era
que los jóvenes se comprendieran y se amasen.
El alcalde habló mucho de Cecilia, enseñó
a su sobrino media docena de retratos en
fotografía, hechos por un artista que estuvo
de paso en el lugar, le dijo que la joven era
buena y sencilla y se la mostró, si no tal como
era, así como él la imaginaba, porque nada
era más difícil de entender y de definir que el
carácter de aquella niña tan mimada, tan
querida y al propio tiempo tan ignorante de
los sucesos de menos importancia de este
mundo. Lorenzo le escuchaba con atención y
con interés. Su tío le enseñó luego la casa, el
jardín en la parte en que se hallaba bien cultivado,
le habló de las mejoras que pensaba
introducir en él poniendo aquí una fuente
nueva; haciendo allá un mirador, agrandando
el gallinero y el palomar, arreglando un establo,
echando abajo el edificio ruinoso que se
veía a lo lejos para levantarle otra vez con el
objeto de que sirviese para habitaciones de
los jardineros que las tenían fuera de la posesión.
Así se pasaron dos horas. Al cabo de
ellas volvieron a la casa donde a los pocos
minutos entraron Romualda y su sobrina. Era
ya completamente de noche y el alcalde había
dado la orden de que se encendiesen las luces.
Al vivo resplandor de ellas se conocieron
Lorenzo y Cecilia. A él le pareció la niña admirablemente
hermosa, ella le encontró feo y
poco simpático. Cenaron juntos; la joven no
habló casi nada, el primo tampoco, porque se
hallaba visiblemente turbado en su presencia.
Después de cenar pasaron a la sala donde
tocaron el piano Cecilia primero, Lorenzo enseguida.
Era él un artista bastante notable y
Cecilia al oírle ejecutar algunas piezas se reconcilió
algo con su primo que tan repulsivo le
había sido al pronto. A las once se retiraron a
sus habitaciones donde no tardaron en dormirse
Pedro y Romualda. Lorenzo se acostó
para pensar en su prima, que le había hecho
profunda impresión. En cuanto a Cecilia, abrió
una de las puertas que daban al jardín y salió
a este contemplando extasiada las bellezas de
una serena noche de luna. ¿En qué pensaba?
No era seguramente en Lorenzo. Al dar las
doce el reloj de la parroquia, cuando comprendió
que todos descansaban en su vivienda,
entró de nuevo en su alcoba, sacó de un
armario varias provisiones que tenía allí guardadas,
las puso en una cestilla que colgó de
su brazo, salió por segunda vez al jardín, entornó
la puerta para que pareciese estaba
cerrada, y mirando con recelo o todas partes
se encaminó rápidamente hacia el ruinoso
edificio donde no se veía luz ni señal ninguna
de estar habitado. Cerca de allí llenó en una
fuente una botella de agua clara y cristalina,
sacó después una llave que llevaba oculta en
su pecho, abrió la pieza, donde más adelante
había de encerrarse el trigo y penetró en ella
con resolución. Un hombre se dirigió hacia la
joven: era alto, hermoso, con cabellos y ojos
negros y poblada barba; representaba unos
treinta años y su traje roto y empolvado le
daba un aspecto extraño, haciéndole semejarse
algo a un bandido.
-¿Has traído una luz? -preguntó dulcemente
a la niña.
-No señor, no me he atrevido -contestó
ella-. Las ventanas cierran mal y pudieran ver
la claridad que por ellas saliese algunos vecinos,
llamando la atención de mi padre.
-¡Siempre en tinieblas! es decir, siempre
no, ayer y hoy he visto el sol puesto que he
podido contemplarte.
-Aquí tiene V. las provisiones ofrecidas, cene
V. caballero.
Él se sentó en un escalón de piedra y comió
con el apetito natural de quien no ha tomado
ningún alimento en veinticuatro horas.
Estas hacía que aquel hombre se hallaba
allí. La noche antes, Cecilia había salido como
era su costumbre a pasearse durante aquellos
momentos de silencio y de soledad. Una sombra
había aparecido ante ella de pronto. La
niña iba a gritar pidiendo socorro, cuando el
supuesto fantasma dijo:
-Mujer, quien quiera que seas, ten compasión
de mí y no me pierdas. Si gritas serás la
causa de mi muerte porque me persiguen
como a un malhechor, siendo inocente, y no
tardaré muchos días en ser fusilado. Si me
ocultas, Dios te premiará tu buena acción,
porque en pasando algún tiempo podré huir
con facilidad para alejarme por siempre de
esta ingrata tierra.
-¿Quién es V.? -preguntó Cecilia temblando.
-Soy el jefe de la partida disuelta; hace
unos días que me escondo en el monte y la
casualidad, si no quieres que sea la Providencia,
me ha traído aquí. ¿Y tú quién eres, niña?
-Cecilia, la hija del alcalde Pedro Serrano.
-¡La hija del alcalde! -repitió con temor-,
entonces estoy perdido. No lo siento por mí,
sabré morir con valor y resignado, pero averiguarán
mi nombre, lo cubrirán de ignominia,
y mis ancianos padres morirán de vergüenza
y de dolor. No intento más huir, es inútil, llama
a tu padre, niña, dile que vengo a entregar
me a él.
Cecilia meditó un momento y al fin murmuró:
-Voy a salvar a V.. Sígame.
No quería tener aquella mancha sobre su
conciencia; no podía delatar al que había empezado
por declarar que era inocente. Le condujo
a aquel ruinoso edificio, le ofreció por
lecho lo único que allí había, un montón de
paja, le prometió provisiones para la noche
siguiente, le encerró quitando la llave que
siempre estaba puesta, y se alejó preocupada
y temerosa, sabiendo que faltaba a su padre
al amparar al forastero, pero sin decidirse a
declarar a aquel nada referente a suceso tan
singular.
– IV –
-Siéntate a mi lado, niña -murmuró él después
que hubo cenado-. Desde anoche no he
cesado de pensar en ti y esto ha hecho menos
amargas las tristes horas que he pasado sin
luz, sin aire, casi exánime de hambre y de
sed. Eres muy bella, ya lo sabrás sin duda ¡te
lo habrán dicho tantos! Hay algo en ti de la
Ofelia o la Julieta de Shakespeare. ¿Conoces
esas historias?
-No señor.
-Pues yo te las contaré.
Refirió el misterioso personaje a la niña lo
más interesante que encierran los dramas
aquellos del célebre poeta inglés, los amores
de las sencillas jóvenes con Hamlet y Romeo.
-¿Y eso está escrito en algún libro? –
preguntó ella después que le oyó embelesada.
-Sí, Cecilia.
– ¡Y yo que le decía a mi padre que no me
gustaban los libros!
-Si algún día puedo proporcionártelos los
leerás.
-Así lo espero; V. se salvará, desde anoche
no he cesado de pedírselo a Dios.
-¿Y por qué? Tú no me conoces ¿a qué interesarte
por mí? No sabes mi nombre, ni mi
historia, el mundo me llama criminal.
-Sí, pero mi tía me ha dicho que puede V.
ser un héroe.
-Sabe tu tía acaso…
-No, nada, pero me ha hablado hoy del
hombre a quien tanto persigue mi padre.
-¿Y no le atacaba?
-Es incapaz de culpar a nadie.
-Mi estancia en esta casa, niña, no podrá
prolongarse mucho; con ella acaso te comprometes
y si algo te sucediera por mí no me
consolaría. Jamás. Sé que el día de San Pedro
hay en este lugar grandes fiestas, tanto por
celebrarse el santo del alcalde como por ser el
patrón del pueblo. Vendrán forasteros, todo el
mundo se divertirá y si yo encontrase un caballo
para esa noche, huiría fácilmente. Tengo
dinero con qué comprar uno ¿podrías proporcionármelo?
-Lo intentaré.
-Dios te lo premiará, eres mi ángel bueno;
el cielo te hizo tan bella como virtuosa.
-Caballero es tarde, tengo que retirarme,
mañana volveré. En la cesta hay aún algunas
provisiones, guárdelas para tomar algo durante
el día, pues hasta estas horas no podré
venir.
-No me olvides, Cecilia.
La joven se lo prometió, y lo que es peor,
cumplió más de lo que había ofrecido. Durante
todo el día no cesó de pensar en él.
Su padre y su tía al verla preocupada creyeron
que era por la llegada de Lorenzo, y el
alcalde que no cabía en sí de gozo, empezó a
hablar de la proyectada boda a los vecinos y
la tía a desistir de ir al convento puesto que
su sobrina no había de acompañarla ya.
Cecilia siguió yendo por las noches a ver al
forastero, este se mostraba cada vez más
afectuoso con ella; ella sentía que abrasaba
su pecho la llanta del amor. Le refirió su historia
al cuarto día.
-Soy hijo de padres nobles y honrados -le
dijo-, tengo un corazón ansioso de aventuras
y esto me hizo separarme de ellos cuando era
muy joven. Partí a América con un célebre
emigrado español; con él aprendí a conspirar,
por él anhelé combatir. Teniendo franca entrada
en mi patria, deseando ver a mi protector
ocupar uno de los más altos puestos, de
acuerdo con otros conspiradores, levanté en
la provincia una partida, debiendo apoyarme
los amigos con otras muchas. Varias no se
organizaron, hubo una contraorden para la
sublevación, que recibí demasiado tarde, y
por falta de gente fuimos derrotados. Ya conoces
lo demás. He venido aquí y por ti he
olvidado mis sueños de gloria, mi ambición de
triunfo, todo en fin. ¿Sabes cuál sería hoy mi
bello ideal? Vivir contigo en un rincón de la
tierra, solos como ahora, pero sin temores,
sin penas y sin sobresaltos, poder darte mi
nombre, hacerte feliz. Aquí, Cecilia hermosa,
no te veo, te adivino y desearía admirarte,
oírte y hablarte a todas horas. ¿Qué será de
mí cuando me aleje de esta tierra? Ya no te
hallaré más en mi camino, porque no podré
volver a España. Estoy condenado a emigrar
siempre, amando tanto a mi patria.
Aquella noche no dijo más; a la siguiente
propuso a la niña que huyese con él.
-Más allá de esos montes -murmuró-, hay
un mundo que tú no conoces ni has soñado
jamás. Aquí está la tranquilidad de la aldea,
allá el bullicio de las grandes ciudades, aquí la
muerte, allá la vida.
Mucho más habló el forastero; lo hizo con
el acento del verdadero amor, con fuego, con
entusiasmo, y la niña inocente e ignorante de
cuanto pasaba en el mundo, se dejó arrastrar
por aquellas apasionadas frases y en un momento
de locura o de delirio se comprometió
a partir con él.
-Mañana -le dijo ella al retirarse-, un caballo
te esperará a la puerta de esta habitación.
-Bien -contestó él-, pero no olvides que no
huiré sin ti y que me entregaré a tu padre si
no vienes.
Hacía seis días que el joven se hallaba
oculto en casa del alcalde, al siguiente era
San Pedro, cuando debían celebrarse las fiestas.
Aquella noche Lorenzo, que como todo
enamorado dormía poco, había salido al jardín
algunos minutos antes que su prima. Cuando
esta llegó, temiendo disgustarla, se ocultó
para contemplarla un instante y grande fue su
asombro al divisar a Cecilia que con la cestilla
llena de provisiones se dirigía hacia la parte
más sola y descuidada de la posesión. La siguió
a alguna distancia y la vio entrar en el
ruinoso edificio. Como el forastero no podía
encender luz por la prohibición de Cecilia,
esta dejaba siempre la puerta abierta, así es
que Lorenzo pudo escuchar toda la conversación
de los amantes. Su primer impulso fue
llamar a Pedro y contarle lo que había oído,
pero pensó en la pena que causaría con eso a
su tío y decidió pedir consejo a la almohada
antes de dar un escándalo. Tiempo había de
parar el golpe en aquellas veinticuatro horas.
Entró en su alcoba y esperó a la ventana la
vuelta de Cecilia. Esta llegó poco después
caminando lentamente, con la cabeza inclinada
sobre el pecho.
No miró siquiera a la fachada de su casa,
así es que no sospechó que un hombre, el
mayor de sus enemigos entonces por lo mismo
que la amaba y estaba celoso, conocía el
proyecto de su fuga del hogar paterno donde
era tan querida, con un aventurero sin nombre
y sin fortuna.
– V –
Las fiestas de San Pedro fueron notables
aquel año: función de iglesia con sermón y
música por la mañana, rifa en la plaza después,
procesión por la tarde, baile público y
fuegos artificiales por la noche. Para el día
siguiente se anunciaban novillos que debían
lidiarse en un corral. El alcalde había de presidir
todas las fiestas y presentarse en ellas
su hija lujosamente ataviada. Una comisión
de lo más escogido de la aldea fue temprano
a felicitar a Pedro Serrano por ser su santo,
siendo recibida con afable cordialidad por el
padre de Cecilia. Esta le había dado un pañuelo
bordado por ella, Romualda una relojera,
los vecinos todos obsequios que no por ser
humildes habían sido recibidos con menos
júbilo. Lorenzo no sabía cómo y cuándo hablar
a su tío y entre tanto el día iba pasando, se
aproximaba la noche y el joven veía con terror
que no podía decir a Pedro el peligro que
a todos amenazaba. Cecilia y su primo habían
presenciado juntos todas las fiestas, ella estaba
más preocupada que triste, él no había
pronunciado ni media docena de palabras con
gran descontento de Romualda que decía:
-Estos muchachos educados en la corte no
encuentran bien más que lo que ven en Madrid;
este pobre Lorenzo está mortalmente
aburrido y no se atreve a confesarlo.
En casa de Serrano hubo numerosos convidados
que se sentaron a la mesa a las siete
de la tarde. Cecilia comió al lado de su primo.
Todos parecían haber olvidado al jefe de la
sedición, cuando al servirse los postres, el
secretario del Ayuntamiento se levantó y con
la copa en la mano dijo:
-Brindo, señores, por nuestro querido alcalde,
por su encantadora hija, su excelente
hermana y sobrino, por todos los presentes y
también porque tenga Serrano la gloria de
capturar al malvado que alteró la paz de esta
comarca.
Todos aplaudieron, todos brindaron, excepto
Cecilia que pálida y temblorosa había oído
con profundo terror las últimas palabras del
secretario.
Acabó la comida, salieron del comedor y
Serrano dijo a Lorenzo:
-Ve a ver los fuegos artificiales con Romualda
y tu prima. Yo me quedo con estos
amigos y me reuniré a vosotros luego.
-Tío -murmuró el joven-, quisiera antes
hablar con usted.
-En este momento me es posible; en la
plaza me encontrarás después.
-¿Y si es demasiado tarde?
Antes de que respondiese Serrano, varios
hombres del lugar se reunieron al alcalde para
tratar de las fiestas nocturnas y Lorenzo tuvo
que partir con la vieja y la niña. El joven se
hallaba cada vez más impaciente; el tiempo
pasaba y Pedro no venía. El reloj de la iglesia
dio las once.
-Una hora más y todo se habrá perdido -se
dijo Lorenzo.
Sin decir nada a su prima, se dirigió en
busca de su tío. Al verle desaparecer Cecilia
sonrió dulcemente; hacía rato que anhelaba
verse a solas con Romualda.
-Voy a saludar a mi amiga Angelita -dijo a
la buena señora.
Esta no se opuso, la joven se alejó y al llegar
a un paraje desierto echó un abrigo sobre
sus hombros, para que no llamase la atención
su vestido de seda de color claro, y por caminos
extraviados se dirigió a su casa que encontró
desierta, porque todos los servidores
se hallaban en la función. Entró por el jardín
del que tenía una llave, sacó de la cuadra el
mejor caballo que encontró, y trémula, palpitante
el corazón, fue al ruinoso edificio donde
el misterioso caballero la aguardaba impaciente.
-Dios te premie lo que por mí haces niña –
murmuró él.
Montó a caballo y viendo que Cecilia vacilaba
en seguirle, la cogió en sus brazos.
-¡Mi padre, mi pobre padre! -exclamó ella
derramando lágrimas.
-Yo te daré más amor que él.
En aquel momento sonaron a lo lejos doce
campanadas.
El desconocido y Cecilia llevados por el fogoso
caballo iban a internarse en el monte
cuando vieron a pocos pasos un grupo de
hombres armados a cuyo frente divisaron a
Serrano y a Lorenzo.
-¿Ve usted, tío, como era cierto? -dijo el
joven a Pedro- ¿ve usted como ella quiere
huir también? Si me hubiese escuchado antes
hubiéramos evitado que se reuniesen aquí. Un
minuto más y no los alcanzamos.
-¡Tirad! -gritó el alcalde-, haced fuego sobre
el miserable que me arrebata mi honra,
mi dicha…
Los hombres no se atrevían a obedecer
temiendo herir o causar la muerte a Cecilia,
pero Serrano era esclavo de su deber.
-Tirad -repitió-, suceda lo que suceda. Al
que vacile en obedecer le costará caro.
Se oyó una detonación, luego otra, el desgraciado
padre cerró los ojos para no presenciar
aquella escena.
Lorenzo vio entonces que el fugitivo se detenía
un momento, depositaba en el campo a
la joven y partía otra vez perdiéndose pronto
en la espesura del bosque. El sobrino de Pedro
y los demás hombres se lanzaron hacia
aquel lugar. Cecilia se hallaba tendida en el
suelo pálida e inmóvil; una bala la había herido
en la espalda, otra la había matado; la
infeliz joven había sucumbido para salvar a su
raptor. Este ganaba terreno, ya no se oía el
galope de su caballo.
-Prendedle -gritaba Lorenzo.
Todo fue en vano, el caballero huyó y esta
vez para siempre.
Serrano al saber lo ocurrido no derramó
una lágrima, pero su dolor mudo era más terrible
que la desesperación más violenta. Todo
lo había perdido aquel desventurado padre,
su honor, su hija, su felicidad. Desde
entonces dejó de ser alcalde, se encerró en su
casa sin querer ver a nadie, ni aun a su hermana
y a Lorenzo.
– VI –
Así pasó un año, llegaron otra vez las fiestas
de San Pedro y ya no las presidió Serrano,
ni presenció ninguna de ellas. Al anochecer,
Romualda fue a la habitación de su hermano
para prestarle sus consuelos en tan triste día,
y encontró la alcoba desierta. Llamó a su sobrino
y ambos se dirigieron al jardín en busca
del anciano. Mucho anduvieron antes de encontrarle;
el desgraciado padre se hallaba de
rodillas en el lugar donde Cecilia había muerto.
Lorenzo y Romualda intentaron alejarle de
allí.
-Me siento mal -les dijo-, dejadme morir en
paz donde para siempre la he perdido.
Continuó orando y su hermana y el joven
murmuraron una plegaria también. Cuando la
luna apareció en el cielo se acercaron de nuevo
a Serrano que permanecía mudo e inmóvil,
le hablaron y no les contestó. Lorenzo entonces
se aproximó más, cogió sus manos, tocó
su frente y vio que estaba muerto.
Pedro dejó en su testamento una renta vitalicia
a su hermana, y su fortuna, que era
inmensa, a Lorenzo. El joven hizo levantar un
pequeño monumento en el sitio donde murieron
Cecilia y su padre. Al año siguiente brotaron
allí espontáneamente plantas y flores, y
como estas fuesen encarnadas, los habitantes
de la aldea dijeron que habían nacido de la
sangre que de sus heridas derramó la infortunada
joven.